En su cincuenta aniversario, el SETI sigue siendo un magnífico y estimulante proyecto. Sus astrónomos son tan entregados y positivos como siempre. El silencio inquietante no ha disminuido su entusiasmo ni apagado su motivación, pues siempre queda la posibilidad de que el siguiente barrido de observaciones detecte por fin algo convincente. Mientras tanto, siguen desarrollándose los equipos y los análisis rutinarios de los datos. El SETI es una de las pocas empresas humanas que de verdad adopta una visión a largo plazo.
En este libro he intentado explicar a qué nos enfrentamos cuando nos embarcamos en el proyecto SETI, y examinar de forma crítica los presupuestos que subyacen a la estrategia actual. He argumentado que ha llegado el momento de pensar de una manera mucho más creativa y de ampliar la búsqueda a otras vías, sin por ello comprometer el programa tradicional del SETI. Pero incluso el más ferviente de los optimistas debe admitir que las probabilidades de éxito de SETI son bajas. Tan sólo podemos apoyarnos en principios científicos generales y análisis filosóficos. Lo más que puede decirse es que no se ha dado ningún argumento totalmente convincente de por qué las civilizaciones extraterrestres no pueden existir.
Entonces, ¿por qué el SETI? ¿Puede justificarse este programa a la vista de sus pocas posibilidades de éxito? Yo creo que sí, por varias razones. En primer lugar, nos obliga a enfrentarnos a esas grandes preguntas sobre la existencia en las que, en cualquier caso, deberíamos pensar. ¿Qué es la vida? ¿Qué es la inteligencia? ¿Cuál es el destino de la humanidad? Como ha observado Frank Drake, el SETI es, en muchos sentidos, una búsqueda de nosotros mismos, de qué somos y qué lugar ocupamos en el universo. Cuando pensamos en civilizaciones alienígenas avanzadas, también vislumbramos el futuro de la humanidad. El inquietante silencio nos hace pensar que ese futuro no está de ningún modo garantizado.
Cincuenta años es un buen punto de referencia y una excelente ocasión para evaluar el programa. Sin duda es demasiado pronto para desanimarse y liquidarlo. Como ya he explicado, el SETI ha muestreado sólo una minúscula fracción de los hábitats potenciales. Pero resulta igualmente claro que la galaxia no es precisamente un enjambre de actividad alienígena. «Año tras año, las búsquedas de señales de radio en el espacio profundo no han dado ningún resultado», comenta David Brin, «ninguna de las ansiadas “balizas explicativas”. Ningún signo de que haya redes activas de comunicación interestelar. Ninguna traza de que ahí afuera exista alguna civilización, nada en absoluto.»[10.9] Entonces, ¿durante cuánto tiempo deberíamos insistir? Como la versión del SETI de la ley de Moore dice que la eficiencia de búsqueda aumenta de manera exponencial, un centenar de años de silencio sería muy distinto que dos veces cincuenta años. Con cada año que produce un resultado negativo se amplifica enormemente el significado del silencio y reafirma las conclusiones que de él podamos derivar.
La búsqueda de inteligencia extraterrestre es un ejercicio en torno al principio copernicano que dice, de forma laxa, que el lugar que ocupamos en el espacio no es especial o privilegiado de ningún modo, así que lo que ocurre en nuestra parte de la galaxia debería pasar también en otras partes. El principio copernicano no es una ley de la naturaleza, sólo una regla práctica. («¿Por qué nos creemos tan especiales?»). Es inevitable que en algún caso fracase, y cuándo lo haga es algo que reviste una enorme importancia e interés.[10.10] El principio copernicano se aplica bien a galaxias como la Vía Láctea, a estrellas como el Sol en la galaxia y, según hemos descubierto no hace mucho, a sistemas planetarios enteros. Lo que no está tan claro es si el principio funciona o no específicamente para planetas como la Tierra en la galaxia. En la actualidad, los científicos parecen estar divididos a partes iguales entre defensores de la «Tierra rara» y de la «Tierra común», pero esa incertidumbre podría quedar rectificada dentro de poco, en cuanto lleguen los resultados de la misión Kepler de búsqueda de planetas. En cambio, ahora sabemos que dentro del sistema solar la Tierra es, de hecho, atípica por sus condiciones físicas, y que los científicos del Renacimiento como Huyguens y Kepler se equivocaban al tratar a nuestros planetas hermanos como iguales. Por lo que atañe a la biología, los argumentos a favor y en contra del principio copernicano se encuentran en un fino equilibro. La balanza se podría inclinar inmediatamente a favor del principio si descubriéramos una biosfera en la sombra o una génesis independiente de la vida en Marte. Pero eso no nos lleva hasta la inteligencia o la tecnología. Es posible que el principio copernicano se aplique a todos los niveles hasta la vida compleja, pero fracase en lo que atañe a comunidades tecnológicas como la nuestra. Puede ser que seamos únicos.
Por supuesto, no podemos demostrar un negativo. Podemos seguir con el SETI durante un millón de años sin encontrar nunca el menor indicio de extraterrestres inteligentes sin que eso descarte la posibilidad de que existan. Puede haber multitud de razones excepcionales por las que nuestra búsqueda fracase. No obstante, si las búsquedas exhaustivas no revelan nada, si el silencio inquietante se torna ensordecedor, la mayoría de la gente considerará razonable suponer que, a fin de cuentas, estamos totalmente solos. Y entonces, ¿qué?
Llegar a la conclusión de que estamos solos en el universo amplificaría enormemente el valor que atribuimos a la vida y la mente, así como al planeta que la sustenta. Así que el silencio inquietante puede ser una bendición. Es verdad que, en cierto sentido, habría que ver la vida, o al menos la vida inteligente, como una monstruosidad. Pero ¿disminuye la improbabilidad el valor, o lo engrandece? A buen seguro, intentaríamos cuidar mejor de nuestro planeta. Y tendríamos que cuidar mejor de nosotros mismos. Que consiguiéramos acabar con la única especie inteligente de todo el universo sería literalmente una tragedia de proporciones cósmicas. En el capítulo 4 discutí si el Gran Filtro se encuentra en nuestro pasado o en nuestro futuro. Si la Tierra no es tan sólo el único planeta con vida inteligente, sino también el único planeta con vida de cualquier tipo, es que ya hemos pasado el filtro y podríamos estar preparados para un experimento cosmológico único. Podríamos hacer nuestros la misión y el destino de extendernos más allá de la Tierra, llevando con nosotros la llama de la vida, la inteligencia y la cultura para otorgar este presente a innumerables mundos estériles. Pero si descubrimos que la inteligencia está confinada a la Tierra, pero la vida compleja es común, las consecuencias son profundamente alarmantes y deprimentes, pues implicaría que la probabilidad de que evolucione la inteligencia en muchos planetas de nuestra galaxia o de otras es mucho mayor, pero que siempre ha acabado desapareciendo por guerras, accidentes tecnológicos o cualquiera de tantísimas otras causas. Salvo que tuviéramos muy buenas razones para pensar que somos muy atípicos, cabe suponer que a nosotros nos espera el mismo destino.
Así que la conclusión es sencilla. Hay tres posibilidades, cada una de ellas con repercusiones radicalmente distintas para la humanidad. La primera es un universo lleno de inteligencia, una posibilidad excitante que prometería un futuro brillante para la humanidad. La segunda es que la Tierra sea un oasis único para la vida; eso pondría una enorme carga de responsabilidad sobre nuestras espaldas, pero nos proporcionaría la misión verdaderamente cosmológica de perpetuar un fenómeno muy valioso: la llama de la razón. Pero la tercera posibilidad, la de un universo donde abunde la vida pero donde no quede nadie con quien celebrarlo, sería un presagio funesto para la humanidad.