—Le tienes miedo, ¿verdad? —dijo Erdmann repentinamente de camino a la Jefatura. Aún con la mirada fija al frente percibió cómo Matthiessen volvía la vista hacia él.
—¿Qué?
—Me has entendido. Creo que tienes miedo de Stohrmann.
Matthiessen resopló.
—Eso es una estupidez —dijo a continuación, y dejó caer la cabeza sobre el respaldo del asiento. Cuando la miró, ella cerró los ojos, de modo que tuvo que aceptar su silencio. Siguieron así el resto del camino.
Erdmann aprovechó el tiempo para repasar mentalmente los hechos que conocían hasta el momento. Sin embargo, no logró llegar demasiado lejos.
Aproximadamente un cuarto de hora después, cuando llegaron a la sala de reuniones, estaban allí todos los miembros de la Unidad Especial Heike. Stohrmann dejó de mirar la pantalla que parecía estar analizando junto a una de las agentes para dirigirse a ellos.
—Ah, nuestra unidad exterior. Pueden proceder a su informe.
—¿Y el paquete que ha llegado hoy? ¿Puedo verlo?
Erdmann se sintió tentado de darle un pisotón a su compañera. Matthiessen acababa de darle pie a su superior para una crítica, y éste aprovechó la ocasión.
—¿El paquete? —preguntó, arrugando la frente—. Ese paquete, Matthiessen, contiene una prueba importante de una investigación en curso. Una investigación que yo dirijo y en la que cada minuto cuenta para salvar la vida de una joven. ¿Esperaba usted que dejara la prueba aparcada por aquí hasta que a usted se le ocurriera aparecer? Pues tengo que decepcionarla. Está en el laboratorio.
Aquello fue demasiado para Erdmann, que se atrevió a expresar su ira ante su superior.
—Tal vez lo haya olvidado, señor Stohrmann, pero no venimos ahora de un agradable desayuno tardío, sino que llevamos desde las ocho de la mañana interrogando a personas que pudieran estar relacionadas con este caso. Corremos de un lado a otro de la ciudad de Hamburgo con la esperanza de hallar la más mínima pista que nos pueda sugerir qué ha ocurrido con esa chica. Al margen de eso, creo que los modos que emplea con la inspectora jefe Matthiessen son del todo inadecuados y perturban tanto el trabajo en común como el avance de la investigación en este caso.
Silencio. Ninguno de los presentes pronunció palabra alguna, nadie se atrevió a moverse siquiera, cada uno de ellos esforzándose por no cruzar su mirada con ninguno de los implicados.
—Stephan —habló Matthiessen al fin—. Por favor, yo…
—Acompáñeme —la interrumpió Stohrmann poniéndose en pie. Miró a Erdmann de forma retadora. Éste intercambió una rápida mirada con Matthiessen, cuya expresión no fue capaz de interpretar, y siguió al coordinador de la Unidad Especial.
El camino a lo largo del pasillo fue en silencio. Stohrmann decidió no usar el ascensor y tomó las escaleras, algo que fue del agrado de Erdmann, al que no le apetecía bajar al lado de su superior, pero mudos ambos.
Cuando alcanzaron su despacho, Stohrmann se detuvo junto a la puerta, dejó pasar a Erdmann y cerró la puerta tras de sí. Se sentó en su mesa y señaló una de las sillas situadas al frente.
—Siéntese.
Erdmann obedeció. Aún no había acabado de sentarse cuando su superior comenzó a recriminarle.
—No se atreva a hablarme de nuevo en público del modo en el que lo ha hecho, inspector. Tómese esto como una advertencia, que…
—Esa mujer es su segunda, y no puede usted…
Stohrmann golpeó fuertemente la mesa con la mano.
—No se le ocurra interrumpirme.
Erdmann calló. Era consciente de que debía contenerse. Stohrmann podía causarle muchos problemas.
—De modo que piensa usted que no me comporto adecuadamente con la inspectora jefe Matthiessen.
Había bajado el tono de voz, pero era evidente que se esforzaba por mostrar su autoridad.
—Imagino que también cree usted tener alguna idea de a qué se debe mi actitud, ¿no es así?
Erdmann dudó. Debía actuar con sumo cuidado para no hablar de más y que Stohrmann empleara sus palabras en su contra o en contra de Matthiessen.
—Trabajo muy estrechamente con la inspectora jefe, es normal que en estos casos se hagan ciertas confidencias.
—Bien. Aunque no está dentro de mis funciones el informarle de esta cuestión, le explicaré un par de cosas, independientemente de lo que haya podido comentarle su compañera. Se sorprenderá. Estoy incumpliendo con ello algunas normas, y le aseguro que si en algún momento le revela a alguien algo de lo que estoy a punto de decirle lo negaré todo y me ocuparé de que vuelva a patrullar las calles en algún pueblo abandonado de la costa.
Se recostó hacia atrás en su asiento, apoyó los brazos en los de su sillón y entrelazó los dedos.
—Me preguntó esta mañana por qué había reclamado a la inspectora jefe Matthiessen como mi segunda al mando. No lo hice.
Inclinó el torso hacia delante, y continuó con las manos entrelazadas.
—La inspectora jefe Matthiessen debió coordinar esta Unidad Especial, Erdmann. Pero hice lo posible para que no le concedieran el puesto, aunque tuve que conformarme con tenerla como segunda al mando, no puede evitarlo.
Erdmann necesitó unos instantes antes de comprender el alcance de lo que Stohrmann le acababa de decir, y no sólo se sintió sorprendido, sino muy enfadado.
—¿Ha evitado que se le ofrezca un puesto de dirección en esta Unidad Especial porque sigue queriendo castigarla por una desgracia en la que se demostró que no era culpable? ¿Venganza personal llevada al ámbito profesional? ¿Y me lo dice con esa naturalidad?
—¿Cómo una desgracia de la que no es culpable? ¿Es lo que le ha dicho ella? Se cagó en los pantalones cuando su compañero confiaba en ella. Ese tío asesinó a mi hermano de un disparo, Erdmann, y no se trató de una desgracia. Le sacó la pistola de la funda y ella le dejó hacerlo. Porque tenía tanto miedo que no se atrevió a moverse. Es así como sucedió. ¿De qué desgracia me habla?
Había ido aumentando el tono de voz con cada una de sus palabras y respiraba pesadamente. Erdmann notó cómo trataba de calmarse. Al fin lo logró y continuó hablando de forma mucho más normalizada.
—Conozco a Heike Kleenkamp personalmente, Erdmann. Su padre es un buen amigo, y cuando supe que estaba previsto que fuera Andrea Matthiessen quien coordinara esta Unidad Especial moví todos los hilos para impedirlo. No hubiera sido capaz de mirar a la cara a Dieter Kleenkamp si a su hija le hubiese sucedido algo porque su admirada compañera volvía a meter la pata otra vez.
—Un momento… ¿Usted conoce personalmente a Heike Kleenkamp? —preguntó Erdmann sorprendido.
—Sí, se lo acabo de decir. Si no hubiese intervenido, la vida de esa joven hubiera dependido de ese simulacro de policía que ya ha arruinado varios casos. Una mujer cuya incapacidad condujo a la muerte a varios agentes, Erdmann. Ella…
—¿A varios agentes? ¿Qué quiere decir?
—¿Se le ha olvidado mencionarlo? Vaya. Matthiessen no tolera bien las situaciones de estrés. Y no me lo estoy inventando, existe un informe psiquiátrico que lo atestigua. No es capaz de controlar las situaciones conflictivas. Se paraliza. Aquella vez prácticamente le puso su pistola en la mano a un asesino para que segara la vida de uno de los oficiales más experimentados de la policía criminal de Hamburgo. Después de eso fue incapaz de trabajar en más de seis meses. Jamás deberían haberle permitido reincorporarse a la división criminal.
Guardó silencio y apartó la vista, contemplando la ventana situada en el lateral de la habitación. Erdmann se estaba preguntando si aquello sería todo lo que su superior tenía que decir cuando éste volvió a reanudar su relato.
—Pero se reincorporó. Y cuatro años después, hace de esto ahora cinco, tuvo de nuevo otra situación en la que no supo manejar sus niveles de estrés. Un individuo que había violado y asesinado a dos niñas pequeñas. Un cerdo brutal y sin conciencia. Vivía en las afueras, en una especie de chabola. Ella acudió con toda su unidad, se rodeó la vivienda y el tío no tenía ninguna oportunidad de escapar. No la hubiera tenido. Si no hubiera decidido huir precisamente por la ventana vigilada por la inspectora Matthiessen.
»Una vez más se quedó paralizada. Se quedó mirando a ese cerdo, tan asustada como las vacas cuando truena, y le siguió con la mirada mientras él se alejaba de allí tranquilamente. Ni siquiera intentó sacar su arma y detenerle. Dos días más tarde volvió a violar y asesinar a otra niña, una semana después abatió a tiros a un agente durante un control de carretera. El agente acababa de cumplir veinticuatro años. Y podría seguir vivo aún.
De nuevo desplazó su mirada hacia la ventana, pero muy brevemente, antes de enfocar de nuevo a Erdmann.
—Ignoraba todo esto, ¿no es así?
En la mente de Erdmann se produjo una actividad frenética. Si todo lo que Stohrmann acababa de explicarle era cierto, a Matthiessen debería habérsele prohibido tomar parte del servicio activo. Reflexionó sobre lo que acababa de averiguar. ¿Y si se encontraba él mismo en alguna situación comprometida con Matthiessen? Un momento en el que su vida dependiera de su compañera, qué, si ésta no era capaz de…
—¿Detuvieron a aquel individuo?
—Sí. Tras haber asesinado a aquel agente hubo una persecución durante la cual recibió un disparo. Se le condenó a cadena perpetua. En el interrogatorio declaró que Matthiessen le dejó marchar cuando abandonó su casa por la ventana, y se reía a mandíbula suelta mientras nos lo explicaba, Erdmann. Se burló de la policía criminal de Hamburgo, porque una agente se quedó paralizada en cuanto lo vio.
Ambos guardaron silencio. De nuevo Stohrmann concentró su mirada en la ventana. Erdmann hizo lo mismo, aunque sin percibir realmente nada de lo que se veía fuera. Sus pensamientos estaban centrados en su compañera, aquella mujer que le había parecido insoportable al principio, pero que tras unos días había comenzado inexplicablemente a apreciar. ¿Tendría algún problema psicológico? ¿Le dejaría en la estacada en una situación de peligro? ¿Cómo debería comportarse ahora? ¿Debería preguntarle qué había de cierto en todo aquello? ¿Y si ella denunciara a Stohrmann después de averiguar lo que había hecho? Entonces Stohrmann se ocuparía de que su carrera en la división criminal acabase.
—Creo que podemos dejar la conversación aquí, y espero que no vuelva a atacarme cuando intente limitar los daños debido a la actuación de Matthiessen. Procure que la búsqueda de la hija de mi amigo se realice de la forma más profesional, tal y como le debemos al buen nombre de la policía de Hamburgo.
—Está bien —dijo Erdmann, poniéndose en pie. Se sentía confuso.
También Stohrmann se puso en pie.
—Bien, y ahora vamos a escuchar qué es lo que han averiguado hasta el momento.
Cuando Stohrmann y Erdmann regresaron, Matthiessen estaba sentada en torno a una mesa junto a Diederich y otro agente al otro lado de la sala. Le hizo un gesto con la cabeza a Erdmann a modo de saludo, terminó de hablar, se puso en pie y se acercó a su compañero. Se detuvo ante él y lo miró.
—¿Alguna novedad? —preguntó Erdmann, evitando responder a la evidente pregunta en los ojos de Matthiessen.
—Nada de importancia. Piezas de puzzle que no acaban de encajar del todo.
—Por favor, tomen asiento, vamos a oír qué han averiguado nuestros compañeros.
Stohrmann se sentó a la cabecera de la mesa, lo cual le permitía mirar a Matthiessen de frente mientras ésta presentaba su informe. A Erdmann le pareció que hablaba bien, sin detenerse demasiado en detalles irrelevantes, pero sin omitir nada importante. Nadie la interrumpió en ningún momento, e incluso Stohrmann aguardó a que acabara de hablar antes de intervenir.
—¿Qué hay de ese escritor? —preguntó finalmente—. ¿Le considera sospechoso? Los compañeros de Colonia nos dicen que se les escapó del banquillo de los acusados en el último momento, después de que aquella mujer le proporcionara una coartada.
Matthiessen miró a Erdmann en busca de ayuda, y fue éste quien contestó.
—No podemos excluirle, es evidente que tiene un motivo, al igual que hace años en Colonia. Es muy probable que gracias a estos crímenes vuelva a forrarse. Pero… no tenemos nada. Ninguna prueba que le inculpe.
—Parece ignorar usted que la cuestión económica es el móvil más habitual en secuestros y asesinatos, Erdmann.
—Pero tampoco podemos ignorar que no todos los que se benefician de esos actos son automáticamente culpables.
De nuevo un silencio absoluto en la sala. Erdmann se maldijo por no saber mantener la boca cerrada. Si Stohrmann…
—Por supuesto, tiene usted razón —concedió éste, sin embargo—. Bien, espero su informe por escrito, mañana por la mañana, sobre mi mesa. Y otra cosa: no quiero leer nada en los periódicos de la relación de nuestro caso con esas novelas. ¿Ha quedado claro? Quien quiera que esté detrás de esta locura se encuentra ahora mismo aguardando ansiosamente a que la prensa hable de las novelas de Jahn. No le concederemos ese placer. Coméntenle todo esto también a aquellas personas con quienes hablen del caso. Ahora, continuemos trabajando.
Se puso en pie y abandonó la sala, sin concederle ni a Matthiessen ni a Erdmann una última mirada.
—¿Qué méritos son necesarios para dirigir una Unidad Especial?
Erdmann se volvió, sobresaltado, para ver a Diederich sonreír.
—Me gusta cómo le hablas al coordinador. Me pareció muy bien que le recriminases su comportamiento con Matthiessen. Todos nos preguntamos qué puede tener contra ella.
—Hágame un favor, Diederich —habló Matthiessen, apoyándose en el borde de la mesa, al lado de Erdmann—. No hable de mí como si no me encontrara presente.
Diederich pareció sorprendido durante unos instantes, después ensanchó aún más su sonrisa.
—No me había dado cuenta de que estaba aquí. Tampoco es que haya dicho nada malo.
Erdmann se puso en pie.
—¿Comemos?
Matthiessen consultó su reloj y asintió. Cuando cruzaron la puerta acristalada para salir al exterior, miró a su compañero.
—¿Y? —preguntó.
—¿Cómo? —respondió él a su vez, y sintió la falsedad de su pregunta. Por supuesto, sabía a qué se refería ella. Alcanzaron el Golf, pero Matthiessen no subió por el lado del acompañante, sino que permaneció junto a Erdmann.
—Salgamos primero de aquí, ¿de acuerdo?
Él se apartó de ella y caminó hacia el lado del acompañante, pero Matthiessen no se movió, de modo que asintió lentamente.
—Te lo contaré. Más tarde. Pero tengo un dato importante: Stohrkamp conoce personalmente a Heike Kleenkamp.