«¿Crees en Dios?», preguntó el anciano, como si nos hubiéramos conocido desde siempre pero por algún motivo no habíamos hablado sobre ese tema en concreto. Yo supuse que quería sentirse seguro de que el abandono de esta vida sería el comienzo de algo mejor. Le ofrecí una respuesta solidaria. «Tiene que haber un Dios», le dije. «De lo contrario, no estaríamos aquí». No era una buena razón, pero pensé que no necesitaría más.
«¿Crees que Dios es omnipotente y que las personas gozan de voluntad propia?», preguntó.
«Sí, es algo que podría esperarse de Dios. Sí».
«Si Dios fuera omnipotente, ¿no conocería el futuro?».
«Claro».
«Si Dios sabe lo que el futuro aguarda, entonces todas nuestras elecciones ya están hechas, ¿no? La voluntad propia debe de ser una ilusión». Era astuto, pero yo no iba a caer en esa trampa. «Dios nos deja determinar el futuro por nosotros mismos, usando nuestra voluntad propia», expliqué.
«¿Entonces crees que Dios no conoce el futuro?».
«Supongo que no», admití. «Pero debe ser porque prefiere no conocerlo».
«Entonces, ¿estás de acuerdo en que es imposible que Dios conozca el futuro y conceda voluntad propia a los seres humanos?».
«No lo había pensado antes, pero supongo que es cierto. Seguro que quiere que encontremos nuestro propio camino, por lo que procura de forma intencionada no ver el futuro».
«¿Para beneficio de quién se abstiene Dios de ejercer su poder de determinar el futuro?», preguntó.
«Bueno, debe ser para beneficio suyo propio y para nuestro beneficio también», razoné. «No tendría que conformarse con menos».
El anciano insistió. «¿No podría Dios dar a los humanos la ilusión de la voluntad propia? Seríamos tan felices como si de veras tuviéramos voluntad propia, y Dios conservaría su capacidad de ver el futuro. ¿No es esa una mejor solución para Dios que la que has propuesto?».
«¿Por qué iba Dios a querer engañarnos?».
«Si Dios existe, sus motivos son del todo inescrutables. Nadie sabe por qué concede la voluntad propia, ni por qué le importan las almas humanas, ni por qué el dolor y el sufrimiento son componentes necesarios de la vida».
«Lo que sí sé acerca de las motivaciones de Dios es que seguramente nos ama, ¿no?».
No estaba muy convencido de ello, en vista de todos los problemas del mundo, pero tenía curiosidad por ver cómo me respondería.
«¿Ama? ¿Quieres decir amar de la forma que tú entiendes como ser humano?».
«Bueno, no es exactamente eso, pero en lo esencial es lo mismo. Quiero decir, el amor es el amor».
«Un neurocirujano te diría que es una parte concreta del cerebro lo que gobierna la capacidad de amar. Si esa parte está dañada, la gente es incapaz de amar, incapaz de preocuparse por los demás».
«¿Y bien?».
«Entonces, ¿no sería arrogante pensar que el amor generado por nuestros diminutos cerebros es lo mismo que siente un ser omnipotente? Si tú fueras omnipotente, ¿por qué te ibas a limitar a hacer algo que puede ser reproducido por un montón de neuronas?».
Modifiqué mi opinión para defenderla mejor.
«Debe ser que sentimos algo similar a la clase de amor que siente Dios, pero no de la misma forma que lo siente él».
«¿Qué significa eso de sentir algo similar a lo que siente Dios? ¿Es como decir que un guijarro es similar al sol porque los dos son redondos?», respondió.
«A lo mejor Dios diseñó nuestros cerebros para sentir el amor de la misma forma que lo siente él. Podría hacer eso si quisiera».
«Entonces crees que Dios quiere cosas. Y que ama las cosas, de forma similar a como ama un ser humano. ¿También crees que Dios siente enojo o indulgencia?».
«Eso forma parte del paquete», dije, profundizando mi compromiso con mi lado del debate.
«¿Entonces —según tú— Dios tiene una personalidad y es similar a lo que sienten los humanos?».
«Supongo que sí».
«¿Qué clase de arrogancia es la que presupone que Dios es como las personas?», preguntó.
«Bueno, puedo aceptar la idea de que Dios no tiene una personalidad que sea exactamente como la de las personas. A lo mejor, damos por sentado que Dios tiene personalidad porque resulta más fácil hablar de él de esa manera. Pero lo importante es que algo tuvo que crear la realidad. Está demasiado bien diseñada como para ser un accidente».
«¿Estás diciendo que crees en Dios porque no hay otras explicaciones?», preguntó.
«Eso tiene mucho que ver».
«Si un mago —te hablo de un mago que practica el ilusionismo— hace que desaparezca un tigre y no sabes cómo se hace el truco sin magia real, ¿eso hace que la magia sea real?».
«Eso es diferente. El mago sabe cómo se hace y otros magos también lo saben. Hasta el ayudante del mago sabe cómo se hace. Mientras alguien sepa cómo se hace, me siento seguro de que no se trata de magia real. No necesito saber cómo se hace el truco», repliqué.
«Si alguien muy sabio supiera cómo se diseñó el mundo sin que interviniera la mano de Dios, ¿podría convencerte de que Dios no tuvo parte en ese diseño?».
«En teoría, sí. Pero no existe ninguna persona con tantos conocimientos».
«Para ser justos, sólo puedes estar seguro de que desconoces si esa persona existe o no».