La gente me pregunta, sin ambages: «¿Crees que estamos solos en el universo o que ahí afuera, en algún lugar, hay otros seres inteligentes?». En este libro he intentado presentar diversos argumentos a favor y en contra, pero ha llegado el momento de que tome partido. Eso sólo puedo hacerlo poniéndome tres sombreros, uno detrás de otro. Primero me pondré el sombrero de científico. ¿Creo yo, Paul Davies, «el científico», que estamos solos? Como científico, mi mente está abierta a nuevos indicios y, por tanto, no he tomado una decisión. Puedo asignar algún tipo de probabilidad a la existencia de extraterrestres en función de los hechos y observaciones recogidos, ponderados según la importancia relativa que atribuya a distintos argumentos. Cuando destilo todo eso, mi respuesta es que probablemente seamos los únicos seres inteligentes de todo el universo, y no me sorprendería que el sistema solar contuviese la única vida del universo. Llego a esta conclusión porque veo que en el origen y la evolución de la vida intervienen muchos factores contingentes, y porque todavía no he visto ningún argumento teórico convincente de un principio universal de aumento de la complejidad organizada, del tipo que he comentado en el capítulo anterior.
Mi respuesta puede ser decepcionante para el lector. Sin duda es decepcionante para mí, Paul Davies, «el filósofo». Tocado con mi nuevo sombrero, dejo la ciencia a un lado y me pregunto qué siento acerca de la naturaleza de un universo en el que estemos solos. Francamente, me deja intranquilo. Me pregunto para qué sirve todo eso que hay ahí afuera si sólo el humilde Homo sapiens puede verlo. Desde luego, mis colegas más pragmáticos me dirán que no sirve para nada, que simplemente está ahí. La idea de que el universo tiene un sentido, dicen, no es más que la resaca de la religión.
Por último, está Paul Davies, el ser humano. Una de las cosas que influyeron en mi elección de carrera fue mi fascinación con la idea de que pudiera haber vida inteligente ahí afuera. Como todos los adolescentes, leí las historias de los platillos volantes y me pregunté si habría algo de cierto en ellas. Devoré la ciencia ficción de Arthur C. Clarke, Fred Hoyle, Isaac Asimov y John Wyndham, y me imaginé una galaxia vibrante con la actividad alienígena. Vi la película de Stanley Kubrick, 2001: Una odisea en el espacio, y me regocijé en la idea de que la humanidad pudiera tener una dimensión astronómica que pronto se desvelase. Conozco a otros científicos que siguieron el mismo camino hasta sus carreras. Mis décadas de trabajo como científico profesional no han diluido la fascinación de aquel niño asombrado; lo cierto es que me gustaría mucho creer que el universo es intrínsecamente propicio a la vida y a la inteligencia. Se aviene con mi temperamento el suponer que nuestros humildes esfuerzos en la Tierra, el trajín diario que consume casi todo nuestro tiempo y energía, forman parte de algo más grande y con más significado. No puedo concebir un descubrimiento más emocionante que el hallazgo de pruebas incontestables de inteligencia extraterrestre. En momentos de romanticismo, me gusta imaginar que todas las entidades inteligentes, biológicas o no, gozan de un vínculo que los une a través de la inmensidad del espacio y el tiempo, arriba y abajo de la escala de la inteligencia. Tanto si se trata de mentes cuánticas cuasi divinas que flotan en el negro vacío del espacio intergaláctico, de superciborgs al mando de cometas dirigidos, de cerebros matrioshka que envuelven agujeros negros en rotación o humildes organismos biológicos de un planeta, con grandes cerebros y fantástica tecnología, quiero saber de ellos. Así que con mi sombrero de «soñador», sí, me siento a gusto en un universo en el que abunda la vida inteligente. Es más un «deseo» que un «creo», pero es lo más lejos que puedo llegar antes de que me refrene Davis, el científico.
Y eso es lo que nos tienta del SETI. Que no sabemos.