EL VIEJO

El pomo sobredimensionado no ofreció resistencia, girando con facilidad sobre su lubricado eje.

Ya no me sorprendía encontrarme puertas sin el cerrojo echado en la ciudad: tal vez en algún nivel del subconsciente no creamos que necesitamos protegernos de nuestra propia especie.

Pensé dejar el paquete en el recibidor y firmar con el nombre del cliente. Ya lo había hecho en alguna ocasión; hasta ahora nadie se había quejado. Era una infracción que constituía motivo de despido, pero para eso te tenían que descubrir.

En el interior vi un pasillo largo y oscuro, con paredes pintadas de rojo y grandes cuadros iluminados. Al final del pasillo una puerta entreabierta daba paso a una sala desde la que se divisaba una luz parpadeante.

Alguien estaba en casa y debió escuchar el timbre.

No me daba muy buena espina.

A veces he leído algo sobre una persona mayor que muere sola y nadie se entera durante semanas.

Entré y cerré la puerta, agradeciendo el cálido ambiente y pensando qué hacer a continuación.

«¡Hola!», dije con mi voz profesional, esperando que no sonara amenazadora.

Empecé a andar por el pasillo. Observé que las obras de arte parecían ser originales. Allí alguien tenía dinero. Mucho dinero.

La fuente de la luz titubeante era una enorme chimenea de piedra. Entré en la sala, sin estar seguro de por qué me esforzaba por no hacer ruido. La sala era sencilla pero abrumadora a la vez. La mitad eran colores lavados por la luz del fuego, y la otra mitad negra; estaba brillantemente amueblada con muebles antiguos de madera, complejos dibujos en las paredes y suelo de madera. Mis pupilas se dilataron para ver mejor en las tinieblas.

La voz de un anciano surgió de la textura.

«Te estaba esperando».

Me sobresalté, y me sentí un poco culpable por haber entrado sin permiso. Tardé un minuto en localizar el origen de la voz. Era como si hablara la propia sala.

Algo se movió y divisé, en el extremo opuesto de la chimenea, una figura enjuta ataviada en una manta roja a cuadros, reclinado en una mecedora de madera. Parecía un cigarro liado con prisa. Sus diminutas y arrugadas manos sostenían la manta como si fueran broches. Dos pies minúsculos tapados por zapatillas de tela colgaban del bulto.

«La puerta estaba abierta», dije, como si fuera motivo suficiente para entrar en el interior de su vivienda. «Traigo un paquete». No oía más que el fuego. Esperaba una respuesta.

Así es como se supone que tiene que ser. Cuando una persona dice algo, se supone que la otra persona tiene que contestar.

El viejo no estaba por la labor. Me miró fijamente mientras se mecía; tal vez me estaba juzgando o tal vez estaba perdido en un recuerdo. Ya había dicho lo que tenía que decir, así que esperé largo rato —demasiado largo— en silencio.

Creí ver una incipiente sonrisa; o tal vez era el temblor de algún músculo. Habló del modo pausado que emplea un hombre que lleva días sin usar la voz y me hizo una extraña pregunta.

«Si juegas al cara o cruz y lanzas una moneda al aire mil veces, ¿cuántas veces saldrá cara?».

Las personas mayores son un poco tétricas cuando degeneran hasta convertirse en espejos de su juventud. Dicen cosas que tienen sentido en un plano gramatical, pero que no siempre tienen conexión con la realidad.

Recuerdo cómo mi abuelo pronunciaba frases inconexas en sus años de declive. Era mejor seguirle el juego.

«Alrededor del cincuenta por ciento de las veces», contesté antes de cambiar de tema. «Necesito su firma para este paquete».

«¿Por qué?».

«Bueno», dije, pensando en cuánta información debía darle en mi respuesta, «la persona que le envió el paquete quiere una firma. Necesita la confirmación de que se ha entregado».

«Quiero decir, ¿por qué sale cara el cincuenta por ciento de las veces?».

«Supongo que porque ambas caras de la moneda pesan más o menos lo mismo, por lo que la probabilidad de que caiga sobre una cara u otra es del cincuenta por ciento».

Hice lo que pude para evitar que mi respuesta sonara condescendiente. No estaba seguro de que hubiera tenido éxito.

«No me has dicho por qué. Sólo me has enumerado una serie de datos».

Veía lo que estaba pasando. El viejo lanza esta pregunta con truco a cualquiera que se le ponga a tiro. Tenía que haber una respuesta graciosa u ocurrente, así que le seguí el hilo.

«¿Cuál es la respuesta?», le pregunté con todo el interés artificial que pude reunir.

«La respuesta», me dijo, «es que no hay un por qué».

«Eso se podría decir de cualquier cosa».

«No», contestó de forma que de repente parecía coherente.

«Todas las demás preguntas tienen una respuesta al por qué. Sólo la probabilidad es inexplicable».

Esperé un momento para el remate gracioso, pero no llegó.

«¿Ya está?».

«Es más de lo que parece».

«Todavía necesito su firma».

Me acerqué al anciano y le ofrecí la carpeta de pinza, pero él no hizo ademán de tomarla. Ya lo veía mejor. Su piel estaba moteada y arrugada, pero sus ojos eran sorprendentemente claros. Había un poco de cabello gris encima de cada oreja, y su postura era una conversación continua con la gravedad. No era viejo. Era anciano.

Gesticuló con la cabeza hacia la carpeta.

«Puedes firmarla tú».

En el negocio del reparto de paquetes hacemos muchas excepciones con las personas mayores, así que no me importó firmar en su lugar. Suponía que las manos o la vista no le funcionaban tan bien como quisiera y yo le podía ahorrar la frustración de intentar manejar el bolígrafo. Leí el nombre y lo deletreé antes de firmar.

Avatar. A-v-a-t-a-r.

«Es para ti», me dijo.

«¿Qué es para mí?».

«El paquete».

«Yo sólo entrego los paquetes», contesté.

«Mi trabajo consiste en traérselo a usted. El paquete es suyo».

«No, es tuyo».

«Em… bueno», dije, planeando mi retirada. Pensé que podía dejar el paquete en el pasillo, camino de la puerta. La persona que cuidaba al anciano lo encontraría.

«¿Qué hay en el paquete?», le pregunté. Esperaba con la pregunta sortear un momento algo incómodo.

«Está la respuesta a tu pregunta».

«No esperaba ninguna respuesta».

«Entiendo», dijo el viejo.

No sabía qué contestar a eso, así que me callé.

El viejo continuó.

«Deja que te haga una pregunta sencilla: ¿Entregaste tú el paquete o el paquete te ha entregado a ti?».

Su ingenio me estaba empezando a molestar, pero admito que estaba intrigado. Desconocía la situación del viejo, pero era mucho más lúcido de lo que pensé nada más verlo. Miré mi reloj. Era casi la hora del almuerzo. Decidí averiguar en qué terminaba todo eso.

«Yo entregué el paquete», contesté. Parecía obvio.

«Si el paquete no tuviera dirección, ¿lo habrías entregado aquí?».

Le dije que no.

«Entonces estarás de acuerdo en que la entrega del paquete requería la participación del propio paquete. El paquete te dijo adónde ir».

«Supongo que es cierto, pero es la parte menos importante de la entrega. Yo me encargué de conducir, de cargar y moverlo. Esa es la parte importante».

«¿Cómo puede ser más importante una parte si cada parte es completamente necesaria?», preguntó.

«Mire» —le dije— «llevo el paquete en la mano y voy caminando con él. Eso es repartir y entregar. Soy yo quien está entregando el paquete. Eso es lo que hago. Reparto y entrego paquetes».

«Esa es una forma de verlo. Otra forma es que tanto tú como el paquete llegasteis aquí al mismo tiempo. Y que ambos fuisteis necesarios. Yo digo que el paquete te entregó a ti».

La interpretación encerraba una cierta lógica retorcida, pero yo no estaba dispuesto a claudicar.

«La diferencia está en la intención. Si dejo el paquete aquí y me marcho, creo que queda claro quién entregó a quién».

«Tal vez sí», dijo, girándose hacia la fuente de calor. «¿Te importaría echar otro tronco al fuego?».

Elegí un tronco grande. Las ascuas celebraron su llegada. Me dio la impresión por un instante de que el tronco estaba contento de ayudar, de hacer su parte en mantener calentito al anciano. Era una noción absurda. Sacudí las manos y di media vuelta con intención de marcharme.

«Esa mecedora es para ti», dijo, señalando una mecedora de madera junto a la suya. Yo no había visto la segunda mecedora antes. El rostro del viejo reveló una vida de empeño y utilidad. Tuve la sensación de que merecía un poco de compañía y yo estaba dispuesto a dársela. La otra opción que tenía consistía en un almuerzo frío en la furgoneta. A lo mejor no tenía ninguna opción. Me senté en la mecedora y dejé que el ritmo del movimiento me distendiera. Era profundamente relajante. La sala parecía estar más viva ahora y vibraba con la personalidad de su amo. Los muebles fueron diseñados claramente para proporcionar comodidad. Todo cuanto había en ese ambiente era de piedra, madera o planta, en su mayoría en tonos otoñales. Era como si la habitación hubiera surgido directamente de la tierra en medio de San Francisco.