17

Tanto Erdmann como Matthiessen se sintieron sorprendidos cuando se abrió la puerta y se encontraron con Miriam Hansen.

—Buenos días, señora Hansen —dijo Matthiessen tras un instante de desconcierto—. No contábamos con encontrarla aquí.

—Sí, ya… he llamado a Christoph, porque estaba muy preocupada. Quería saber cómo se sentía tras saber de esta terrible historia. Y él me rogó que me pasara a verle.

—¿Y la señora Jäger? ¿Está ocupada?

—No, no está. Creo que libra los domingos por la tarde. Pero pasen, por favor. Christoph está allí detrás, en la terraza. Yo… quisiera hacerles un ruego. ¿Podrían omitir mencionar los correos electrónicos que le envié a la señora Kleenkamp? Él no sabe nada de todo eso y creo que se lo tomaría a mal. ¿Sería posible?

Erdmann no dijo nada y dejó que Matthiessen se encargara de la respuesta. Ésta se encogió de hombros.

—Si no es absolutamente necesario, no lo mencionaremos.

Jahn estaba sentado de espaldas a la casa en un sillón de esparto de aspecto cómodo y se volvió hacia ellos cuando los oyó entrar en la terraza.

—¿Y? —preguntó directamente, omitiendo el saludo—. ¿Han encontrado a la joven? ¿Se encuentra bien?

—No, aún no.

También Erdmann olvidó lo que marcaba la cortesía. Dejó libre para Matthiessen el más próximo de los sillones y se sentó frente a Jahn.

—Me pregunto cómo puede ser que conozca tan mal su propia novela, señor Jahn —le acusó sin rodeos—. ¿Cómo es posible que haya recordado tan tarde este detalle tan relevante que usted mismo ha imaginado? Demasiado tarde, quizá. Y eso a pesar de que estuvimos hablando de ello.

Jahn asintió, entristecido.

—Créame que lo lamento. Pero ya hace unos años de esto, y cuando se han escrito varios libros es fácil confundir los argumentos sin tener demasiado claro qué sucede en qué texto. ¿Por qué iba a ocultarles un detalle como ese si lo hubiese recordado? No tiene ningún sentido. Deseo ayudarles.

Erdmann sacudió la cabeza y Matthiessen, que había tomado asiento en el sillón desocupado, tomó la palabra.

—Nos comentó al teléfono que la redactora es atraída mediante una llamada a un lugar en el que se la narcotiza con éter. ¿Qué lugar es ese?

—El criminal se hace pasar por un agente literario que desea ofrecerle una entrevista con un autor de renombre —respondió Miriam Hansen, sentada junto a Jahn, en lugar del escritor—. La cita en un parque, aguarda su llegada dentro de un coche, le coloca un trapo con éter en la boca en cuanto ella sube al vehículo y desaparece con ella.

—Un parque… —repitió Matthiessen pensativamente—. ¿Alguna otra cosa que pudiera servirnos de ayuda? ¿Ha recordado algún detalle adicional que aún no nos había revelado?

Jahn se encogió de hombros.

—No, lo lamento. No creo.

—¿No lo cree? ¿O sabe a ciencia cierta que no hay nada más?

—No me parece que haya nada significativo que no le haya revelado —intervino Miriam Hansen tímidamente—. Yo lo sabría. Conozco los libros de Christoph a la perfección.

Matthiessen enarcó una ceja.

—Sí, yo también tengo esa impresión. Según parece, incluso mejor que el autor.

—Es cierto —aseguró Jahn, obsequiando a la librera con una mirada de agradecimiento—. También ha sido Miriam quien me ha señalado la relevancia del secuestro de la redactora en mi novela El manuscrito. Yo había olvidado por completo aquella escena.

—Bien, ya no podemos cambiar eso. Tenemos que irnos. Una última cosa: la prensa no debe conocer la conexión de estos secuestros con su novela, ¿me ha entendido?

—De acuerdo —dijo Jahn—. No sé por qué desean excluir al público, teniendo en cuenta que con ello pueden llegar a perderse informaciones muy relevantes, pero no es asunto mío. Si ese criminal se atiene de forma estricta a la novela, entonces el sótano en el que mantiene encerradas a las tres primeras mujeres debe parecerse al mío, lo intenté describir lo más detalladamente posible. En la novela se trata del sótano de una antigua fábrica. Heike probablemente esté retenida en el sótano de una casa antigua, deshabitada.

Continuó hablando en voz baja.

—El criminal asesinará allí a una de las mujeres, ante la mirada de Heike. Y también a esta chica, la estudiante universitaria, la encerrará allí. La necesita para aquellos capítulos para los que… para los que no tendrá suficiente con la piel de Heike.

Erdmann había advertido cómo Matthiessen se encogía. Ahora se acercó a Jahn.

—¿Cómo acaba de llamar a la chica Kleenkamp? ¿Heike?

—Sí, ¿por qué?

—¿La conoce personalmente?

Jahn pareció sorprendido.

—Claro. ¿No se lo había dicho? Su… su padre, Dieter Kleenkamp, me invitó en una ocasión a la sala de reuniones del periódico para una lectura de mi obra, nada más trasladarme a Hamburgo. Fue la última lectura que hice. Después de aquello salimos a comer. Nos caímos bien, y a partir de ahí nos vimos con cierta frecuencia. También ha estado en mi casa, a veces acompañado de Heike. Por eso me afectó tanto cuando me hablaron del secuestro. Creí que se lo había comentado.

Erdmann hubiera deseado gritar de furia. Tuvo que esforzarse por contenerse.

—No sé qué le ocurre, Jahn, pero me parece de lo más extraña su tendencia a ocultarnos información relevante. Es usted autor de novelas policíacas. ¿Qué cree que haría su investigador con un personaje que actuara como usted?

Jahn pareció reflexionar.

—Posiblemente ese personaje sería sospechoso.

—¿Podríamos ver su sótano, por favor? —preguntó Matthiessen rápidamente, antes de que Erdmann pudiera insistir en el tema. Jahn asintió.

La puerta a las escaleras del sótano se encontraba en la parte delantera de la casa. Miriam Hansen prefirió no bajar, de modo que Erdmann se dirigió al sótano acompañado únicamente de Jahn y Matthiessen. Advirtió inmediatamente el olor a moho, tan frecuente en los sótanos viejos en cuyos muros ha quedado impregnada la humedad con el paso de los años. Las escaleras eran estrechas, la pintura en el lado derecho de la pared estaba desportillada. Las manchas se asemejaban a islas en un mar turbio. La bombilla desnuda que colgaba de un cable corto del techo bajo no sólo era débil, sino que además estaba tan cubierta de polvo que su luz difusa no lograba iluminar los rincones de aquella habitación relativamente amplia. Todos los bordes se difuminaban en una especie de oscura niebla. Únicamente la pared que estaba frente a las escaleras quedaba más o menos a la vista. Estaba cubierta de estanterías en las que se amontonaban desordenadamente polvorientas latas, cajas y todo tipo de objetos y herramientas. Algunas de aquellas sombras parecían tenebrosos seres procedentes de una película de terror.

—Así es el lugar del crimen —explicó Jahn en tono casi festivo, al detenerse al pie de las escaleras. Erdmann tuvo que encoger un poco la cabeza para no tocar el polvoriento techo. Matthiessen se separó de ambos y se desplazó hacia la izquierda, adentrándose en la estancia. Sólo logró avanzar un par de metros; gritó de repente y soltó una maldición a continuación.

—¿Qué ocurre?

Erdmann se le acercó rápidamente y comprobó que su compañera se frotaba la frente con una mueca de dolor; se había dado contra un tubo metálico bajo que colgaba del techo.

—Cuidado —dijo Jahn absurdamente—. Hay por ahí un tubo de calefacción.

—Gracias por la advertencia —siseó Matthiessen—. Ya lo he encontrado.

—Lo siento. Cuando llevaba viviendo aquí un par de meses se estropeó la calefacción y dado que en algunas de las habitaciones no se habían instalado aún los calefactores, me he decidido recientemente a ampliar la instalación. Y este tubo nuevo conecta todo.

Erdmann miró hacia el lado izquierdo de la habitación, y detectó el gran bloque aparentemente azul, la caldera, aunque con aquella luz tan débil no podía estar seguro del color. Una bola roja y un sinfín de tubos salían desde detrás de aquel bloque hasta algún lugar indefinido. Matthiessen había chocado con uno de ellos.

—¿Y ésta es la habitación que ha descrito en su novela hasta el más mínimo detalle?

—Sí. Exactamente. Si consultan El manuscrito les será de lo más familiar después de haberlo visto. En un lugar así deben encontrarse las mujeres secuestradas.

Señaló a un punto detrás de la caldera, en el que la pared desnuda se adivinaba más que se veía. Varios tubos se alzaban a pocos centímetros del suelo.

—Les habrá tapado las bocas con cinta adhesiva, estarán atadas de pies y manos y además atadas a los tubos.

—Bien. Enviaremos a alguien para que tome fotos. Al menos tenemos una pista. Ahora tenemos que marcharos.

Matthiessen se dirigió hacia la puerta y Erdmann abandonó el sótano detrás de ella. Miriam Hansen les estaba observando desde arriba, como si esperara que le describieran lo que habían visto.

Matthiessen se detuvo frente a ella.

—¿Me hace un favor? Piense de nuevo en el argumento de El manuscrito. Tal vez recuerde algún detalle importante.

—Sí. Bien. Pero… No acabo de comprender. Me han comprado ustedes cuatro ejemplares de la novela. Estarán siendo analizados por especialistas, imagino. Me sorprende que necesiten mi ayuda.

—Por supuesto, nuestros compañeros también se ocupan de ello, pero es complicado comprender la relevancia de algunos detalles que sólo se advierten cuando se conoce muy bien la novela. Ya ha visto que ni siquiera el autor es consciente de todos ellos.

Jahn ignoró la insinuación.

—De modo que debo quedarme en casa y esperar la llegada de su fotógrafo.

—Pues más bien sí —dijo Erdmann, apartándose de él.

—Ese individuo no es trigo limpio —gruñó mientras se dirigían en coche a casa de Dirk Schäfer, que, después de ser avisado por Matthiessen, aguardaba muy alterado su llegada—. Apuesto a que el autor de los crímenes de hace cuatro años, en Colonia, también fue él. Probablemente se creyó a salvo porque las sospechas recayeron en ese admirador fanático que le enviaba aquellas cartas. Si no las escribió el mismo, incluso.

—No sé…

—Me parece imposible que olvide mencionar que conoce a la víctima del secuestro. Y lo de Nina Hartmann…

Erdmann golpeó el volante con el puño.

—Nos está tomando el pelo.

Matthiessen no respondió. No había dejado de marcar números en su teléfono móvil desde que habían subido al coche. Ordenó que dos agentes vigilaran la casa de Jahn.

—Mierda, no consigo hablar con ella. Nos dijo que estaría en casa y nos esperaría. Si no ha llegado a su casa y su novio no sabe nada de ella…

Erdmann asintió.

—Lo sé.

En las calles el tráfico era ya tan denso que sólo podían avanzar muy despacio. El sol estaba alto para la época del año en la que se encontraban y animaba a la gente a salir a dar un paseo dominguero por el parque o por la orilla del Alster. También ellos seguían aquella dirección, y parecía evidente que necesitarían al menos tres cuartos de hora para completar su ruta.

Matthiessen continuaba con el móvil en la mano, pero ya no llamaba. Erdmann volvió a recordar el sótano de Jahn.

—¿Puedes ocuparte de que se acerque alguien al sótano para hacerle unas fotos? Tal vez nos sirva de ayuda.

—Sí, ahora mismo. Aunque dudo que ese perturbado se tome la molestia de reconstruir el sótano con exactitud. ¿Para qué? Se supone que jamás encontraremos ese lugar. Le será suficiente con que coincidan aquellos detalles a los que nos permita acceder. ¿Comprendes?

—No estoy tan seguro de ello, Andrea. Si alguien está perturbado hasta ese punto, yo no excluiría ninguna posibilidad. Lo que sea que se le ocurra hacer, su mente no funciona como la nuestra, eso es evidente.

Matthiessen se encogió de hombros y volvió a llamar, en este caso para enviar a un fotógrafo a casa de Jahn. Apenas hubo dado por finalizada la llamada, cuando sonó su móvil.

—Matthiessen. Sí. Es cierto.

El tono de su voz revelaba que no estaba oyendo nada especialmente agradable.

—Es cierto. Lo he ordenado yo… No, no lo consideré necesario… Ya. Pero como segunda al mando… Por supuesto, lo sé… No, en aquel momento no podíamos… Sí. Sí, está bien.

Durante unos instantes no dijo nada y Erdmann tampoco preguntó. Era más que evidente que había estado hablando con su superior.

—Stohrmann me ha amenazado con denunciarme a Asuntos Internos.

—¿Qué? —gritó Erdmann, muy alterado—. ¿Por qué? Quiero decir… ¿cómo lo justifica? ¿Qué motivos puede haber?

—Los dos agentes de casa de Nina Hartmann… Ha sabido que ordené que abandonaran la vigilancia, y ahora es posible que la chica haya sido secuestrada…

—Un momento. Fui yo quien te lo sugirió. ¿Por qué no se lo has dicho a Stohrmann? No puede responsabilizarte por una decisión mía.

—Cometes un error, Stephan. La única responsable soy yo, que soy quien ha cursado la orden.

Erdmann suspiró, pero no añadió nada más. Sabía que a Matthiessen le hubiera resultado muy fácil señalar que la idea de apartar a aquellos agentes de la puerta de Nina Hartmann había sido de él. Pero no había dicho nada. Le había cubierto las espaldas, a pesar de que sabía que Stohrmann aprovecharía aquella oportunidad para atacarla. Erdmann se propuso revelarle a su compañera cuanto antes todo lo que su superior le había explicado acerca de ella. Todo. También lo del joven agente que había fallecido supuestamente por su culpa. Se lo debía.

—Bueno, no nos dejemos distraer por eso, tenemos cosas más importantes que hacer ahora mismo —volvió a hablar Matthiessen.

—Es verdad, tienes razón. Pero a veces tengo la impresión de que Stohrmann disfruta obstaculizando nuestra investigación.

Matthiessen no contestó.