Necesitaba refuerzos. «Mire» —le dije— «Cuatro mil millones de personas creen en algún tipo de Dios y en la voluntad propia. No pueden estar todos equivocados».
«Muy poca gente cree en Dios», me contestó.
No entendía cómo podía negar lo evidente.
«Por supuesto que cree en Dios. Miles de millones de personas creen en Dios».
El anciano se inclinó un poco hacia mí, sus codos apoyados sobre los brazos de la mecedora.
«Cuatro mil millones de personas dicen que creen en Dios, pero son pocos los que creen de verdad. Si creyeran en Dios, vivirían todos los minutos de sus vidas en apoyo de esa creencia. La gente rica daría toda la riqueza acumulada a los necesitados. Todo el mundo estaría buscando frenéticamente el modo de determinar cuál de las religiones es la auténtica. Nadie se sentiría cómodo con la idea de que tal vez haya escogido la religión equivocada y que como consecuencia esté condenado al castigo eterno o a una mala reencarnación o cualquier otra consecuencia impensable. Las personas dedicarían sus vidas a convertir a otros a sus religiones».
«La creencia en Dios exigiría una devoción obsesiva al cien por cien, ejerciendo influencia sobre todos los momentos conscientes de esta breve existencia en la tierra. Pero tus cuatro mil millones de supuestos creyentes no viven sus vidas de esa manera… a excepción de unos pocos. La mayoría cree en lo útil de sus creencias —una utilidad terrenal y práctica— pero no cree en la realidad subyacente».
No me podía creer lo que estaba escuchando.
«Si les preguntara, dirían que creen».
«Dicen que creen porque es necesario aparentar que se cree para obtener los beneficios que ofrece la religión. Dicen a otras personas que creen y hacen cosas que creen que harían los creyentes, como rezar y leer libros sagrados. Pero no hacen las cosas que haría un verdadero creyente, las cosas que tendría que hacer un verdadero creyente».
«Si tú crees que se te viene encima un camión, te apartarás de su camino. Eso es creer en la realidad del camión. Pero si dices a los demás que temes al camión y, sin embargo, no haces nada para apartarte de su camino, eso no es creer en el camión. Del mismo modo, no es creencia decir que existe Dios y seguir pecando y acaparando riquezas mientras personas inocentes se mueren de hambre. Cuando la creencia no controla tus decisiones más importantes, no es creencia en la realidad subyacente, sino en la utilidad de creer».
«¿Me está diciendo que no existe Dios?», le pregunté, en un intento de que fuera al grano.
«Digo que la gente afirma creer en Dios, pero en su mayoría no creen literalmente en Dios. Solamente actúan como si creyeran porque existen beneficios terrenales al actuar así. Crean un engaño para sí mismos porque les hace sentir felices».
«¿Entonces usted cree que sólo los ateos creen en su propia creencia?», pregunté.
«No. Los ateos también prefieren el autoengaño», dijo.
«Entonces, según usted, nadie cree nada en lo que dice creer».
«Lo máximo que puede hacer cualquier ser humano es elegir el engaño que le ayude a afrontar y superar su existencia cotidiana. Esa es la razón por la que personas de diferentes religiones pueden, por lo general, vivir en paz. A cierto nivel, todos sospechamos que esas otras personas no creen en su propia religión, del mismo modo que nosotros no creemos en la nuestra».
No podía aceptar esta afirmación.
«A lo mejor la razón por la que respetamos a otras religiones es que todas tienen un conjunto de creencias centrales en común, y sólo difieren en los detalles».
«Los judíos y los musulmanes creen que Cristo no es el Hijo de Dios», contestó. «Si tienen razón, los cristianos están equivocados en la esencia central de su religión. Y si los judíos o los cristianos o los musulmanes practican la religión correcta, entonces los hindúes y budistas, que creen en la reencarnación, se equivocan. ¿Te parece que se trata de meros “detalles”?».
«Supongo que no», confesé.
«A cierto nivel de su conciencia, todo el mundo sabe que la probabilidad de escoger la religión verdadera —si es que existe tal cosa— es nula».