Matthiessen y Erdmann decidieron pasar brevemente por la sala de reuniones antes de dirigirse a la oficina de Stohrmann, pero percibieron la potente voz del coordinador de la unidad aún antes de abrir la puerta de dicha sala.
Acababan de entrar cuando sonó el móvil de Matthiessen. La inspectora jefe consultó la pantalla, enarcó una ceja y dejó que su mirada se perdiera por la habitación, deteniéndose en uno de sus compañeros, sentado ante un escritorio, con un auricular pegado a la oreja. Stohrmann estaba de pie a su espalda. Cuando vio entrar a Matthiessen avisó al agente.
—No hace falta que insista, está aquí.
—Acaba de llamar Jahn —les dijo el agente, mientras se acercaban—. Estaba muy nervioso y ha comentado algo de que le han acosado y amenazado. ¿Sabe quién acaba de ir a verlo?
—Ni idea. ¿Quién? —preguntó Erdmann, para abreviar.
—Christian Zender.
—¿Qué diablos…? —comenzó Erdmann, pero fue interrumpido por Matthiessen.
—¿Han enviado a alguno de los agentes de vigilancia a hablar con él?
Stohrmann sacudió la cabeza con un gesto teatral.
—Es lo que hubiera hecho usted, sin duda, y con ello le habría revelado que está siendo vigilado. Por supuesto que no le he pedido a los agentes de vigilancia que hablen con él. He enviado un coche patrulla.
—Me ha entendido mal, Stohrmann —dijo Matthiessen con voz impersonal—. Le preguntaba si tal vez se le habría ocurrido la absurda idea de enviar a alguno de los agentes de vigilancia. Me tranquiliza comprobar que no ha sido así.
Erdmann le dirigió una mirada sorprendida. Al fin comenzaba a defenderse de los ataques de su superior, que, por lo demás, no pareció encajar bien el golpe. Le llevó un tiempo responder y Erdmann comprobó con satisfacción cómo los demás agentes reprimían una sonrisa.
—De modo que… Bien, no importa. Les he indicado a los agentes de patrulla que la esperen allí. Ese Zender está comenzando a resultar molesto. Por favor, déjele claro que si volvemos a recibir alguna queja sobre él, lo lamentará.
Continuó hablándoles mientras ya se dirigían a la puerta.
—Y ya que hablamos de Jahn, una cosa más.
Se acercó a una de las mesas, tomó una hoja de papel y la consultó.
—El periódico que ha dado esta mañana la gran noticia ha recibido un aviso por correo electrónico, la dirección es ficticia. Estamos intentando localizar la IP, pero parece ser que de todos los implicados en este caso sólo Jahn tiene el mismo proveedor, de modo que pregúntenle también si tiene algo que ver con eso.
En el pasillo Erdmann le dio un golpecito en el hombro a su compañera; no le pareció necesario hablar.
Matthiessen llamó a uno de los agentes que vigilaban la casa de Jahn. Éste les informó de que Zender había aparecido una media hora antes; iba solo. Después de llamar a la puerta había hablado brevemente con Jahn. Y entonces el escritor la cerró violentamente. Zender volvió a llamar, la puerta se abrió unos segundos y cerró de nuevo de un portazo. A continuación, Zender se había sentado allí mismo para ponerse en pie cada pocos minutos y llamar al timbre insistentemente, hasta que llegaron los agentes de patrulla y se lo llevaron.
Encontraron a Christian Zender apoyado en un pequeño muro de la casa de al lado, con dos agentes custodiándolo a izquierda y derecha. No se puso en pie cuando vio llegar a Erdmann y Matthiessen, ni tampoco levantó la vista. Había situado las palmas de las manos bajo sus muslos, miraba al suelo, pareciendo examinar atentamente sus Converse azules. Incluso cuando se detuvieron a su altura no mostró ninguna reacción. Matthiessen les preguntó a los compañeros si les había causado problemas, pero estos contestaron que no. Les rogó a ambos que volvieran al coche patrulla y se dirigió a Zender.
—¿Qué hace usted aquí?
El joven interrumpió su inspección del calzado y la miró.
—Lo que al parecer la policía no considera oportuno. Hacer preguntas sobre la desaparición de Nini a quien más sabe del tema. Al que ha imaginado su horrible secuestro.
—Está usted invadiendo una propiedad privada, Zender, y el propietario le ha indicado que se marche —intervino Erdmann—. Eso es allanamiento.
—¿Y qué hay del secuestro y tal vez asesinato de Nini? ¿No es más importante que la propiedad privada?
—Hace copias ilegales de llaves. Se introduce subrepticiamente en propiedades privadas. ¿Es que piensa que está autorizado a hacer lo que le da la gana?
Con una sonrisa torcida, Zender alzó el dedo índice.
—Discite moniti —dijo, y, ante la mirada desconcertada que Erdmann dirigió a Matthiessen, y tras ver cómo ésta se encogía de hombros, tradujo—: Aprended, los que estáis advertidos. Quería decirle con eso que no es necesaria su charla. Ya sabe que pronto seré abogado.
Matthiessen alzó una mano, evitando con ello que Erdmann dijera algo inconveniente. Habló ella, con voz admirablemente calmada.
—Comprendemos que se preocupe por su amiga, pero hay cosas que no se pueden permitir. Explíquenos qué pretendía exactamente de Jahn.
Aquellas palabras parecieron surtir efecto. El rostro del joven, que hasta entonces había mostrado una expresión de terquedad, se relajó visiblemente.
—Quería preguntarle qué creía él que habían hecho con Nini y, sobre todo, si tiene alguna idea de dónde pueden haberla llevado; es el autor de la novela.
O eso es lo que crees, pensó Erdmann
—Pero ni siquiera se planteó ayudarme, ese cerdo. Me ha cerrado la puerta en las narices.
—¿Qué hubiera hecho si se hubiera decidido a hablar con usted y sugerido algunas ideas?
—Hubiera acudido a la policía como es mi deber, por supuesto.
Matthiessen ladeó un poco la cabeza.
—¿Seguro?
—Por supuesto, claro que sí. ¿Qué podría haber hecho yo solo?
—Bien, pues le comunico que de todos modos pensábamos hablar ahora con Jahn De modo que déjenos este asunto a nosotros y dedíquese a buscar a Nina entre amigos y conocidos.
—Por cierto, ¿dónde está Dirk Schäfer? —preguntó Erdmann, que tuvo que reconocer que había cierta mala intención en la pregunta.
—Bueno, Dirk… en estos momentos no le agrada mucho mi compañía. Amicus certus in re incerta cernitur. Descubrirás al verdadero amigo en los momentos difíciles.
—¿No había utilizado ya antes esa frasecita? Comienzan a acabársele las ideas.
—Vamos a ver a Jahn. Los agentes del coche patrulla le acercarán a su casa.
—Pero…
—No —interrumpió Erdmann—. Nada de peros. Nosotros entramos y usted se marcha a casa. Con suerte lograremos evitar que Jahn le denuncie por allanamiento. Lo cual dependerá también de cómo se comporte ahora. Váyase.
Tras un último momento de duda, Zender se apartó de ellos y se dirigió con los hombros caídos al coche patrulla.
Christoph Jahn abrió la puerta cuando aún les restaban unos metros para llegar hasta ella. Se advertía claramente cómo le había afectado el comportamiento de Zender, pero Erdmann creyó ver algo más en su rostro, algo que no supo determinar.
—¿Han detenido a ese hombre? No sé qué se creen algunos. Deberían haberle oído, la forma de hablarme…
—Nuestros compañeros se lo llevan de aquí, Jahn —explicó Matthiessen—. Nos gustaría hablar con usted un momento. ¿Nos permite entrar?
—Sí… claro, acompáñenme.
Jahn les dejó pasar y consultó su reloj de pulsera. A Erdmann le pareció anormalmente pálido y muy nervioso, y se preguntó si la visita de Zender era la única causa de ello.
No se veía por ninguna parte a Helga Jäger. Jahn le explicó a Matthiessen, cuando le preguntó, que había salido a comprar unas cosas.
—¿Qué quería Zender de usted? —preguntó Erdmann, colocando su bloc de notas sobre la mesita del sofá.
Jahn se frotó las manos y comenzó a retorcerse los dedos. A Erdmann le pareció una persona muy distinta a la que había conocido hasta entonces. Antes le había parecido un hombre bastante tranquilo, ahora era un manojo de nervios.
—Se presentó como amigo de esa tal Nina y me indicó que necesitaba hacerme unas preguntas. Le dije que no había nada que pudiera decirle y que se marchara. Entonces se puso impertinente. Me amenazó con enviar una carta a la redacción del periódico de Dieter Kleenkamp diciendo que el autor de El manuscrito se negaba a colaborar en el caso. Una carta que con toda seguridad se publicaría, habiéndose secuestrado a la hija del editor. En ese momento cerré la puerta y llamé a la policía.
—Jahn, tenemos que comentar un par de cosas con usted —comenzó Matthiessen—. En primer lugar hemos de aclarar una cuestión muy importante, porque confirma la credibilidad de un testigo. Su propia credibilidad. Se trata de quién ha informado a la prensa del caso.
Hizo una pausa, durante la cual no perdió de vista a Jahn, que no cesaba de retorcer los dedos. Se encogió de hombros.
—Sí, lo confieso. Era cuestión de tiempo, si no hubiese sido yo, entonces hubiera sido cualquier otro. Y no veo motivo alguno para ocultárselo a la prensa. Al contrario, creo que la policía debería haberlo hecho público. Dependen de la información que pueda facilitarle la gente.
—De modo que nos ha mentido deliberadamente esta mañana —dijo Matthiessen, con sólo un leve tono de reproche en la voz, sin parecer enfadada. Erdmann anotó un par de cosas en su bloc—. ¿Cómo sabe que no contamos con motivos para no informar a la prensa?
Una nueva consulta inquieta al reloj.
—No me han indicado ninguno. Ya les comenté antes que no entendía por qué no deseaban que esta historia se hiciera pública.
—¿Tiene prisa?
—Bueno… No. No exactamente, aunque tengo que salir.
—¿A dónde?
—Pues… a investigar. Detalles para mi nueva novela.
—¿Puedo preguntarle a dónde va y con quién piensa verse?
—No voy a ver a nadie. No se trata de una cita. Quiero comprobar la luz que hay a una hora en un lugar determinado y ver qué aspecto tienen las sombras. No quiero errar en la descripción, me importan mucho esas cosas.
—¿Cuán importante considera la propiedad intelectual? —preguntó Matthiessen.
—¿Cómo? No entiendo su pregunta.
—Mi compañera quiere saber si odia a Werner Lorth por no corregir, sino reescribir en realidad sus novelas.
Jahn palideció.
—¿Qué significa eso? ¿Cómo se le ocurre pensar que pueda odiarle? No es que me guste mucho, pero…
—Lorth nos ha confesado que se le obligó a aceptar todos los cambios y que fueran publicados como suyos.
Jahn miró incrédulo a Matthiessen.
—¿Eso les ha dicho?
—Pues sí. Y su editor, Lüdtke, lo ha confirmado.
—¿Lüdtke? Precisamente él. Muy interesante. Ambos me obligaron a firmar un documento por el cual yo debía pagar una cifra astronómica si alguna vez lo revelaba y ahora lo hacen ellos mismos.
—¿Entonces es cierto? ¿Es Werner Lorth quien en realidad ha escrito las novelas?
Jahn asintió, y su nerviosismo parecía haber cedido a la ira.
—Sí, modificó mis textos. Ese farsante transformó mis cuidadosamente redactadas obras en novelas sensacionalistas baratas. Y por eso no se venden bien. Y ahora que han constatado que se han equivocado, intentan…
Calló.
—¿Intentan qué? —insistió Erdmann de inmediato, mientras se le aceleraba el pulso. Jahn no respondió, por lo que repitió en un tono más elevado su pregunta—. Responda. ¿Qué iba a decir? ¿Qué intentan, Jahn?
—Yo…
—Venga, hable. Ahora. ¿Qué sabe usted? Estamos hablando de asesinato, maldita sea. Hable.
—No sé nada concreto, pero… creo que pueden haberlo orquestado entre ambos —logró decir, y se hundió en el asiento.
—¿Qué le lleva a suponer eso? —preguntó Matthiessen sin dejar que se recuperara, y Erdmann sabía por qué. Su decisión de comentarles lo que sabía o creía saber podía flaquear con cada segundo que transcurriera.
—Porque son ellos los que más se benefician de la venta de los libros y los que más salen perjudicados si no se venden. Yo ya cobré un anticipo en su momento.
—¿No gana usted también con la venta de los libros?
—No es comparable con lo que gana la editorial.
—Pero ha sido usted quien ha informado a la prensa, porque sabía que si se hacía pública esta historia sus novelas se agotarían en las librerías en pocas horas.
—Era cuestión de tiempo que se enterara la prensa. Y de nada les sirve a esas chicas que no se vendan mis novelas. No he ocultado que ando mal de dinero. ¿Creen que hubiese confesado algo así si estuviese implicado en el caso? Les habría facilitado un móvil para los crímenes. —Consultó su reloj de nuevo—. Yo… me disculparán, pero tengo que salir ahora. Si llego tarde… Tal vez podamos continuar en otro momento.
Erdmann miró a Matthiessen, que era quien debía tomar aquella decisión. Él no le hubiera permitido a Jahn marcharse.
—De acuerdo. Una cosa más. ¿Y la llamada que le hizo Miriam Hansen esta mañana?
—¿Les ha hablado de eso? Se siente decepcionada al descubrir que las novelas no son del todo mías. Cree que la he estado engañando. Se tranquilizará. Ya le expliqué que Lorth me obligó a aceptar aquellos cambios.
—¿Y? ¿Cómo se sintió usted tras aquella conversación?
—¿A qué se refiere? Me he enfadado con Lorth, por supuesto, pero…
—¿Y cómo ha canalizado ese enfado?
—Como suelo hacer. Me he encerrado en mi despacho y he empezado a escribir hasta que he logrado tranquilizarme. En casos como este suelo escribir pasajes en los que los protagonistas también se sienten llenos de ira, y creo escenas auténticas. Pero tengo que marcharme ahora, de verdad, lo lamento.
Matthiessen y Erdmann se estaban alejando ya de la casa cuando Jahn volvió a llamarles.
—Un momento, por favor. —Se giraron hacia él—. Otra cuestión. Fui a ver a Lüdtke hace un par de semanas en relación con mi nuevo libro. Estuvimos hablando de lo mal que se están vendiendo las novelas y entonces él dijo algo que me resultó muy extraño. Y si lo pienso ahora, incluso más aún. Dijo que sería un golpe de suerte que se repitiera lo de hace cuatro años con El retratista nocturno.
Erdmann asintió.
—Gracias.
—¿Por qué le has dejado marcharse? —quiso saber Erdmann cuando abandonaron la casa de Jahn—. Estaba muy nervioso, ¿no te has dado cuenta?
—Por supuesto que me he dado cuenta. Pero quería saber a dónde piensa dirigirse ahora.
—¿Crees entonces que nuestro escritor oculta algo?
—No, ahora me parece menos culpable que antes. Su comportamiento… No creo que sea capaz de fingir hasta ese punto. Pero sigue pareciéndome interesante conocer cuál va a ser su destino.
Llamó a uno de los agentes de vigilancia y le dijo que estuviera muy atento, pues Jahn estaba a punto de abandonar la casa.
—Nosotros también le seguiremos.
Habían alcanzado el Golf y se sentaron. Erdmann esperaba no tener que aguardar demasiado.
—¿Qué te parece lo que nos ha dicho de Lüdtke?
—No me sorprende. Coincide con lo que también hemos oído nosotros. Creo que ese individuo es frío y sólo piensa en el dinero.
—¿Y? ¿Crees que tiene algo que ver con esto?
—No lo sé, pero no lo excluiría.
Se concentraron en la entrada a la casa donde esperaban ver salir a Jahn en breve.
Sólo que no salió.