Stephan Erdmann encontró a Andrea Matthiessen arrodillada ante un pequeño huerto, aprovechando al parecer los amables rayos del sol de abril para dedicarse a la jardinería. Inclinada hacia delante, apoyaba una de sus manos en la tierra entre dos pequeños arbustos mientras los iba despojando de hojas marchitas con la otra, enfundada en un guante de jardinería. Erdmann había llamado repetidas veces a su puerta sin recibir respuesta, por lo que había decidido ir a la parte posterior de la casa, donde finalmente localizó a su compañera. Concentrada en su labor, ella no advirtió su presencia hasta que le habló.
—Qué imagen tan encantadora —observó Erdmann.
Matthiessen se sobresaltó violentamente y estuvo a punto de caer, pero logró recuperar la estabilidad apoyando ambas manos en el suelo. Desde esa incómoda y poco favorecedora posición alzó la cabeza para dirigir una mirada cargada de furia al hombre que la había asustado.
—¿Erdmann? ¿Se ha vuelto loco? Aproximándose de forma sigilosa…
—Y me encuentro a la inspectora jefe a cuatro patas.
Le tendió la mano.
—¿Puedo ayudarla a incorporarse?
Matthiessen ignoró la mano que le tendían. Se incorporó con un ágil salto más propio de una veinteañera que de una mujer de poco más de cuarenta años y le lanzó a su compañero una mirada agresiva.
—¿Se cree muy gracioso? Pues no lo es en absoluto. ¿Qué hace aquí? ¿Cómo se le ocurre invadir un espacio privado?
Erdmann la observó impasible mientras soltaba la goma elástica que le sujetaba el pelo, apartaba algunos mechones de su oscuro cabello del rostro, y volvía a recogerlo en la nuca en una cola de caballo. Sólo entonces se decidió a responder.
—Ambos nos encontramos de guardia, y ha surgido un problema. Parece que han estado intentando localizarla desde la Jefatura, pero no contestaba al teléfono, por lo que me han avisado a mí. Como yo sí estaba localizable, les he asegurado que me ocuparía del asunto y me encargaría también de encontrarla.
Hizo una breve pausa, disfrutando a todas luces del patente desconcierto que comenzaba a dibujarse en el rostro de la mujer.
—He visto su vehículo en la puerta, y, como no me abría, pensé que tal vez estaría en el jardín. Y ahí la encuentro, y nada menos que arrodillada ante mí.
La frente de Matthiessen se cubrió de arrugas. Parecía a punto de explotar y se advertía lo difícil que le resultaba mantener la calma. Sin embargo, supo contener su enfado para llevarse la mano, con un movimiento apresurado, al cinturón de sus vaqueros. Sujeto por una pequeña funda de cuero colgaba un teléfono móvil. Lo extrajo y, tras consultar la pantalla, pulsó una de las teclas repetidas veces. En su rostro se reflejó la vergüenza.
—Sin batería —musitó.
No era la primera vez que Erdmann coincidía con Matthiessen. Se habían saludado por los pasillos alguna que otra vez, pero sólo hacía tres días que colaboraban en la Unidad Especial Heike, o como solían llamarla de forma abreviada: UE Heike, un equipo formado tras la desaparición de la joven Heike Kleenkamp.
La hija del propietario del prestigioso periódico Hamburger Aktuelle Tageszeitung, de diecinueve años de edad, había salido al cine la noche del martes anterior sin regresar después a casa. Su padre, Dieter Kleenkamp, era íntimo amigo del Director General de la Policía, a quien había llamado inmediatamente tras constatar la desaparición de su hija. Y éste, a su vez, había contactado con el comisario responsable de la Brigada Criminal número 4, Jan Eckes. No había indicios de acción criminal y no parecía necesaria una intervención, pues la experiencia en estos casos indicaba que los jóvenes de entre quince y veinticinco años solían aparecer al cabo de unas horas en perfecto estado, tras haber disfrutado de una fiesta que se había prolongado algo más de la cuenta o haber dormido en casa de algún amigo. De hecho, se sorprendían muchísimo por el pánico que había despertado en su entorno más inmediato su breve ausencia. Pero este caso parecía diferente, pues una de las amigas de Heike había asegurado haberla acompañado hasta unos cien metros de su casa, y le había dicho al padre que la chica se encontraba muy cansada y estaba deseando meterse en la cama. A eso del mediodía del miércoles, el día siguiente a la desaparición, una vecina que vivía a apenas doscientos metros del impresionante chalet de los Kleenkamp les dio un bolso que había encontrado en el seto de su casa y en el que se halló la documentación y el monedero de Heike. En ese instante se formó la Unidad Especial. La coordinación de ésta sería responsabilidad del inspector jefe Georg Stohrmann. La inspectora jefe Andrea Matthiessen sería la segunda al mando, y otros seis agentes, entre los que se encontraba Stephan Erdmann, compondrían la unidad.
Habían transcurrido tres días, tiempo más que suficiente como para ayudar a Erdmann a llegar al convencimiento de que Andrea Matthiessen era la mujer más insoportable que jamás había llegado a conocer. Carecía por completo de sentido del humor, prescindía completamente del alcohol, y cuando no citaba las normas o corregía a sus subordinados masculinos se dedicaba a correr por el bosque u otras estupideces similares para presumir de vida sana. Le alteraba los nervios, porque, además de su compañera, era su superior inmediata y no dejaba pasar ocasión de recordárselo.
Que desde la Jefatura hubiera sido imposible localizarla porque la más perfecta de las inspectoras jefes había olvidado cargar la batería de su móvil, le producía una especial satisfacción.
—Jamás me había ocurrido algo así. Qué vergüenza. ¿Se trata de Heike Kleenkamp?
—Sí. Quieren que acudamos inmediatamente a Jefatura. Stohrmann ya se encuentra allí. Al parecer tenemos una pista.
—Estaré lista en dos minutos. Me cambio de ropa.
Desapareció rápidamente en el interior de la casa a través de la puerta trasera, dejándole allí, sin más.
Erdmann trató de vislumbrar algo del interior de la vivienda desde donde se encontraba, aunque sin moverse, para no resultar demasiado impertinente. Sentía curiosidad por cómo viviría una mujer como aquélla, pero el sol se reflejaba en la puerta de cristal de tal modo que le fue imposible ver nada. Además, se encontraba demasiado lejos. Imaginó unos muebles de estilo rústico, pues era lo que más le cuadraba. Paseó la mirada por el pequeño jardín que aún acusaba las huellas del invierno, pero no obstante estaba muy cuidado, para a continuación detenerla en la blanca fachada trasera del chalet, y decidió ponerse en movimiento en dirección a la puerta que conducía al jardín. Tal vez podría arriesgar una rápida mirada sin ser descubierto… Pero aún antes de que hubiese alcanzado el pequeño porche de piedra que rodeaba la casa, apareció Matthiessen en la puerta. Iba vestida con unos vaqueros negros y un jersey ajustado de cuello en pico de color beis y llevaba colgada del brazo una chaqueta de cuero marrón. Erdmann tuvo que reconocer a su pesar que ambas prendas le sentaban bien y resaltaban su figura.
—¿Aún sigue por aquí? —le espetó ella sacudiendo la cabeza, como si le resultara incomprensible tal osadía—. Voy a cerrar la puerta del jardín, pase a la parte delantera. Me encontraré con usted en la puerta principal.
Se giró para cerrar la puerta.
—Ya podrían los inspectores aprender a pensar de forma autónoma —la oyó protestar.
Erdmann comenzó a sentirse furioso. Abandonó el jardín, recorriendo el estrecho camino situado junto a la casa, y alcanzó la entrada de forma simultánea a su compañera. Ella se dirigió con cierta prisa al Golf plateado de la flota de la brigada criminal que solía conducir cuando trabajaba con Erdmann.
—Utilicemos el mío —propuso, mientras caminaba. Y señalando con la cabeza el Passat negro de Erdmann, añadió—: Puede dejar su coche aquí mismo, ya le traigo yo de vuelta.
Erdmann se encaminó hacia el lado del acompañante, pero Matthiessen se le adelantó, ocupó el asiento y le obligó a conducir.
Nada de traerme de vuelta. La señora inspectora jefe se busca un chófer que la pasee, pensó con rabia, obviando que la costumbre imponía que fuese el agente de menor rango el que se pusiera al volante. Mientras ajustaba el asiento a su medida tuvo que reconocer que en realidad estaba predispuesto a sentirse molesto por cualquier cosa que hiciera o dijera Matthiessen.
—Una última cosa en relación a nuestro trabajo —apuntó ella, mientras él maniobraba con el coche para salir a la carretera.
A ver con qué me viene ahora, pensó. Le dirigió una rápida mirada, intentando acompañarla de una sonrisa amable.
—Soy consciente de que no le agrado, pero puedo asegurarle que eso no me importa lo más mínimo. Pertenecer a esta Unidad Especial no es la ilusión de mi vida, pero así lo han decidido los jefes, al igual que determinaron que trabajáramos juntos en este asunto, en el que, no lo olvidemos, se trata de salvar vidas humanas. No podemos permitirnos perder el tiempo con juegos de poder. Lo menciono porque tal vez crea que por llevar ropa de marca debe ser usted quien esté al mando, pero recuerde que no es así.
Subrayó sus palabras con una mirada significativa a sus vaqueros de diseño, el polo de marca color gris marengo y la chaqueta cuyo elevado precio era más que evidente.
—Tengo más experiencia que usted y soy superior en rango. Le estaría muy agradecida si lo aceptara de una vez por todas y se olvidara de realizar comentarios o gestos inapropiados, al menos en mi presencia. Tómese esto como un ruego.
Erdmann tuvo que detenerse en un cruce y se volvió para mirar a su compañera. Estuvo a punto de ceder al impulso de decirle qué opinión le merecían tanto ella como su experiencia y señalarle dónde podía meterse sus aires de superioridad. E insistir, de paso, en que el hecho de que uno cuidase su aspecto y decidiese no vestirse con ropa de saldo no estaba en absoluto relacionado con el rango que ostentase en el cuerpo de policía, sino que se trataba de una cuestión de elegancia personal. Pero era consciente de que aquella mujer podía crearle bastantes dificultades y, le gustara o no, en el fondo tenía razón. Ambos estaban obligados a trabajar juntos y las simpatías que sintieran el uno por el otro eran irrelevantes en aquel momento en el que urgía encontrar a la joven. Eso sí, no comprendía por qué Matthiessen había sido elegida como su superior. A sus treinta y ocho años él sólo era cuatro más joven ella y ya poseía experiencia suficiente como para…
—Bien, Erdmann, ¿algo que decir? —interrumpió ella sus pensamientos.
Él ladeó un poco la cabeza y frunció los labios como si ella le hubiera hecho una propuesta sobre la que era necesario reflexionar. Finalmente asintió, despacio.
—De acuerdo, concentrémonos en nuestro caso.
Tras asegurarse de que la carretera estaba despejada, puso el coche de nuevo en marcha. Sin saber por qué, se sentía bien.
Tal vez porque, en el fondo, no le había dado la razón.