En 1952, Alan Turing publicó un artículo pionero en la revista Mind con un título provocador: «¿Pueden pensar las máquinas?».[8.5] Turing extrapoló su experiencia de primera mano con la naciente industria de las computadoras e imaginó un tiempo en el que un dispositivo electrónico construido por el hombre podría imitar las respuestas humanas de una forma tan convincente que le atribuiríamos conciencia. Unos pocos años después, Isaac Asimov desarrolló este tema en su novela clásica Yo, robot. Durante los años 1960 la inteligencia artificial, o IA, comenzó a aparecer en proyectos comerciales y en la investigación universitaria, al tiempo que iba impregnando la cultura popular. En la película de Stanley Kubrick 2001: Una odisea en el espacio, la supercomputadora HAL aparece retratada como un ser inteligente que compite con los humanos. Cuando se estrenó La guerra de las galaxias, las audiencias ya se habían acostumbrado a la idea de robots inteligentes que luchaban y trabajaban con los humanos como iguales, o incluso como seres superiores. En la actualidad, no nos cuesta nada aceptar que las computadoras puedan superar a los humanos en muchas tareas mentales. No hace falta mucha imaginación para creer que en unas pocas décadas nos superarán mentalmente en todos los sentidos. Muy pronto las máquinas inteligentes, las computadoras y los robots se ocuparán de muchas de las funciones que hoy realizan personas. Lo mismo podría ocurrirle a cualquier especie extraterrestre inteligente.
A la hora de imaginar de qué modo podría desarrollarse esto en un planeta alienígena, podemos pensar en los avances de la inteligencia artificial en la Tierra. El cerebro humano adulto contiene unos cien mil millones de neuronas conectadas formando una red tan densa que, por término medio, una neurona tiene más de 1.000 conexiones sinápticas, y a menudo muchas más. Normalmente, una neurona se activa unas 500 veces por segundo, así que si se activase todo el cerebro de golpe (una posibilidad puramente imaginaria), se producirían 40 billones de activaciones por centímetro cúbico de materia gris, lo que en el lenguaje de la informática corresponde a 40 teraflops. ¿Y las computadoras? Curiosamente, la supercomputadoras actuales también podrían alcanzar unos 40 teraflops por centímetro cúbico si se disparasen al mismo tiempo todos los interruptores. La gran diferencia es que la computadora consumiría varios megavatios para conseguirlo, mientras que el cerebro se las apaña con tres comidas al día. Si tomamos el cerebro como un todo, ejecuta alrededor de 10.000 billones de operaciones por segundo (una cifra todavía poco definida). La supercomputadora más rápida llega a 360 billones, así que la Madre Naturaleza todavía lleva la delantera. Pero no por mucho tiempo. Si la ley de Moore se sostiene, la industria informática podría vender exaflops (un trillón de operaciones por segundo) hacia 2020 y zetaflops (mil trillones de flops) una década más tarde. Está claro que, medido en términos de potencia bruta de proceso, la supercomputación pronto superará al cerebro humano. Una vez cruzada esa línea, en principio la inteligencia artificial podría rivalizar con la inteligencia humana. Pero hay algunos serios obstáculos. Para empezar, la arquitectura neuronal del cerebro es totalmente distinta de la disposición de los circuitos en un ordenador. Además, todavía no acabamos de entender cómo deben ser los programas necesarios para gestionar todos esos frenéticos flops de forma que se pueda comparar con el intelecto humano. Y luego está la cuestión de las entradas sensoriales y el control motor.
En lugar de implementar la IA intentado construir desde cero un cerebro de silicio cuidadosamente programado, hay otro enfoque que se presenta de una manera natural. ¿Por qué no usamos toda esa extraordinaria potencia de computación para simular un cerebro? La distinción es crucial. En lugar de usar una computadora para imitar al cerebro, la programamos para modelar lo que ocurre en el interior de un cerebro real, desde la base. Así la computadora se convierte en un cerebro virtual (en contraposición a un rival artificial del cerebro). Es una posibilidad tentadora.
¿Sería posible en el futuro cercano modelar el cerebro humano entero en una supercomputadora? Según el neurocientífico computacional Henry Markram, que dirige el proyecto Blue Brain (cerebro azul) en Lausanne (Suiza), la respuesta es que sí. En este ambicioso proyecto cada neurona se modela matemáticamente mediante ecuaciones que contienen hasta 500 variables, lo que produce predicciones precisas del comportamiento de las neuronas individuales tras recibir estímulos electroquímicos. La arquitectura neuronal real se adopta entonces como una suerte de plano para «conectar» virtualmente las neuronas simuladas, creando así una red neuronal in silico. Si se hace bien, las pautas de actividad por la red de la simulación deberían reflejar de forma precisa las pautas que se observan en un cerebro real. En un estudio piloto, se conectaron digitalmente 10.000 neuronas y se utilizaron para modelar un componente de la corteza cerebral de los mamíferos, con resultados convincentes. Esto fue lo que incitó a Markram a incrementar la escala intentando simular el cerebro entero de un ratón de camino a la versión humana. Su objetivo es incorporar a su simulación computacional ¡un billón de conexiones sinápticas! Esa meta todavía está más allá de los recursos de computación del proyecto, pero con los avances en computación que cabe esperar para las próximas décadas, el sueño de Markram podría hacerse realidad a mediados del siglo, si no antes.
El proyecto Blue Brain plantea una fascinante pregunta filosófica. Uno de los misterios más profundos de la ciencia es la naturaleza de la conciencia; específicamente, ¿cómo consigue generarla el cerebro? ¿Qué hay que hacer con un remolino de pautas eléctricas para conseguir un pensamiento, un sentimiento o una sensación de autoconciencia? Nadie tiene la menor idea. Pero si la simulación de Markram es buena, entonces, por definición, su simulación computacional no sólo será inteligente; será un ser consciente, con sensaciones y sentimientos. En suma, justo lo que Turing tenía en mente. Naturalmente, es muy posible que no podamos discernir de forma precisa qué características de la red de circuitos neuronales son responsables de la conciencia, aunque sin duda aprenderemos mucho cuando logremos simular el fenómeno paso a paso. Pero se plantea un problema ético. Si el supercerebro de silicio de Markram es un agente consciente, tendrá algunos derechos. Manipular el programa con el fin de averiguar que es lo que hace que «eso» funcione podría ser considerado, y con razón, inmoral. Conviene subrayar que el proyecto Blue Brain no es ningún intento macabro de fabricar un Frankenstein virtual. Al contrario, la motivación principal es la de aprender qué es lo que no funciona bien a nivel neuronal cuando el cerebro sufre un trastorno, como la enfermedad de Alzheimer o la de Parkinson.
Combinada con el análisis del genoma, la simulación del cerebro real nos brindará fantásticas posibilidades de diseñar, modificar y crear entidades con unas capacidades muy amplificadas de razonamiento, apreciación artística, estándares éticos, habilidad para la resolución de problemas, y tantas otras. Si la investigación con células madre iguala los progresos realizados en genómica y computación, un día será posible producir en el proverbial tanque no sólo riñones e hígados de repuesto, sino cerebros enteros, mejorados por modificación genética y diseñados por adelantado por neurocientíficos computacionales para que cumplan con determinados criterios de rendimiento. El siguiente paso consistirá en fusionar estos cerebros de diseño con materiales y circuitos no biológicos, multiplicando así lo que puede conseguirse sólo con la biología. Como en el caso de la nanotecnología y la biotecnología, una fusión de neurociencia biológica y no biológica borrará enseguida la distinción entre lo que es un cerebro y lo que es una computadora. Estos sistemas podrían crearse de forma que se omita de manera deliberada algunas cualidades humanas como la irritabilidad, la impaciencia o los celos, y alcanzarán tal nivel de pericia y competencia que aprenderemos a confiar en su juicio sobre un abanico cada vez más amplio de decisiones.
Es inevitable que en algún momento haya que conceder a estos agentes diseñados y fabricados algún tipo de autonomía para que funcionen con la máxima eficiencia, pues los meros humanos no podremos competir con ellos intelectualmente. En la ciencia ficción, este paso suele presentarse como una «toma de control» de los humanos por las máquinas, con la amenaza implícita de que las máquinas pueden volverse contra nosotros e incluso aniquilarnos. Pero eso es caer en la trampa de antropomorfizar la inteligencia de las máquinas. No hay ninguna razón particular por la que las metas de humanos y computadoras no hayan de estar armonizadas. Liberados de los primitivos impulsos darwinianos como los de luchar o huir, la ira o la necesidad de procrear, es improbable que las computadoras autónomas vean a los humanos como una amenaza o una competencia (a no ser, claro está, que intentemos apagarlas).[8.6]
¿Cuáles podrían ser las metas de las computadoras o robots? Como ahora entramos en un terreno muy especulativo, esta cuestión es casi imposible de responder. Inicialmente, los humanos crearían estas máquinas para que los ayudasen en sus propias actividades, y las máquinas podrían continuar haciendo eso, pero algún día hallarían cosas mejores con las que ocupar su tiempo, y sobre éstas no podemos más que conjeturar. Suponiendo que las máquinas quieran al menos asegurarse su propia supervivencia (como individuos, no procreando) y extender de algún modo su alcance, necesitarán sus propias herramientas. Como los humanos antes que ellos, las computadoras construirán máquinas para realizar diversos trabajos. Algunas de estas máquinas podrían ser similares a las nuestras: motores para mover materiales y maquinaria, dínamos para generar electricidad, telescopios para explorar el firmamento y buscar amenazas como asteroides en curso de colisión. Otras, sin embargo, serían biológicas. Un ejemplo obvio serían microorganismos para secuestrar y procesar minerales para la construcción. Otros microbios podrían diseñarse para modificar las condiciones físicas del entorno de las máquinas. También podrían diseñar y manufacturar organismos mesoscópicos (pequeños, pero no microscópicos) o incluso macroscópicos para desempeñar funciones especializadas, por ejemplo de mantenimiento, exploración y observación. Si las máquinas/computadoras fuesen sedentarias, estos complejos organismos serían sus ojos y oídos móviles, y viajarían por el planeta o serían enviados en misiones a otros planetas para recoger información.
Durante cientos de miles de años los humanos han manipulado su mundo con la ayuda de herramientas simples que mejoraban su supervivencia. Al principio el progreso era lento, y las herramientas se limitaban a lanzas y mazos. Con el desarrollo del lenguaje, las comunidades sedentarias y la agricultura, el ritmo se aceleró, produciendo el arco y las flechas, el uso de los metales, el arado y la rueda. No tardó mucho en llegar la Revolución Industrial, a la que le siguió la era atómica, la era espacial y la era informática. A lo largo de toda su historia, los humanos han utilizado la tecnología para mejorar su bienestar. Pero podemos prever un punto de inflexión en el momento en que se invierta esta larga relación entre los dominios biológico y no biológico. En lugar de que unas formas de vida como los humanos diseñen y construyan máquinas especializadas, las máquinas diseñarán y ensamblarán formas de vida especializadas. El testigo de la inteligencia, la tan importante «I» de SETI, habrá pasado irrevocablemente al dominio de las máquinas. A partir de entonces, los organismos biológicos inteligentes ocuparán un rol subordinado. Gracias a la enorme robustez de la inteligencia de las máquinas, sus posibilidades de sobrevivir serán muy superiores a las de los humanos, o de cualquier otra entidad de carne y hueso. A las máquinas no les costaría hacerse inmortales, simplemente reemplazando sus partes por otras nuevas a medida que se vayan gastando. También podrían unirse formando máquinas mayores y mejores, y podrían funcionar bajo condiciones físicas mucho más extremas. Así, desde cualquier perspectiva, las máquinas ofrecen un repositorio para la inteligencia mucho más seguro y duradero que los cerebros.
Mi conclusión es asombrosa. Creo que es muy posible, incluso ineluctable, que la inteligencia biológica sea sólo un fenómeno transitorio, una fase efímera en la evolución de la inteligencia en el universo. Si alguna vez encontramos una inteligencia extraterrestre, creo que es muy probable que sea de naturaleza postbiológica, una conclusión con ramificaciones obvias y de gran alcance para SETI.