La fallecida se encontraba en el bosque situado detrás del Planetario y del estadio Jahnkampfbahn. La hallaron sentada sobre el musgo, con la espalda apoyada sobre un tronco. Tenía la cabeza —que estaba enmarcada por gruesos rizos rojizos— caída, con la barbilla apoyada sobre su pecho. El cabello protegía el pálido rostro como si de unas cortinas se tratase. Estaba desnuda. Erdmann fue incapaz de calcular su edad, pues apenas se veía su rostro, pero no parecía haber cumplido los treinta.
Cuando Matthiessen le explicó al salir del piso de Hochallee que probablemente no se tratase de Heike Kleenkamp había sentido alivio. Pero ahora, al tener ante sí aquel cuerpo cubierto de suciedad y laceraciones, se preguntó cómo había podido experimentar ese alivio. ¿Qué importaba cuál era el nombre de la joven y quiénes eran sus padres? Tenía delante a un ser humano cruelmente asesinado.
—¿Qué puede decirnos? —consultó Matthiessen al jovencísimo médico que se había agachado junto a la víctima y examinaba sus manos. El hombre alzó la vista.
—Debe de llevar muerta dos días como mínimo, pues la rigidez ha desaparecido ya en parte. Tiene marcas en el cuello, como si hubiese sido estrangulada con una cuerda fina, tal vez un alambre. No murió aquí. Hay más marcas en la parte anterior del cuerpo, bastante uniformes, así como hematomas en el pecho y en los muslos que indican que justo después de la muerte estuvo tumbada boca abajo sobre una superficie plana, y no en este bosque.
Enmudeció y fijó la vista en la joven, como si buscara en ella algo que pudiera habérsele escapado.
—¿Puedo verle la espalda? —preguntó Erdmann.
—Alguien ha intentado arrancarle la piel con tanta torpeza que se la ha destrozado.
Erdmann advirtió que el joven médico se encontraba muy afectado. Hace poco que te dedicas a esto, ¿verdad?, pensó, mientras el otro movía suavemente el cuerpo hacia delante. Erdmann avanzó un par de pasos y se situó detrás de la joven, en diagonal, mientras Matthiessen rodeó al médico por el lado opuesto. La imagen que se les mostró era horripilante. Le habían quitado la piel desde los omóplatos hasta las caderas, pero cortando tan profundamente la carne que en algunas zonas destacaba la columna vertebral. Erdmann tenía unos conocimientos médicos muy rudimentarios, no más de lo que necesitaba para evaluar superficialmente el estado de un cadáver, pero era capaz de reconocer que aquellas horribles mutilaciones en la espalda de la mujer habían sido causadas por alguien a quién no le importaba lo más mínimo el sufrimiento que causaba. Toda aquella zona poseía un aspecto como de cuero. Musgo y barro cubrían parcialmente los resecos músculos. La clavícula derecha se destacaba, pálida, y justo debajo de ella sobresalía una rama clavada en la carne.
—Dios mío —murmuró Matthiessen detrás de él—. ¿Qué clase de monstruo es capaz de hacer algo así?
—Es lo que me pregunto cada vez que me encuentro con una víctima de asesinato, pero ésta…
Erdmann sintió deseos de alejarse de allí, pues tenía la impresión de no poder soportar aquello ni un segundo más. Como si hubiera leído sus pensamientos, el joven médico volvió a colocar a la mujer en su posición inicial pegada al tronco.
—Deberían ver una cosa más.
Cogió la cabeza de la joven entre sus manos y la alzó, apoyándola contra el tronco.
Miró expectante a los dos policías. Erdmann advirtió de inmediato a qué se refería el médico: en la frente había algo grabado, tal vez con un objeto punzante. Las heridas se habían teñido de negro e inflamado un poco, pero se reconocían en ellas sin duda alguna dos cifras unidas por un guión.
1-2
—¿Les dice algo esto?
Matthiessen examinó las heridas un buen rato.
—No, nada. ¿Se le ocurre algo, Erdmann?
—¿Algo religioso tal vez? ¿Algún pirado que pretende hacer referencia a versículos bíblicos?
Matthiessen continuó contemplando las marcas y finalmente sacudió la cabeza.
—No, no lo creo. Hubiera indicado también el evangelio en el que se encuentran los versículos.
El médico dejó caer con delicadeza la cabeza inerte de nuevo sobre el pecho.
—Les daré más datos tras la autopsia.
Erdmann se apartó y se puso a observar por los alrededores, buscando cualquier cosa extraña en el suelo. Entre la alfombra de hojas secas se hallaban dispersas multitud de pequeñas ramitas. Aquí y allá asomaban verdes briznas de hierbas sus curiosas puntas, como si pretendiesen cubrir las escasas zonas que el sol primaveral lograba iluminar por entre las altas copas de los árboles.
—¿Quién la ha encontrado? —oyó preguntar a Matthiessen con voz firme.
Erdmann alzó la mirada y advirtió al hombre vestido con un traje protector blanco que se había situado junto a su compañera. Le reconoció, pues no era la primera vez que le veía en escenas de crímenes, pero no logró recordar su nombre.
—Un hombre que paseaba a su perro. Está ahí, le está atendiendo un asistente sanitario.
Señaló hacia un lugar justo detrás de la cinta amarilla de separación, donde se veía a un hombre de cierta edad apoyado en la parte posterior de una ambulancia hablando y gesticulando con un joven vestido de blanco y chaleco naranja. Un perro descansaba a los pies de ambos. Erdmann creyó ver que se trataba de un teckel.
—Ocúpese usted, por favor —le ordenó Matthiessen. Y se volvió para conversar con el hombre de blanco, mientras Erdmann se dirigía hacia la ambulancia.
Al testigo le calculó unos setenta y cinco años. Tenía un fuerte shock, por lo que el hombre del chaleco naranja, que no era ningún asistente sanitario, sino médico, le rogó a Erdmann que formulara sus preguntas con sumo cuidado. El anciano tardó un tiempo en reaccionar ante sus palabras, enfocándole inicialmente con una mirada vacía. Después confirmó las sospechas del inspector, explicando que había encontrado a la joven atada al tronco con la cuerda que ahora permanecía en el suelo junto al cadáver. Acto seguido, rompió a llorar, y el médico se colocó a su lado, protegiéndole con su cuerpo e impidiendo que Erdmann realizara más preguntas. No tenía ningún sentido insistir en aquellos momentos por lo que el inspector volvió hacia el lugar en el que se encontraba su compañera.
Apenas una hora más tarde se hallaban ambos de nuevo en la sala de reuniones habilitada para la Unidad Especial Heike. Prácticamente todos los asientos estaban ocupados, pues Stohrmann había citado allí a todos sus miembros, la mayoría de los cuales eran viejos conocidos de Erdmann. También estaba presente el comisario, Jan Eckes, responsable de la Brigada Criminal Cuatro. Matthiessen y Erdmann fueron los últimos en llegar. Todas las miradas se fijaron en ellos mientras tomaban asiento el uno junto al otro en las únicas dos sillas libres que quedaban.
Stohrmann le pidió a Matthiessen que tomara la palabra. Ésta les explicó lo que habían averiguado hasta entonces. Abrevió la descripción del estado de la espalda de la mujer informando simplemente de que se la habían destrozado.
—También tiene unas marcas en la frente. Uno guión dos. No sabemos qué puede significar. Nos traerán las fotografías inmediatamente.
Erdmann notó cómo uno de los agentes, situado en diagonal a él, se estremeció cuando se mencionaron los números en la frente. Se trataba del inspector Jens Diederich, un agente desgarbado en torno a los treinta años, cuyos ojos y boca siempre parecían dispuestos a la sonrisa. Erdmann le conocía desde su llegada a la Brigada Criminal dos años atrás y le dio la impresión de que estaba a punto de comentar algo, pero Stohrmann se lo impidió al tomar la palabra.
—El laboratorio nos acaba de informar de que lo que está fijado en el marco es, sin ninguna duda, piel humana. Aún llevará un tiempo determinar el ADN, pero el tatuaje nos hace suponer que la piel pudiera proceder de Heike Kleenkamp. Parece evidente que existe una conexión entre ella y la víctima del parque, de modo que ya no nos hallamos sólo ante un caso de secuestro, sino también de asesinato. El comisario pondrá a nuestra disposición personal adicional, trasladando a esta Unidad Especial algunos agentes de la Brigada Criminal Cuatro.
Mientras Eckes enumeraba a los agentes que asignaba a la Unidad Especial, Erdmann no dejaba de observar a Jens Diederich. Éste parecía dudar si debía o no intervenir, y cuando el comisario Eckes terminó, se le vio tomar una decisión y se puso en pie.
—Tal vez les parezca una estupidez —comenzó, dubitativo—, pero esta historia, lo de los números, la piel… He leído una novela policíaca en la que sucedía algo parecido. Mujeres a quienes se les extraía la piel de la espalda y se les grababan números en la frente antes de asesinarlas. Hace ya algún tiempo de eso, y tampoco recuerdo ahora el título de la novela, pues dejé de leerla después de las primeras páginas, pero estoy seguro de que sucedía algo así.
—¿Qué? En absoluto es una estupidez —intervino Matthiessen muy alterada—. No sería la primera vez que un criminal se inspira en una novela. ¿Recuerda el nombre del autor?
—Por desgracia no.
Stohrmann se inclinó hacia delante.
—¿También aparecía un marco en esa novela?
Diederich reflexionó unos instantes.
—Sí, creo que sí, pero… No leí gran cosa de la novela. Me pareció demasiado absurdo todo aquello.
—Por desgracia, y según hemos comprobado, no es así —habló ahora Erdmann, que sintió nacer un atisbo de esperanza de hallar en aquel libro algún tipo de pista. Consultó su reloj de pulsera. Después miró a Matthiessen, primero, y Stohrmann, después—. Son pasadas las cuatro. Propongo que llamemos a alguna librería e intentemos averiguar el título y el autor. Si Diederich le explica al librero lo que recuerda del argumento, tal vez éste reconozca la novela.
—Muy bien, póngase a ello de inmediato —aceptó Stohrmann—. Matthiessen mientras tanto nos informará de su entrevista con la estudiante. Alguno de ustedes tendrá que ponerse delante de una pantalla de ordenador, y repasar las bases de datos en busca de coincidencias con otros casos. Además, quiero que dos agentes visiten a la familia Kleenkamp y revisen la habitación, o el piso, de Heike Kleenkamp en busca de diarios, anotaciones. Miren en su ordenador, todas esas cosas. Tal vez encontremos algo.
Erdmann se levantó y abandonó el despacho, seguido por Diederich. Pocos minutos más tarde ambos estaban ya en el despacho de Erdmann, delante de su ordenador. Decidieron contactar con una librería perteneciente a una importante cadena, y ya aquella primera llamada tuvo éxito. Diederich explicó a su interlocutor lo que necesitaban y enumeró los detalles que recordaba de la novela. Atendió unos instantes la respuesta, y su rostro se iluminó.
—Sí… sí, exactamente. Sí, lo recuerdo. Cierto.
Cogió un bolígrafo y escribió algo.
El manuscrito. Christian Jahn.
—¿Y tienen ustedes el libro?… Vaya, qué pena… ¿Y si lo encargan, cuánto puede tardar?… Lunes por la tarde… ¿Sí? Claro que sí. Ah, bien. ¿Y el nombre?
Volvió a coger el bolígrafo y Erdmann observó cómo volvía a apuntar algo, en esta ocasión, Die Kleine Bücherecke, seguido de una dirección. Diederich le dio las gracias a su interlocutor y colgó.
—El libro se titula El manuscrito —explicó, nervioso—. No lo tienen en stock, pero la librera me ha comentado que cerca de aquí hay una librería más modesta, llamada Die Kleine Bücherecke, cuya propietaria, a la que conoce muy bien, parece ser fan del autor. Dice que es posible que encontremos allí la novela. Por cierto, el autor también reside aquí, en Hamburgo.
—Muy interesante —dijo Erdmann, que apuntó todos los datos en su libreta de notas, y se puso de pie a continuación—. ¿Por qué no llamas a la librería y les preguntas si disponen de un ejemplar de la novela, por favor? Y después bajas al despacho de la Unidad Especial.