El sargento Ridruejo llegó con Markus Vogel cuando ya empezaba a anochecer. El ermitaño sabía que no podía esconderse de los soldados, pues eran suficientes para rastrear la isla entera y encontrarlo en pocas horas. Por lo tanto, al oír las voces había salido de su cueva pensando que llegaba el momento de enfrentarse a su destino. El sargento se había negado a decide para qué lo reclamaban en Comandancia, lo que parecía el peor de los indicios. Muy probablemente los hubiera enviado Benito Buroy, y si era así, si el comandante del destacamento colaboraba con el hombre que debía matarlo, Markus Vogel podía darse por acabado. Hasta aquel momento los militares se habían mostrado con él, si no cordiales, cuando menos lo bastante desinteresados para dejarlo en paz. Eso era lo mejor que podía pasarle. En el fondo, que los españoles lo hubieran recluido allí no dejaba de ser un regalo inesperado. Estaba harto de la vida que llevaba. Cuando lo detuvieron, cuatro meses atrás, ya no sabía ni quién era en realidad ni qué hacia saliendo del hotel Palace de Madrid junto a una mujer enjoyada que podía ser también cualquier cosa. Andaba perdido desde hacia demasiado tiempo, limitándose a mantenerse a salvo de unos y de otros. En aquella época en la capital le resultaba imposible conciliar el sueño, y en cambio en Cabrera dormía perfectamente. Si por un milagro salía de allí con vida se instalaría para siempre en una de aquellas islas. Plantaría cañas junto a la ventana de su dormitorio, y tendría una alberca en el jardín y un muro alto que lo separase del exterior. Del exterior en su sentido más amplio. Nunca más volvería a Alemania.
En esto pensaba Markus Vogel cuando el sargento Ridruejo y él llegaron al edificio de la Comandancia Militar. El capitán, que los esperaba en su despacho, se puso en pie al verlos.
—Gracias, Ridruejo, puede retirarse… Y a usted he de pedirle un favor. Un piloto alemán ha caído con su avión en esta isla. Felizmente ha salido ileso del accidente, pero ahora necesito un intérprete… Está en la cantina esperándonos. Le propongo que cenemos con él.
—Será un placer ayudarle —contestó Markus Vogel descubriendo con alivio que sus temores eran infundados. El militar no colaboraba con Buroy. A pesar de ello, y aunque fuera de manera inconsciente, lo había obligado a meterse en la boca del lobo. Benito Buroy se alegraría de verlo en el pueblo.
El piloto estaba sentado en el porche con un vaso de vino entre las manos. Tenía cara de impaciencia y no era de extrañar, pues Paco, espatarrado a su lado, debía de llevar un buen rato de agradable cháchara con él. Por la familiaridad con que lo trataba no cabía la menor duda de que el cantinero lo consideraba ya un buen amigo.
—¡Mire! —le gritó—. ¡Aquí vienen! ¡Por fin podrá meterse un buen potaje entre pecho y espalda! ¡Hoy hay garbanzos! ¡Gar… ban… zos!
El capitán Constantino Martínez se detuvo ante ellos. Sin saber muy bien qué hacer, a modo de presentación extendió las manos hacia los dos germanos. Éstos se saludaron con brevedad tras levantarse el piloto de su asiento. Luego esperaron recibir indicaciones. Naturalmente, Paco intervino mucho antes de que el capitán se hubiera dado cuenta siquiera de que se esperaba de él que oficiara de anfitrión.
—¡Es simpático, éste! ¡Parece que hable con una patata en la boca, pero tiene buen estar! ¡Hace compañía!
—No es necesario que grite —insinuó Markus Vogel—. Nosotros le entendemos y a él no va a servirle de mucho.
—¡Pues a mí…! Pues a mí me ha entendido todo. Se llama Germán… Pasen, les prepararé una mesa.
Markus Vogel vio al entrar a Benito Buroy sentado al fondo del local. Se puso de espaldas a él. Cenaron los tres hombres, muy incómodo el capitán Constantino Martínez pues el intérprete, lejos de cumplir con su cometido, se enzarzó en una larga conversación con el piloto accidentado sin traducir al español ni una sola de sus frases. A veces alzaban la voz como si discutieran, y entonces el capitán, que estaba de cara a la pared, se volvía hacia los demás clientes del bar pidiendo ayuda con la mirada. Pero allí nadie podía hacer nada por él y así transcurrió la cena, con los dos hombres enfrascados en lo que aparentaba ser un muy razonado desencuentro y el resto de los presentes silenciosos y atentos a lo que no podían entender.
Finalmente, antes de acabar su potaje, Markus Vogel se puso en pie.
—Perdóneme, capitán. Creo que este caballero y yo tenemos opiniones demasiado diferentes acerca de casi todos los temas. A veces, hablar una misma lengua hace todavía más difícil la comunicación… Es el teniente Hermann Schmidt, de la Luftwaffe. Ha sido alcanzado por los ingleses. Pide ser repatriado de inmediato en cumplimiento de los acuerdos firmados entre nuestros dos países. También pide que el delegado aéreo del consulado alemán en Mallorca se haga cargo
—Eso es imposible. El avión ha de quedar retenido y de hecho ya lo está bastante, por el momento.
—Me limito a comunicarle sus deseos. Ahora, si usted me autoriza, me gustaría mucho cambiarme a otra mesa.
El capitán lo miró con alarma, como si Markus Vogel le estuviera dejando plantado en un baile en el que no conociera a nadie. Sin embargo, el orgullo castrense lo ayudó a sobreponerse de inmediato.
—Váyase adonde quiera, siempre que no salga de la isla —repuso, fastidiado.
Su poco voluntarioso intérprete fue hasta la mesa que ocupaban Leonor Dot y Camila. Éstas habían acabado ya de
—Si les apetece, las reto a un dominó.
A Camila se le llenó la cara de alegría, pero se reprimió de inmediato.
—Hará falta otra persona —contestó poniéndose en pie con aparente desgana—. Voy a ver si le apetece al Lluent.
La niña fue a la barra, donde el pescador se bajaba una copa de orujo. Mientras tanto el ermitaño se sentaba a la mesa junto a Leonor Dot, que lo recibió con una sonrisa. Sonó en el exterior una fuerte ráfaga de viento y a continuación retumbó en el bar la voz estentórea del capitán Constantino Martínez, que parecía haberse decidido, él también, a hacerse entender a gritos.
—¡Habrá que tener paciencia! ¿Me entiende, Germán? ¡Pa… cien… cia!
La principal diferencia entre la estupidez y la inteligencia es que esta última no se contagia, pensó Markus Vogel. Debió de reflejársele el pensamiento en la cara porque Leonor Dot, con una facilidad de la que no disfrutaba desde hacía mucho tiempo, se echó a reír.
Debía resignarse a esperar una semana en aquel lugar perdido en el que ni siquiera podía conversar con los lugareños. Tampoco era que tuviera excesivas ganas de hacerlo, pues sentía un escaso interés por aquellas gentes y sólo deseaba regresar a Berlín para reincorporarse cuanto antes, a ser posible en la conquista de Inglaterra. Desde que rompiera con sus padres por causa de la política, Hermann Schmidt era un hombre sin familia dedicado en exclusiva a su carrera militar. Se consideraba una persona honesta y con las ideas claras. Creía sinceramente que resultaba posible construir una nueva Alemania aria, poderosa como nunca debía haber dejado de serlo y libre de mercachifles y degenerados. Y si luchaba por ello no era por una cuestión estrictamente altruista o patriótica. En sus planes entraba tener algún día mujer e hijos, pero no iba a hacerlo sin preparar antes el mundo en el que debían vivir. Nada molestaba más a Hermann Schmidt que el desorden y la arbitrariedad, y ésas eran precisamente las características del mundo en el que había nacido. Su infancia había transcurrido junto a un padre débil de carácter que dejó hundir su empresa de componentes eléctricos mientras escuchaba la música de Schubert o de Mahler, y una madre con los nervios siempre alterados que no soportaba el ruido ni la luz. Pero él era distinto. Desde pequeño le gustaba tomar decisiones, mejor cuanto más radicales. Le tranquilizaba pensar que podía solucionar cualquier problema para siempre. Aquélla era su máxima: los problemas debían solucionarse de manera que no volvieran a aparecer. Cualquier otra postura no era sino hipocresía o dejadez disfrazadas de lucha permanente, como los amagos de su padre por aliviar la crisis crónica de su empresa o el gesto cansino de su madre al emprender cualquier actividad. En una ocasión, de adolescente, había tenido una bronca violentísima con ella, que por aquel entonces no padecía ninguna enfermedad pero llevaba dos días sin levantarse de la cama. Le dijo que con mujeres así Alemania estaría siempre en decadencia. «No sé cómo deseas vivir tú —le había contestado su madre sin apartar la cara de la almohada, sin molestarse en mirarlo—, pero no me interesa. Me da pereza sólo pensarlo». Veinte años después de aquel incidente, Hermann Schmidt no se había convertido en una mala persona, pero había adquirido un concepto exagerado de los sacrificios que estaba dispuesto a asumir para sí mismo y a imponer a los demás. Sobre todo a éstos, pues si de algo no le cabía la menor duda era de que él formaba parte de los elegidos que acabarían habitando aquel mundo que a su madre le daba tanta pereza imaginar.
En vista de las pocas alternativas que le brindaba su estancia en Cabrera, aquella mañana decidió salir a dar un paseo por el monte. El calor en aquella isla era insoportable y la vegetación tan escasa que le ensombrecía el ánimo, pero no estaba dispuesto a dormitar bajo un emparrado como hacían todos allí. Ascendió el camino del castillo para ver la ruina de sus paredones. Llegó con la camisa pegada al cuerpo a causa del sudor y las mangas empapadas de tanto secarse con ellas la frente. En lo alto de una torre que aún permanecía en pie vio a dos soldados que conversaban sin prestar ninguna atención al amplio horizonte que se abría ante ellos. Tampoco habían visto a Hermann Schmidt pese a que éste en ningún momento había hecho nada por ocultar su presencia. Sus voces le llegaban con una leve resonancia, como si hablaran en el interior de un lugar cerrado.
No había edificios al otro lado de la bahía, sólo un faro viejo y cuarteado que a la luz del día parecía incapaz de proyectar ninguna luz. Al pie del acantilado que soportaba los muros semiderruidos del castillo, el mar era tan transparente que se apreciaban con toda claridad las rocas y las algas de su fondo. Hermann Schmidt buscó con la mirada la silueta de su avión, pero no pudo localizarla. Allí se quedaría, hundido en las aguas, hasta que los suyos acudieran a recuperarlo. Todo en aquella isla parecía asentarse en un tiempo pasado que ya nunca volvería y del que no quedaba casi nada, si acaso los restos de los que habían llegado allí sin desearlo y que, igual que haría él en cuanto lo recogiera aquella maldita barca, habían continuado su camino a la menor oportunidad.
Fue al darse la vuelta para regresar a la plaza cuando descubrió el pequeño cementerio en la ladera opuesta a la bahía. Vio también la silueta de Andrés agazapada tras el tronco torturado de una sabina. Al advertir que el piloto miraba en su dirección, el hijo de la cantinera escondió la cabeza dejando al aire la espalda.
Hermann Schmidt fue bordeando los muros del castillo en dirección al camposanto. Al llegar a sus proximidades se detuvo en un lugar donde la tierra había sido removida recientemente. Aquello era sin duda una tumba. Aunque no había ninguna inscripción sobre ella, alguien había dejado un ramo de flores ya mustias. Al alemán le habría bastado con mirar por encima del muro para abarcar todo el cementerio, pero empujó la cancela y avanzó unos pasos sorprendiéndose de encontrarlo en un estado tan deplorable. Parecía que lo hubieran arado con un descuido difícil de entender. El perejil crecía por todas partes mezclado con las malas hierbas. Algunas lápidas y cruces talladas en piedra, muy toscas, aparecían tiradas por el suelo o apoyadas contra las paredes. Habría resultado imposible identificar las nimbas. Entre los terrones resecos asomaban huesos largos, blancos y astillados como las maderas que han estado mucho tiempo en el mar.
Hermana Schmidt salió del cementerio y se encaminó hacia la parte posterior.
Andrés aprovechó que lo perdía de vista para acercarse a la cancela. Apoyó la espalda contra las piedras del muro. Con mucho cuidado, luchando por acallar su respiración agitada, avanzó hasta la esquina por donde había desaparecido el alemán. Se inmovilizó para escuchar si algún sonido delataba la presencia de aquel hombre. El silencio era tan espeso que no oía los pájaros ni el mar, sólo sus propios jadeos. Poco a poco asomó la cabeza. Pero antes de que tuviera tiempo para ver nada sintió un golpe en la nuca, como si una piedra se hubiera desprendido del muro. Era la mano del piloto que lo cogía por el cogote y lo obligaba a hincar las rodillas en tierra. Una voz potente y muy alterada sonó en lo alto. Sin duda lo amenazaba, pero Andrés no supo entenderla.
Dejó escapar un gemido bovino. Por el rabillo del ojo había visto que el otro llevaba un palo en la mano. Al muchacho se le inundó la boca de saliva, un borboteo de babas que intentó escupir sin conseguirlo. Aquel hervor se le adhería a los labios y lo abrasaba mezclado con los ácidos de su estómago. Volvió a gemir mientras el hombre continuaba gritándole y amenazándolo con el palo. Entonces, acompañado por una violenta arcada, dejó escapar un vómito abundante de color azafrán y se sintió mejor, se sintió liviano como una pluma, vacío de temores y más tranquilo. Una indiferencia extrema le nublaba el pensamiento.
La mano que lo acogotaba dejó de hacerlo. El alemán había dejado escapar una exclamación de repugnancia. Andrés se había quedado a cuatro patas con la mirada fija en el suelo cubierto de vómito. Se miraba los pulgares manchados.
Hermann Schmidt no se explicaba que no saliera a la carrera aprovechando que lo había dejado libre. Pero el muchacho era incapaz de reaccionar. Creía que iba a ser apaleado durante el resto de su vida y esperaba con espanto y resignación el primer bastonazo.
El piloto no pudo soportarlo más. Alzó el pie, apoyó la suela de su bota contra el costado de Andrés y lo hizo rodar. Entonces sí reaccionó el hijo de la cantinera. Tanteó con las manos buscando el sucio, que le daba vueltas, y se puso en pie con un espanto que le electrizaba los brazos. Miró a su alrededor con la atención espasmódica de los ciegos y echó a correr por la ladera en dirección al mar.
Hermann Schmidt, con el palo todavía en la mano, vio cómo se alejaba tropezando y resbalando sobre las piedras. Aquello no le gustaba, no era un buen presagio. Se sintió invadido por un profundo desánimo. Tiró el palo a un lado y se apoyó en el muro como si se estuviera quedando sin fuerzas.
Benito Buroy se estaba acostumbrando a vivir de forma intrascendente. Pasaba los días sin prestar a sus actos más atención que la necesaria para atarse los cordones de los zapatos, con la única preocupación, que intentaba apartar de sí para no dejarse vencer por el fatalismo, de saber que agotaba sus últimas jornadas en la isla. Porque si algo estaba claro, tras la salvaje irrupción del comisario en su bar de Palma, era que no iba a aceptarle más prórrogas. Por otra parte, aunque su estancia en Cabrera lo había distanciado de Otto hasta el punto de resultarle inconcebible imaginarlo siquiera con aquel delantal de colores chillones preparando uno de sus platos y peleándose con la vecina, tampoco deseaba que por su culpa le hicieran más daño. Nada podía librar a Buroy de regresar a Pahua en la siguiente barca. Pero hasta ese día quedaba todavía una semana entera con sus horas paralizadas como anguilas muertas.
A veces levantaba el colchón de su cama y observaba la pistola durante un rato que se le hacía interminable. Arrodillado, con los dedos hundidos en el colchón, se sentía asaltado por recuerdos que creía haber borrado para siempre. Cerraba los ojos y se veía a sí mismo disparando a ciegas a las sombras que huían por un bosque de Teruel en medio de la noche, abatiéndolas por la espalda y gritando de júbilo. Se veía entrando en un bar de los suburbios de Barcelona, acercándose a una mesa en la que se jugaba al mus, y descerrajándole un tiro en la frente a un anciano al que había identificado por un angioma en la mejilla. Se veía sacando a una mujer por la fuerza de su casa, inmovilizándola contra la pared en el rellano de la escalera, la respiración de ella acoplada a la suya, los temblores de su pánico mezclándose con el aroma de su cabello, mientras en el interior se oían gritos y disparos. Se veía en todo lo que él había sido, sin acabar de reconocerse, como si le hubieran cambiado la memoria por la de otro hombre.
De esta manera dejaba transcurrir los días que, en la inmovilidad de Cabrera, se volvían eternos y a la vez fugitivos. Allí podía permitirse el lujo de dedicarse a asuntos de los que no quedaría memoria, el lujo de creer que él no era aquel hombre incapaz de olvidar su pasado. En esas condiciones, dedicaba todas sus energías a resolver problemas que en una situación normal le habrían parecido insignificantes. Por poner un caso, el tema de la ropa, que no era nimio ni banal, pues había llegado a la isla con dos mudas y llevaba allí más de dos semanas. El capitán Constantino Martínez le había ofrecido el lavadero del campamento, pero sólo lo había usado en una ocasión algunos días después de su llegada. Las aguas turbias de aquel pilón, tan pobremente renovadas, le habían provocado una repugnancia invencible. Más tarde descubrió que era mucho mejor orear la ropa sucia en las ramas de la higuera. Lo hacía por las noches, cuando la plaza se sumía en un silencio roto únicamente por el canturreo titubeante del Lluent, y la recogía al levantarse de la cama antes de amanecer. Por algún extraño sortilegio la higuera perfumaba y planchaba sus prendas, que al agitarse despedían un olor de pureza vegetal. Con su ropa de aromas de savia había acompañado un par de veces más al Lluent a echar bidones a las olas. A Benito Buroy le gustaba pensar que alimentaba a las fieras de la historia desde aquella isla perdida, desde ningún lugar, desde su nueva existencia de hombre mediocre y sin recuerdos.
Lo malo era que empezaba a disfrutar de aquella vida inane. Incluso le había cogido cierta afición a las comidas. Felisa García ya no le miraba como a un intruso, gracias sobre todo al episodio de las flores. Aquella mañana en que subieron al cementerio Benito Buroy se había atrevido, por primera vez después de tanto tiempo y gracias quizá a haber renunciado a sí mismo, a verter un juicio moral. Desde entonces la cantinera lo miraba con la expresión de quien descubre un movimiento insólito en una habitación vacía. No le demostraba cariño, claro que no, pero se plantaba ante él y lo observaba atentamente fijando la vista, como si Benito Buroy estuviera muy lejos y le costara divisarlo. El resultado, no podía ser de otra manera, fue que aumentaron las raciones de sus comidas y en sus potajes empezaron a aparecer tropezones apetitosos. Benito Buroy se dejó vencer entonces por la tentación, inédita en él, de empezar a creer que no era tan incordiante llevarse bien con la gente. Saludaba al pasar y esbozaba una media sonrisa cuando le miraban, como si no escondiera debajo del colchón una pistola con la que habría matado a un hombre de haber conseguido localizarlo. Pero lo cierto era que todos allí habían perdido una guerra, o habían perdido mucho en la guerra o habían sacado bien poco de ella, lo que no eran sino distintas manifestaciones de una misma derrota, y Benito Buroy empezaba a sentirse a gusto con aquellos fracasados, empezaba a sentirse como en casa.
Animado quizá en exceso, aquella noche se atrevió a dar un paso que dejó a los demás y hasta a sí mismo desconcertados por completo. Había cenado en la cantina, solo en su mesa de siempre. Junto a la ventana estaban Leonor Dot y su hija. De pronto entró el capitán Constantino Martínez acompañado por el aviador alemán, y tras ellos Markus Vogel. Allí estaba, delante mismo de sus narices, el hombre al que no podía encontrar. Pero se hallaban en territorio neutral y el ermitaño lo sabía. Avanzó con aparente tranquilidad por entre las mesas, y hasta se permitió la licencia de saludarlo con la cabeza antes de darle la espalda y tomar asiento. Comieron juntos los tres hombres, entregados los alemanes a un tenso conciliábulo. Hablaban en su idioma, pero resultaba evidente que no se ponían de acuerdo. El capitán, visiblemente incómodo por no entenderlo que decían jugueteaba con su vaso y murmuraba en tono amenazador: «Habrá que hacer algo con toda esta gente, habrá que hacer algo». Lo decía tan sólo para ser oído y no ver menoscabada su autoridad, pues no sabía cómo salirse de la encerrona. El que lo hizo fue Markus Vogel poniéndose en pie de improviso. Informó al capitán de las peticiones del piloto accidentado y pidió permiso para retirarse. Una vez autorizado, y tras dirigir una mirada esquiva a Benito Buroy, fue hasta la mesa de Leonor Dot y su hija y les propuso jugar al dominó. Buroy, atrincherado en su implacable soledad, vio cómo la niña iba a la barra a proponerle al Lluent que se uniera a ellos para completar las dos parejas. Pero el pescador la miró con ojos empantanados, farfulló una frase incoherente y alargó una mano de dedos trémulos para darle unas palmaditas en el hombro. Aquella noche había bebido más de lo habitual y los perfumes de burdeles olvidados le embotaban el entendimiento.
Benito Buroy, sin pensar lo que hacía, se puso en pie y se acercó a la mesa de los frustrados jugadores.
—Yo puedo cubrir la vacante —les propuso—, si me dan ustedes su permiso.
Markus Vogel lo miró con sorpresa pero asintió con la cabeza. Leonor Dot, sin embargo, reaccionó con la tirantez de quien, lleno de certidumbres macabras, no puede hacer nada por evitar que se cumplan. Removió las fichas como si hubiera perdido algo entre ellas y lo buscara con rabia. Benito Buroy, desde que aquella mujer lo sorprendiera en su conversación con Markus Vogel, tenía la sospecha de que sabía que había llegado a Cabrera para asesinar al alemán. No se dejó intimidar por ello.
—¿Puedo? —insistió, cogiendo el respaldo de la silla vacía.
Camila, que tras su fracasada incursión había vuelto a sentarse, puso cara de infinita resignación.
—Bueno —contestó—, pero yo voy con Markus.
Benito Buroy ocupó el lugar que le correspondía frente a Leonor Dot. Intentó cruzar una mirada con ella. La mujer había acabado de remover las fichas. Con el pelo caído sobre la frente cogía las suyas con gestos compulsivos, arrastrándolas con las yemas de los dedos como si manejara brasas y le quemaran. Buroy se sirvió también y comprobó que tenía el seis doble. Llevado por el instinto acomodaticio que regía su nueva vida intrascendente, le habló a su compañera de partida. Le dijo:
—Saldremos de ésta, no se preocupe.
Al oír aquello Leonor Dot alzó por fin la mirada y se enfrentó a la de él. Ambos la sostuvieron durante unos segundos, la del pistolero amigable, intrigada la de ella, hasta que Benito Buroy depositó sobre la mesa la ficha que iniciaba el juego.
—¡Vaya mierda! —soltó la niña—. No tengo seises.
—Camila… —la reprendió su madre sin alzar la voz.
—Es que es injusto.
—Muchas cosas lo son… Roba y no te quejes.
Leonor Dot y Benito Buroy perdieron tres partidas seguidas, pero ella estaba abstraída y él también se había ido distanciando del juego. La aparición milagrosa de Markus Vogel, el tenerlo sentado a su lado, hizo revivir poco a poco en su interior al miserable que era en realidad, al desdichado que se había desnudado en el fondo de una trinchera, dispuesto siempre a lo que fuera para no pagar por su derrota un precio todavía más alto. A medida que transcurría la velada comprendió que debía admitir su cobardía, que nada podría impedirle aprovechar una oportunidad de salvarse, por pequeña que fuera, y más si le caía del cielo. Para qué iba a pensar otra cosa. Salió el primero de la cantina y se encaminó hacia la Comandancia Militar decidido a cumplir con su obligación. No volvería a tener a Markus Vogel al alcance de la mano. Tampoco podía echarle atrás el miedo a los recuerdos, la posibilidad de no reconocerse en ellos. Llevaba casi toda la vida sin reconocerse en nada, y su salvación era más importante que los problemas de conciencia. Su salvación, pero también la obligatoriedad de seguir siendo él, pues ni el comisario, ni Otto Burmann ni nadie que le conociera iba a admitir que se convirtiera en una persona distinta, una persona mediocre sin heridas en la memoria.
Fue a su cuarto y rescató la pistola de debajo del colchón. Por pura rutina, extrajo el cargador y comprobó las balas anees de guardarla bajo el cinturón. Salió a la plaza. Tras dudar un poco, rodeó el edificio de la Comandancia y buscó un lugar donde acomodarse al abrigo del desmonte. Tomó asiento en una roca y se recostó en el tronco de un pino. Desde aquel lugar podía controlar la puerta de la cantina sin que se advirtiera su presencia. Antes o después, Markus Vogel debería salir de allí para regresar a su escondite, y aquélla sería su única oportunidad para seguirlo hasta un lugar donde no hubiera testigos.
Pasó un rato sin que nadie asomara por la plaza. Desde la cantina le llegaba rumor de voces. La claridad que salía por la puerta se difuminaba en la negrura impenetrable sin llegar a iluminar otra cosa que el suelo pedregoso. Benito Buroy intentaba no pensar, pero el miedo a amodorrarse le impedía dejar la mente en blanco. Fue poco después de ver salir al Lluent tambaleándose y canturreando cuando se hizo consciente del engaño en que había hecho caer a Leonor Dot. Una y otra vez le resonaba en la cabeza la fiase con que había querido tranquilizarla antes de empezar la partida, «saldremos de ésta, no se preocupe», y veía de nuevo la mirada de ella, incrédula pero expectante, y no sabía, porque las palabras son escurridizas como peces, si él mismo lo había dicho refiriéndose estrictamente al juego, o si pretendía enviarle un velado mensaje de confianza, o si lo único que deseaba era caerle un poco mejor para poder empezar la partida. En cualquier caso, podía ser que hubiera cometido el desliz de insinuar a Leonor Dot que no haría lo que lo había llevado hasta allí. Así parecía haberlo entendido la mujer. Y aquello sucedía precisamente la noche en que iba a matar a Markus Vogel, pues era su última oportunidad y se le había agotado el tiempo eterno de la isla.
«La semana que viene estarás en Palma —se dijo—, no pienses en otra cosa».
La espera se le hizo interminable. Leonor Dot y Camila salieron tarde de la cantina y tomaron el camino de su casa cogidas de la mano. Algo después se retiraron los soldados que cada noche jugaban a las cartas. Paco se asomó a la puerta y se desperezó con la mirada perdida. Unos minutos más tarde comenzaron a apagarse las luces, Benito Buroy soltó una exclamación de rabia. Salió de su escondite y cruzó la plaza a grandes zancadas. Cuando entró en la cantina se encontró con Felisa García, que ascendía la escalera de su domicilio con las manos en los riñones. No había nadie más en el bar.
—¿Qué hace aquí? —le dijo la cantinera—. ¿No ve que hemos cerrado?
Buroy no contestó. Miró un instante hacia lo alto de la escalera y salió de nuevo a la plaza. Dejó transcurrir el resto de la noche rondando por los alrededores, desesperado ante la posibilidad de que Markus Vogel aprovechase la oscuridad para escapar. Acabó instalándose en un lugar elevado desde el que abarcaba con la vista todo el edificio. Al amanecer, aterido por el frío que le había ido calando hasta los huesos, oyó ruidos en la cantina. Poco después entraba de nuevo en el bar, donde Felisa García preparaba achicoria para los soldados de la guardia. Ellos eran los primeros en aparecer por allí, cuando acababan su turno.
—¿Es que usted no duerme? —le saludó la mujer.
—Necesito algo caliente —murmuró, dejándose caer en una silla.
Habría estado dispuesto a continuar esperando el tiempo que hiciera falta, pero sabía que era inútil. La noche anterior, apostado tras el edificio de la Comandancia, había sido un iluso pensando que Leonor Dot hubiera podido llegar a depositar alguna confianza en él. No era falsa expectativa lo que había en su mirada cuando él quiso tranquilizarla, sino suspicacia mezclada con indefensión. Ni ella ni nadie habría creído jamás que Benito Buroy pudiera ser distinto de como era, ni libre de elegir sus acciones. Todos allí habían vivido una guerra muy larga y estaban acostumbrados a protegerse de los demás.
Markus Vogel había desaparecido.
A mamá no le gustó que yo estuviera ayer con Hermann. Empiezo a pensar que se está volviendo un poquito amargada. Anda siempre inquieta y ve peligros donde no los hay. Últimamente hasta le ha dado por mirar con angustia por la ventana restregándose las manos, como esas viejas que de tanto esperar malas noticias parece que las desean. Antes me dejaba ir sola a cualquier parte, pero ahora quiere saber dónde estoy en todo momento y me obliga a llevar a Andrés de escudero cuando me voy a bañar, con lo fastidioso que se pone espiándome. Si salgo a ver a Felisa sin decirle nada aparece mamá al poco rato por la cantina preguntando muy excitada: «¿Dónde está la niña, dónde está la niña?», como si pudiera estar muy lejos, vaya, que aquí no hay adonde ir. La culpa fue mía por pelearme con ella y decirle que Hermann me parecía el hombre más guapo del mundo. Tiene unos ojos de un azul verdoso que parecen el mar del mediodía, y unas manos grandes y blancas, manos de pianista. Yo a la gente la reconozco por tos ojos y por las manos. Felisa, por ejemplo, te mira sospechando que vas a hacer algo muy, pero que muy reprobable, pero en el fondo es confiada. La delatan sus manos gordezuelas, tan húmedas y rosáceas. En realidad te mira así porque piensa que va a tener que ser ella quien arregle tus estropicios. El Lluent te mira sin verte, pero te busca con sus dedos ásperos y sólo entonces, cuando te toca, está ya seguro de que no eres una alucinación o un espejismo. Benito es distinto. Él te mira sin importarle si estás o no ahí, pero sus manos pequeñas y desagradables, de muñeca de porcelana, juguetean siempre con algo como si el simple hecho de verte le impidiera estar tranquilo. Papá no podía ser malo porque miraba con docilidad y cogía las cosas con cuidado. Era un hombre muy fuerte y cuando se enfadaba daba miedo, pero precisamente por eso veías con claridad que intentaba no hacer daño a los demás ni romper nada, que había escogido utilizar toda esa fuerza para proteger a los suyos. A Hermann le sucede lo mismo. A veces, cuando se queda abstraído vagando en sus pensamientos, se le escapa un gesto de malestar o extrañeza, pero eso debe de ser normal en un soldado que acaba de tener un gravísimo accidente tan lejos de su casa. Yo misma me enfurruño a menudo cuando me da por pensar que nunca podré salir de Cabrera, y eso no me convierte en una mala persona.
Además, conmigo se le van los recuerdos desagradables o lo que sea que le hace estar tan a disgusto. Al verme se le alegra el rostro y me saluda con una profunda inclinación de la cabeza, como si yo fuera una gran dama que acabara de entrar en un baile. Hermann es el único que no ha intentado nunca darme palmaditas en la cabeza, que es algo que odio. Bueno, Andrés tampoco, pero ése no cuenta y más vale que no lo intente, porque con lo bruto que es me hundiría el cráneo.
Puede ser que mamá esté un poco celosa de mí, no lo sé. Pero es muy rara esa manía que le ha dado de vigilarme. Parece que le molesta que yo quiera estar sola o relacionarme con la gente al margen de ella. A veces se pasa dos o tres días tratándome igual que a una desconocida, pero luego se me abraza de repente y me huele el pelo y se pone a llorar. Yo creo que sufrió demasiado con lo de papá y que no sabe lo que quiere, que ya nada la puede satisfacer. Seguramente por eso sufre por mí, porque le gustaría evitar que yo pasara por todo lo que ha pasado ella. Pero el resultado es que no me deja ni respirar.
Ayer mismo se comportó de una forma tan tonta que me va a costar mucho tiempo perdonarla. Yo había ido a la cantina y me encontré a Hermann sentado solo a una mesa. En Cabrera todos le evitan porque no sabe hablar español y se sienten incómodos a su lado. Yo no. Hablar no es tan importante y la demostración es que Hermann me saludó como siempre, con esa sonrisa que me da palpitaciones, y yo le contesté haciendo una reverencia pues estábamos solos y no me daba apuro que me vieran. Él entonces me hizo un gesto con la mano para que me acercara, sacó una de sus piernas de debajo de la mesa y se dio unas palmaditas en la rodilla. Me senté sobre ella intentando que no se diera cuenta de que temblaba un poco, pero sólo un poco, y nos miramos como si en realidad ya hubiéramos estado hablando largo rato y nos tuviéramos mucha confianza. Yo creo que hay personas a las que ves una vez y tienes la sensación de que las conoces desde siempre.
Hermann se llevó una mano a la cazadora y sacó una cartera que abrió sobre la mesa. Era una cartera negra de piel de lagarto bastante gastada, como si la llevara. Debía de llevarla con él desde hacía mucho tiempo. De su interior sacó dos fotos. Me mostró la primera dando unos golpecitos sobre ella con la yema del dedo índice. Se veía a un niño muy repeinado con un pantalón con peto y un avión de juguete en la mano. Tenía las cejas hundidas y los labios hacia fuera como si estuviera imitando el sonido de un motor. «Hermann», dijo Hermann, y se puso a reír. Le hacía mucha gracia encontrarse consigo mismo después de tantos años. Luego apartó aquélla y me enseñó la otra foto. Era de una casa grande con la fachada cubierta por una enredadera. Junto a la puerta había un hombre y una mujer. Aunque no hacían ningún gesto en especial y sus caras eran bastante insípidas, daba la impresión de que para ellos era un momento importante. «Jakob, María», dijo Hermann, y añadió algunas palabras muy dulces que no me importó no comprender, pues me había puesto una mano sobre el hombro y fue como si se hubiera parado allí un animal cálido y amistoso, un animal que en cualquier momento podría rozarme el cuello y ponerme la piel de gallina. Yo sólo deseaba que aquello sucediera, que el animal se moviera un poco y notar su calidez en el cuello, pero en aquel momento todo se vino abajo.
—¡Camila! —tronó la voz de Felisa—. ¡Ven para acá inmediatamente!
Al volverme la vi en la puerta de la cocina, pero no tuve tiempo de decir nada porque Felisa ya estaba a mi lado y me arrastraba de un brazo. Fue tan rápido que ni siquiera pude quejarme del daño que me hacía. Me sacó a la plaza y comenzó a llamar a gritos a mamá, que no tardó en llegar junto a nosotras sofocada y con mirada de loca. Yo no entendía nada. Felisa le cuchicheó algo al oído y no soltó mi brazo hasta que mamá me lo hubo cogido, como si les diera miedo que quisiera escaparme. Nada de eso. Estaba demasiado asustada incluso para hablar.
—¿Tú eres tonta? ¿Es que eres tonta? —me gritaba mi madre mientras subíamos a casa. Y no paraba de gritar—: ¿Es que eres tonca?
Cuando llegamos se calmó un poco. Se veía que hacía esfuerzos por ordenar sus pensamientos. Me obligó a sentarme en la cama, dio unas vueltas por la habitación retorciéndose las manos y por fin se arrodilló en el suelo frente a mí. Me cogió la cara y me besó en la frente. Luego me explicó, conteniendo la voz y con una sonrisa forzada, que yo ya no era una niña, que me estaba convirtiendo en una jovencita muy atractiva y que debía tener cuidado con ciertos hombres. No pude evitar un gesto de cansancio, de lección aprendida, que puso a mamá más nerviosa. Pero se contuvo de nuevo y me miró con lástima apretando los labios. Mamá tenía razón y yo pensaba lo mismo, pero se equivocaba con Hermann. No puede ser malo alguien que te mira con los ojos del mar y tiene manos de pianista.
Felisa García no podía dormir desde el día en que pidiera al capitán Constantino Martínez que obligara a volver a su hijo de Madrid para ocupar el puesto del carbonero. En cuanto apagaba la luz y cerraba los ojos, la mala conciencia se le agigantaba como un bulbo grande que empezara a echar yemas dentro de su cabeza. La causa no era haber intercedido por su hijo, que le parecía lo más natural, sino la poca atención que se había prestado al carbonero fusilado. Nadie se había molestado en visitar la tumba de Pascual, y su ánima debía de vagar por el monte maldiciendo a sus olvidadizos vecinos. En especial a ella, a Felisa García, que se había criado con él y a la que no le había faltado tiempo para sacar provecho de su desgracia. La cantinera estaba convencida de que de nada iban a servir sus oraciones por el alma de aquel hombre si le faltaba el valor para honrar su cuerpo. Abría los ojos en la oscuridad del dormitorio y veía a Pascual ingrávido entre las vigas del techo, con los pelos alborotados por un viento que soplaba sólo para él, hablándole muy enfadado y señalándola con un dedo acusador. Aunque no podía oír nada de lo que decía, estaba segura de que la insultaba por ser tan desagradecida.
Tras dos noches de insomnio decidió tomar cartas en el asunto. Si no por ella, debía hacerlo por Pascual, pues lo que estaba sucediendo era una auténtica injusticia. Esperó desde el alba a que Andrés apareciera por la cocina. Cuando por fin lo hizo, le obligó a beber apresuradamente un vaso de leche, le entregó un capacho y lo envió al monte a por todas las flores que pudiera reunir. El muchacho, que para los menesteres singulares iba sobrado de entusiasmo, regresó convertido en una alegoría de la primavera. Felisa García pudo confeccionar un ramo tan grande que había que cogerlo con los dos brazos. Con aquel ramo apareció en el bar, donde se encontraban todos sus clientes porque era la hora del desayuno.
—Andrés y yo vamos a llevar flores a la tumba de Pascual —proclamó Felisa García tras su camuflaje de pétalos—. Nos gustaría no estar solos para que la ceremonia fuera más lucida… ¡Paco, tú te vienes!
Su marido salió de detrás de la barra con cara de no entender nada, mientras Leonor Dot, haciendo un gesto de apremio a Camila, se situaba junto a Felisa. El Lluent, que acababa de llegar de la colonia de Sant Jordi y se estaba tomando un orujo antes de acostarse, dudó unos instantes, pero acabó sumándose a la iniciativa después de levantarse de la silla y sopesar la fuerza de sus piernas con un par de flexiones casi imperceptibles.
Para sorpresa de todos, Benito Buroy apuró de un trago el contenido de su taza y se unió a ellos. Lo hizo como quien se pone en una cola en la que no conoce a nadie, aunque con su actitud dejaba claro que se disponía a acompañarlos al cementerio. Felisa García lo miró dejando claro que para ella se estaba infiltrando en un asunto que no le concernía, pero le entregó el ramo cuando, tras rechazar los intentos de Leonor Dot por quitárselo de las manos, se ofreció él para llevarlo. Así salieron del bar, en una comitiva hermanada en torno a la firme determinación de la cantinera.
El capitán Constantino Martínez tuvo la mala suerte de encontrarse con ellos delante de la Comandancia Militar. Se los quedó mirando de hito en hito, algo perplejo por aquella procesión que tomaba el sendero del castillo, hasta que su espíritu castrense se vio herido por la sospecha de una actividad subversiva, cuando no de una algarada en toda regla. Los adelantó con paso rápido y se interpuso en su camino.
—¿Adónde creen que van? —dijo—. ¿Qué significa esto?
Felisa García reemprendió el ascenso cogiéndose con una mano la falda y manoteando con la otra en el aire.
—Vamos a despedir a Pascual. Apártate, Constantino.
El militar la obedeció con presteza, pero estaba realmente escandalizado.
—¡Era un rojo, un asesino! ¿Saben a cuántos hombres mató? ¿Lo saben?
Permaneció unos instantes en silencio, pues acababa de darse cuenta de que él tampoco lo sabía.
—¡A muchísimos! ¡Y ni siquiera aceptó la confesión! ¡No merece su respeto, Felisa!
La cantinera, que ya había ascendido unos metros por encima de donde se encontraba el capitán, se volvió para contemplarlo con infinito agotamiento.
—Sólo quiero llevarte unas flores para poder dormir en paz… Creo que no es para tanto.
Fue entonces cuando, para sorpresa de todos, hablaron ellas, las flores. Benito Buroy, que sostenía el ramo como si se abrazara a un árbol, se atrevió a dar su opinión del asunto, lo que era realmente extraordinario.
—La justicia es venganza —dijo—, y se basta a sí misma. No es de buenos cristianos continuar humillando a un hombre que ya ha tenido su castigo.
Se hizo un silencio debido tanto a la sorpresa por oírlo hablar como a la reflexión en la que todos hubieron de sumirse para entender sus palabras. Felisa García se prometió a sí misma que en cuanto regresara a casa intentaría escribir aquella frase tan filosófica para comentarla más tarde con su profesora. Quizá con su ayuda podría entenderla en toda su profundidad.
—¡Tiene razón! —concluyó provisionalmente—. ¡Y usted debería venir también, Constantino!
—¿Yo? —se sorprendió el militar. Y añadió a la defensiva—: ¿Precisamente hoy, que empezamos a instalar los cañones?
—Una autoridad le vendría muy bien a la ceremonia… —intervino Leonor Dot.
—Además, no nos va a ver nadie —dijo Camila, que iba de la mano de su madre—. Aquí nadie ve lo que hacemos.
—Lo veo yo, señorita, que para eso soy el que manda en esta isla… —el capitán Constantino Martínez parecía haber encontrado una excusa para complacer a Felisa García sin desdecirse de su opinión sobre el antiguo carbonero—. En fin, alguien tendrá que poner orden en esta insensatez. Vamos a ver en qué consiste.
El cielo había amanecido cubierto de nubes plomizas que destacaban la blancura de las gaviotas en lo alto. Camila seguía su vuelo con la mirada. De vez en cuando daba un traspié y se agarraba con más fuerza a la mano de su madre. Subieron en silencio hasta el camposanto. En el exterior, a unos metros de la cancela, un túmulo de tierra removida indicaba el lugar donde había sido enterrado el carbonero. Se situaron en torno a la tumba y miraron todos a Felisa García. A la pobre mujer se le había encogido el corazón al ver en qué condiciones había acabado la vida desdichada de Pascual, y además no había pensado que tendría que decir unas palabras. Buscó al capitán con una mirada agónica, pero éste hizo un gesto con la mano con el que quería indicar que bastante hacía con permitirles estar allí. Entonces la mujer tragó saliva, liberó a Benito Buroy del ramo y se lo dio a Andrés.
—Venga, hijo, ponlo ahí encima.
El muchacho lo depositó con gran cuidado sobre el montículo. Como si al hacerlo hubiera dado a la sepultura anónima un rostro donde reconocer al fusilado, a Felisa García se le dulcificó el gesto. Contempló fijamente el ramo de flores y se aclaró la garganta antes de hablar.
—Yo no sé lo que hiciste, Pascual —dijo—, pero fuera lo que fuese tú eras incapaz de algo así. Eso lo sé yo, que cuidaba contigo las cabras de mis padres… Es posible que a todos nos toque enfrentarnos antes o después a lo que no somos, a ti también. A veces pienso que la vida es demasiado larga para nuestro poco entendimiento, o quizá es que hemos de caer hasta lo más bajo para poder levantarnos de nuevo en el más allá. Esperemos que el Señor sea benevolente contigo… Eso es todo. Descansa en paz, Pascual, y no sigas haciendo tonterías.
Sólo el Lluent la acompañó en la señal de la cruz. Andrés los imitó pensándose mucho cada movimiento de la mano, como si resolviera un complicado rompecabezas. Se le iluminó el rostro y lo repitió más deprisa.
—Bueno, pues ya está —dijo el capitán Constantino Martínez—. Me voy, que tengo mucho que hacer… Y ustedes no se queden aquí. Vamos, circulen.
Tornaron todos el camino de regreso a la plaza. Andrés, un poco rezagado, dedicó todo el descenso a hacer la señal de la cruz cada vez más deprisa, como un poseso. Cuando, ya en la cantina, Felisa García se encerró en sus dominios, el muchacho fue tras ella y lo repitió de nuevo para que lo viera. A continuación soltó una risa que pareció una súplica. Felisa García cogió su cabeza y la estrechó contra sus enormes tetas. Hasta aquel momento, a pesar de que su madre, cuando era niño, se lo había intentado enseñar todas las noches, Andrés no había sido capaz de completar la cruz sobre su cuerpo.
El chamizo de los trastos había sido en el pasado la porqueriza y todavía conservaba en su interior un ambiente de vida enclaustrada. El suelo de tierra despedía un olor penetrante, extrañamente dulce y acre al mismo tiempo, y en la parte inferior de las paredes se veían restos de humedades que ni el calor del verano podía acabar de secar. Del techo, por entre los palos de los que colgaran los embutidos, se mecían los restos de telarañas hechos jirones. Allí todo se enmohecía, pero era el lugar favorito de Paco porque su mujer no entraba jamás. Era ahí donde guardaba sus botellas de vino, escondidas tras los aperos y herramientas que nunca utilizaba. Aquél en su santuario.
Aunque llevaba años sin empuñar un martillo o una azada, Paco nunca entraba en el cuchitril sin antes restregarse las manos y subirse los pantalones con energía, tal como haría cualquier persona que se dispusiera a acometer un duro trabajo. Así lo hizo aquella mañana, convencido, aunque vagamente, de que de una vez por todas iba a demostrar a Felisa quién mandaba en la casa. Echó un vistazo a los cachivaches que se amontonaban contra las paredes buscando entre todo aquel material, como un poeta entre las rimas, la inspiración necesaria para llevar a cabo alguna de las mil chapuzas que tenía pendientes. Pero su fuerza de voluntad se quebró de inmediato ante la fuerza superior de la rutina, y se encaminó a un rincón donde sabía que había un par de botellas todavía sin descorchar. Fue entonces cuando descubrió, casi delante de sus narices, un bulto nuevo bajo una lona.
Si hubiera visto un fantasma no habría reaccionado con tanta alarma. Pegó un brinco, se llevó una mano ansiosa a la cadena que le colgaba del cuello y se quedó contemplando atentamente el descubrimiento. Alguien había entrado en el chamizo cuando él no estaba. Aquello podía ser muy grave. En un primer momento temió por sus reservas de vino, pero no tardó en comprobar que no habían sido saqueadas. Paco, que nunca había tenido miedo a la redundancia porque no sabía lo que era, llegó a la conclusión de que se trataba de una invasión puramente invasiva, y que la causante no podía ser otra que Felisa. Sólo entonces se le ocurrió fisgar debajo de la lona. Lo hizo con la morbosidad de quien, de creer descubiertos sus secretos, pasa a descubrirlos de otra persona. También, cabe decirlo, con cierta esperanza de que su mujer, llevada por su bendita inocencia, hubiera escondido allí un nuevo cargamento de vino o de licores.
Lo que vio lo dejó atónito. Había una caja grande llena de largas guirnaldas de banderitas de España, suficientes para entoldar de patriotismo las pocas calles de Cabrera. En otra caja descubrió paquetes de serpentinas y confeti. Y en una tercera un tocadiscos americano, de formas aerodinámicas y marca Philips, junto a ocho o diez grabaciones de Estrellita Castro, Carlos Gardel, Tino Rossi o la Orquesta típica Morando.
El cantinero llevaba tiempo sospechando que su mujer le ocultaba ciertos aspectos de su vida, pero nunca había pensado que pudieran ser de tanta envergadura. Dejó caer la lona pensando que todo había sido por culpa de los días que había pasado en Mallorca con su hermana. Si ya lo sabía él, si ya sabía que una mujer no podía andar sola por el mundo. ¿Dónde se había visto que un marido se quedara en casa mientras su señora viajaba comprando vajillas y lámparas y otros objetos de lujo? ¿Con qué dinero había comprado todo aquello?
Con el de su cuñado, claro está, un putero al que le gustaban las faldas más que a un niño los caramelos. Y que si luego le enviaba aceite, y pan blanco… ¿Por qué le iba a hacer regalos si no era… si no era…? Cegado por los celos se imaginó a Felisa bailando con el potentado, que le decía obscenidades al oído y le despertaba la risa. La imaginó bailando toda la noche como una cría que descubriera la vida en brazos de aquel hombre, y la vio al amanecer, exhausta, poniéndole una mano en el pecho, no puedo más, no puedo mover las piernas, robándole el pañuelo para enjugarse las lágrimas de la risa y desfalleciendo, desfalleciendo en sus brazos. La imaginó agarrándolo por las solapas de la americana, inagotable él, intentando llevarlo hasta la puerta de la sala de baile, vámonos, casi es de día, mi hermana nos va a matar, y el potentado inagotable comprándolo todo para ella, las banderitas que adornaban el local, el tocadiscos, la música, la noche entera para ti, quiero que sea tuya, y Felisa desfallecida porque nunca nadie le había regalado una noche entera con todo su contenido.
—¡Puta! —gritó el cantinero, herido en lo más profundo de su orgullo.
Salió de allí como una tromba, cruzó el bar y apareció en la cocina hecho un basilisco. Felisa García, que llevaba unas cebollas en la mano, lo vio cuando ya lo tenía encima y casi no se enteró del sopapo que la tiró al suelo. El oído que había recibido el golpe comenzó a pitarle, por lo que oyó las palabras de su marido como si fuera a través de un sueño.
—¡He visto todas esas cajas, grandísima puta! ¡Ahora ya sé lo que hacías en Mallorca!
Felisa García, sin moverse de donde estaba, se metió un dedo en el oído intentando destaponarlo, pero el pitido aumentó su intensidad. Le escocía todo aquel lado de la cara como si le hubiera caído aceite hirviendo.
—Son para la fiesta de Camila —dijo—, el martes es su cumpleaños.
Y añadió, intentando incorporarse y descubriendo una punzada alarmante en la cadera:
—No sabía que fueras tan miserable.
Benito Buroy bajó del cementerio con ganas de continuar el paseo. Al sumarse a la ceremonia en memoria del carbonero se había situado en una posición incómoda, pues ahora todos le miraban con deseo de proximidad pero no sabían cómo acercársele ni qué decirle, por lo que pululaban a su alrededor ofreciéndose para que fuera él quien diera el primer paso. Aquello hizo que a Benito Buroy le renacieran el desinterés por los demás y las ganas de estar solo. Una de las cosas que más le molestaban era la sensación de comunidad, de grupo bien avenido, y allí, al pie de la higuera, Felisa García continuaba, tal como había hecho durante todo el descenso, mirándolo por el rabillo del ojo y preguntándose si había ido con ella por frivolidad o si lo había hecho por un sincero deseo de integración. La más peligrosa era sin embargo la niña, que en cualquier momento podía saltarle a los brazos y darle la bienvenida a aquella sociedad de fracasados en la que empezaba a encontrarse tan a gusto.
—Voy a ver eso de los cañones —dijo con un hilo de voz.
El capitán acababa de partir en el camión que lo esperaba frente al edificio de la Comandancia. Benito Buroy, envuelto en la nube de polvo que había levantado el vehículo, tomó el camino que llevaba al campamento. No iba con prisa. Se había propuesto pasar la mañana fuera del pueblo. Regresaría a la hora de comer para recuperar su puesto privilegiado en la mesa de la esquina.
En el campamento reinaba una actividad poco habitual. Grupos de soldados acumulaban cajas bajo el mástil donde ondeaba la bandera, y el sargento Ridruejo partía con una patrulla en dirección al faro. Como la pista acababa en aquellos barracones, el camión se había quedado aparcado en la explanada. Dos asnos famélicos, de patas estremecidas y largos badajos reproductivos, cargaban las pesadas piezas de los cañones. Benito Buroy pidió permiso al sargento para unirse a la comitiva militar. Poco después caminaban bordeando la bahía hasta alcanzar las primeras estribaciones del peñón donde se alzaba el faro.
—¿Aguantarán? —preguntó Benito Buroy al sargento, al ver que los burros se resistían a emprender el ascenso y los moldados tenían que tirar de las riendas y fustigarles las ancas.
—Están acostumbrados, lo que no quiere decir que estén contentos —contestó lacónico el militar.
La cuesta era infinitamente más empinada que la del castillo. En muchos tramos se habían tenido que tallar escalones en la roca, pero eran tan irregulares que resultaba imposible encontrar una cadencia en el ascenso. Las nubes, que un rato antes cubrían el cielo, se habían ido disolviendo como humo llevado por el viento, y el sol pegaba con fuerza. Benito Buroy comenzó a sudar. De vez en cuando se detenía aprovechando que uno de los asnos remoloneaba, o patinaba sobre los cascos y, tras la espantada de los soldados por miedo a verse arrastrados en la caída, lo ayudaban a recuperar la confianza en sus patas. Cuando llegaron a lo alto, los animales estaban tan agotados que el sudor les humeaba en la piel al evaporarse. El capitán Constantino Martínez, que llevaba allí un buen rato, recibió a sus hombres con cara de pocos amigos.
—¿Y el agua? —preguntó—. ¿Dónde está el agua?
Los soldados, que habían empezado a liberar los asnos de su carga, se miraron unos a otros.
—¿Qué agua? —preguntó el sargento Ridruejo.
—¡Para las bestias! ¿Qué queréis, que revienten?
Benito Buroy había buscado la sombra del faro y contemplaba la bahía desde aquel lugar inédito. Al otro lado, los muros de la fortaleza se sostenían en pie con la fragilidad de un castillo de naipes. Más abajo, en un recodo marcado por la silueta del muelle, el pueblo se mostraba en toda su insignificancia.
—¡Pues ahora les dais la del botijo! —resonaba la voz del capitán—. ¡Y tú, vete a por una garrafa! ¡Venga, a paso ligero!… ¿Dónde está el artillero? ¿Dónde se ha metido?
Los soldados habían instalado ya el afuste y no tardaron en acoplarle el cañón. Era un arma pequeña, demasiado humilde para amenazar de forma convincente el horizonte que se extendía inabarcable ante ella. Pero el capitán Constantino Martínez estaba orgulloso de haber logrado emplazarla en aquel lugar tan visible. Se acercó a Benito Buroy y se cruzó de brazos paseando una mirada satisfecha por el mar en calma.
—Ahora ya pueden venir, si quieren. Verán cómo les recibimos.
Benito Buroy localizó una vela diminuta en la lejanía. Debía de ser un barco de pesca. No se veía nada más sobre la amplia extensión de las aguas, pero el capitán, como un borracho que increpara a una multitud indiferente, dirigía hacia allí una mirada retadora. El artillero pidió permiso para probar el arma, no fuera a ser que algo estuviera mal y fallara cuando realmente la necesitaran.
—Está bien —aprobó el capitán—, pero no apunte hacia el pueblo, qué aún va a matarme a algún vecino. Dispare hacia allá, hacia el mar abierto.
Se apartaron un poco mientras el soldado manipulaba. Bramó por fin el cañón y todos, haciéndose visera con las manos, intentaron ver el lugar donde caía el proyectil. Pero nadie pudo conseguirlo.
—¡Caray! —dijo el capitán Constantino Martínez, un poco desconcertado, tras echar con disimulo una mirada fugaz hacia las rocas que había bajo ellos—, este trasto llega muy lejos. ¿No cree usted, Buroy?
El capitán Constantino Martínez fue hasta el muelle acompañado por el aviador alemán. El Lluent, que preparaba los aperos para salir a pescar, los vio venir y se olió lo peor. Ser el dueño de la única barca de la isla tenía ciertos inconvenientes, y el peor de todos eran los servicios que tenía que prestar al ejército. A veces le hacían llevar a las patrullas a aquellos lugares a los que no se podía acceder por tierra para comprobar que no hubiera contrabando o infiltraciones del enemigo. Sólo encontraban bolas de alquitrán y troncos arrastrados hasta allí por las tormentas, pero los soldados, con la excusa de ejercer una estricta vigilancia, le obligaban a quedarse durante horas para ponerse a salvo de otras obligaciones. También estaba el asunto del gasóleo para los submarinos, que le costaba tiempo y dolores de espalda. «Comprenderá que hemos de ayudar a nuestros amigos de una forma discreta —le había dicho el capitán—, no puede ir un mercante español a encontrarse con ellos delante de todo el mundo». Aquella mañana, al verlos venir por el muelle, el Lluent temió que le hicieran llevar al aviador a Palma, con lo que le echarían a perder dos días de trabajo. Sin embargo, no iba a ser aquél su cometido.
—Buenos días —dijo el militar—. Según he creído entender, el señor Germán desea localizar los restos de su avión para poder sacarlos a note cuando llegue el momento. No es mala idea y he pensado que podría usted acompañarlo. Llévese algunas boyas para marcar su emplazamiento.
Sin más explicaciones se dio la vuelta y dejó solos a los dos hombres. Como el Lluent continuaba ordenando sus aperos sin mirarle ni darle ninguna indicación, Hermann Schmidt optó por saltar a la barca y sentarse en la proa. Era el mismo lugar donde se instalaba Leonor Dot cuando la sacaba a pasear y acababan los dos llorando, ella a causa de la tristeza y el pescador contagiado por sus lágrimas. Pero con aquel piloto la cosa era bien distinta. Al Lluent no le gustaban los hombres que aparentaban dominar la situación allá donde estuvieran, incluso en los sitios de los que lo ignoraban todo, llevando siempre consigo una forma de vida superior y más ordenada, una forma de vida tan perfecta que podían adaptarla a cualquier lugar e imponérsela a cualquiera. Y aquélla era la forma de comportarse del piloto, que se mostraba siempre algo incómodo, pero también distendido y prepotente, como un general que en mitad de una campaña se viera obligado a sentarse en un taburete destinado a la tropa. No, decididamente aquel hombre no le gustaba al Lluent. Encontraron el avión con facilidad porque el pescador recordaba el lugar donde había caído. Más les costó localizar el ala que se había desprendido en el choque con el agua. Se hallaba a una distancia considerable, sobre un lecho de algas que la ocultaban en parte. Pusieron las boyas, y ya se disponía el Lluent a regresar a puerto cuando el aviador sacó una pistola del bolsillo de su guerrera. Dijo algo con una sonrisa esquiva y señaló con el cañón del arma la salida de la bahía. No se mostraba amenazador pero sí autoritario. El Lluent pensó que finalmente iba a tener que llevarlo a Palma. Ignoraba que su pasajero jamás habría creído que con aquel barquichuelo se pudiera llegar hasta Mallorca.
Ya en mar abierto el piloto le señaló los acantilados y le hizo un gesto con la mano para que fuera bordeándolos. Extendió los brazos y disparó a una roca de la que saltaron esquirlas. El Lluent tuvo un sobresalto al oír el estampido, pero el alemán le guiñó un ojo acomodándose mejor en la proa. Durante un rato estuvo haciendo puntería con los árboles de la orilla, pero no tardó en cansarse y se quedó con la cara vuelta hacia el sol tarareando en voz baja una canción. Fue entonces, al mirar de nuevo hacia la costa, cuando descubrió una cabra al borde del acantilado. Se incorporó con rapidez, alzó el arma y sonó un nuevo disparo, seguido casi al instante por un grito de alegría del alemán. La cabra, alcanzada en un costado, dio un salto, perdió el equilibrio y cayó al vacío. Se hundió en el mar desapareciendo durante unos segundos, pero reflotó y se puso a patear desesperadamente. El Lluent vio, entre la espuma que hacía con las pezuñas, el hocico que intentaba mantenerse fuera del agua. Maniobró para dirigirse hacia ella, pero el alemán, que había vuelto a recostarse sobre las tablas, hizo un gesto de desinterés con la mano ordenándole que continuara su camino. El Lluent notó que le hervía la sangre. Sin detenerse a considerar lo que hacía, cogió un remo y lo levantó sobre su cabeza amenazando al aviador. Éste se echó a reír.
Continuaba riéndose cuando el pescador hizo virar la barca para regresar a la isla.
Camila estaba sentada a la mesa de la cocina y contemplaba con una sonrisa los trajines de Felisa García, que aquella mañana, como si una nube le encapotara el entendimiento, extraviaba todo cuanto pasaba por sus manos. «Dónde tengo la cabeza —decía la mujer sin parar de moverse a un lado y a otro—, dónde tengo la cabeza». La niña llevaba un vestido nuevo de algodón, de color rojo cereza, que le había hecho su madre con los restos de la tela con la que Felisa había confeccionado los manteles para la cantina. «¿Qué pasa? ¿No os gustan? —preguntaba la mujer, el día que los estrenó, a su sorprendida clientela—. ¡Comed con cuidado, que no quiero ni una mancha! ¡A ver si voy a tener que arrepentirme!». A Camila le daba un poco de vergüenza ir vestida del mismo color que las mesas, pero ya se estaba acostumbrando a mimetizar-se con las telas que guarnecían su vida cotidiana. Leonor Dot le había hecho otro vestido con la gasa blanca de las cortinas que cubrían ahora las ventanas de su casa, y, en previsión de los fríos que ya se anunciaban algunas noches, un tabardo con capucha reciclado de una vieja manta militar. Por otro lado, tampoco tenía Camila más opción que usar aquellas prendas. Las que llevaba consigo cuando llegó a Cabrera estaban descoloridas y se le habían quedado tan pequeñas que se sentía ridícula con ellas.
Andrés, sentado en su rincón de siempre, asentía en silencio mirando unas veces a Camila, otras a su madre. Llevaba una camiseta raída, sin mangas, y un pantalón tan gastado que en las rodillas y en torno a los bolsillos brillaba como el satén. Andrés estaba contento porque Camila había decidido ir a bañarse, y porque su madre, que aquella mañana se comportaba de una forma un poco rara, les preparaba un almuerzo que le inundaba la boca de saliva: bocadillos de panceta envueltos en papel de periódico y un par de manzanas que un instante atrás tenía la mujer en las manos y que ahora no encontraba, pero que se escondían, Andrés las estaba viendo, entre una caja de patatas y la olla grande de preparar los cocidos. Cuando Felisa García, tras maldecirse reiteradamente por su mala cabeza, encontró por fin las manzanas y las echó en el capacho, Andrés soltó un gruñido y asintió con energía, muy contento.
—¿Por qué cojeas? —preguntó Camila a la cantinera—. ¿Te has hecho daño?
—Me he caído —contestó Felisa—. Venga, iros ya, que tenéis que estar de vuelta para la hora de comer.
—De pequeña yo también me caí una vez —prosiguió Camila acercándose a Andrés y cogiéndolo por el brazo para obligarlo a levantarse—. Cojeé durante mucho tiempo, dos días o más. Y cuando me curé continuaba cojeando porque ya no sabía caminar. Aún ahora, por culpa de aquella caída, cuando camino y pienso en lo que hago me tengo que parar porque no sé cómo seguir. Hay cosas que es mejor no pensar cómo las haces.
—Muy listilla estás tú —Felisa García se apoyó en el mármol para descargar su cadera dolorida—. Anda, fuera los dos de aquí, que me distraéis y tengo que preparar la comida.
Salieron a la plaza, Camila con su vestido rojo y Andrés con el capacho. El chaval, que se había preparado para una larga caminata, hundió la cabeza entre los hombros y se dispuso a seguir a la niña, pero ésta se detuvo a los pocos pasos. Se volvió hacia Andrés y lo miró entornando mucho los ojos como si deseara descubrir algo que él escondiera en la mente. Andrés intentó disimular. No le gustaba que le mirasen dentro.
—Hoy vas a ser tú quien elija adonde vamos —dijo Camila—. Quiero que me lleves a un lugar donde el agua sea muy profunda.
A Andrés no le gustó aquella petición. No la entendía. Intuía que había algo malo en la profundidad, algo raro, tan raro como el comportamiento de su madre cuando lloraba y como el de Camila al pedirle que eligiera un lugar profundo donde bañarse. En ocasiones a Andrés le daba miedo lo que pensaban los demás. Le llenaba de ansiedad ver a los otros desorientarse o hacer cosas fuera de lo común, cosas que él no podía comprender pero que le parecían oscuras. Le daba pánico, por ejemplo, ver a su padre sentado bajo la parra hablando a solas, discutiendo en voz baja consigo mismo y retirándose por fin a la cama tropezando con las puertas y murmurando que la vida era una mierda. Le angustiaba no saber qué era lo que le hacía tanto daño a su padre, o que su madre anduviera como perdida secándose la cara con el delantal, o que Camila le mirase con los ojos convertidos en dos grietas inquisitivas. Pensaba Andrés entonces que las personas llevan dentro un enano maligno que a veces las obliga a comportarse de forma extraña. Al muchacho no le gustaba que la gente perdiera la transparencia y por eso mismo no podía soportar que le mirasen dentro, porque estaba seguro de que él también tenía su enano y en ocasiones hasta notaba su presencia, un bulto del tamaño de una rata que le viajaba por los intestinos.
Cargó el capacho a la espalda y tomó el sendero que bordeaba los acantilados. Más allá de la cala a la que iban siempre había otra de difícil acceso. Había que descender con cuidado y no tenía playa, sólo un diminuto banco de arena en la boca de una gruta. La oquedad que se abría en las rocas era amplia cuando se entraba en ella, pero luego se estrechaba y se perdía con ecos de mar en el interior de la isla. A Andrés le espantaba aquel lugar. Sin embargo, era consciente de que aquello era lo que quería Camila, pasar un poco de miedo, y aunque ni lo entendiera ni lo aprobara sabía cómo ofrecérselo. La niña caminaba a su lado sin parar de hablar. Le contaba que su madre estaba un poco celosa de ella, pero que ella lo entendía porque había sufrido mucho en la vida, y que de mayor iba a ser maestra en Barcelona, que era una ciudad tan grande que no habría cabido en aquella isla tan pequeña, y que dos días después sería su cumpleaños, trece años cumpliría. Andrés estaba al tanto de aquello, pues su madre, días atrás, lo había cogido de la mano y lo había llevado al chamizo donde escondía los preparativos para una gran fiesta. Una vez allí, delante de todas aquellas cajas, le había dicho que él iba a ser el encargado de montar las guirnaldas en la plaza, pero que fuera con cuidado porque Camila no podía enterarse. Y el muchacho esperaba aquel momento con tanta impaciencia que, cuando se acordaba de lo que iba a suceder, se le aceleraba el corazón y le faltaba el aire.
Llegaron por fin al lugar donde debían iniciar el descenso a la cala. Camila miró con los ojos muy abiertos la lengua de mar que se adentraba por entre los farallones, de un azul tan oscuro que no permitía ver lo que había en su fondo. Las aguas se agitaban allí con inquietud de vientos inexistentes, lamiendo las rocas y retirándose hasta dejarlas al descubierto. Aquella cala tenía una orientación que les impedía remansarse por completo, lo que le daba al lugar un carácter inhóspito de tierra despoblada. Camila tragó saliva observando a Andrés, que había comenzado el descenso y le tendía una mano para ofrecerle ayuda. Se arrepentía de no haber querido ir a su cala de siempre, pero le faltó humildad para retractarse. Rechazando la oferta del muchacho, se recogió la falda y puso un pie tembloroso en la primera roca. Poco después, con menos esfuerzo de lo esperado, se hallaban en el diminuto banco de arena. Andrés se sentó a un lado dejando el capacho entre sus piernas. Comenzó a rascarse la cabeza con la mirada fija en el suelo. Camila, maravillada por aquel sitio, avanzó unos pasos hacia el interior de la gruta. El mar se filtraba hasta allí creando un lago remansado del que sobresalía un peñasco situado en el centro, como un altar. Más allá, la bóveda se inclinaba y se hundía en las profundidades de la montaña. Camila se volvió y contempló la cala desde dentro de la gruta. Tuvo la sensación de encontrarse en una boca enorme que se dispusiera a engullir un tazón de caldo que la arrastraría hasta las tripas de la tierra, lo que le aceleró el pulso y la hizo salir con grandes prisas simuladas tras una bulliciosa alegría.
—¡Es el mejor escondite del mundo! ¡Voy a bañarme!
Andrés, que no se había movido, soltaba gruñidos y meneaba la cabeza. Sólo alzó la mirada cuando advirtió que la niña se quitaba el vestido rojo, lo extendía con precaución lejos del alcance del agua y depositaba sobre él su reloj de pulsera. Camila llevaba puesto un bañador con faldita y volantes en los hombros. Aquel bañador había llegado como todo desde Palma. Se lo había regalado Felisa García un par de semanas atrás diciéndole que ya era mayorcita y que no podía bañarse en bragas. Cuando se quitaba la ropa y se quedaba cubierta únicamente con aquella prenda, su cuerpo parecía menguar como el de los caracoles cuando los atravesabas con un palillo y los sacabas de sus caparazones. A Andrés le parecía admirable que la niña continuara siendo la misma, tan desprotegida.
Camila le echó un vistazo al dirigirse a la orilla. Se sentía un poco inquieta, pero jamás habría reconocido que le daba seguridad la compañía de Andrés. Fue hasta el final del banco de arena y comprobó que el agua era completamente opaca y se movía con una inexplicable densidad, como una gelatina de un azul muy oscuro. Pero era un agua mansa, ella lo sabía, la misma de siempre aunque más honda y por lo tanto insondable, como el alma. Al avanzar un paso se dio cuenta de que la arena se precipitaba hacia el fondo, que desaparecía bajo sus pies. Se hizo la señal de la cruz para protegerse de las medusas y de sus íntimas inquietudes. Luego, sin tiempo para arrepentirse, tomó aire y se dejó caer de barriga.
La noche anterior Paco se había acostado tan borracho que fue incapaz de desvestirse. Felisa, que había vuelto a ponerse su camisón mallorquín, lo dejó que durmiera tal como se había desplomado en la cama. El hombre pasó la noche roncando, removiéndose con estertores de animal degollado y exhalando por toda la habitación el olor penetrante de su sudor. De madrugada Felisa se levantó para poner en marcha la cantina, y unas horas después, servidos ya los desayunos, encontró a su marido sentado de nuevo bajo la parra con una botella de vino sobre la mesa y el cabeceo derrotado de la embriaguez. Lo miró con desesperanza acariciándose la cadera dolorida. Pero Paco, que había notado su presencia y le había dirigido un vistazo de soslayo, no parecía tener fuerzas para enfrentarse a ella.
—Cuando algo va bien, haces lo que sea para estropearlo —dijo, casi con dulzura, Felisa García—. Siempre ha sido así, desde que nos casamos. No hay peor enemigo que el que tienes en casa… ¿Y sabes qué creo? Que te falta valor para vivir, que un día de estos aparecerás muerto en cualquier rincón, muerto del asco que te das a ti mismo.
—Déjame en paz —farfulló el cantinero.
Entonces, como si una alimaña le hubiera mordido en un tobillo, alzó las piernas con una fuerza increíble y la mesa se le vino encima. La botella que había sobre ella se hizo añicos contra el suelo tras golpearle en el pecho. Felisa retrocedió un paso, asustada. Paco aparcó la mesa manoteando con infinita torpeza, se cayó de costado y se puso en pie tambaleándose, los ojos inyectados en sangre. A punto estuvo Felisa García de salir corriendo, pero su marido no hizo ademán de avanzar hacia ella. Se arrancó el collar y lo tiró en dirección a la higuera.
—¡Que me dejes en paz, cono! —gritó sin fijar la mirada en Felisa, incapaz de encontrarla aunque estaba delante de él—. ¡Que me dejes! ¡No te necesito! ¡Vete a tomar por el culo, hija de puta!
Salió a la plaza. Tras algunas indecisiones tomó el camino que llevaba al monte. Felisa García vio cómo se alejaba zigzagueando. «Eso, vete», murmuró para sí misma. Puso en pie la mesa resoplando por el esfuerzo, luego fue a recoger el collar. Se le partía el corazón, pero ya no quería aguantar aquello por más tiempo, no quería seguir viendo cómo su hombre se desmoronaba cada día un poco más, y no quería que la arrastrara con él ni ponerse a salvo sola. Lo que deseaba Felisa García era tener otra vida, ser otra persona quizás, vivir en otro lugar o no haber nacido nunca. Todo ello tan imposible que se le llenó la garganta de lágrimas y se puso a llorar allí mismo, sin disimulo, porque no había nadie a la vista y podía permitirse aquel lujo. Luego, cuando toda su tristeza ya estaba fuera y empapaba el delantal con que se había limpiado la cara, aspiró aire con fuerza y se dispuso a reemprender sus actividades. Para Felisa García la desesperación no era sino un descanso al que se entregaba a ratos y que le limpiaba las entrañas.
Aquella mañana iba a hacer lo que siempre hacía cuando volvía a ser ella misma después de pasear un poco por el universo inaccesible de los deseos. Felisa García regresaba a la realidad como quien se lava las manos. Decía «Ay, Señor», y se encerraba en la cocina a pelar patatas y a preguntarse qué guisaría más adelante, pues aún no lo tenía decidido. Y muchas horas después, al acostarse por la noche, se diría que no había para tanto, que a fin de cuentas tenía una casa donde había criado a sus hijos, la misma casa donde sus padres habían envejecido y se habían reunido con Dios, y que disponía de comida suficiente para alimentar a su familia y argumentos sobrados para saber que los demás la necesitaban. En realidad, pensaría, no encontraba motivos para sentirse infeliz, y si en la oscuridad del dormitorio le volvían las lágrimas las dejaría correr porque allí tampoco la veía nadie, y se diría «Felisa, eres débil, qué le vamos a hacer», hasta que más o menos se quedaría o no dormida.
Así que aquella mañana murmuró «Ay. Señor» con el collar de oro apretado contra el pecho, y regresó a la casa para buscar en la cocina el sentido último de todas las cosas. Un estofado…, se dispuso a filosofar limpiándose las manos en el delantal de las lágrimas, ¿había algo más importante que un estofado? Asomada a la olla que removía para que no se le pegara el guiso, pensó la cantinera que sin duda había cuestiones cargadas de trascendencia, cuestiones terribles incluso, que marcaban para siempre la vida de las personas, pero nada tan imprescindible como un estofado. «Al fin y al cabo todas las personas comen —razonó—, y al comer demuestran lo que son mucho más que cuando piensan. Al comer no se equivocan». Ahí estaba el meollo de la cuestión. Si finalmente, después de remover Roma con Santiago, los hombres acababan sentándose a comer y sólo entonces sentían que volvían a ser un poco ellos mismos, un poco ellos en una situación normal y relajada, como quien está por fin donde debe estar, ¿por qué se empeñaban en considerar fundamentales todas las barbaridades que hacían allá afuera en nombre de ya no sabían qué ideas o fidelidades? ¿Por qué se empeñaban en ponerlo todo en peligro, si al final sólo deseaban sentarse a comer?
Felisa García removió un poco más el contenido de la olla, la dejó al fuego y preparó unos bocadillos para Camila y Andrés, que iban a darse un baño. Cuando los chicos se hubieron marchado, fue a buscar su recado de escribir, una libreta con las cubiertas manchadas de grasa y un lápiz tan mordisqueado que parecía un tallo seco. Se sentó a la mesa y dedicó un buen rato a sus ejercicios de escritura.
Al mediodía lo tenía todo a punto. Había puesto los manteles nuevos en las mesas del bar y la olla inundaba la cocina de un olor imprescindible. Su pequeño imperio estaba listo para el regreso a la normalidad pero Leonor Dot apareció antes que nadie con inquietudes en las que la cantinera, preocupada por otros asuntos, no había aún reparado.
—¿Los has visto? —preguntó la recién llegada—. ¿No han regresado todavía?
Felisa García cayó entonces en la cuenta de que Camila y Andrés habían ido a bañarse. Miró a su alrededor como si los buscara por allí, pues aquella mañana se había acostumbrado a perder todo cuanto tocaba. Luego se volvió hacia su amiga con expresión de culpabilidad.
—Les he preparado bocadillos de panceta. Quizá se hayan entretenido. Los jóvenes sólo se acuerdan de nosotras cuando tienen hambre.
—Camila sabe que tiene que estar aquí a la una, es la única condición que le pongo… y ya son casi las dos.
Felisa, que se había limpiado las manos en el delantal y luego había empezado a estrujarlo como si degollara un pollo, contempló la cantina vacía.
—A lo mejor ha perdido el reloj —conjeturó—. No deberías dejar que fuera con él a bañarse.
Poco después apareció el Lluent, que acababa de amarrar la barca. Había salido por la costa a comprobar las nasas, pero no había visto a los jóvenes bañistas. Tras tomar asiento y frotarse un poco los muslos doloridos aclaró el pescador que él había ido hacia el sur, en dirección contraria a la que solían tomar Camila y Andrés. Más tarde entró Benito Buroy. Se encogió de hombros al ser interrogado, hizo un gesto de negación con la barbilla y fue a sentarse a su mesa del fondo. El último en llegar fue el aviador alemán. La imposibilidad de entenderse con los isleños había entregado a Hermann Schmidt a una radical misantropía que entretenía con largos paseos, y ya sólo aparecía por la cantina para comer. Tres días después llegaría la barca que iba a sacarlo de allí, y aquello era lo único que le interesaba.
—Nunca se han retrasado tanto —dijo Leonor Dot con la voz quebrada—. Esto es que les ha pasado algo, seguro que les ha pasado algo.
Se asomó a la puerta para contemplar la plaza, cruzó los brazos y, cubriéndose la cara con una mano, comenzó a sollozar. Felisa García intentó retirarle la mano de la cara, pero Leonor se resistió.
—Perdóname… —dijo—. A veces pierdo los nervios. No podría soportar que le pasara algo a mi niña. Ya son demasiadas cosas…
La cantinera soltó un exabrupto, salió al exterior y se encaminó hacia la Comandancia Militar, Poco después regresaba con el capitán agarrado por un brazo, mientras el camión abandonaba su reposo a la sombra en dirección al campamento.
—¡Ya está! —afirmó, como si todo estuviera resuelto—. Constantino ha enviado una patrulla a buscarlos. Dígaselo, Constantino… Dentro de nada los traerán cogidos por las orejas. ¡Me va a oír ese idiota de Andrés! ¡Vaya si me oirá!
El capitán contempló algo azorado a Leonor Dot, que tenía los ojos enrojecidos y los labios tan apretados que le temblaban levemente.
—No se preocupe —dijo.
Ante la pobreza de aquella aseveración pensó que era conveniente revestirla con un argumento más sólido. Y, recordando su constante otear del horizonte en busca de la escuadra enemiga que devastaría Cabrera y los pasaría a todos por las armas, empezando por él, buscó tranquilizar a aquella mujer de la misma manera que se tranquilizaba a si mismo. Hinchó el pecho y concluyó con aplomo:
—Las tragedias que no se esperan son las únicas que al final suceden. Se lo digo yo, que soy militar.
Hacia ya casi tres horas que los soldados habían salido en busca de los jóvenes desaparecidos, y aunque no había ninguna noticia de ellos, el capitán Constantino Martínez acababa de pasar por el bar para pedir de nuevo a Leonor Dot y a Felisa García que no se preocuparan, que todo estaba bajo su control. Luego había vuelto a encerrarse en su despacho a esperar, tal como hacían ellas, sentadas a una de aquellas mesas con manteles nuevos. Las dos mujeres se miraban sin saber qué hacer.
Un rato antes, Leonor Dot había suplicado al Lluent que la sacara en su barca, pero el pescador se negaba asegurando que el cielo se veía triste, que el mar estaba sombrío y revuelto y que en aquellas condiciones no podrían acercarse a la costa. Y estaba en lo cierto. La proximidad del atardecer encrespaba las aguas, que hasta en el interior de la bahía se movían con inquietud de agitaciones submarinas. Parecía que una tormenta se estuviera gestando bajo las olas, pero nada de aquello importaba a Leonor Dot. Fuera de sí, había golpeado al Lluent con los puños gritándole que era un viejo borracho y cobarde, hasta conseguir que el pescador acabara desoyendo por primera vez los avisos del cielo y se embarcara, aunque sin aceptar llevarla con él, para regresar al poco tiempo empapado por completo y con los brazos entumecidos. «Si el mar no te deja, no se puede», había comentado con desesperanza mientras amarraba la barca de nuevo al espigón. Desde entonces paseaba por el muelle como un animal enjaulado.
Sólo un hombre podía encontrar a los dos jóvenes, e iba a hacerlo por casualidad. Después de tantos meses de reclusión, Markus Vogel conocía al dedillo todos los recovecos de la isla. A menudo salía a caminar por la soledad absoluta de aquellos parajes, o a observar desde el monte la vida en la plaza. Aunque no solía aparecer por allí, y la amenaza de Benito Buroy se lo impedía ya por completo, había días en los que necesitaba espiar a los otros para sentirse acompañado. Y aquél era uno de esos días. Mientras Leonor Dot y Felisa García esperaban sentadas a una mesa de la cantina, él cruzaba el monte en dirección al pueblo. Un rato después llegaba al sendero que horas atrás tomaran Camila y Andrés, y se asomaba al escarpado que se despeñaba hacia las olas más allá del cementerio. Allí se detuvo a contemplar la línea de la costa que el mar había ido quebrando hasta formar diminutas calas que se resguardaban entre los brazos de roca que aguantaban la erosión. En una de ellas, no lejos de donde estaba, alcanzó a ver una patrulla militar. Los soldados husmeaban por entre las grietas como si buscaran erizos. Markus Vogel conocía bien aquel lugar, pues era ahí donde Camila solía bañarse. En más de una ocasión había espiado a la niña desde lo alto del acantilado. Le gustaba verla flotar con los brazos en cruz, ingrávida sobre el lecho marino, tan inmóvil y tan viva en medio de aquel paisaje desolado.
Alzó la mirada hacía lo alto. Un trueno le había retumbado en el estómago y el cielo se encapotaba con rapidez. Markus Vogel cambió de idea y decidió regresar a su cueva antes de que la lluvia lo sorprendiera, pero ya era demasiado tarde. Caían sobre él goterones lentos y espaciados que rompían sobre las rocas como burbujas grávidas. El ermitaño sabía que aquél era el preludio de una tormenta que no tardaría en descargar. Comprendió que no tenía tiempo para alcanzar su refugio, pero conocía un lugar donde guarecerse. Cerca de allí había una cala con una gran cueva.
Retrocedió bordeando el acantilado hasta llegar a un saliente en el que crecía un corazoncillo de flores amarillas. En aquel lugar se abría una falla que el paso de los siglos había convertido en una escalera de vértigo. Fue entonces, al acercarse a ella, cuando vio desde lo alto del acantilado, en la pequeña lengua de arena, a Camila tumbada de costado, inmóvil.
El ermitaño tuvo que serenarse para iniciar el descenso. El corazón le bombeaba con tanta fuerza que le daba la impresión de que iba a perder el equilibrio, pero aun así fue bajando con cautela repitiéndose a sí mismo que lo importante era llegar, mantenerse firme para socorrer a Camila. De vez en cuando se detenía, miraba hacia abajo y gritaba el nombre de la niña, pero ella continuaba sin moverse. Cuando alcanzó la cala, avanzó unos pasos con la misma lentitud con que había descendido, como si también allí pudiera despeñarse. Lo que en realidad hacía era demorar el momento en que Camila estaría entre sus brazos. Tenía miedo de la frialdad de su cuerpo.
La niña le daba la espalda. Estaba desnuda y con el cuerpo encogido a merced de las olas que, tras batir en las rocas que la rodeaban, se desplomaban con placidez sobre la arena. La espuma blanca jugaba con su melena, que se abría y cerraba como un abanico movido por una mano invisible. Unos tallos de algas, de un color verde intenso aunque transparente, se habían enredado entre sus pies. Parecía que el mar la hubiera depositado allí tras pasearla por sus ocultas profundidades.
Markus Vogel se repuso a la impresión y tocó el hombro de Camila. Al hacerlo encontró la frialdad que tanto lo asustaba, pero aquello, en lugar de paralizarlo por completo, le devolvió el aplomo que necesitaba para voltear el cuerpo de la niña, contemplar un instante la palidez de su cara y apoyar un oído contra su pecho. No supo si era su propio corazón el que le bombeaba en el interior de la cabeza. Se separó del torso de Camila, tomó aire un par de veces y volvió a intentarlo. Entonces pudo escuchar, con perfecta nitidez, que dos corazones latían dentro de él.
Aquello acabó con sus defensas. Cogió a la niña por las axilas, la abrazó contra su pecho y, mientras le palmeaba las nalgas y las piernas para limpiarla de arena y de algas, comenzó a gritar pidiendo ayuda. Pero los soldados se encontraban muy lejos de aquel lugar y Markus Vogel estaba solo junto al mar embravecido, bajo aquella lluvia morosa y persistente. Nadie iba a acudir en su ayuda. Buscó a su alrededor cualquier cosa que le permitiera cubrir a Camila, y fue entonces cuando descubrió a Andrés sentado en una roca junto a la gruta que se abría en el acantilado. Asentía compulsivamente con la cabeza, la mirada extraviada y las manos atenazadas en las rodillas.
—¡Ayúdame! —gritó Markus Vogel.
Su voz pareció sacar a Andrés del trance, pero aquello fue mucho peor para el muchacho. Se puso en pie de un salto, contempló al alemán con un pánico desorbitado y ascendió por la falla con la agilidad de una cabra. Markus Vogel lo vio desaparecer en lo alto de la cornisa. Se había quedado solo allí, con Camila entre los brazos. Le sostuvo la cabeza por el cogote, como si fuera la de un recién nacido, y la besó en la frente. Luego le friccionó la espalda. Cargando su cuerpo inerte sobre un hombro, se dispuso a subir por donde lo había hecho el hijo de la cantinera.
Hermann no se cansa de mirarme desde la sombra del emparrado. Es alemán como Markus, pero no tiene nada que ver con él. Aunque sólo Markus le entiende, parecen haber venido de mundos muy distintos. Aquí Hermann no cae bien a nadie excepto a mí. Ni siquiera le cae bien a Benito, que es el hombre más antipático del mundo. Ahora Benito se muestra más abierto y hasta a veces sonríe cuando se cruza con mama y conmigo, dejándonos claro que no está de su lado sino del nuestro. Tampoco cae bien Hermann al capitán Constantino, que se queja de que su avión se estrellara cuando la barca de los víveres ya hacía horas que había regresado a Mallorca, Se lamenta el capitán de que, por culpa de esa coincidencia, tendrá el alemán que estar con nosotros una semana entera hasta que por fin lo repatrien a su país. Porque para Hermann, según dice mamá, estar aquí es estar en ninguna parte, por ser nuestro país neutral en la guerra. Lo cierto es que se le ve preocupado por cosas que no son de aquí, irritado por estar en esta isla que para él es como el limbo. Y eso es natural, porque se trata de un hombre comprometido con las cosas que depende de él. Basta con observar sus ojos profundos y siempre preocupados.
Yo intento mirarlo cuando parece distraído, pero es difícil porque está atento a todo lo que hago. Me sigue con la mirada y una sonrisa entristecida en la boca, como si no tuviera otra cosa que hacer que verme pasar. A mi me incomoda tanto que, al alejarme, me vuelvo de repente para sorprenderlo mirándome, pero Hermann, lejos de cortarse, reinventa su sonrisa y la vuelve aún más melancólica y desprotegida. Mamá me dice que no me acerque a ese hombre, que es peligroso como una tintorera. Pero yo estoy segura de que no es verdad. A mí me da pena verlo ahí, sentado sin hacer nada, con todas las horas vacías por delante, largas como vidas enteras. Me da la misma pena que me daba papá cuando Cegaba a nuestra casa de Barcelona y se sentaba en el salón y hundía la cara entre las manos porque le estaban quitando todo lo que tenía. Y es que los hombres como papá, que era el mejor, y también otros que llegan desde muy lejos como Hermann, dan mucha pena cuando pierden lo que son.
Es entonces cuando, cegados por la rabia y la desesperanza, hacen cosas que nadie puede entender. Esta mañana Hermann ha querido que el Lluent le llevara a costear la isla en su barca. Desde allí ha estado disparando con su pistola a todo cuanto veía, a los salientes de las rocas, a los troncos de los árboles y a las pocas cabras que se le ponían a tiro. Una de ellas, alcanzada por las balas, se ha despeñado y ha caído al mar. Yo creo que Hermann sólo quería desfogarse, que no lo ha hecho a propósito. Pero, en cuanto el Lluent ha pisado las piedras del muelle, se ha ido directo al despacho del capitán Constantino. Las voces del pescador se oían desde la plaza, tan alteradas que el capitán, que conoce su carácter, ha pensado sin duda que aquello iba a acabar como el rosario de la aurora. Aunque se le veía con muy pocas ganas de hacerlo, se ha dirigido a la cantina para decirle al aviador alemán, mediante signos, que su arma quedaba confiscada. Hermann se ha resistido a entregársela, pero estaba obligado a hacerlo. Por fin la ha puesto sobre la mesa murmurando un par de frases que, aunque no podían entenderse, no han sonado nada bien. Parecía muy enfadado.
Constantino no sabía cómo reaccionar. Se ha limitado a coger la pistola y a salir de la cantina para encerrarse de nuevo en su despacho. En el aire ha quedado una sensación de odio extremo, de guerra interrumpida. Y ése es otro problema que tienen los hombres, que no saben dar las cosas por acabadas. Hasta a papá, cuando llegaba a casa y venía a mi cuarto a darme las buenas noches, se le veía agobiado e insatisfecho como si el día no tuviera suficientes horas o si él, pese a haber hecho lo imposible por resolver todos sus asuntos, no hubiera llevado a buen puerto nada de lo que realmente le interesaba. Se quedaba sentado en el salón, sin poder conciliar el sueño. Mamá le hacía una infusión y le decía «no te preocupes, todo se arreglará». Pero nada se arreglaba porque los hombres viven sin interrupción y eso hace que estén siempre inquietos. Estoy segura de que ahora mismo el capitán Constantino, y Benito, y Hermann, y Paco y el Lluent andarán dando vueltas y más vueltas a las causas pendientes que les impiden cerrar cada noche un capítulo y abrir uno nuevo a la mañana siguiente, como hago yo cuando escribo este diario. Parecería que todos buscaran vengarse los unos de los otros, y que eso les llevara a vivir en suspenso, esperando el momento de hacerlo.
Por este motivo se vuelven locos a veces y matan sin querer una cabra, o hacen cosas todavía más difíciles de entender.
El médico del campamento salió al porche limpiándose las manos con un trapo de cocina. Leonor Dot y Felisa permanecían en el interior, junto a la cama donde reposaba Camila, mientras los hombres esperaban el diagnóstico bajo la lluvia morosa que anunciaba la llegada del otoño. Estaba incluso Benito Buroy, que nunca había visitado aquella casa, un tanto apartado para situarse fuera del alcance de la luz de la bombilla. Todos se habían vuelto hacia el médico, pero éste, sin dejar de pasarse el trapo por las manos, caminó hasta el final del pavimento y paseó la mirada por la oscuridad de la noche.
—Yo no estudié para esto —dijo sin volverse hacia ellos—. Lo mío es sacar balas y entablillar huesos rotos. Soy militar y atiendo a hombres que luchan. Sé cómo tratarlos cuando los hieren. Pero no estoy preparado para otro tipo de heridas.
El capitán Constantino Martínez abrió los brazos en señal de impaciencia. Avanzó hasta el médico y lo cogió por un codo.
—Venga, hombre de Dios, díganos cómo está.
—Tiene una ligera hipotermia que se le pasará con un poco de calor. Es una chica con una constitución muy fuerte. —El médico miró entonces al capitán—. Eso no es lo malo… La han violado. Por suerte no hay desgarro y su vida no corre peligro, pero la ha afectado mucho, como es lógico. No reacciona. Está consciente, eso creo. Sin embargo, no habla ni se mueve. Usted me pregunta cómo se encuentra y no sé qué contestarle. Ya le he dicho que lo mío es sacar balas de un hombro o de una pantorrilla… Le he administrado un sedante, no sé si era lo más correcto.
Se hizo un espeso silencio. El capitán le miraba como si no fuera capaz de entenderle, y Markus Vogel, recostado contra la pared, se había tapado la cara con las manos. Sonó entonces, arrastrada y lenta como un tórrido soplo de viento, la voz del Lluent.
—Sólo quiero saber quién lo ha hecho.
—Y yo qué sé. La niña no abre la boca y las mujeres no quieren atosigarla… Tienen razón, es mejor dejarla descansar. Habrá que esperar a que se recupere.
Continuaba cayendo una lluvia escasa y persistente, pero no hacía frío y los hombres la ignoraban. En el interior de la casa resonaba la voz de Felisa García, que rezaba o maldecía. La noche se había vuelto tan opaca que parecían encontrarse en el fondo de una sima, a muchos metros por debajo cíe cualquier parte o en lo más profundo del mar. Benito Buroy, que había permanecido apartado, avanzó un par de pasos. Dio la sensación de que emergía de las tinieblas.
—Aquí no se puede hacer nada —dijo—. Me voy a dormir.
No se molestó siquiera en mirar a Markus Vogel. Cruzó la única estancia de la casa y se encaminó hacia la plaza. Al poco oyó unos pasos tras él. Era el médico.
—Espere —le pidió el galeno, que había emprendido una titubeante carrerilla en la oscuridad—. Ya que estamos aquí, podemos parar en la cantina y le quito los puntos de ese dedo. Seguro que la herida está cerrada.
Mientras ellos se alejaban, el capitán Constantino Martínez, en el porche, no sabía cómo conducir la situación. Echó una mirada al ermitaño, que se había ido deslizando por la pared hasta acabar sentado en el suelo. El enorme corpachón del alemán parecía un saco abandonado al lado de la puerta. El militar tiró de los faldones de su guerrera y se sacudió los hombros intentando secárselos. Benito Buroy tenía razón. Allí no se podía hacer nada. Había llegado el momento de retirarse él también y dejar que las mujeres se encargasen de la niña. A fin de cuentas, aquél era un problema de orden estrictamente femenino. Además, por culpa de todo aquello comenzaba a amenazarlo el ardor de estómago. Y eso sin haber cenado, que tenía su delito. Forzó unas toses para aclararse la garganta. Sólo entonces se volvió hacia el Lluent para despedirse de él. Le asustó un poco su actitud. El pescador, inmóvil y callado como siempre, mantenía la mirada fija en el vacío. Parecía que estuviera a punto de cometer alguna locura. Pero el capitán sabía que entre sus incontables funciones estaba la de impedir que la gente perdiera los estribos.
—Tranquilícese —dijo, revistiendo su voz de la sensatez de quien ha pasado por trances mucho peores—. Debemos actuar con calma hasta encontrar al culpable. De momento, sólo cabe rezar para que esto no vuelva a repetirse.
—¿Rezar? —murmuró el pescador, sin mirarle—. ¿A quién, rezar?
—No sea derrotista, hombre, y no blasfeme. Venga, dejemos que las señoras hagan su trabajo y bajemos a la cantina. Cenaremos algo, nos tomaremos una copita y ya verá, en dos días ni nos acordaremos de todo esto.
Amanecía un día frío y saturado de humedad, pero el cielo estaba despejado. Sólo unas nubes lejanas se deshilachaban en el horizonte allá por donde salía el sol, astillando su luz intensamente roja. Felisa García, que había pasado la noche en vela, preparaba achicoria para el Lluent, que tiritaba en una de las sillas de la cantina con los ojos vidriosos y la mandíbula y las manos agarrotadas. Se preguntaba la mujer, mientras atizaba las brasas para que el agua hirviera con mayor rapidez, qué habría hecho el pescador hasta aparecer por allí con las primeras luces, trémulo y desfallecido. Seguramente nada más que canturrear a la puerta de su casa, absorto en su mundo de voces olvidadas o imposibles, dejando que la lluvia le fuera apagando el fuego insoportable de sus emociones. Felisa García sabía que el Lluent sentía la vida de una forma tan intensa como imprecisa. Nada era del todo suyo ni del todo ajeno a él. Y aunque no fuera un hombre religioso, tenía un sentido del orden que en demasiadas ocasiones no se ajustaba a lo que sucedía en el mundo. Por eso, a menudo se le volvían obsesivas las ideas y le quemaban por dentro.
Había sido una noche extraña y desagradable. Al llegar, ya muy tarde, de casa de Leonor Dot, la cantinera había encontrado a su marido durmiendo empapado en su propio vómito. En cambio, la cama de Andrés permanecía sin deshacer, la almohada esponjada y el embozo abierto, tal como la había dejado ella por la mañana para hacerle más grata la hora de enfrentarse a las pesadillas. El chico no había vuelto a aparecer tras abandonar a Markus Vogel en la cala con el cuerpo inerte de Camila entre los brazos.
Felisa García había pasado la noche sentada a la mesa de la cocina, angustiada por cómo lo estuviera pasando su hijo y maldiciendo a su marido por dejarla sola en momentos de tanto sufrimiento. Con sus manos gordezuelas una sobre otra, la mirada vagando perezosa de las estanterías a los fogones, de éstos al retrato de Pío XII y de nuevo a las estanterías repletas de cazos renegridos, latas cubiertas de grasa y tarros con olor a podredumbre, fue cayendo la mujer en las trampas del pensamiento. El paso lento de las horas le había ido despertando una incertidumbre que a punto estaba de volverla loca. Sin poder evitarlo, daba vueltas y vueltas a la idea de que Andrés únicamente desaparecía cuando se sentía herido en su orgullo o culpable de algo. Pero el día anterior nadie le había hecho nada malo a su hijo. Muy por el contrario, Felisa recordaba haber visto al muchacho muy contento ante la perspectiva de aquel día en la playa. Entonces, si era la culpabilidad la que, muchas horas y horrores después, lo había obligado a salir corriendo ante el alemán que le pedía ayuda, aquello sólo podía significar que había sido él el que había forzado a la niña. A la cantinera, que seguía sus razonamientos sin hacer trampas ni adelantarse nunca a su propio discurrir, le dio un vuelco el estómago al alcanzar aquella conclusión: era Andrés el que había violado a Camila.
La habitación se había quedado de pronto sin aire y Felisa García, con las manos en el pecho, había comenzado a boquear horrorizada. Sintió la necesidad imperiosa de llamar a alguien, pero no supo a quién, ni si tenía derecho a suplicar que la asistieran. En aquel momento se oyó el sonido de la puerta de la cantina y, al alzar Felisa la mirada, tropezó con la de Pío XII, que la observaba desde su calendario de pared. Los ojos del papa ya no ofrecían su habitual placidez y le recriminaban que hubiera parido a un degenerado, que fuera una mujer tan débil y que, no contenta con todos los males que había llegado a desencadenar, continuara sentada sin hacer nada. Felisa García meneó la cabeza, se puso en pie y fue a ver quién entraba, murmurando por lo bajinis:
—No puedo venirme abajo, no puedo. Tengo que encontrar a Andrés y entregarlo a las autoridades.
El Lluent caminaba tambaleándose. Nunca, ni tras sus peores noches en el mar, había aparecido por la cantina en un estado tan lamentable. Tomó asiento en una silla sin fuerzas para contestar al saludo de la cantinera. Felisa García, a pesar de la hora que era, se apresuró a prepararle una achicoria bien caliente. Mientras atizaba el fuego preguntándose qué habría hecho para estar tan maltrecho, tuvo una idea que la dejó paralizada. El pescador era un hombre de impulsos brutales, ella lo sabía bien, y resultaba sorprendente verlo vencido por un abatimiento que podía deberse, por qué no, a la culpa. A la culpa que le podría causar no haber sabido resistirse a la tentación de apropiarse de la inocencia de Camila, y con ella de los perfumes de su imaginación, y de las voces inaudibles, y de un pasado que recordaría entre brumas y de un futuro que sencillamente no existía. Casi todo en la vida se hace para cubrir malamente una idea superior e inalcanzable, pensó Felisa García. ¿Por qué no podía el Lluent haber caído en aquel espejismo que acababa condenando a casi todos los hombres? ¿Y si era el pescador el que había violado a la niña, y no su hijo?
Sirvió un tazón bien lleno, salió a la cantina y lo puso delante del hombre, que continuaba con la mirada hundida entre las piernas. La cantinera se sentó frente a él y apoyó los codos en la mesa.
—¿Qué has hecho, Lluent? —se aventuró a preguntar, vagamente consciente de que con aquella pregunta aventuraba también la posibilidad de ponerse a salvo de sus propias culpas.
La respuesta no iba a tardar ni un segundo. Sin duda el pescador había estado meditando sobre ello.
—Salgo al mar y me hago viejo —balbuceó con la voz quebrada—. Eso es lo que hago. Cada día salgo al mar y envejezco un poco más. Y a veces me pregunto para qué.
Felisa García no era lo bastante ciega como para aferrarse a una entelequia.
—Bébete eso —le dijo, poniéndose de nuevo en pie—. Te sentará bien.
Regresó a la cocina. Una vez a solas apoyó la espalda en la pared y se puso a sollozar con rabia, una rabia tan fuerte que le estremecía las tripas. Podía haber sido el Lluent quien violara a la niña, quién lo sabía, pero también podía haber sido algún soldado del campamento o hasta su propio marido, que había pasado todo el día borracho dando tumbos por la isla. Podía haber sido cualquiera, incluso Markus Vogel, que a fin de cuentas era el que la había traído hasta el pueblo. A los hombres no se los conoce nunca lo suficiente. Pero ella sabía que su hijo tenía un problema grave en la cabeza, y que en muchas ocasiones lo había encontrado masturbándose en cualquier lugar, a veces delante de la gente, y que Leonor lo había sorprendido espiando a Camila dormida y que era ella, Felisa García, quien había parido a aquel muchacho que no sabía que hay cosas que no deben hacerse por mucho que te atraiga una belleza que nunca va a ser tuya. Así eran las cosas, para qué iba a engañarse. Andrés había forzado a Camila y a ella le tocaba reparar los daños en la medida en que le fuera posible. Estaba dispuesta a empezar de inmediato. De la desgracia sólo se puede salir con voluntad y sacrificio, eso se dijo Felisa García.
Se apartó de la pared comprobando que las piernas aún la sostenían y que no perdía el equilibrio. Se frotó las manos con determinación. Tenía que preparar la comida y pensar en lo que haría después. Así debían de hacerse las cosas para que la vida siguiera su curso y para que Camila tuviera un buen caldo, que aquello era lo primero. Y los demás, por muy dolidos o atareados que estuvieran, también querrían comer. Más tarde, cuando hubiera resuelto todo aquello, se encargaría de Andrés. Ya sabía dónde encontrarlo.
Cogió con un resoplido la olla más grande. Se dio la vuelta para llenarla de agua y tropezó de nuevo con Pío XII, que continuaba mirándola con desaprobación. Pero Felisa García ya se había puesto en marcha y no estaba para bromas.
—Y tú… vete a la mierda —le dijo.
Cuando Felisa llamó a la puerta, Leonor sostenía a un lado la cortina para observar el mar a través de la ventana. Se volvió para ver entrar a la cantinera, que traía una cazuela humeante y una hogaza bajo un brazo. La recién llegada dirigió una mirada fugaz hacia la cama donde Camila, cubierta hasta el cuello con una manta, permanecía inmóvil en posición fetal. Luego dejó lo que llevaba en la repisa de mármol y cruzó los dedos de las manos sobre el estómago. Leonor se había vuelto de nuevo hacia la ventana.
—Ha venido a verme el capitán —dijo con voz temblorosa—. Quería informarme de que ha estado investigando a sus hombres y no ha podido ser ninguno de ellos. Sólo el doctor se ausentó ayer el tiempo suficiente para llegar hasta la cala, así que lo ha arrestado de forma preventiva… Ese hombre es tan tonto… Me da una pena… Una pena de todos nosotros…
Los hombros de Leonor delataban que se había puesto a llorar. Felisa García avanzó un par de pasos con la intención de consolarla, pero se detuvo bruscamente bajando la mirada hacia sus propios pies. Se sentía demasiado sucia para abrazar a aquella mujer y tampoco podía fingir que la relación entre ellas continuaba igual que antes. Había llegado el momento de empezar a asumir su responsabilidad.
—He traído caldo para la niña. Debes intentar que tome un poco. Lo necesita.
Se calló unos instantes para tratar de infundirse coraje. Luego continuó:
—Leonor, no sé si voy a poder volver a mirarte a la cara.
La otra giró el cuello para observarla con perplejidad. Tenía unas ojeras lagrimadas y profundamente oscuras.
—¿Por qué dices eso?
—Ha sido Andrés, mi hijo. Todavía no ha vuelto a casa, pero sé dónde está, en ese lugar que los chicos llaman el valle de las voces. Ahora voy a servir las comidas. Luego iré a buscarlo y le pediré al capitán que lo lleve detenido… Quiero que sepas que tú has tenido mala suerte en la vida, pero yo también.
—¿Quién dice que ha sido Andrés? ¿Quién lo dice?
Leonor Dot se había separado de la ventana para acercarse a la cantinera. Ésta, tras mirarla un instante, había bajado de nuevo la vista hacia el suelo.
—Yo lo sé, que soy su madre. He estado pensando toda la noche… Es un buen chico, pero está enfermo y no sabe controlarse. Ha sido él.
Leonor, haciendo un gesto de cansancio, cogió una silla por el respaldo para acercarla hacia sí y se sentó en ella. Hincó un codo en la mesa, apoyó la frente en la mano y miró a la cantinera.
—En Barcelona mi marido tuvo muchos problemas con los infiltrados del otro bando —dijo—. Había delaciones, sabotajes… esas cosas. En una ocasión impidió que fusilaran a uno por haber pasado información al enemigo. Era un cura famoso por sus ideas reaccionarias, pero no se había podido demostrar nada contra él. Ricardo aclaró a sus hombres que no quería un culpable cualquiera, sino al culpable de aquel delito, y ordenó que lo pusieran en libertad… No sé si me explico.
—Siempre te has explicado muy bien —afirmó Felisa García—, pero ha sido mi hijo. Estoy segura… Insiste a la niña para que tome un poco de caldo, hazme ese favor.
Salió de la casa sin añadir nada más. Leonor Dot, al quedarse sola, fue hasta la cazuela y levantó la tapa. Un humeante aroma de apio invadió la habitación. A Leonor le ronronearon las tripas. Miró a Camila. La niña continuaba sin hacer ningún movimiento, acurrucada con la cara vuelta hacia la pared. Su madre sirvió un tazón. Fue hasta la cama y se sentó con cuidado junto a ella. Le pasó una mano suavemente por el pelo.
—Bebe, cariño. Te lo ha traído Felisa.
Camila no respondía.
—Tienes que tomar algo. Haz un esfuerzo.
Le puso una mano en la frente y descubrió que estaba ardiendo. El médico militar ya le había advertido de que aquello podía suceder y le había dejado un cuenco con miel. Leonor calentó un poco de leche y disolvió en ella un par de cucharadas. Luego regresó a la cama. Sostuvo la cabeza de Camila contra su pecho y le acercó el vaso a la boca.
—Bébete esto. Debes luchar, cariño. Bébetelo.
Camila obedeció con dificultad, sin abrir los ojos. Poco a poco bebió la leche mientras Leonor pensaba que aquella tarde, en cuanto pudiera dejarla con alguien, iría a ver al capitán y le suplicaría que permitiera salir al médico para que volviera a visitarla.
En cuanto su madre le soltó la cabeza, la niña recuperó su posición contra la pared. Leonor se puso en pie y la miró con desolación.
—No podría vivir sin ti, Camila —le dijo—. Tienes que ser fuerte, porque hay mucha gente que te quiere.
Se alejó de la cama, cogió el tazón de caldo y salió al porche. Quiso beber, pero la garganta se le atenazó y no pudo abrir la boca.
Felisa García nunca había faltado a su palabra. Aquella tarde, en cuanto hubo acabado de recoger el servicio de la comida, tiró el delantal sobre la mesa de la cocina y salió de la cantina. Al poco rato, los soldados de guardia en el campamento la vieron pasar con los brazos en jarras encaminándose hacia el interior de la isla. A Felisa García le sobraba energía para buscar a su hijo por todos los valles de este mundo, pero no contaba con que le dolieran tanto las piernas. Le costó un gran esfuerzo ascender el último repecho que daba al valle de las voces. Apoyada en un pino, con los pies tan hinchados que las sandalias a duras penas los contenían, se maldijo por ser tan gorda y tan vieja mientras escudriñaba la espesura en busca de Andrés. No lo vio, y el muchacho no iba a contestar si lo llamaba, así que emprendió el descenso dispuesta a recorrer palmo a palmo aquel lugar.
Encontró a su hijo poco después, sentado sobre una roca cubierta de musgo. Aunque sin duda había advertido su presencia, pues Felisa avanzaba por el fondo del valle como un elefante, Andrés no movió un solo músculo. Su madre se plantó ante él resoplando, alzó una mano y le dio un bofetón tan sonoro que volaron todos los pájaros de los árboles.
—¡Lo que has hecho no tiene nombre! ¡No tiene nombre ni perdón! ¡Me avergüenzo de haberte parido!
Sin mediar más palabras cogió al muchacho por el cuello de la camisa y lo arrastró de regreso al pueblo. Andrés se dejaba conducir. A ratos gimoteaba un poco y se llevaba una mano a la mejilla dolorida, pero no oponía resistencia. Cuando llegaron a la plaza empezaba a declinar el sol. Felisa García se dirigió resueltamente hacia la Comandancia. Sin embargo, a medio camino se detuvo unos instantes para reflexionar. Tomó otra decisión. Con su hijo cogido aún por el cogote, emprendió el ascenso a la casa de Leonor Dot. Entró allí sin llamar a la puerta y empujó al muchacho hacia la cama de Camila.
—¡Mírala! —gritó—. ¡Quiero que la veas antes de que te encierren! ¡Quiero que veas lo que has hecho!
Andrés, con la cabeza hundida entre los hombros, se volvió asustado hacia su madre. Luego se acercó a la cama, se arrodilló junto a la cabecera y soltó un lamento largo y lúgubre, como el de los perros cuando aúllan a la muerte. Camila se dio entonces la vuelta, entreabrió los ojos y sonrió levemente.
—Sabía que vendrías —dijo la niña.
Andrés, tras un instante de vacilación, le puso sus manos sucias sobre la cara. Camila respondió con un brazo huesudo y extremadamente pálido que alzó con asfixia para pasarlo por encima de su espalda.
Las dos mujeres los miraban con asombro. Fue Leonor la primera en reaccionar.
—No ha sido él —dijo—. No le hagas más daño.
Paco se había asomado a la habitación de Andrés, pero no se atrevía a acabar de entrar. Había dejado transcurrir el día anterior en la cama hasta que, avanzada la tarde, no pudiendo soportar el olor del vómito y en vista de que Felisa no regresaba, se había levantado para cambiar él mismo las sábanas. Luego se había vuelto a acostar y se había quedado otra vez dormido. En aquel momento acababa de despertarse. Ya hacía rato que había amanecido.
—Felisa —dijo desde la puerta—, no sé lo que me pasó… No recuerdo nada, es como sí me hubiera vuelto loco. Creo que sí, que me volví loco. Sólo recuerdo que anduve mucho… No debiste decirme que era el enemigo público número uno. Felisa García parecía no escucharle. Sentada en la cama de Andrés, le había quitado la chaqueta del pijama y observaba sus brazos cubiertos de moratones. Obligó al muchacho a darse la vuelta y descubrió que tenía también un enorme hematoma en la espalda.
—No te muevas —le dijo—. Ahora vengo. Fue al descansillo y se detuvo delante de su marido, que al verla venir había retrocedido hasta la puerta de su dormitorio.
—El chico no está bien. Voy a pedirle al capitán que haga venir al médico.
Avanzó hacia la embocadura de la escalera, pero se detuvo de nuevo y se volvió hacia Paco con un gesto de abatimiento.
—Lo que dije fue que no había nada peor que tener al enemigo en casa. Eso fue lo que dije, no que fueras el enemigo público número uno… ¿Quién te crees que eres? Para eso no darías la talla.
Bajó a la cantina, salió a la plaza y se encaminó renqueando hacia la Comandancia Militar. Le dolía la cadera. El capitán Constantino Martínez, que se encontraba en su despacho dejando pasar las horas, la recibió convencido de que nada bueno podía depararle una visita de la cantinera. Así era, en efecto. Felisa García quería que dejara salir al médico para que fuera a ver a su hijo.
—Pero ¿qué es lo que pasa? —exclamó, enfurecido—. Basta con que arreste a ese hombre para que todo el mundo lo necesite. ¿Es que se han puesto todos de acuerdo?
Sin embargo mandó llamar al doctor, que acudió a la cantina custodiado por dos soldados. El hombre no parecía intranquilo por su situación. Sabía bien que en realidad no tenían nada contra él, y que el capitán se limitaba a poner a salvo el buen nombre del ejército antes de echar tierra sobre el asunto. Se acercó a Andrés, al que habían sentado en una silla del bar, y lo reconoció meticulosamente.
—Le han pegado una soberana paliza —concluyó—. Fíjense qué cardenales, se han ensañado con él. Miren, tiene hasta la palma de una mano marcada en la cara.
Felisa García, a sus espaldas, se removió incómoda y dejó escapar una tosecita. El doctor había aplicado una oreja al pecho del muchacho. Se quedó completamente inmóvil, tan atento a lo que oía que parecía estar sintonizando la radio. Los dos soldados, los padres de Andrés y hasta el capitán Constantino Martínez, que había acudido a curiosear, guardaron un respetuoso silencio y contuvieron la respiración. Después, el médico palpó largo rato los costados de su paciente, hundiendo los dedos como si amasara pan. Sólo por prolongar un poco la tensión dramática le miró las pupilas.
—Tiene un par de costillas rotas —diagnosticó por fin volviéndose hacia la cantinera—, pero son de las flotantes. No se puede hacer nada. Ya se irán soldando por sí solas. Mientras tanto, no dejen que el chico haga ejercicios bruscos.
Felisa García se volvió enfurecida hacia el capitán.
—¡A mi hijo le atacó el mismo que forzó a Camila! ¡Seguro que él intentó defenderla! ¡Ese hombre es un monstruo, Constantino! ¡Tiene que encontrarlo!
El militar estaba harto de que todo dependiera de sus oficios. No podía decir que se tratara de algo fuera de lo normal, pues era él quien mandaba en la isla. Pero estaba harto de hacerlo sin que nadie le prestara la más pequeña ayuda.
—¿Y no puede hablar? —saltó, señalando a Andrés—. ¡Tuvo que ver quién era! ¿Tan tonto es que no puede decirnos su nombre? ¿No puede abrir la boca aunque sólo sea por una vez?
—¿Cómo va a hablar, si en su vida ha dicho una palabra? —intervino Markus Vogel, que acababa de entrar en la cantina y miraba con indignación al capitán.
—Pues estamos apañados —sentenció el militar—. La niña no suelta prenda, éste tampoco. ¿Qué cono quieren que haga? Yo lo mío lo tengo todo controlado. A ver ustedes, qué me cuentan… Quizá deberían mirarse en los bolsillos.
Fue en ese instante cuando apareció Benito Buroy, seguido poco después por Hermano Schmidt. El primero cruzó el bar sin apartar la mirada de Markus Vogel y tomó asiento en su mesa del fondo. El aviador alemán, en cambio, no llegó ni a avanzar dos pasos hacia el interior de la cantina. Se detuvo al ver la reunión en torno a aquel desgraciado que, desde que lo sorprendiera espiándole en el cementerio, huía nada más verle.
Andrés, que permanecía sentado con el torso al descubierto y los labios llenos de babas, Urdo un poco en reconocerlo porque estaba aturdido, pero al ciarse cuenta de quién era se le desorbitaron los ojos. Recordó el día en el camposanto cuando se le vaciaron las tripas atrapado por aquel hombre que iba a matarlo a palos, y le resonó de nuevo en la cabeza su vozarrón brutal que parecía el de un diablo soltando maldiciones, y revivió el terror con que esperó el primer golpe y la fuerza de su bota en el costado cuando le hizo rodar por el suelo.
Dejó escapar Andrés un sonido gutural muy prolongado, como si un miedo contenido largo tiempo encontrara por fin la grieta de los labios para manifestarse. Luego, tirando con estrépito la silla en la que estaba sentado, salió corriendo hacia la escalera que conducía a su dormitorio.
El aviador alzó una ceja observando en silencio al fugitivo. Luego miró a los presentes con desgana, meneó la cabeza dando a entender que ni podía ni tenía ganas de explicarse, y salió a sentarse bajo la parra junto al Lluent.
—¿Habéis visto a Andrés? —saltó Felisa García—. ¿Le habéis visto? ¿Por qué le asusta tanto ese hombre? Apostaría la vida a que ha sido él quien ha traído la desgracia a este pueblo. ¿Quién si no? Dime, Constantino… ¿Quién si no?
Benito Buroy, apoltronado en la balconada de la Comandancia, veía pasar la mañana dejándose llevar por oscuros pensamientos. A raíz de la agresión que sufriera dos días atrás la hija de Leonor Dot. Markus Vogel había abandonado su retiro y se había instalado en una casita de la plaza, una ruina abandonada que condensaba en las paredes todo el salitre del mar. Caminaba por el pueblo como un sonámbulo, en apariencia desentendido de su suerte, pero evitando las horas o los lugares solitarios. A Benito Buroy aquella proximidad le era tan dañina como su ausencia. No podía, tal como estaban las cosas, salir de la Comandancia y, con todo el mundo presente, pegarle un tiro al alemán. Debía reconocer que Markus Vogel, además de ser un hombre valiente, sabía lo que hacía. Si a pesar de todo se liaba la manta a la cabeza y lo mataba allí mismo, se suponía que el comisario acudiría a rescatarlo del lío en que se habría metido, pero Buroy tenía razones sobradas para sospechar que el policía no iba a molestarse por él. Y al día siguiente llegaba la barca de Palma.
En eso pensaba cuando vio salir a Andrés del chamizo de su padre arrastrando una descomunal caja de cartón. El chico volvió sobre sus pasos para regresar con una escalera que apoyó en la higuera centenaria. Luego sacó de la caja una guirnalda de banderitas españolas y la tendió desde el árbol hasta el emparrado. Con los marros orientados hacia el suelo, como un toro que embiste, regresaba a la caja a por otra guirnalda, la anudaba a la higuera y desde allí hasta la reja de la ventana del capitán, o hasta el balcón desmoronado del Lluent, o hasta una piedra que había dejado caer en la playa después de calcular, cargándola a un lado y a otro, la perfecta simetría del patriótico entoldado. El ambiente de verbena era ya casi completo cuando el capitán Constantino Martínez vino a estropearlo. Llegó en el camión del campamento, saltó del vehículo y alzó la mirada hacia lo alto con la misma admiración con que observaría la fachada de un ministerio italiano. Acto seguido fue a la cantina y pronunció con voz estentórea, dejando vía libre a su natural incisivo:
—¿Qué pasa aquí? ¿Es que va a venir el Generalísimo y yo no me he enterado?
Benito Buroy, desde la balconada, vio que Felisa salía de la cantina secándose las manos en el delantal, y que los hombros se le abatían por una súbita tristeza, y que corría hasta su hijo, se le abrazaba y le hablaba al oído acariciándole la cabeza. Un poco más allá, Markus Vogel y Hermann Schmidt se internaban por el muelle paseando juntos sin hablar. El capitán sonreía feliz bajo el emparrado viendo a Felisa coger por la cintura a su hijo y acompañarlo hasta la cantina.
—¿Tú crees que estamos para fiestas? —soltó el militar a medida que Andrés se le acercaba—. ¡Señor… Señor! ¡Qué paciencia hay que tener!
Al poco de entrar ellos en el bar, salió Paco zumbando y comenzó a arrancar las guirnaldas. En lugar de utilizar la escalera que su hijo había dejado apoyada en el árbol, saltaba como si intentara atrapar pájaros con las manos y rompía los hilos a tirones, dejando el suelo de la plaza cubierto de trozos desmadejados que las ráfagas de viento hacían serpentear.
—Qué poco respeto —murmuró el capitán. Y alzando la voz—: ¡Recoja eso, hombre, que es la enseña nacional!
Paco, alardeando de una ineficacia asombrosa, se asía a un travesaño de la escalera para saltar más alto hacia los nudos metódicos que su hijo había tendido en la higuera. Para poder verlo sin levantarse, Benito Buroy se había inclinado hacia delante, los antebrazos sobre las rodillas y las manos entrelazadas, y miraba por entre los barrotes de la barandilla. En aquel momento sonó una voz que desvió su atención hacia el mar. Los dos alemanes se encontraban al final del muelle y parecían discutir, encarándose a poca distancia uno del otro. El capitán Constantino Martínez gritó a Paco que dejara de dar saltos y que usara la escalera, pero Benito Buroy se había puesto en pie y miraba en la otra dirección. Dejó escapar una exclamación de asombro.
Hermann Schmidt se abalanzaba sobre Markus Vogel, pero no llegó a alcanzarlo. Sonó un disparo que llenó de ecos la plaza, luego otro, y el aviador cayó de bruces al suelo. También cayó Paco, asustado por las detonaciones, arrastrando consigo la escalera que tanto se había resistido a utilizar.
Markus Vogel se agachó sobre el aviador para tomarle el pulso. A continuación, tras verificar seguramente que estaba muerto, le dio la espalda y se encaminó hacia la plaza. Benito Buroy, movido por algún oscuro presentimiento, bajó corriendo la escalera de la Comandancia y salió al exterior. Los soldados de guardia se le habían anticipado. Aterrorizados, apuntaban con sus rifles a un lado y a otro buscando al invasor inglés. Pero allí sólo estaba Paco, tirado por el suelo, y el capitán Constantino Martínez inmóvil como una estatua, y aquel alemán meditabundo que avanzaba hacia la mis alta autoridad de la isla con tranquilidad, como si nada hubiera sucedido. Cuando el capitán lo vio delante de si, alzó los brazos en un gesto instintivo de rendición. Tentado estaba de suplicar clemencia, pero Markus Vogel le entregó el arma. A Benito Buroy, que se había ido acercando a ellos, no le costó reconocer el Astra que tres semanas atrás le confiara el comisario de Palma.
—¿De dónde ha sacado esto? —preguntó el militar, perplejo, tras coger la pistola.
—Es de Buroy —contestó Markus Vogel—. Se la he tomado prestada para hacer justicia a Camila… Perdonen que me haya permitido esta licencia, pero Hermann Schmidt era un ciudadano alemán. Mi país está en guerra y los tribunales no funcionan como debieran.
El capitán Constantino Martínez miró con renovada sorpresa a Benito Buroy, que se había quedado con los brazos caídos y la mirada perdida. Después de tantos años de sobrevivir a cualquier precio, de hacer lo que fuera para prolongar un poco más su agonía, le había alcanzado por fin la derrota definitiva.
A los pulpos les gustan los peroles viejos. El Lluent los compra a un chatarrero de la colonia de Sant Jordi, y por las noches, sentado en una piedra a la puerta de su casa, los va uniendo con un cabo largo hasta engarzar un collar gigante. Luego sale al mar en su barca y deja el collar hundido en el fondo con una boya en cada extremo. A los pocos días regresa a aquel lugar y va tirando del cabo para recuperar los peroles. En cada uno hay un pulpo instalado, tan contento, en el peor sitio posible. Los pobres pulpos se encuentran con la perdición cuando creen haber hallado un lugar donde vivir.
A nosotros nos pasó lo mismo que a los pulpos. Recuerdo la mañana en la que papá, tras probar suerte con varias llaves atadas con una cuerdecilla, consiguió abrir la puerta del piso de Barcelona. Era un piso que había sido de unos marqueses o algo así, con habitaciones muy grandes y balcones que daban a una calle con plátanos. Casi no había muebles, pero en las paredes se veía dónde habían estado porque sus siluetas se marcaban descoloridas en la pared, y se veía también dónde había habido cuadros colgados, rectángulos pálidos en los que yo imaginaba paisajes y cestas con frutas. Aquel piso parecía un álbum de cromos recién estrenado.
A mamá no le gustó. Se paseaba por las salas vacías con encogimiento y cierto temor. No se atrevía a tocar nada. Dijo que allí habían vivido otras personas, y en su voz creí advertir una inquietud parecida a la que nos causan los fantasmas, como si aquellas otras personas nos pudieran ver y no estuvieran nada contentas de que nosotros entráramos en su casa.
—Déjate de monsergas —dijo papá, abrazándola—. Aquí vamos a ser muy felices.
Pero mamá tenía razón. Aquel piso tan grande y tan vacío era un perol en el fondo del mar. Una trampa disfrazada de hogar. A veces pienso que todas las casas son sólo trampas, pues en ellas te sientes a salvo cuando en realidad no lo estás. Y es que una casa, aunque tenga tantas llaves que nunca sepas cuál es la que necesitas, no protege a los que viven en ella. No nos protegió a nosotros la de Barcelona aunque papá consiguió algunos muebles, y yo comencé a ir a un colegio que estaba en la esquina, y había un hombre muy simpático que nos traía la leche y todo parecía normal. Sin embargo, a las pocas semanas a nuestra vecina la mató una bomba cuando iba por la calle y encontramos a su marido llorando tirado en el portal. Luego papá no vino por la noche, ni al día siguiente, y mamá iba de un salón a otro de aquel piso enorme sin hacer nada, como sonámbula, y un buen día me dijeron que estaba en el hospital y me cuidaron unas monjas a las que yo les daba mucha pena, pues no se cansaban de decírmelo. Mamá se recuperó, pero no he vuelto a ver a papá y no regresamos a aquella trampa en la que dijo que íbamos a ser tan felices.
A veces las cosas suceden como en un juego del escondite en el que alguien te quiere hacer daño, pero daño de verdad. Así nos sucedió a nosotros, y supongo que por eso, porque siempre hay alguien que nos persigue, me emocionaba tanto cuando de pequeña jugaba a esconderme. En el momento en que me descubrían, el corazón me daba un vuelco y era como si se acabara una época de mi vida, una época en la que me sentía oculta y a salvo sin estarlo en absoluto. Ahora ya no juego. Me he hecho mayor y ya sé que esconderse no sirve de nada, que antes o después te encuentran porque todos quieren ganar y para ganar necesitan sacarte de tu refugio.
Así mueren los pulpos, que a Felisa le encantan y que prepara a la gallega, con pimentón y sal gruesa. A todos nos gustan mucho y los comemos a menudo, porque la costa está llena de pulpos que buscan una casa donde sentirse a salvo de nosotros.
Cuando sonaron los disparos, Leonor Dot se hallaba sentada en el porche de su casa. Las dos detonaciones le despertaron los ecos de otras más lejanas en el tiempo, aquellas que les amenazaban desde la calle y les impedían acercarse a las ventanas de su piso de Barcelona. El pulso se le aceleró y las manos se le crisparon aferradas a los barrotes de la silla. Permaneció muy quieta unos instantes atenta al sonido de gritos o de nuevos disparos, pero no llegaron. Se puso en pie y miró hacia la plaza. La copa de la higuera le tapaba el muelle, y eso le impidió advertir ningún movimiento extraño. De la chimenea de la cantina brotaba el humo de los fogones de Felisa. Pese a todo, Leonor Dot sabía que el ruido de un arma cambia para siempre el rumbo de la vida.
Se llevó una mano al cuello con angustia. Pensó que, por mucho miedo que sintiera, debía acudir a ver lo que sucedía aunque sólo fuera para poner a salvo a Camila. No iba a permitir que le hicieran daño otra vez. Estaba dispuesta a envolverla en una manta y llevársela al monte, al valle de las voces o al acantilado remoto de Markus Vogel, a cualquier lugar donde nadie pudiera verla ni tocarla. En aquel momento su hija la llamó desde el interior de la casa.
Felisa García, en la cantina, también había oído los disparos. Fue hacia Andrés, que estaba sentado en su rincón de la cocina, y le entregó lo que tenía en las manos, una patata y un cuchillo. «Ya vuelvo», le dijo. Cruzó el bar y salió a la plaza. Vio que el alemán ermitaño entregaba una pistola al capitán y que al final del muelle yacía tendido el cuerpo del piloto. Pensó que se había hecho justicia de la forma que debía hacerse, entre hermanos de país y de sangre. Markus Vogel había demostrado ser lo que ella siempre había pensado, un hombre de honor, y si todavía quedaban jueces de verdad le perdonarían que hubiera matado a aquel depravado. Pero eso ya no era de su incumbencia, bastante tenía con mantener en pie su pequeño mundo. Regresó a la cocina, recuperó la patata y el cuchillo que le había dado a su hijo y comenzó a pelar el tubérculo sobre el mármol. Andrés, con las manos entre los muslos y la barbilla hundida en el pecho, eligió aquel preciso instante para hablar por primera y última vez en su vida.
—Margarita —dijo con una voz que a su madre le sonó la de un extraño.
Felisa García se quedó inmóvil, la hoja del cuchillo hundida transversalmente bajo la piel de la patata. Había comprendido de inmediato lo que Andrés quería decirle. Sin embargo no miró a su hijo ni sintió la necesidad de alegrarse de que hubiera hablado por fin. Sólo pensó que las cosas eran como eran, sucias y complicadas, y que le parecía prudente dejarlas como estaban para no hacer daño a nadie más. Saber la verdad podía ser, a veces, una molestia añadida a todas las que poco a poco se iban solucionando. Si aquella mala historia se había cerrado con la congruencia necesaria para olvidarla, bien estaba. Y si la conciencia de Andrés lo había obligado a hablar en nombre de una verdad que llegaba demasiado tarde para evitar la muerte de un hombre, no pasaba nada porque allí sólo estaba ella, que no quería escucharle. Ya encontraría la manera, más adelante, de demostrarle lo orgullosa que estaba de haber oído su voz, la voz de un extraño.
De nada iba a servirle a la cantinera acallar la verdad para evitar nuevos males. Mientras ella retomaba el gesto cotidiano de pelar la patata, Leonor se sentaba en la cama de Camila y le cogía una mano entre las suyas. La niña estaba menos pálida y tenía los ojos más grandes y brillantes que nunca. Miraba a su madre con una placidez turbadora.
—Yo tuve la culpa, mamá. Quise que Andrés me llevara a un lugar donde el agua fuera muy profunda… Y él siempre me obedece.
Leonor sabía que aquella reacción de su hija era normal después de una agresión como la que había sufrido, pero ignoraba lo que tenía que hacer para contrarrestarla.
—Tú no tienes la culpa de nada, faltaría más —se limitó a contestar.
Camila cerró los ojos lentamente y tardó un poco en volver a abrirlos. Pero su voz sonó clara y sosegada:
—Fueron unos pescadores que llegaron en una barca, los mismos a los que el Lluent echó del bar.
Leonor Dot recordó a los marrajeros que habían montado la bronca en la cantina, y la abstracción angustiosa que hasta aquel momento le atenazaba el estómago se vio de pronto sustituida por un ácido deseo de venganza. Quiso disimular ante Camila, pero al ponerse en pie trastabilló desequilibrada por una agresividad interna que se veía incapaz de contener. Hasta aquel momento no había odiado al violador de su hija, pero al saber quiénes habían sido, al recordar las caras de aquellos tres hombres, pudo imaginar el horror que se había desatado en la cala desierta y supo que daría todo lo que tenía, lo poco que aún le quedaba, por verlos muertos.
Intentó serenarse. Debía informar de inmediato al capitán, conseguir que los buscaran por el archipiélago entero o por la costa peninsular si hiciera falta, que los juzgaran por su crimen. Ya estaba harta Leonor Dot de la impunidad con que gentes, siempre acerbas y extrañas, le iban destrozando la vida. Estaba tan alterada que fue hacia la puerta sin decirle nada a Camila. Salía al camino cuando oyó tras ella la voz de su hija.
—Mami, hoy es mi cumpleaños.
Leonor se detuvo, agarrotada por la sensación insoportable de estar perdiendo el control de su vida y la de su hija, el control de sus sentimientos, de sus deseos, de todo lo que dependía de ella. Ya no era capaz siquiera de demostrar su cariño. Sólo pensaba en defenderse a arañazos, en abrirse paso como un animal acorralado. Estaba dejando de ser humana.
Se volvió intentando esbozar una sonrisa.
—Ya lo sé, mi amor. No te he dicho nada porque quería darte una sorpresa. Tápate bien, que regreso en un instante.
Cerró la puerta con cuidado. Una vez fuera de la vista de Camila, se alzó las faldas y echó a correr hacia la cantina.
Se acercaba la hora de comer. En la barra estaban el Lluent, que iba a embarcarse aquella tarde, y Benito Buroy. Tomaban en silencio unas copas de vino. Aunque no hablaban, se hacían mutua compañía. Lo cierto era que los clientes de Felisa García se habían visto drásticamente reducidos a raíz de los últimos acontecimientos. Leonor Dot y su hija llevaban dos días recluidas en su casa, Hermann Schmidt dormía el sueño eterno en una habitación vacía de la Comandancia Militar, y en otra habían encerrado a Markus Vogel. Hasta el médico militar, que ocasionalmente aparecía por allí, seguía arrestado en el campamento en espera de que el capitán se acordara de él. Pero el capitán Constantino Martínez se había enclaustrado en su despacho, donde se entregaba con frenético encono a lamentarse de su mala suerte. Todavía resonaban en la plaza los gritos indignados que profirió una vez hubo asimilado que los alemanes se habían liado a tiros en el muelle con una pistola aparecida en Cabrera como por ensalmo. «¡Se me va a caer el pelo, Buroy! ¡Por su culpa se me va a caer el pelo!»
Ya se disponían los dos clientes solitarios a compartir mesa cuando apareció Leonor Dot, muy sofocada. Pasó ante ellos sin verlos y abrió la puerta de la cocina, que volvió a cerrarse a su espalda con un golpe seco. Aun así podían oír su voz. Explicaba a Felisa García, entre jadeos, que era el cumpleaños de Camila y que necesitaba urgentemente un pastel. El Lluent había cogido la botella para rellenar las copas de vino, pero la voz de Leonor Dot siguió llegándoles a través de la puerta cerrada. Decía que habían sido los marrajeros quienes habían agredido a la niña.
La botella se le escurrió al pescador de entre los dedos y se hizo añicos contra el suelo. Clavó una mirada enloquecida en Benito Buroy, que continuaba con la copa en la mano y ni siquiera había pestañeado. En aquellos momentos pensaba Buroy que nadie, de entre toda aquella gente acostumbrada por tantos años de guerra y de miseria a eludir los golpes, había logrado proteger a la niña, ni ponerse después a salvo de la sospecha que había recaído sobre codos ellos. Nadie había sabido defenderse, y la vida, esa historia escrita por un loco, los había arrastrado una vez más a ninguna parte. A él también, por no saber matar a Markus Vogel. En cuanto pisara Mallorca sería enviado de nuevo a un penal o a arrastrar piedras en el faraónico Monumento a los Caídos que había empezado a construirse en las cercanías de Madrid. Eso si no lo fusilaban. Lo cierto era que no le importaba demasiado. Sólo sentía lástima por Camila, y por el pobre Otto, que caería sin duda en una depresiva y muy viciosa dilapidación de su salud. Pero qué importaba también aquello. Después de lo que había sucedido en Cabrera, ya sabía que todas las personas, cada una a su manera, llevan a cuestas un expediente depurador.
Mientras tanto, en la cocina, Felisa García se devanaba los sesos. No había considerado, dadas las circunstancias, que fuera necesario un pastel. ¿Quién iba a pensarlo, si su única preocupación había sido abortar los preparativos de la fiesta, silenciarla por respeto a la tragedia que estaba viviendo la niña? La cantinera se maldecía a sí misma. ¿Cómo no se había dado cuenta de que tendría que ser Camila, precisamente ella, la primera en resurgir de las cenizas y pedir el regreso a la normalidad? ¿O es que no sabía Felisa que Camila encerraba la fortaleza de un toro en aquel cuerpo frágil como el tallo de un tulipán? Qué estúpida había sido, qué estúpida. Pero aún estaba a tiempo de inventarse algún apaño.
Sacó de un cajón una hogaza de pan blanco, la abrió por la mitad y la untó con un taco de mantequilla que guardaba escondida para los desayunos de Andrés. Luego recuperó otro de sus tesoros, una barra de chocolate que había llegado en una de las cajas de su cuñado y que reservaba para las fechas navideñas. Fundió el chocolate en un cazo. Sin dejar de removerlo fue vertiéndolo sobre la hogaza. Mientras espolvoreaba azúcar, se volvió con cara de pocos amigos hacia Andrés y Leonor, que no se habían movido.
—Pero ¿qué pasa? ¿Nunca habéis visto improvisar un pastel? ¡Leonor, dame las velas, están en ese estante! ¡Y tú, busca las guirnaldas, creo que tu padre las ha tirado a la basura! ¡Vamos, espabila!
Andrés, desbocado por el entusiasmo, salió corriendo a remover en los cubos. Leonor Dot encontró el paquetito que envolvía las trece velas diminutas y se apresuró a entregárselo a la cantinera.
—Mientras acabáis voy a hablar con el capitán —le dijo—. Es importante que sepa…
Felisa García se revolvió como si la otra le hubiera dado un pisotón.
—¡Ni se te ocurra! ¡Todo a su tiempo! Como dice el señor Buroy, la justicia es una venganza que se sirve fría. Ahora lo principal es celebrar el cumpleaños de Camila.
Leonor la miró con sorpresa y un poco de indignación.
—Si no los detienen podrían escapar —se quejó.
—¿Ésos? ¡Pero si son unos desgraciados! ¡Y unos ignorantes, eso es lo que son! Te aseguro que no están muy lejos, ni siquiera saben que el mundo es enorme y hay miles de lugares donde esconderse. Andarán por alguna tasca de Palma o de Ciudadela. ¡Quizá ni se hayan movido de la colonia de Sant Jordi, fíjate en lo que te digo!… ¡Paco! ¿Dónde cono se ha metido ese hombre?
El cantinero, que en aquel momento se encontraba sentado en la taza del retrete, al oír las voces se pasó un papel de periódico por el trasero y salió del excusado intentando aplacar el ronroneo de sus tripas. Abrió la puerta de la cocina y asomó la cabeza, cuidándose mucho de poner un pié en los dominios de su mujer.
—¡Paco, ya era hora! —exclamó Felisa al verlo—. Ve a por el pinchadiscos. Y tú, Andrés, llévale la comida al capitán. ¡Venga, volando, que nos vamos a celebrar el cumpleaños de Camila!
Cargó ella con la tarta y salió al bar. Al ver a los dos hombres que esperaban en la barra hizo un mohín de fastidio, pero no se detuvo.
—El local está cerrado —anunció al pasar junto a ellos.
El Lluent, que había perdido las ganas de comer, apartó con un pie los cristales de la botella y se dispuso a salir tras la cantinera, pero Benito Buroy no estaba dispuesto a quedarse con el estómago vacío. En cuanto se fuera de Cabrera le esperaban muchos meses de hambre.
—¿Cerrado? —exclamó—. ¡Si no hay otro sitio donde comer!
—¡Pues servíos vosotros, la olla está en los fogones!
Poco después ascendía por el camino una insólita comitiva. La encabezaba Felisa García. Caminaba muy erguida, sosteniendo en alto aquel pastel que, a medida que se iba solidificando el chocolate, adquiría las proporciones inquietantes de un meteorito. La seguía Leonor Dot, abrazada a un paquete de discos entre los que estaban «Ojos verdes», «La renegá» de Encarnita Iglesias o «Ya no te quiero» en la versión de Conchita Piquer. Detrás de ella renqueaba Paco y bufaba como si el tocadiscos fuera de plomo. Y en último lugar iba Andrés, con una maraña de banderitas arrugadas y de hilos que le colgaban por entre las piernas.
Cuando entraron en la casa, Camila se incorporó en la cama y se echó a reír. Felisa García, olvidándose de los gritos y las órdenes, se detuvo a mirar a la niña con una ternura repentina. Mientras Andrés, que se había sentado en el suelo, intentaba desliar las banderitas, y Paco instalaba el aparato y Leonor buscaba cerillas para encender las velas, la cantinera pensaba que la vida, la buena vida, la que ella siempre había deseado sin darse cuenta de que en realidad la tenía, era todo lo que sucedía entre una desgracia y otra.
Hacía mucho rato que el capitán Constantino Martínez había acabado de comer, pero la bandeja, en la que una monda de naranja reposaba sobre los restos de un guiso de alubias, permanecía sobre la mesa de su despacho. El militar agrió el gesto y se llevó una mano al estómago,
—Esa maldita metralla acabará conmigo —farfulló—. No debí comerme la naranjados ácidos me destrozan cuando estoy alterado… ¿Y qué le pasa a Felisa? ¿Por qué no se llevan el servicio?
—Han ido todos a celebrar el cumpleaños de la niña —contestó Benito Buroy, sentado frente a él—. El Lluent y yo hemos tenido que entrar en la cocina a servirnos los platos.
El capitán gruñó removiéndose con tanta brusquedad en la butaca que ésta, más que un crujido, dejó escapar un lamento de tablas astilladas. No cedió, sin embargo, aquel mueble viejo y lleno de carcoma. Sólo se decantó ligeramente hacia un costado, como si se dispusiera a tomar una curva. El militar debía de tener una fe ilimitada en él, porque usó el trasero para enderezarlo con la misma brusquedad con que lo había descuajeringado. Luego, tras encenderse un cigarro, dirigió una mirada siniestra hacia el teléfono que colgaba de la pared.
—¿Qué hacía usted con una pistola, Buroy? ¿Y cómo informo de esto? Dígame, ¿cómo explico que han matado a un héroe de la Luftwaffe? Si al menos hubiera sido él el que violó a la niña… Pero no, ¡si no había hecho nada, el pobre hombre!
El capitán, echándose hacia delante para vencer los ardores, dio una larga calada de su cigarro. Sin enderezarse, como si sólo encogido pudiera soportar el largo viaje de la metralla por sus cavidades interiores, contempló fijamente la brasa que humeaba a escasa distancia de su nariz.
—Después de esto ya nunca me destinarán a la Península —se lamentó—. Me pudriré en esta mierda de isla, si no me sacan antes los ingleses.
—Sería mejor que en Palma no supieran lo que ha sucedido —insinuó Benito Buroy.
—¿Y cómo lo oculto, eh? ¡Ya me gustaría echar tierra por encima, ya me gustaría, pero no puedo! Mañana viene la barca a recoger al piloto. ¿Qué coño quiere que les diga?
Benito Buroy se encogió de hombros. Tenía razón el capitán. Al día siguiente llegaba la barca de abastecimiento y él tampoco había podido matar a Markus Vogel. Así que volvería a Mallorca y se pondría en manos del comisario.
—Maldita sea —gimió de nuevo el capitán Constantino Martínez.
En aquel momento, el soldado de guardia abrió la puerta para anunciar que el cantinero buscaba a Benito Buroy. Entró Paco increíblemente desgreñado, la camisa abierta hasta el ombligo y su mata de pelo torácico empapada de sudor. El hombre jadeaba, pero parecía contento. Daba la impresión de que sutilísimas descargas eléctricas le fueran provocando leves movimientos en los brazos y en las piernas. El capitán y Buroy se dieron cuenta de que a duras penas reprimía un caderazo conectado sin duda con alguna música interior.
—¿Está usted… bailando? —preguntó el militar—. ¿O es que ha vuelto a pasarse con la bebida?
—Las dos cosas, mi capitán, pero con el permiso de mi mujer.
—¿Y a qué viene aquí?
—Me envían para decirle a Buroy que la señora Leonor quiere hablar con él. Que si puede subir ahora, si no le es molestia y da usted su permiso.
El capitán Constantino Martínez, con los brazos cruzados sobre el vientre, pensó que vivía rodeado de cretinos. Mataban a un hombre en el muelle y al poco rato estaban todos de fiesta. Por si eso fuera poco no le invitaban, y reclamaban además la presencia del hombre que había arruinado su carrera militar. Decididamente, por él podían irse todos a la mierda.
Benito Buroy se había puesto en pie y le interrogaba con la mirada. El capitán hizo un gesto con la cabeza con el que quiso dar a entender su asentimiento, pero también su desinterés por cualquier tipo de acto festivo y un ilimitado desprecio por todo el estamento civil. Demasiadas cosas para el alcance de su mímica. Buroy, que sólo le había visto cabecear, avanzó un paso y apoyó las yemas de los dedos sobre la mesa.
—¿Puedo? —preguntó.
—¡Ya he dicho que sí! ¡Váyase!
Salió Benito Buroy acompañado por el cantinero, y el capitán se quedó a solas en su despacho. Los dos hombres se encaminaron hacia la casa de Leonor Dot. Comenzaba a anochecer. La higuera, sacudida por una brisa intermitente, esparcía por el aire el aroma de su plenitud. También el mar olía fuerte, a algas y a sal. La noche se anunciaba agridulce y embriagadora.
A medida que se acercaban a la casa se iba oyendo la música con mayor intensidad. A Paco se le escapaba la danza. No tardó en hacer remolinos con los pies, y en girar sobre las puntas alzando los codos. Tras cada explosión de ritmo recuperaba la compostura, se ponía al paso de Benito Buroy y lo miraba como si fueran cómplices de alguna diversión secreta. El pistolero caminaba con ganas de llegar de una vez.
Cuando entraron sonaba «La Parrala». Felisa García, desplomada en una silla, hinchaba los carrillos abanicándose con un papel. Andrés continuaba sentado en el suelo al lado del tocadiscos, atento a cambiar el disco cuando hiciera falta. Leonor Dot batía huevos para preparar una tortilla a Camila, y la niña, que no se había movido de la cama, sonreía con cierto agotamiento. Benito Buroy pensó que Paco no podría disfrutar mucho rato más del baile.
—¡Andrés, quita eso! —gritó Felisa, leyéndole las ideas—. ¡Para ese trasto! ¡Ya está bien por hoy!
Benito Buroy saludó con la cabeza. El repentino silencio hizo que se sintiera más incómodo. De buen grado habría regresado sobre sus pasos, pero Leonor Dot le cogió de brazo y lo condujo hacia el porche. Felisa García se había levantado y, con una sartén en la mano, se disponía a cuajar la tortilla. Paco se había quedado plantado en medio de la habitación, sin saber qué hacer.
—Vete a casa —le dijo su mujer—. Y llévate a Andrés, que ya recogeremos mañana.
Benito Buroy salió al porche detrás de Leonor Dot. Aunque no le apetecía estar a solas con ella, deseaba aquel encuentro por algún motivo que no alcanzaba a explicarse. Buroy era consciente de que no había logrado engañarla, pero por eso mismo se sentía bien en su compañía. No necesitaba ocultar nada, ni fingir ninguna integridad, ni, por el contrario, aparentar ser un hombre desprovisto por completo de escrúpulos. Podía comportarse como realmente era y decir lo que pensaba, por mucho que fuera incapaz de hacerlo.
Leonor Dot le daba la espalda, vuelta hacia el mar. Su voz sonó extrañamente afable.
—Usted vino aquí a matar a alguien, ¿no es cierto?
Benito Buroy no se molestó en responder. Permanecer en silencio le hizo sentirse en paz consigo mismo, como si de aquella forma tan sencilla estuviera dejando de ocultarse.
—Es horrible lo que le han hecho a Camila —continuó Leonor Dot—. Cuando supe quiénes eran esos hombres, yo también habría dado lo que me pidieran por verlos muertos a ellos. Pero ¿de qué habría servido?
Se volvió hacia Benito Buroy. Él le sostuvo la mirada, no le costó hacerlo. Leonor Dot no parecía reprocharle nada.
—Mi hija es lo único que tengo. No espero más de la vida, ella me basta. Y estoy segura de que estaría de acuerdo con lo que voy a decirle.
Poco después, Benito Buroy entraba de nuevo en la casa y se detenía unos instantes a los pies de la cama de Camila. Felisa García, sentada junto a la niña, lo miró con cara de pocos amigos.
—Me voy —dijo él—. Feliz cumpleaños.
Había emprendido ya el descenso a la plaza cuando lo detuvo una voz. Leonor Dot se le acercaba en la oscuridad. Cuando le habló, Benito Buroy notó su aliento cálido en la cara.
—Diremos a Camila que ese piloto huyó disfrazado de pescador. No nos creerá, pero se quedará más tranquila. Todos queremos que nos engañen.
Benito Buroy asintió en silencio y esperó a que la mujer volviera a entrar en la casa. Luego retomó el camino. Pero, tras dar unos pasos, al verse solo y comprobar que nadie le seguía, se detuvo y desvió la mirada hacia lo alto. El cielo estaba abarrotado de estrellas. La brisa cuajada de olores le estremecía la espalda con lametazos gélidos, pero él agradecía aquella frialdad. Le despejaba las ideas. Nunca, hasta aquella noche, habría podido sospechar que el mal, en manos de una mujer, pudiera servir para hacer el mundo un poco mejor.
El capitán Constantino Martínez recibió a Benito Buroy murmurando por lo bajo. Había puesto la máquina de escribir sobre la mesa y tecleaba trabajosamente con los dedos índices. Al hacerlo, hundía las clavijas con tanta fuerza que los tipos golpeaban el papel con chasquido de látigo. Muchos de ellos, por causa del impacto y del anquilosamiento de la máquina, se quedaban atascados en el momento de plasmar la letra. El militar, maldiciendo, los obligaba a retroceder y se manchaba de tinta las yemas de los dedos.
Benito Buroy tomó asiento delante de él, recuperando la posición que tenía antes de que reclamaran su presencia en la fiesta. Por un momento se le extravió la mirada. A espaldas del capitán, al otro lado de la ventana, las brasas del atardecer teñían de rojo la higuera.
—¿Ha hablado con Palma? —preguntó Buroy cruzando los dedos.
—¡Estoy ocupado! ¿No lo ve? —saltó el militar—. Tengo que redactar el informe para enviarlo a Capitanía, y ya es muy tarde. Llamaré mañana a primera hora.
Benito Buroy dejó escapar un suspiro de alivio. Cruzó las piernas y encendió un cigarro. Debía evitar apresurarse. Había llegado el momento de desplegar toda su capacidad de persuasión, pero no era él una persona a la que le gustara andarse con rodeos. Pensó que decir la verdad podía ser más efectivo que dejar volar la imaginación. Lo único importante era convencer al capitán, llevar adelante la propuesta de Leonor Dot. En aquel momento, y no sólo porque a él también le beneficiaba, habría hecho cualquier cosa por conseguir que aquella mujer se saliera con la suya.
El militar, ajeno al largo silencio de su visitante, continuaba absorto en el castigo sistemático de la máquina de escribir. Benito Buroy optó por embestir sin contemplaciones. Reclinó un momento la cabeza, cerró los ojos y se masajeó las sienes. Luego, adoptando una pose relajada y con el mismo tono de voz con que comentaría el estado del tiempo, dijo:
—Tire ese informe. Tendrá que redactar otro.
El capitán Constantino Martínez alzó la mirada hacia él. Se había quedado con los índices en alto como si fuera a clavar unas banderillas.
—¿Qué dice usted?
Benito Buroy estaba obligado a jugarse el todo por el todo. Tragó saliva, pero reaccionó de inmediato. Pasó un brazo por el respaldo de la silla para adoptar una postura más distendida, y esbozó una media sonrisa como preámbulo de sus palabras.
—Lo que le voy a contar no puede saberse. Sin embargo, sé que usted es un buen militar y un hombre de honor… Markus Vogel pertenece a la Abwehr, el servicio de inteligencia militar alemán. Durante un tiempo trabajó también para nosotros, pero es probable que lo hiciera además para los ingleses. Eso se sospecha. Como comprenderá, estamos todos muy interesados en controlar el estrecho de Gibraltar, y parece ser que él sacó un buen provecho. A mí me enviaron aquí para hacerlo desaparecer. Debía conseguir su liberación o matarlo, según se dieran las circunstancias.
El capitán Constantino Martínez había bajado las manos hasta posarlas sobre la mesa y le miraba con los ojos como platos. Benito Buroy pensó que por el momento iba bien encaminado.
—La causa de que haya demorado tanto mi partida —prosiguió— ha sido el férreo control que mantiene usted sobre la isla. Si le he de ser sincero, y sin ánimo de ofenderle, le he de confesar que no lo esperaba…
El militar alzó un hombro en señal de humildad y buscó el paquete de cigarros. A aquellas alturas, Benito Buroy ya no necesitaba hacer ningún esfuerzo para mostrarse relajado.
—El caso es que, ante la imposibilidad de sacar a ese hombre de aquí, había decidido acabar con su vida. Fue entonces cuando ese aviador cayó en nuestras aguas y las cosas se complicaron tanto para usted como para mí. Aun así, creo que no debemos preocuparnos. Tengo la solución que nos pondrá a salvo a los dos… Siempre que usted la acepte, naturalmente. Yo estoy a sus órdenes.
El capitán agitó una mano con impaciencia.
—Bueno, bueno… ¿Qué solución es ésa? —preguntó—. A mí no se me ocurre ninguna.
Benito Buroy tomó aire pero no se demoró en la respuesta. Había llegado el gran momento.
—Usted dirá en su informe que Markus Vogel murió por disparos de un desconocido. Sacaremos a ese espía de Cabrera bajo la identidad del piloto, y una vez fuera de aquí ya serán ellos, los alemanes, quienes deban espabilarse. Usted y yo estaremos fuera de este asunto.
Un espeso silencio se adueñó del despacho. Benito Buroy consideró que no debía añadir nada más hasta que el otro hubiera reflexionado, cosa que sin duda estaba haciendo el capitán Constantino Martínez, pues comenzó a gruñir, se puso en pie y cruzó un par de veces la habitación retorciéndose los dedos de las manos.
—Pero, si todo esto se descubre… —titubeó, deteniéndose por fin junto a la puerta.
En aquel momento supo Buroy que había conseguido su objetivo.
—No hay nadie interesado en contar la verdad —apuntilló—. Aquí todos callarán, para ellos Markus Vogel es un amigo. En cuanto a él, se dejará repatriar y desaparecerá en cuanto pise territorio alemán. Es lo que haríamos usted o yo de estar en su lugar, ¿no cree? Por lo que se refiere a nuestros mandos, se contentarán con nuestras explicaciones. Les habremos sacado de encima un problema y eso es lo que esperan de nosotros… Hasta es probable que, tomando en cuenta su probada eficacia, no tarden en reconsiderar su destino.
El capitán dudó todavía unos instantes. El reglamento le martillaba la cabeza con la constancia de una migraña. Pero, al fin y al cabo, era un hombre como los demás y deseaba salvarse.
—¡Soldado! —gritó.
Se abrió la puerta y asomó la cabeza del centinela.
—A sus órdenes.
—Tráigame al prisionero alemán… Y mande aviso al campamento para que hagan venir al barbero… Y desnude el cadáver. Su uniforme queda intervenido por las autoridades españolas. Lo quiero encima de mi mesa antes de cinco minutos.
Felisa García había visto amanecer por la ventana de la cocina. A aquellas horas ya tenía todo preparado para poner en marcha la cantina y se encontraba sentada a la mesa trabajando en sus ejercicios de escritura. Copiaba unos párrafos de un libro que días atrás le prestara Leonor Dot. En ellos se hablaba de otra mañana que comenzaba en un lugar muy lejano, la ciudad de París: «Las tiendas se abrían con el bostezo ruidoso de las puertas metálicas —escribía Felisa con la punta de la lengua entre los dientes—. La leche subía a todos los pisos y el pan tierno calentaba la mañana. Era la hora más sanguinolenta de las carnicerías». Aquella frase le provocó un escalofrío. Alzó la mirada hacia la foto del papa Pío XII, pero lo que vio fueron los mostradores de mármol donde caían las reses despellejadas, y las manos ateridas que alzaban sobre ellas grandes cuchillos, y al otro lado de los cristales las calles que comenzaban a llenarse de gente, multitud de personas somnolientas que se apresuraban bajo una lluvia muy fina. Todo aquello hizo que Felisa García se sintiera un poco mareada por lo grande y ruidoso que era el mundo, y muy a gusto en aquel rincón donde había nacido y en el que un buen día la encontrarían plácida, confortablemente muerta.
Supo que eran las ocho porque oyó el camión que llegaba del campamento con el relevo de la guardia. Los soldados que habían pasado la noche en la Comandancia no tardarían en aparecer por allí, ojerosos y entumecidos, en busca de un tazón de achicoria caliente. Felisa García cerró el cuaderno, dejó el lápiz sobre la mesa y salió al bar. Se situó tras la barra ocupando el puesto de Paco, que todavía no se había levantado. Aquella mañana no iba a obligarlo a salir de la cama. La noche anterior, mientras lo oía roncar agotado por la fiesta de Camila, había decidido la cantinera que al fin y al cabo su marido no era un mal hombre, que el único problema que tenía era que no le gustaba su vida y que bastante soportaba con aquella carga. Nadie es culpable de no ser feliz, había pensado Felisa García en la oscuridad de su dormitorio, embutida en el camisón que se trajera de Palma, agradeciendo que al menos a ella la felicidad la acariciara en algunas ocasiones como un rayo de sol que se cuela por entre las cortinas, te templa el cogote y al instante se desvanece.
Entraron dos soldados. Eran dos chicos muy jóvenes, casi unos críos. Uno de ellos retrocedió de nuevo hasta la puerta y dio unos taconazos con la bota en la pared.
—Mierda —dijo—, he pisado un higo. Lo voy a poner todo perdido.
A Felisa García le dio un vuelco el corazón. Acababa de caer en la cuenta de que estaban a mediados de septiembre, y que por lo tanto la higuera, sin que nadie le hiciera caso, estaría ofreciéndoles el regalo con que cada año saludaba la llegada del otoño. «Cómo he podido olvidarme de ella», murmuró la cantinera.
Dejó sobre la barra, para los soldados, dos tazones de leche teñida de achicoria y salió a la plaza. Avanzó cohibida hacia el árbol, como si temiera sus reproches. Asustados por su proximidad, multitud de pájaros volaron en todas direcciones. Felisa García, a la que le repelían las plumas, cerró los ojos y agitó las manos. Pero continuó avanzando y, al situarse bajo la copa de la higuera, dejó escapar una exclamación de asombro. Las ramas estaban cargadas de frutos liliáceos, tan henchidos que a muchos se les abría la piel en estrías púrpuras, heridas de las que goteaba la miel de sus carnes. El olor dulce era tan fuerte que vencía a la sal del mar e impregnaba el aire por completo. Ningún frutal, en el mundo entero, podía comparar su voluptuosidad con la de aquella vieja higuera de ramas quebradizas.
Felisa García, sintiéndose inmensamente agradecida, pensó que debía apresurarse a reunir botes para confitar los higos. Fue entonces cuando el capitán Constantino Martínez se asomó a la puerta de la Comandancia y le hizo un gesto con la mano.
—Venga aquí, hágame el favor.
La cantinera le siguió hasta su despacho. Ya iba a decirle al militar que no tenía tiempo para tonterías cuando a punto estuvieron de fallarle las piernas. Markus Vogel, vestido con el uniforme del piloto, el pelo corto y rasurada su larga barba de ermitaño, se hallaba de pie en medio de la habitación. Tenía la mirada turbia, enrojecidas las pupilas. No parecía muy contento con su suerte. En cambio, Benito Buroy, sentado a su lado, esbozaba una amplia sonrisa.
—¿Qué le parece? —preguntó éste a la cantinera—. Por suerte, cuando Schmidt recibió los disparos llevaba abierta la guerrera. Le sienta como una seda a nuestro amigo Markus… Y parece que finalmente podrá volver a Alemania.
Felisa García, que no se había vuelto hacia Buroy para escuchar sus palabras, escudriñaba la actitud del hombre que había pasado tantos meses solo en un acantilado.
—¿Cómo se encuentra? —le preguntó.
Markus Vogel tenía en la mano una cartera de bolsillo. Allí estaba la documentación del piloto, con la que podría regresar a Alemania, pero también dos fotos que entregó a la cantinera. En una de ellas vio la mujer a un niño con un avión de juguete en la mano. En la otra a un hombre y una mujer mayores que miraban a la cámara con infinita seriedad.
—No muy bien —contestó el alemán—. He matado a un hombre inocente.
—La culpa fue mía. Fui yo la que le acusó…
—Bueno, bueno —intervino el capitán Constantino Martínez—. Las cosas están como están, y no se puede hacer nada. La he llamado para informarle de que a partir de ahora todo va a ser un poco… irregular. Pero no debe usted preocuparse. El señor Benito Buroy, que pertenece a los servicios de contraespionaje españoles, y yo mismo, controlamos la situación. Así que vuelva a su casa y sea discreta. Confío en usted.
Benito Buroy se había puesto en pie. Se situó junto a Felisa García y acercó la boca a su oído.
—Esto no lo puede saber ni su cuñado, ya me entiende —le susurró.
La cantinera no tuvo tiempo de contestar. El centinela, desde la puerta de la Comandancia, avisó de que la barca de abastecimiento estaba entrando en la bahía. El capitán se frotó las manos y miró a la mujer con la sonrisa insinuante de un prestidigitador a punto de completar su número.
—Venga conmigo a recibirla —le propuso—. O mucho me equivoco, o trae una sorpresa para usted.
A Felisa García, que estaba teniendo una mañana muy agitada, se le aceleró el pulso al oír aquello. Siguió al militar renegando, restregándose la cadera con la mano y murmurando que entre todos iban a mataría, pero ya intuía lo que la esperaba. Desde el muelle, a medida que la barca se aproximaba, alcanzó a divisar lo que tanto había deseado y temido. Sentado en una silla de ruedas atada como un bulto más a los muchos que abarrotaban la cubierta, su hijo mayor regresaba por fin de una contienda que había terminado hacía ya mucho tiempo. Aunque se había convertido en un hombre obeso y desmadejado, la mirada hundida con obstinación en el regazo y el rostro tan hinchado que le costaba reconocerlo, Felisa García dijo: «Ya está aquí mi niño». Nada más largar los amarres pidió ayuda para subir a la barca. Lo abrazó sin importarle que él no le dijera nada y, volviéndose hacia el muelle donde sólo se encontraba el capitán un poco molesto por la desagradable visión del mutilado, gritó con orgullo:
—¡Es mi hijo! ¡Es un héroe de nuestra guerra!
El eco le devolvió su voz y el capitán Constantino Martínez, alarmado por aquella proclama, se sintió obligado a poner un poco de orden.
—Ya tenemos carbonero —sentenció—. Esperemos que sepa hacer su trabajo.
El resto de la mañana transcurrió en el ajetreo de la descarga de los víveres. Una patrulla, al mando del sargento Ridruejo, trasladó el cadáver de Hermann Schmidt hasta el cementerio y le dio entierro. En cumplimiento de las órdenes del capitán Constantino Martínez cavaron una fosa profunda para evitar que las tormentas lo devolvieran a la superficie. No pusieron ninguna identificación sobre la tumba, que con las primeras lluvias se cubriría de perejil.
Aquel día se sirvieron las comidas en la cantina más pronto de lo habitual, pues la barca esperaba para emprender el regreso. Avisadas por Felisa García, que había sacado por fin a Paco de la cama para enviarlo de mensajero, Leonor y Camila retomaron su posición en la mesa junto a la ventana. La niña estaba todavía muy pálida, pero los ojos le chispeaban y se había puesto el vestido que hacia juego con los manteles. Felisa García, al verla sentada allí, tan erguida y con aquellos modales de señorita, recordó el día ya lejano en que la vio por primera vez y la hizo llorar con su brusco recibimiento. La cantinera pensó que todo lo hacía mal, pero que por suerte la vida era larga y le daba tiempo para rectificar. Aquella mañana se prometió a sí misma que corregiría también sus errores con Andrés, y con su hijo mayor, que teniendo una madre se había visto obligado a recurrir a la beneficencia, y que permitiría a Paco que corrigiera los suyos, que eran tantos o más que los de ella.
Por lo que se refiere a Benito Buroy, iba a disfrutar por última vez de su comida en solitario. Desde su mesa del fondo vio entrar a Markus Vogel, muy apocado con su nuevo uniforme. El alemán saludó a los presentes inclinando levemente el torso y se sentó con Leonor y Camila. Casi no hablaron, como si todo estuviera ya dicho o fuera de sobras conocido. En otra mesa Felisa García atendía a su hijo mayor, que comía sin mirarla con un gesto de desagrado en la comisura de los labios. Y en la barra, Paco parecía finalmente contento con su vida. Bromeaba con el médico militar, que ya era un hombre libre. El Lluent estaba con ellos pero permanecía en silencio.
No hubo sobremesa. El sargento Ridruejo entró para anunciar que la barca se disponía a partir y Markus Vogel se puso en pie. Leonor Dot permaneció sentada con la mirada fija en el plato, pero Camila saltó al cuello del alemán. Éste la abrazó soportando sin esfuerzo su peso liviano. Luego la devolvió a su silla y, tras observar unos instantes la nuca esquiva de Leonor Dot, extendió una mano y le acarició la cabeza. Leonor continuó sin alzar los ojos.
—No se olvide nunca de mí —dijo él—. La buscaré cuando todo esto acabe.
Sólo cuando Markus Vogel se separó de la mesa se atrevió Felisa García a acercársele para entregarle un pequeño paquete envuelto en papel de periódico. «Tenga, para el viaje», le dijo. Y el alemán, rompiendo su habitual timidez, se le abrazó. Felisa García sintió que se le ponía toda la piel de gallina.
—Vamos, váyase —le dijo—. Siga su vida.
Benito Buroy y Markus Vogel salieron del bar. Cruzaron la plaza y se internaron por el muelle hasta llegar a la barca. Allí los esperaba el capitán Constantino Martínez para autorizar su partida.
—Dense prisa —ordenó—, el mar se está rizando y no quiero verlos más por aquí.
Mientras tanto, en la cantina, el médico militar, algo achispado por las copitas que le había ido sirviendo Paco, insistió ceceando en que Camila debía regresar a la cama. Leonor optó por obedecerle. Cubrió con un chal los hombros de su hija y emprendieron juntas el ascenso hacia su casa. Entonces el Lluent apuró de un trago su orujo y se volvió hacia Felisa García.
—Hoy no vendré a cenar —le dijo.
Se encaminó hacia la puerta. Allí se cruzó con el capitán Constantino Martínez, que había decidido tomarse un trago para celebrar lo que parecía el final de todos sus problemas. El Lluent no contestó al saludo del militar, que entró en la cantina, se acodó en la barra y lo vio alejarse en dirección al muelle. Nunca más volvería a encontrarse con el pescador. Pocos meses después, debido quizá a su buena mano en el control del espionaje, destinaron al capitán Constantino Martínez al regimiento destacado en Algeciras. El Lluent, por su parte, cumplió seis años de condena en el penal de Palma por haber matado a un hombre y herido a otros dos en una tasca de la colonia de Sant Jordi. Paco, mal que bien, cuidó mientras tanto de su barca.
En cuanto a los ingleses, nunca invadieron Cabrera.