25

A diferencia de lo sucedido en su última visita, Miriam Hansen no les salió al encuentro cuando entraron en su librería en Hoheluft-Oeste. Tampoco sonreía, tal vez porque imaginaba cuál era el motivo de aquella visita. Parecía nerviosa al saludar a los dos policías.

—Hola, Miriam. Quisiéramos hacerle un par de preguntas —dijo Matthiessen con voz neutra—. ¿Podría indicarnos dónde estaba ayer por la noche?

No pregunta directamente por su visita a Jahn, pensó Erdmann. Al parecer quería comprobar si la librera lo confesaría por sí misma.

Ésta parecía confundida.

—¿Anoche? Pues… No sé. Estaba en casa. ¿Ha ocurrido algo?

—¿Permaneció en casa todo el tiempo? ¿No la abandonó en ningún momento?

—Bueno, sí. Salí unos minutos, poco después de que me llamaran. No podía creer que Christoph… Bueno, ya saben. De modo que me dirigí a su casa para hablar con él en persona, pero no se encontraba allí.

—¿Y sabe usted dónde estaba? —ahondó Matthiessen, mientras la mirada de Erdmann recaía sobre unos libros que se amontonaban en el suelo. Eran unos doce o trece ejemplares de novelas de Christoph Jahn.

—Le pregunté a la señora Jäger y ésta me comentó que estaba dando un paseo, como todas las noches.

Erdmann señaló los libros del suelo.

—¿No son éstos los libros del señor Jahn? ¿Han entrado más ejemplares?

—No. Se trata de los que ya tenía. Los he sacado de las estanterías porque pienso devolverlos a la editorial.

—¿Cómo dice?

—Que los devuelvo. No los quiero.

Lo dijo en un tono tan bajo que casi no la oyó.

—¿Por qué? Pensé que sus libros le parecían muy buenos.

—Sí, me gustan estas novelas, pero aborrezco las mentiras. He hablado esta mañana por teléfono con Christoph para comentarle lo que ustedes me habían dicho. Ha confesado que algunos pasajes de sus novelas han sido modificados por su revisor. Algunos pasajes. —Apareció un brillo húmedo en su mirada y Erdmann se preguntó hasta qué punto la habría afectado aquello—. Le he comentado en numerosas ocasiones cuán magnífica me parece su obra y cuánto admiro su labor. Me ha estado escuchando durante todo ese tiempo, sabiendo que le admiro por algo que no le pertenece y no lo ha mencionado jamás. Me siento muy decepcionada.

—Pero aun así me parece un poco exagerado devolver todos sus libros a la editorial —dijo Matthiessen, mirando a Erdmann como buscando su apoyo.

Miriam Hansen apartó un cuaderno que tenía sobre el mostrador y lo volvió a colocar de inmediato en el lugar en el que había estado.

—Le he admirado, he alabado sus libros constantemente y delante de todo el mundo, y me llenaba de ira que alguien los criticara. Y en contrapartida él me engaña. Al menos comprendo ahora por qué no me acaba de gustar su nuevo manuscrito. Probablemente es lo primero que leo que es suyo de verdad. Y no es bueno.

—¿Cuál ha sido la reacción de Jahn cuando le comunicó que sabía que alguna partes no eran suyas?

—Estaba muy molesto con su revisor. Dijo que ese ser repugnante primero destrozaba sus textos y después se vanagloriaba de ello. Pero yo le comenté que prefería saber la verdad antes que vivir en el engaño.

—De modo que…

El teléfono situado al lado de la caja les interrumpió.

—Un momento, por favor.

Miriam Hansen descolgó, y tras escuchar unos pocos segundos se disculpó, tapando el auricular con la mano.

—Es una clienta importante —susurró—. Necesita que la aconseje de forma un poco más detallada y… quisiera ocuparme de ello. Me llevará unos diez minutos. ¿Me esperarán ese tiempo?

Matthiessen hizo un gesto de negación con la mano.

—No, ya volveremos en otro momento.

Cuando salieron de la librería advirtieron que había dejado de llover. El viento había despejado parcialmente el cielo de nubes y aquí y allá se veía un pedacito de azul en mitad de la antes impenetrable masa gris. Erdmann esquivó un charco.

—¿Vamos a ver a Jahn o al revisor primero? Me interesa muchísimo saber si el editor conoce hasta qué punto interviene Lorth en las obras que revisa —dijo Erdmann mirando a su compañera.

—Pues averigüémoslo cuanto antes —respondió ésta.

Salvaron la distancia hasta la editorial, situada en la zona de Eidelstedt, en menos de un cuarto de hora.

La joven sentada tras el mostrador en la sala de espera de la editorial se apresuró a avisar al editor en cuanto consultó sus credenciales. Poco después se encontraban ambos en el despacho de Peter Lüdtke, sentados ante una mesa redonda de diseño moderno. El editor andaría por los cuarenta, su cabello abundante y oscuro mostraba algunas hebras plateadas en las sienes y su tono de piel bronceado le proporcionaba un aspecto relajado y deportivo. Se levantó para saludarles y Erdmann constató que le sobrepasaba por lo menos en diez centímetros. Ahora permanecía cómodamente instalado en un sillón con una pierna cruzada sobre la otra, mostrando un ligero abombamiento de su camisa color crema en la zona del vientre. Sus ojos castaños, ligeramente rasgados, dotaban a su rostro de un aire asiático. Sonrió, aunque Erdmann tuvo la sensación de que aquella sonrisa no parecía muy franca.

—Quisiéramos hacerle algunas preguntas sobre uno de sus revisores, el señor Lorth.

—Ya. Probablemente esté relacionado con Jahn. Lo he visto en la prensa. Un asunto de lo más terrible. No deja uno de sorprenderse de lo que son capaces los seres humanos. Aunque estarán ustedes acostumbrados.

—Es imposible acostumbrarse a algo así —repuso Erdmann—. Pero está usted en lo cierto, nuestra visita está relacionada con los crímenes que intentan imitar el argumento de El manuscrito. ¿Vivió esta misma situación hace cuatro años, o no era aún editor en esta casa?

—Sí, sí que estaba aquí cuando ocurrió todo aquello. Fue terrible.

—Quisiéramos hablar sobre el señor Lorth. Nos comentó ayer que había modificado sustancialmente los manuscritos de Jahn porque era imposible publicarlos en su versión original. ¿Es eso cierto?

—Un revisor debe comprobar la viabilidad de los manuscritos que nos envían los autores. Faltas de concordancias, errores en el argumento, cuestiones gramaticales, pero también los recursos para mantener el suspense y muchas cosas más. En el caso de algunos autores apenas es necesario tocar nada, en otros hay que hacer más. Imagino que el señor Lorth modifica en cualquiera de los textos que le llegan lo que es necesario.

—¿Y se le informa a usted en qué medida se modifican los textos? —preguntó Matthiessen

—Doy por hecho que se trata de modificaciones dentro de los límites de lo razonable.

—El señor Lorth nos comentó que las novelas de Jahn prácticamente las reescribió él. Que en realidad se le puede considerar a él el autor de los textos. ¿Cuál es su opinión al respecto?

Lüdtke abandonó su sillón y se puso de pie.

—Eso es una estupidez.

—Es lo que afirma. Y además añadió que todo esto sucedía con su pleno conocimiento, aunque a él se le prohíbe hablar de ello. Pero que no se opone a que mencionemos este hecho en el curso de nuestras investigaciones.

Lüdtke fracasó al intentar esbozar una sonrisa.

—No puedo imaginar que haya dicho eso. Es decir, no dudo de sus palabras, pero…

—¿Tal vez podamos citar aquí al señor Lorth? —propuso Erdmann, y el editor enarcó una ceja.

—Werner Lorth no ha venido hoy a trabajar. Pensé que lo sabían, dado que le visitaron ayer.

Matthiessen y Erdmann intercambiaron una rápida mirada.

—¿Ha hablado con él esta mañana?

—No. No suelo llamar a mis empleados. Son ellos los que llaman cuando tienen algo que comunicar.

—El señor Lorth no parecía estar enfermo ayer.

—No gravemente al menos —añadió Erdmann, lo cual le atrajo una mirada reprobadora de su compañera.

—No creo que esté enfermo. A veces se queda en casa para trabajar allí, sobre todo si está ocupado con alguna revisión para la que necesite concentrarse.

—¿Y es ése el caso hoy?

Lüdtke se acercó al teléfono que había sobre su mesa y pulsó una tecla.

—Señora Peters, llame a Werner Lorth y pregúntele por qué no ha venido hoy. Y comuníqueme lo que averigüe, por favor.

Se llevó el teléfono cuando se sentó junto a Matthiessen

—Soy consciente de que los manuscritos de Jahn no son tan buenos como vaticinaba mi predecesor. Por desgracia Wolf no tuvo buen ojo con este autor. Eso sí, siempre he pensado que lo que hemos publicado procedía de él mismo. Imagino que Lorth habrá exagerado un poco su intervención en los textos. Hablaremos con él y aclararemos este asunto.

Al sonar el teléfono la secretaria de Lüdtke le comunicó que no le había sido posible localizar a Lorth.

—Habrá tenido que salir.

—Dígame —intervino Erdmann—. ¿Qué clase de persona es Lorth? ¿Cómo le describiría?

—Comprenderá que no me agrada demasiado hablar de mis empleados a sus espaldas, eso me parece…

Erdmann alzó una mano.

—Eso le honra, señor Lüdtke, pero estoy convencido de que en este caso podrá hacer una excepción para nosotros.

Lüdtke aún dudó unos instantes, después asintió.

—Werner Lorth ya trabajaba en esta editorial cuando me hice cargo de ella hace unos cinco años. Es un buen revisor, con una sensibilidad especial para la lengua. He de confesar que en ocasiones es un tanto… digamos negativo. Pero en conjunto estoy bastante satisfecho con su labor.

—¿Es posible que tenga problemas con el alcohol?

—Tal vez se tome un par de copas de vez en cuando, pero mientras su trabajo no se resienta eso forma parte de su vida privada.

Matthiessen se puso de pie y Erdmann la imitó.

—Nos pasaremos por su casa para ver qué le ocurre. Si realmente no se encontrara allí le dejaremos una nota para que se comunique con nosotros o con usted lo antes posible.

—Muy bien.

El editor se puso a su vez de pie.

—Después de lo que se ha publicado en la prensa esta mañana imagino que comenzarán a venderse ejemplares de El manuscrito —dijo Erdmann— ¿No sucedió lo mismo hace cuatro años con El retratista nocturno?

—Sí, probablemente se repetirá todo de nuevo. Es terrible, pero la vida es así, incluso el mal suele acarrear algún bien.

—Depende para quién. ¿Conoce usted a Heike Kleenkamp?

—Sí. A través de su padre. Esta editorial suele relacionarse de forma bastante estrecha con los editores de los periódicos más relevantes.

—¿A qué se refiere con de forma estrecha?

—Me refiero a que solemos mantener contacto telefónico y nos vemos para comer de vez en cuando.

—De acuerdo. ¿Imagino que no le importará si volvemos a contactar con usted si se nos ocurren más preguntas?

—Por supuesto, me tienen a su disposición.

Se acercó de nuevo a su mesa, abrió una cajita plateada, sacó de ella una tarjetita y se la ofreció a Matthiessen, que le dirigió una breve mirada antes de guardarla en el bolsillo de su chaqueta.

—¿Le suena el nombre de Nina Hartmann?

—Hartmann… en principio creo que no… Nina Hartmann. No, creo que no conozco a esa persona. Estoy seguro. ¿De quién se trata?

—Una joven que publicó el pasado diciembre una reseña sobre El manuscrito en el diario Hamburger Allgemeine Tageszeitung. Una reseña bastante negativa.

Lüdtke se rió.

—Publicamos cientos de libros a lo largo del año. Y casi todos ellos reciben reseñas. Algunos de ellos alcanzan cientos de ellas. Me sería imposible leerlas todas.

—Lo comprendo. —Y seguidamente Matthiessen se dirigió a Erdmann—. A ver si encontramos a Lorth.

Lüdtke alzó la mano, parecía estar pidiendo la palabra.

—Quisiera hacerles un ruego. No le comenten al señor Lorth que creo que exagera un poco su labor. Podría dar lugar a malentendidos en nuestra editorial que quisiera evitar.

Poco después abandonaron la editorial.

—¿Qué opinas de él? —quiso saber Matthiessen cuando ya nadie podía oírles—. No estoy segura, pero creo que sabe más de todo este asunto de lo que dice.

—Tal vez sea cierto que Lorth no ha modificado tantas cosas como pretende y que simplemente desea darse importancia. Igualmente es posible que haya hecho pasar sus cambios como si fueran de Jahn con la connivencia de éste sin que el editor sepa nada del asunto.

—Está claro que debemos tener una nueva conversación con Lorth.