—Maldita sea.
Georg Stohrmann cerró la tapa del libro y lo lanzó sobre el escritorio ante el que aguardaban de pie Erdmann y Matthiessen.
—¿Conocen más detalles acerca del libro? ¿Coincide con lo que nos comentó Diederich? ¿Hasta qué punto pueden reconocerse en la novela los detalles de nuestro caso? ¿Qué sucede a continuación? ¿Hemos de suponer que nuestro criminal se ceñirá al argumento en el futuro?
Tras lanzar toda aquella retahíla de preguntas, miró inquisitivamente a Matthiessen, que le sostuvo la mirada, impasible.
—Sabe perfectamente que acabamos de recoger estos libros hace apenas unos minutos —comentó—. No puedo responder a esas preguntas.
—Sí, por supuesto. Supuse que tal vez aprovechara usted el trayecto desde la librería hasta aquí para leer, sabiendo, como sabe, que apremia el tiempo. Pero al parecer era esperar demasiado.
Un nuevo sarcasmo. Erdmann no simpatizaba demasiado con Matthiessen, pero consideraba que el modo en el que la solía tratar Stohrmann no era el adecuado. Lo que fuera que hubiera ocurrido entre ambos en el pasado no tendría que trasladarse a la investigación. Se propuso preguntarle a su compañera qué pasaba. Hacía muy poco que trabajaban juntos, pero al fin y al cabo formaban un equipo.
—He puesto a dos agentes a trabajar en el caso de Colonia —repuso Matthiessen, sin perder la calma—. Reunirán la documentación existente sobre el caso y accederán a través de la red a toda la información posible. No se detuvo al criminal en su momento, por lo que es posible que éste haya seguido a Jahn hasta Hamburgo para dedicarse a imitar aquí los asesinatos de su siguiente novela.
Guardó silencio un momento, para después continuar:
—Espero que el autor haya sido moderado al imaginar el número de víctimas.
—Al menos, esta vez, disponemos de una ventaja —dijo Erdmann, lo cual le atrajo las miradas tanto de Stohrmann como de Matthiessen. Señaló al libro—. Contamos con las instrucciones por las que se guía. Quiero decir que, si realmente utiliza la novela como orientación, podemos saber perfectamente cuál será su próximo movimiento.
Matthiessen dejó caer las comisuras de la boca.
—Esa ventaja no le fue de mucha ayuda a los compañeros de Colonia en su momento.
—¿Saben ya cuándo tuvieron lugar aquellos asesinatos?
Stohrmann volvió a fijar la mirada en Matthiessen, y Erdmann no pudo alejar de sí la certeza de que Stohrmann casi anhelaba que ella no conociera la respuesta.
—Estamos en ello —dijo él rápidamente, para impedir un mal mayor—. Creo que los compañeros ya habrán accedido a esa información.
Stohrmann dudó unos instantes antes de asentir lentamente.
—De acuerdo. Insistan en el tema. Y ya saben: cada minuto cuenta.
Mientras se alejaban juntos por el pasillo en dirección a las escaleras, Erdmann se decidió a abordar el tema que le preocupaba, aún siendo consciente de que el momento era todo menos ideal.
—¿Qué es lo que le pasa a Stohrmann? ¿Tiene algo contra usted?
—¿Cómo se le ocurre pensar que pudiera tener algo contra mí?
Esperaba que ella le respondiera en un tono mordaz, pero sonaba más bien resignada. Habían alcanzado las escaleras y Erdmann se detuvo.
—¿Está de broma? Es más que evidente.
Matthiessen se detuvo a su vez y se giró hacia él. Se sostuvieron la mirada durante una eternidad; ella, al parecer, considerando cuánto podría revelarle. Finalmente bajó la vista.
—Eso requiere más que un par de frases. Tal vez otro día.
De modo que sus sospechas eran ciertas, algo había.
Cuando hubieron alcanzado la sala de reuniones de la Unidad Especial, dos plantas más abajo, se vieron confrontados con una actividad frenética. La mayoría de los agentes se hallaban ocupados reuniendo información acerca de Christoph Jahn y el caso de Colonia, tanto a través de bases de datos, como valiéndose de informaciones publicadas en los periódicos. Tres de ellos, entre los que se encontraba Diederich, leían El manuscrito, apuntando todo aquello que pudiera parecerles relevante para el caso, consultando reseñas publicadas online y anotando también el nombre de quienes las habían redactado.
Diederich les informó de que hasta aquel momento habían hallado similitudes aterradoras, pero también habían detectado una diferencia muy significativa: en la novela de Jahn el asesino no enviaba el paquete con su macabro contenido a una estudiante universitaria, sino a la dirección de un periódico.
—Y también los demás paquetes —añadió Diederich.
—¿Los demás paquetes?
Erdmann le miró, confundido.
—Sí. El criminal mantiene secuestradas a varias mujeres de forma simultánea para obtener toda la piel que necesita. Es verdaderamente repugnante.
—¿Eso significa que no sólo tiene en su poder a Heike Kleenkamp, y, antes de ella, a la mujer que hemos encontrado esta mañana, sino posiblemente a varias mujeres más?
—Sí, eso parece, por desgracia.
Diederich titubeó.
—Esos números en la frente de la víctima, uno a dos… significan que la piel de esa mujer se empleará para escribir sobre ella los capítulos uno y dos —añadió.
—¿Y Heike Kleenkamp? —preguntó Matthiessen.
—Según parece, ella le servirá para el título y para numerar los capítulos.
—¿Para numerar los capítulos?
—Sí. El uno. El dos. Y así sucesivamente. Cada número en una página independiente.
—Dios mío, ¿quién es capaz de imaginar un horror así? ¿Qué más sucede en la novela? ¿Sigue con vida la chica cuyo papel desempeña Heike Kleenkamp?
—No estoy seguro, aún no he llegado a esa parte, pero en la novela el criminal no asesina a sus víctimas de forma inmediata, sino que las mantiene con vida mientras les extrae una nueva parcela de piel cada vez que necesita comenzar un nuevo capítulo.
—¿Se… se dedica a desollarlas mientras aún están con vida?
Matthiessen consultó a Diederich con una mirada incrédula, pero éste asintió, con semblante serio.
—Dios mío… Hemos de encontrar a ese perturbado. Lo antes posible.
Rogó que le indicaran la dirección y el teléfono del autor de la novela y les indicó a los agentes allí presentes que la llamaran inmediatamente si hubiera algún avance importante en el caso. Abandonó junto a Erdmann el edificio para dirigirse a casa de Christoph Jahn. En un principio se propusieron llamar para asegurarse de que se encontraría en casa, pero después Erdmann insistió en la ventaja que podía suponer sorprenderle. Así podrían comprobar su reacción cuando le informaran de que probablemente había aparecido un nuevo imitador.
Volksdorf, un pueblo próspero, cuyos habitantes eran en su mayor parte agricultores, y comúnmente conocido como uno de los «pueblos del bosque», se encontraba a apenas unos quince kilómetros de la Jefatura. Tras aproximadamente una media hora de lidiar con el denso tráfico urbano, tiempo en el que apenas hablaron, alcanzaron la cuidada casa pintada de blanco. Se hallaba algo alejada de la calle, rodeada de arbustos de laurel. Erdmann aparcó a un lado y se adentraron en la propiedad vallada a través de un enorme portón de hierro que permanecía abierto, como invitándoles a entrar. Del camino asfaltado que conducía hasta el garaje, situado a la derecha de la casa, salía un sendero mucho más estrecho hasta la puerta principal. El césped resplandecía en un verde que resultaba antinatural en esa época del año. Pequeñas islas circulares presentaban el intenso amarillo de las campanitas de pascua, que, agrupadas en torno los rododendros, competían para alcanzar el cielo. Erdmann pulsó el botón situado al lado de la puerta de madera maciza. Ésta se abrió a los pocos segundos. La mujer con la que se encontraron aparentaba unos cuarenta y muchos años de edad. Su cabello era oscuro, ligeramente ondulado, le llegaba hasta los hombros y estaba salpicado aquí y allá de hilos plateados. Llevaba puesto un delantal con encaje de un blanco inmaculado sobre un vestido en tonos oscuros, y su rostro redondo apenas revelaba la presencia de maquillaje. Erdmann pensó que representaba la imagen de la perfecta ama de llaves. Los miró con una mezcla de amabilidad y curiosidad.
—¿Sí?
Matthiessen se presentó a sí misma y a Erdmann y preguntó si era posible ver a Jahn.
—Sí, está en casa —repuso la mujer, apartándose a un lado y dejando libre la entrada—. Pasen, por favor. ¿Desean hablar de su nueva novela?
Matthiessen intercambió una rápida mirada con Erdmann.
—No, se trata de un asunto policial.
La mujer los guió a través de un pequeño recibidor hasta un salón de aproximadamente cincuenta metros cuadrados, cuya parte posterior estaba formada por una enorme cristalera con unas maravillosas vistas a un porche construido en madera y un inmenso y cuidado jardín. Los armarios y vitrinas eran en tonos oscuros, y Erdmann reconoció en el sofá de pesado cuero una pieza de Chesterfield.
—Tomen asiento, por favor. Avisaré al señor Jahn de que están aquí. ¿Puedo ofrecerles algo de beber?
Ambos rehusaron la invitación, y el ama de llaves, que no había perdido la sonrisa en ningún momento, abandonó la habitación.
—¿No comentó la librera que Jahn había dejado de escribir hacía años?
Erdmann se sentó en un sillón frente al sofá, ante una mesa de mármol en tonos claros. Matthiessen rodeó la mesa y se dejó caer sobre el sofá.
—Al parecer ha decidido volver a ello. Ahora le preguntamos.
No tuvieron que esperar demasiado antes de ver entrar a Christoph Jahn. Se trataba de un hombre alto y esbelto, de pelo corto, completamente gris. A Erdmann no le agradaban demasiado las barbas, pero hubo de reconocer que la que llevaba el escritor, gris y bien cortada, le sentaba muy bien y subrayaba lo interesante de su rostro. Mientras el hombre se acercaba a Matthiessen para saludarla, pensó que le recordaba mucho al actor Sean Connery.
—Buenos días. Soy Christoph Jahn. ¿Me comenta Helga que son ustedes de la policía y quieren verme para un asunto policial?
Matthiessen se puso en pie.
—Así es. Soy la inspectora jefe Matthiessen y éste es mi compañero, el inspector Erdmann.
El escritor saludó también a Erdmann, se sentó en el sillón que permanecía desocupado y volvió a dirigirse a Matthiessen.
—¿Qué puedo hacer por ustedes?
—Parece que hace un par de años alguien imitó el asesinato de su novela El retratista nocturno en la ciudad de Colonia. No se detuvo al criminal en su momento y creemos que está sucediendo de nuevo algo parecido aquí, en Hamburgo, en esta ocasión con su novela El manuscrito.
Jahn abrió mucho los ojos.
—¡No! —exclamó, y se pasó una mano temblorosa por la frente—. ¿Qué ha sucedido?
Matthiessen le hizo un leve gesto con la cabeza a Erdmann y éste le explicó al autor todo lo referente al secuestro, el paquete recibido por la estudiante y la mujer asesinada. El rostro de Jahn iba empalideciendo cada vez más a medida que avanzaba en el relato y, en el momento en el que Erdmann mencionó los números tatuados en la frente de la víctima, se cubrió la boca con la mano.
—¡Dios todopoderoso! —exclamó.
A Erdmann se le antojó algo artificial y forzada aquella forma de reaccionar, aunque no habría sabido decir por qué.
—¿Es cierto que en su novela las chicas secuestradas no son asesinadas inmediatamente? ¿Al menos la que le sirve al asesino para escribir sobre su piel los números de los capítulos?
Jahn asintió.
—Sí, es cierto. En el caso de esa chica en concreto, el asesino sólo toma una pequeña porción de su piel cada vez, la imprescindible para escribir sobre ella el número del capítulo que necesita.
Matthiessen se inclinó un poco hacia delante.
—Creemos que Heike Kleenkamp representa a esa víctima. Fue secuestrada el pasado martes por la noche, y la portadilla de la novela fue enviada por mensajero a una estudiante el sábado por la mañana. ¿Tiene alguna idea de por qué nuestro criminal pudiera haber decidido apartarse de lo que usted refleja en la novela en este punto en particular? Y lo que nos interesa saber ahora mismo… ¿hasta cuándo cree que continuará con vida Heike Kleenkamp?
Jahn mantenía la vista fija en algún punto fijo, sin reaccionar a las palabras de Matthiessen.
—¿Señor Jahn?
—Sí. Yo… De verdad… Me siento horrorizado, como se podrán imaginar. En mi novela, el asesino realiza un envío diario a un periódico local, siempre dos páginas de su libro. Los capítulos son muy breves, seis, ocho páginas como mucho. Es decir, cada tres o cuatro días necesita un número de capítulo nuevo.
Guardó silencio. Permaneció absorto durante unos momentos, volvió en sí, y durante todo el proceso Erdmann volvió a tener la extraña sensación de que aquello no era más que una representación.
—No pasará mucho tiempo antes de que… ya saben. —Otro silencio—. Ignoro por qué habrá elegido a una estudiante para enviarle el paquete. En mi novela el asesino pretende obtener publicidad. Dios mío, sólo imaginar que… Esto es horrible.
—Descríbame, por favor, al asesino de su libro. ¿Qué clase de persona es? ¿Qué le lleva a matar?
El ama de llaves de Jahn abrió la puerta del salón, permaneciendo de pie en el umbral.
—¿Les puedo servir algo ahora? ¿Un poco de agua? ¿Un café?
Erdmann y Matthiessen agradecieron y rehusaron la oferta.
—Gracias, Helga —dijo Jahn—. Yo tampoco quiero nada por el momento.
La mujer cerró la puerta en silencio.
Jahn consultó a Matthiessen con la mirada.
—¿Por dónde íbamos?
—Le preguntaba por el asesino de su novela.
—Sí, claro. Disculpe, pero este asunto me tiene totalmente trastornado. Veamos… Se trata de un escritor fracasado. Su primera novela ha sido rechazada hasta por las editoriales más modestas. Se siente furioso, cree que no recibe la atención que merece y desea que su novela sea muy conocida. No siente especial interés por esas mujeres, y asesinarlas es algo secundario para él. No le importan, las utiliza únicamente para acceder a su piel y llamar la atención de la prensa. Quiere mostrarle al mundo entero hasta qué punto ha sido subestimada su capacidad artística.
—¿Cree usted posible que la persona que imitó el crimen de El retratista nocturno hace cuatro años le haya seguido hasta Hamburgo? —quiso saber Erdmann.
—No lo sé. Todo es posible. Pero ¿en esta ocasión también hay cartas?
—¿Cartas? ¿Qué cartas? ¿A qué se refiere? —preguntó Matthiessen.
—Las cartas del admirador. ¿No conocen este dato? Debe de figurar en los informes. Si se tratase de una de mis novelas los agentes encargados del caso ya habrían dado con ello —dijo esto último sin tono de reproche, pero era evidente la censura que llevaba implícita.
—Aún no hemos podido consultar los informes del caso de Colonia —explicó Erdmann, ligeramente molesto por el comentario—. Además, preferimos obtener nuestras informaciones de primera mano. Como autor especializado en novelas policíacas sabrá por experiencia que las informaciones de mayor relevancia nunca son las que se encuentran reflejadas en los informes. Explíquenos lo de esas cartas.
—Hace años, cuando sucedió aquel horrible crimen, recibí una serie de cartas de un admirador. Cada día una, con idéntico contenido: me decía que soy el mejor de los escritores, que el público es estúpido por no apreciar mi talento y que mis novelas deberían situarse en los primeros puestos de las listas de ventas. Y aquello una y otra vez. Todas las cartas estaban firmadas por El mayor de sus admiradores. Al principio no le di demasiada importancia, pero con el tiempo aquello comenzó a incomodarme, por lo que informé del hecho a la policía de Colonia. Sin embargo, me comunicaron que, dado que simplemente se trataba de unas cartas, era poco lo que ellos podían hacer. Y en algún momento, aproximadamente cuatro semanas después de que llegara la primera de aquellas cartas, dejaron de aparecer. Creímos que aquel perturbado se habría cansado, pero tras unos días recibí una nueva y última misiva. Sólo contenía una frase: Me ocuparé de que sus novelas alcancen la fama que merecen. También esta carta estaba firmada por El mayor de sus admiradores. Apenas dos días después se halló el cadáver de una mujer. El asesino la había golpeado y estrangulado. Finalmente, había cubierto su cuerpo desnudo con pintura al óleo, al igual que ocurría en mi novela El retratista nocturno.
—¿A qué cree que se refería aquella última carta?
Jahn examinó atentamente la palma de su mano.
—Por supuesto, toda la prensa se recreó en ese horrible asunto. Los periódicos publicaron los pasajes más cruentos de El retratista nocturno, aquéllos que el asesino había imitado. —Hizo una leve pausa, y ni Matthiessen ni Erdmann le apremiaron para que continuara hablando—. Ya sabe cómo es la gente. De repente todo el mundo comenzó a interesarse por la novela, se vendió como rosquillas. Recibí llamadas de la radio y la televisión, todos querían entrevistarme. Se especuló mucho y se aventuraron explicaciones. Dos semanas después de la muerte de aquella mujer mi novela alcanzó la octava posición en la prestigiosa lista del periódico Spiegel. Apenas una semana más tarde subió hasta la segunda. Posiblemente el lugar que mi mayor admirador consideraba el adecuado.
Matthiessen miró al autor, sin poder creer lo que oía.
—¿Me está diciendo que ese psicópata asesinó a un ser humano para que su novela alcanzara una posición digna en las listas de ventas?
—Eso parece. Debe de ser un gran admirador mío.
—¿Y sus restantes novelas? —preguntó Erdmann—. Si me han informado bien, ya había otras en el mercado. ¿Se vendieron bien?
Un nuevo examen de la palma de la mano.
—No tanto como El retratista nocturno, desde luego. Al parecer, la mayor parte de los lectores no comparte la favorable opinión de ese admirador. En cualquier caso, El retratista nocturno se vendió muy bien con toda la publicidad que le proporcionó aquel crimen, pero quienes lo compraron no parecían interesados en mis restantes obras. El retratista nocturno sí fue un bestseller durante varias semanas, pero el resto apenas se vendieron, y pasado algún tiempo todo aquello terminó.
—¿Y entonces abandonó usted la escritura? —preguntó Matthiessen.
—No del todo. Acababa de comenzar a trabajar en El manuscrito y debía cumplir con mi contrato. Pero en cuanto entregué aquella novela, lo dejé. No pueden ustedes imaginar lo que supone ver que aquello que es producto de la fantasía se materialice de forma tan terrible. Por una parte queda demostrado que mi idea resulta tan interesante que alguien se siente inclinado a ejecutarla, pero, por otra… tal vez aquella mujer de Colonia aún seguiría con vida si yo no hubiera descrito las escenas de forma tan precisa. No, no podía seguir escribiendo, no quería. La idea de que en el futuro pudiera volver a utilizarse una de mis novelas como inspiración para un crimen me resultaba demasiado aterradora.
Erdmann asintió, con semblante serio.
—Es lo que parece que acaba de suceder ahora.
Jahn se pasó los dedos por su corto cabello gris.
—Dios, cuán terrible es todo esto.
—¿Le dice algo el nombre de Peter Dorscher?
—Por supuesto. Es el nombre ficticio que el asesino emplea en mi novela como remitente de sus paquetes.
—No sólo en su novela, también en la realidad. Señor Jahn, necesitamos su ayuda. Urgentemente.
Jahn alzó la cabeza.
—¿Mi ayuda? Soy escritor, no investigador. ¿En qué medida puedo ayudarles? ¿Desean que les indique cómo deben actuar ahora?
—No. Sería suficiente con que recordara lo ocurrido en su libro, paso a paso, y nos proporcionara alguna pista útil para encontrar a ese perturbado. Usted es el más indicado para ello.
—Por desgracia parece que están ustedes en lo cierto. De acuerdo, si piensan que servirá de algo, les ayudaré.
—Comience por indicarnos cuál será el próximo movimiento del asesino de su novela. ¿Algo a lo que podamos anticiparnos?
Jahn pareció reflexionar detenidamente, frotándose mientras lo hacía su poblada barba.
—Bien. Las mujeres secuestradas en mi novela tienen unos veintipocos años y viven solas, de modo que no se las echa de menos de inmediato cuando desaparecen. —Continuó masajeándose la barbilla—. Y al final de la novela se descubre que en el momento en el que se envió el primer paquete, es decir, aquel que contenía la portadilla, había tres mujeres secuestradas. El asesino actúa de ese modo porque… bien, está almacenado provisiones, la manipulación de la piel es complicada y laboriosa, pero necesita disponer del material suficiente como para poder enviar dos nuevas páginas cada día. Si su asesino, el real, imita mi novela lo más exactamente posible, tiene en estos momentos a varias mujeres en su poder. Y a partir de ahora asesinará a una por día, le extirpará la piel de la espalda y trabajará sobre ella para poder tensarla y utilizarla para escribir.
—Ya sospechábamos que el asesino había secuestrado a varias mujeres —comentó Matthiessen, dirigiéndose esta vez a Erdmann—. Y acaba de asesinar a la primera de ellas.
—Por desgracia, eso no es todo —continuó Jahn, dubitativo—. En el libro…
Enmudeció.
—¿Qué quiere decirnos? —apremió Erdmann, impaciente.
—En la novela, la segunda mujer también debería haber muerto ya, y se deshace del cuerpo al día siguiente, es decir, que debería ocurrir mañana. Antes de matarlas, les susurra unas palabras: Ahora podrás ver. Está convencido de que aquellos que han ignorado su manuscrito están ciegos y…
—¿En qué lugar depositará el cadáver? —preguntaron Erdmann y Matthiessen casi simultáneamente.
—Kirstheim —la pequeña ciudad que he creado para mis novelas—, es atravesada por un riachuelo, que puede cruzarse a través de dos puentes. Dejará a la mujer debajo de uno de ellos.
—Maravilloso —constató Erdmann, resignado—. Un escenario que resulta de gran ayuda en una de las ciudades conocidas por contar con el mayor número de puentes de Europa.
Jahn le miró con sorpresa.
—Lo dice como si me creyera responsable de que ese loco haya elegido la ciudad de Hamburgo para actuar.
—Sus indicaciones nos han sido de gran ayuda, señor Jahn. —Matthiessen se levantó de su asiento y Erdmann la imitó—. Gracias. ¿Podría mantenerse a nuestra disposición en los próximos días, por favor? ¿Dispone usted de un teléfono móvil?
Jahn asintió, se puso en pie a su vez, se acercó a un mueble auxiliar de madera oscura pulida y abrió uno de los cajones. Volvió con una tarjeta de visita en la mano que le tendió a Matthiessen.
—Pueden ustedes encontrarme en este número. Pero, por favor… sean prudentes con él. No quisiera recibir constantes llamadas de admiradores.
Antes de que Matthiessen tuviera tiempo de reaccionar, intervino Erdmann.
—Ignoro la experiencia que posee usted acerca de la privacidad que se mantiene en las investigaciones criminales, señor Jahn, por lo que permítame que amplíe sus conocimientos: los agentes de policía no tienen por costumbre facilitar aleatoriamente los teléfonos de las personas con las que se relacionan en el curso de una investigación.
—Entiendo —sonrió Jahn generosamente—. Parece que le he ofendido dudando de su honorabilidad. Lo lamento.
Matthiessen dio por finalizada aquella conversación, tendiéndole a Jahn su propia tarjeta.
—Aquí tiene, y, por favor, llámame en cualquier momento en el que se le venga a la cabeza alguna información que pudiera sernos de ayuda. En la tarjeta encontrará tanto mi número de la oficina como el móvil. Volveremos a contactar con usted en cualquier caso.
Se despidió de Jahn con un gesto y se encaminó a la salida. Erdmann permaneció un instante más en aquella habitación para ofrecerle a Jahn su propia tarjeta.
—Si no logra localizar a mi compañera, también puede intentarlo en mi número —dijo, observando cómo una Matthiessen furibunda se había detenido repentinamente en la puerta—. Y, permítame una última pregunta: ¿cuál es su actual medio de vida? ¿Aún vive de los ingresos de las ventas de sus novelas?
—Pues… sí, así es.
—¿Se gana tanto con una única novela en las listas de ventas como para poder vivir de ello el resto de su vida?
—Bueno, tampoco es que mis restantes novelas no se vendan nada. Pero para responder a su pregunta: no, de los ingresos que me proporcionó en su día el éxito de El retratista nocturno no me queda gran cosa.
—Su ama de llaves mencionó una nueva novela. ¿De qué trata?
—Llevo un par de meses dedicado a la redacción de un nuevo texto policíaco. Tengo que intentar ganarme la vida de nuevo.
Matthiessen abarcó la habitación con una mirada muy significativa.
—Imagino que mantener una casa como ésta, y en la zona en la que está situada, no debe de ser precisamente fácil.
—Heredé esta casa de una tía. Jamás hubiera podido permitirme una propiedad así, y había considerado incluso la posibilidad de ponerla a la venta. Pero después de los sucesos de Colonia la vi como una oportunidad para dejar atrás todo aquel horror y empezar una nueva vida en Hamburgo.
—Comprendo. Bien, tal como ya le dije hace un momento, volveremos a contactar con usted. Por favor, piense si hay algo en su libro que pudiera ayudarnos a identificar más rápidamente a ese asesino. Como autor de novelas policíacas seguro que posee cierta habilidad para detectar esa clase de detalles.
Abandonaron la casa. Una vez que se encontraron de nuevo en el coche, Erdmann sacudió la cabeza.
—Dios mío, ¿cómo puede alguien tener una imaginación tan enferma?
—¿Y cómo puede haber alguien tan enfermo como para convertir en realidad la fantasía de un novelista?
Erdmann no supo qué contestar.
—Ahora podrás ver. ¿Qué estupidez es ésa? ¿Qué cree que sucederá con El manuscrito en cuanto la prensa se entere de que ha servido de inspiración para el secuestro de Heike Kleenkamp?
—Ya sé a qué se refiere. Probablemente seguirá el mismo camino de su predecesora, El retratista nocturno. Se venderá como rosquillas, se convertirá en un bestseller y Jahn se hará rico.
Erdmann asintió.
—Exactamente.