La lluvia hacía que todo sonara diferente: el motor de la furgoneta de reparto, el tráfico que circulaba sobre una fina película de nubes caídas, el ocasional bocinazo amortiguado.
Mi trabajo no era una maravilla, pero tampoco estaba del todo mal. Conocía tan bien la ciudad que habría podido perderme en mis pensamientos y seguir cumpliendo con mi deber, seguir cobrando, seguir teniendo tiempo de sobra para mí. Cuando uno se pasa el rato hurgando en los rincones de la Mente, el tiempo de desplazamiento entre edificios se evapora. Es como si pudiera desaparecer de un punto del recorrido y reaparecer en el próximo.
Mi relato empieza el día que entregué un paquete a un lugar donde nunca había estado. Suele tratarse de un reto divertido.
Hay una cierta satisfacción cuando encuentras un lugar nuevo sin usar el mapa. Los novatos usan mapas. Si trabajas el suficiente tiempo en la ciudad, empiezas a tratarla a un nivel personal. Las calles revelan sus estados de ánimo. A veces los semáforos te aman, y otras veces luchan contra ti. Cuando buscas un edificio nuevo, esperas que la ciudad esté de tu lado. Hace falta usar un poco la cabeza —se podría llamar proceso de eliminación— y el instinto, pero ambos en las dosis justas. Si piensas demasiado, te pasas del destino y acabas en El Muelle o El Solomillo.
Si te relajas y te dejas ayudar por la ciudad, el destino es el que hace todo el trabajo por ti.
Era uno de esos días.
Es asombroso las veces que puedes recorrer el mismo itinerario sin notar un cartel en particular. Y cuando lo buscas, ahí está: Universe Avenue. Habría jurado que el indicativo no estaba ahí ayer, pero sabía que las cosas no funcionaban así.
Era un paquete algo destartalado, que apenas cumplía los requisitos mínimos de la compañía de repartos. Calculé la distancia que separaba mi furgoneta de la puerta y decidí que el material de embalaje aguantaría la humedad. En nombre del paquete y en el mío propio, me rendí ante la lluvia. Esta entrega requería la firma del destinatario.
Eran los mejores recados. Podía hablar con la gente sin que hubiera pausas incómodas en la conversación. Me gustaba la gente, pero no me sentía cómodo charlando a menos que fuera por un motivo.
El reparto de un paquete era una buena excusa para realizar un intercambio poco profundo. La gente estaba contenta de verme y nunca me faltaban unas palabras. Decía: «Firme en la línea de puntos», y ellos me contestaban: «Gracias». Nos cruzábamos deseos insignificantes y yo me marchaba. Así es como se supone que tiene que ser.
Subí los cuatro escalones hasta la puerta, hecha de madera y de estilo recargado, y apreté el timbre. Un sonoro «ding dong» llenó el interior y se filtró por las hendiduras de la puerta.
A los repartidores no nos gusta tener que dejar esas notas amarillas, lo que equivale a un intento fracasado de reparto. Significa tener que repetir el trayecto. A mí me gustaba hacer mi trabajo una sola vez. Me gustaba que mis tareas tuvieran un principio y un final.
Por norma, el cliente no tarda más de un minuto en acudir a la puerta, pero yo solía esperar dos minutos, por si estuviera indispuesto en ese momento o tuviera dificultades para desplazarse. Dos minutos es una eternidad cuando hay que esperar bajo un portal en una lluviosa tarde de San Francisco. Sólo los novatos llevan chaqueta.
Pasaron dos minutos. Las normas de la empresa decían que no podía intentar abrir el pomo. Eran muy enfáticas al respecto.
Ah, normas.