¿Es la ciencia inevitable?

Supongamos que aceptamos que la inteligencia es común en el universo. La siguiente cuestión de interés para los investigadores del SETI es qué proporción de esas especies inteligentes llegan a descubrir la ciencia, a inventar la alta tecnología e iniciar comunicaciones a larga distancia. Ciertamente está de moda asegurar, en parte por razones de corrección política, que aquí en la Tierra cualquier sociedad humana hubiera acabado descubriendo con el tiempo la ciencia y la tecnología. Afirmar cualquier otra cosa parece implicar la superioridad de la civilización europea, donde comenzó la ciencia tal y como la conocemos, y eso algunos lo consideran chovinista y racista. Personalmente, siempre he sido escéptico en cuanto a la «inevitabilidad de la ciencia». El problema es que la ciencia funciona tan bien y se ha convertido en una parte tan importante de nuestra vida cotidiana que las personas tienden a darla por supuesta. El método científico, que se enseña (mal, en general) a todos los escolares, se percibe como un procedimiento de lo más evidente: experimentación, observación, teoría, ¿qué otra forma de descubrir la manera en que funciona el mundo podría ser más natural?

Cuando se sitúa en un contexto histórico, sin embargo, se aprecia que la visión «obvia» de la ciencia descansa sobre unos cimientos débiles. La ciencia como tal surgió en la Europa del Renacimiento bajo la doble influencia de la filosofía griega y la religión monoteísta. Los filósofos griegos enseñaban que los seres humanos podían llegar a comprender el mundo mediante el ejercicio de la razón, que alcanzó su forma más sistemática en las reglas de la lógica y los teoremas matemáticos que se siguieron de aquéllas. Afirmaban que el mundo no era arbitrario o absurdo, sino racional e inteligible, aunque fuese confuso y complicado. No obstante, la filosofía griega nunca alumbró lo que hoy entendemos como método científico, mediante el cual la naturaleza es «interrogada» mediante el experimento y la observación, a causa de la profunda creencia de los filósofos griegos de que las respuestas podían obtenerse con la sola razón. Los notables progresos de los griegos en la lógica y las matemáticas fueron cuidados y nutridos durante los siglos oscuros de Europa por los estudiosos islámicos, sin los cuales es muy dudoso que la ciencia y la matemática hubieran llegado a echar raíces en la cultura europea medieval. Un eco de esa fase islámica pervive en términos modernos como álgebra y algoritmo, y en los nombres de estrellas conocidas como Sirio y Betelgeuse. A pesar de la importancia de la fase islámica en el camino que condujo a la ciencia, por alguna razón (posiblemente política o social) los estudiosos árabes no alcanzaron a formular leyes matemáticas del movimiento o a realizar experimentos de laboratorio en el sentido moderno del término.

Al mismo tiempo, el monoteísmo iba configurando la visión occidental del mundo durante los estadios formativos de la ciencia. El judaísmo representó una ruptura decisiva con casi todas las culturas contemporáneas al postular una explicación del cosmos como un desarrollo a lo largo de una línea del tiempo. Según la narración judaica, el universo fue creado por Dios en un momento definido del pasado, y se desarrolló de acuerdo con una serie unidireccional (creación, caída, tribulación, Armagedón, salvación, juicio, redención…). En otras palabras, el judaísmo nos cuenta una historia cósmica, la historia de un plan divino revelado en una secuencia histórica. Esto contrastaba enormemente con la visión dominante de que el mundo es cíclico: la rotación de los buenos y los malos tiempos, el auge y declive de las civilizaciones, la rueda de la fortuna. Aun hoy, la visión del mundo unidireccional, con una progresión lineal del tiempo, que impera en la civilización occidental cuadra mal con otras visiones culturales, como el Tiempo de Ensueño de los aborígenes australianos o los ciclos en las cosmologías hindú y budista.[4.10]

El concepto lineal del tiempo, y un universo creado por un ser racional y ordenado con arreglo a un conjunto de leyes inmutables, fue adoptado tanto por el cristianismo como por el islam, y se erigió en la influencia dominante en Europa en los tiempos de Galileo. Los primeros científicos, que eran profundamente religiosos, creían que su trabajo consistía en desvelar el plan de Dios para el universo, manifestado en forma de relaciones matemáticas ocultas. Lo que hoy conocemos como leyes de la física eran para ellos pensamientos en la mente de Dios. Sin la creencia en un único creador de leyes racional y omnipotente, es improbable que nadie hubiera supuesto que la naturaleza es inteligible de una manera sistemática que queda reflejada en formas matemáticas eternas. El método científico estuvo al borde de constituir una práctica oculta en tiempos de Newton, y se realizaba a la manera de las sociedades secretas. Escribir símbolos codificados en trozos de papel y someter la materia a experimentación «no natural» en el sanctasanctórum de unos laboratorios especiales es un procedimiento arcano se mire como se mire. Así que la ciencia, que hoy tenemos por algo natural, no era muy distinta de la magia en la época en que se estableció.

Supongamos que un asteroide hubiera alcanzado París en 1300, destruyendo la cultura europea. ¿Hubiera surgido la ciencia en algún momento sobre la Tierra? Nunca he oído un argumento convincente de que así hubiera sido. A menudo se señala que, en tiempos de la Edad Media, los chinos eran tecnológicamente más avanzados que los europeos, lo cual es cierto. Entonces, ¿por qué los chinos no llegaron a convertirse en verdaderos científicos? Parte de la razón es que la cultura tradicional china no estaba imbuida en la idea monoteísta de un dador de leyes trascendente.[4.11] Fuera del mundo monoteísta, la naturaleza era percibida como algo regido por la compleja interacción de influencias rivales en forma de dioses, agentes y tendencias místicas ocultas. En la China medieval no se establecía una distinción clara entre las leyes morales y las leyes de la naturaleza. Los asuntos humanos estaban inextricablemente vinculados al cosmos, formando una unidad indivisible. Para los paganos de Europa y del Oriente Próximo, que competían con el cristianismo y el islam en sus estadios formativos, el conocimiento del cosmos se obtenía a través de la «gnosis», una comunión mística con el creador, y no por medio de la investigación racional. ¿Podría la gnosis haber conducido con el tiempo hasta la ciencia? No lo creo. Si uno no espera que haya un orden inteligible oculto en los procesos de la naturaleza, un orden fijo que pueda analizarse con las matemáticas, no hay motivación para embarcarse en una empresa científica.

Llegamos así a una sutileza fundamental del método científico: el papel que desempeña la teoría en la física. El poder de la física teórica nace del reconocimiento de que existen en la naturaleza principios profundos que están interconectados. Cuando Newton vio cómo caía una manzana, no vio simplemente una manzana que caía, sino que percibió un conjunto de ecuaciones que vinculaban el movimiento de la manzana con el movimiento de la Luna. La «física teórica» no significa «tener conjeturas sobre la física». Significa establecer un elaborado y bien trabado sistema de ecuaciones matemáticas específicas para captar aspectos de la realidad física que una inspección casual nunca nos llevaría a relacionar, y luego modelar esas relaciones de manera cuantitativa. Ninguna otra ciencia se asienta sobre este tipo de cimientos. No hay una «biología teórica», y mucho menos una «sociología teórica» o una «psicología teórica», en el sentido que tiene en la física la palabra teoría. Hay ideas, conjeturas, modelos matemáticos simples, principios organizativos, paradigmas y demás, pero no una auténtica teoría matemática, un conjunto de leyes (o, por lo menos, todavía no). El espectacular éxito de la ciencia física se debe a una fértil interacción entre teoría y experimentación. Sin unas mentes preparadas por los antecedentes culturales de la filosofía griega y el monoteísmo (o algo parecido), en particular la idea abstracta de un sistema de leyes matemáticas ocultas, tal vez la ciencia, tal como la conocemos, nunca hubiera emergido.

Se ha dicho a veces que, aun sin creer en un orden universal e inmutable, en un conjunto de leyes que rigen la naturaleza, cualquier sociedad que perviva el tiempo suficiente acaba tropezando con la ciencia, simplemente por ensayo y error. A fin de cuentas, los chinos descubrieron la brújula sin tener la menor idea del dínamo interno de la Tierra que genera un campo magnético ni de cómo interacciona este campo con los electrones en la brújula. A lo mejor el uso de herramientas cada vez más sofisticadas acaba conduciendo, más tarde o más temprano, a la energía nuclear, las naves espaciales y la radiocomunicación. Para desarrollar tecnología basta con saber el qué, sin necesidad de entender el cómo. Es obvio que, en principio, es posible descubrir, paso a paso, que ciertas causas producen ciertos efectos. Sin embargo, el verdadero poder de la ciencia es que nos lleva a diseñar nuevas máquinas e instrumentos gracias a que entendemos los principios que los gobiernan. Por ensayo y error, se pueden perfeccionar las herramientas y mecanismos existentes, pero sin una base teórica sólida, no hay razón para andar buscando siquiera la mayoría de las cosas que hoy dominan la ciencia moderna. ¿Por qué habría de esperar nadie que existieran los neutrinos o las ondas gravitacionales, por poner dos ejemplos, que casi en su totalidad atraviesan la Tierra sin producir un efecto mensurable? ¿Por qué buscar la materia oscura o la energía oscura, que los astrónomos deducen a partir de meticulosas observaciones con satélites y grandes telescopios, pero que sólo cobran sentido cuando se interpretan con la ayuda de varias capas de teoría matemática? ¿Por qué construir un acelerador de partículas a no ser que se tengan razones para sospechar que existen unas partículas hasta el momento desconocidas e invisibles como W y Z? Existe, desde luego, una probabilidad finita de que una raza de seres sintientes pero sin ciencia consiga construir, por puro accidente alimentado por la curiosidad, un radiotelescopio o un acelerador de partículas sin tener la más mínima idea de lo que están haciendo o de qué resultado obtendrá, y sin que llegue a entender de verdad lo que encuentre cuando lo encuentre. Posible, sí, pero la probabilidad es tan ridícula que no puede tomarse en serio. Es tan tonto como decir que algún día alguien sin el menor talento o apreciación musical escribirá por accidente una sinfonía.

Admito que tal vez exista un principio profundo, y todavía desconocido, de organización social que diga, más o menos, que dada una raza de seres curiosos (la curiosidad es ciertamente un rasgo biológico), con el tiempo la ciencia es inevitable. Podría darse el caso de que la historia humana haya sido encauzada hacia la ilustración y el descubrimiento por la mano invisible de esas leyes desconocidas de la complejidad y la organización. (Diré algo más sobre esta conjetura en el capítulo 8.) Sin embargo, a primera vista parece que son muchos los factores contingentes (políticos, religiosos, económicos y sociales) que intervinieron en el desarrollo del método científico moderno. A lo mejor la historia no es más que una serie de accidentes aleatorios e impredecibles, uno de los cuales fue la feliz conjunción de la filosofía griega y el monoteísmo en la Europa medieval. Si descubrimos una civilización extraterrestre que ha encontrado la ciencia, sería un indicio fuerte de que, en efecto, existen leyes universales de organización social e intelectual, igual que hay leyes universales de la física. Pero sin una buena razón para creer en tales leyes, la afirmación popular de que «la ciencia es inevitable» se me antoja desprovista de fundamento.