Estaba desnuda. Y sentía un frío atroz.
Temblorosas sacudidas se esforzaban por liberar su cuerpo de aquella fina y gélida película que la envolvía. Su aliento, junto al moho y la podredumbre, le abofeteaba el rostro tras rebotar en la pared, que estaba demasiado próxima. De su boca escapaban quejumbrosos gemidos. Se sentía muy asustada. Casi podía palpar el miedo, tan abrumador; no podría resistir mucho más antes de abandonarse a él definitivamente.
A su alrededor no percibía sino oscuridad, y en esa absoluta negrura le había llevado un tiempo determinar cuál era, exactamente, la posición en la que se encontraba su cuerpo. Hacía sólo pocos instantes que había comprendido que se hallaba de pie, frente a una pared. Si inclinaba ligeramente la cabeza para descansar su dolorido cuello rozaba con la frente el frío muro. Las cuerdas en torno a sus muñecas mantenían sus brazos tensos, alzados sobre la cabeza en forma de V. Ignoraba qué, pero algo que no lograba identificar le aprisionaba la cintura y aplastaba su cadera y extremidades inferiores contra la pared. Cualquier leve movimiento le causaba un terrible dolor y las piernas le ardían, desde los muslos a las pantorrillas. Una fina soga como de alambre rodeaba su cuello. Muy corta, se cerraba en torno a éste de modo cruel con que sólo ejecutara el más leve de los movimientos.
De su pensamiento escapó una palabra, la misma que llevaba repitiéndose cientos de veces en las últimas horas: Mamá. No era capaz de recordar ni un solo día, ni una hora de su vida, en la que su necesidad de experimentar la protección materna hubiera sido tan acuciante como ahora. Ni siquiera durante su infancia.
Se abrió una puerta a sus espaldas y la oscuridad se vio interrumpida por un trémulo cono de luz amarillenta. Advirtió una presencia humana y gritó.
Unos pasos cautelosos aproximándose, un aliento entrecortado acariciando su nuca, deteniéndose allí largo tiempo, demasiado.
—Por favor… —suplicó—. No me haga daño, por favor. Yo… Haré todo lo que me diga. Yo… —Su voz quedó ahogada entre lágrimas—. Por favor…
No obtuvo respuesta, pero la respiración que había percibido se alejó de ella. Oyó un rascar a su derecha y la soga en torno a su cuello se cerró.
Su espada se tensó dolorosamente, mientras su garganta expulsó un sonido ahogado. Si intentaba moverse, aunque fuera un solo centímetro, moriría estrangulada.
—Por favor… —intentó hablar, gimió, lloró. El terror estuvo a punto de hacerle perder la consciencia.
Un objeto fino, frío, acarició su clavícula muy despacio, de izquierda a derecha, para después recorrerla de nuevo en sentido inverso. Contuvo el aliento, el corazón le bombeaba con fuerza en el pecho.
Y entonces llegó el dolor, y su interior explotó.