Hacía un rato que habían cenado y Camila estaba a la mesa, bajo la luz del lirio de la tulipa, resolviendo unos problemas de matemáticas que le había puesto su madre. Leonor Dot había salido a tomar el fresco, pues era una noche calurosa. Pero entró de nuevo, con los brazos cruzados sobre el pecho y las manos agarradas a los hombros. Leonor Dot hacía aquel gesto cuando se sentía preocupada. Dijo que algo sucedía en el muelle, que se oían voces de alarma.

No pensaron que pudieran estar en peligro, sólo que debían ofrecer su ayuda. Dejaron todo y, sin siquiera cerrar la puerta de la casa, bajaron a la carrera hasta el pueblo. En la plaza había un gran desbarajuste. Felisa había salido a la puerta de la cantina con un garfio enorme en la mano. Insultaba a gritos a Paco, que caminaba pasmado de un lado a otro, los brazos abiertos y la cabeza gacha, como si anduviera buscando algo por el suelo. Camila y su madre fueron hasta la higuera. Las hojas dejaban escapar un suave rumor en la oscuridad. Benito Buroy y los soldados de guardia abandonaban la Comandancia y corrían con lámparas de aceite hacía el muelle, donde estaba amarrada la barca del Lluent. Los siguieron sin entender lo que sucedía. Pero, al llegar, vieron que el capitán sacaba la pistola de la cartuchera, saltaba a bordo y comenzaba a disparar a ciegas contra el agua oscura. Leonor Dot soltó un grito cuando sonaron las detonaciones y se detuvo tapándose la cara con las manos. Camila siguió adelante. El Lluent, completamente empapado y trémulo, hundía un bichero en el agua y tiraba de él con desesperación. Benito Buroy entregó una lámpara a Camila, le pidió que la sostuviera en alto y saltó él también a la barca. El capitán, que había agotado el cargador, chamulló unas cuantas amenazas, lo cambió por otro y continuó disparando al agua. Parecía haberse vuelto loco, pero los demás no le hacían caso. Benito Buroy lo apartó con el hombro para ayudar al Lluent a tirar del bichero. Unos y otros gritaban como si anduvieran enzarzados en una escaramuza con un enemigo invisible. A Camila le palpitaba el corazón con tanta fuerza que tenía la sensación de haberse tragado un sapo.

Entonces alzó más la lámpara y lo vio. La luz indecisa iluminó el costado de la embarcación y también las aguas, negras como la tinta. Había un monstruo adherido al casco. Tenía la piel plateada y era más largo que la barca del Lluent. Estaba boca arriba, con sus grandes fauces abiertas. Sangraba por todas partes. Por el vientre abierto le asomaban los intestinos, que se movían en el agua como una extraña planta de carne.

—¡Dios mío! —dijo Felisa García, que había llegado resoplando hasta donde estaba Camila—. ¡Es el atún más grande que he visto en mí vida! ¡Debe de pesar más de trescientos kilos!

Llevaba todavía el garfio en la mano. Se lo entregó a un soldado y lo empujó con tanta fuerza que a punto estuvo de tirarlo al agua.

—¡Muévete, gilipollas!

Entre todos amarraron al monstruo. Cuando lo alzaron la barca se ladeó de tal manera que el agua entró en tromba en la bañera. Pero consiguieron poner el atún a salvo de unos depredadores a los que nadie pudo ver, y que muy probablemente ni siquiera habían entrado en el puerto. Benito Buroy soltó una maldición y se miró una mano intentando comprobar, entre tanta sangre, si él también sangraba. Se había cortado con algo. El capitán, visiblemente orgulloso de su hazaña, se guardó la pistola en el cinto. Y el Lluent, extenuado, desembarcó con grandes esfuerzos, caminó unos pasos por el muelle y cayó de bruces. Leonor Dot fue corriendo a ayudarle mientras Felisa García, incapaz de contener sus emociones, gritaba a todos que eran una pandilla de inútiles.

Un rato después el atún se encontraba por fin sobre el muelle, la plaza había recuperado la tranquilidad, Benito Buroy alzaba el brazo con la mano envuelta en un trapo, y la cantinera, ya calmada, palmeaba la espalda del Lluent, que se había quedado sentado en el suelo.

—Llevo todo el día con él —dijo el pescador con voz apagada—. Me ha costado seis horas vencerlo. Ni sé cómo lo he hecho, carajo.

A partir de aquella noche Camila vería el mar con otros ojos. Nunca podría volver a mirarlo sin pensar que en realidad lo que se extendía ante ella no era nada más que un límite. El mar era un mundo que se ocultaba, un lugar con montañas, bosques y gigantes que rompía plácidamente en la orilla escondiendo todos sus secretos. Con razón decía el Lluent que el océano era tan grande que no podían ni siquiera imaginarlo. También decía que, al salir a pescar, se sentía como un ciego que probara suerte lanzando cebos allá donde su vista no alcanzaba. Y aquel día la suerte lo había acompañado. Camila buscó en vano, paseándose con morboso terror por el borde del muelle, las tintoreras que habían acosado al Lluent hasta el puerto.

—¡Haré un guiso con patatas que os vais a cagar en los pantalones! —exclamó Felisa García, olvidando por unos momentos que se había convertido en una mujer elegante a imitación de Leonor Dot—. ¡Ahora, vamos a celebrarlo!

Fueron todos a la cantina. El capitán Constantino Martínez mandó llamar al médico del regimiento, que llegó a la carrera con su botiquín y, sin otra anestesia que unos tragos de orujo, cosió la herida de Benito Buroy. Tuvo que darle cuatro puntos en el dedo índice, que luego vendó de forma aparatosa.

Paco descorchó una botella de vino y brindaron por el Lluent. Fue en aquel preciso instante cuando el capitán Constantino Martínez, tras dar un sorbo de su vaso e ignorando que estaba a punto de hacer el que quizá fuera el acto más justo de su vida, tomó asiento y, con aire relajado, sacó un papel de su bolsillo. Lo desplegó con cuidado sobre una mesa, pues antiguas humedades lo habían apergaminado y amenazaba con romperse. Tras contemplarlo unos instantes como si fuera un jeroglífico o sencillamente una memez, se volvió hacia los presentes.

—Mis hombres lo encontraron en el cementerio después de la tormenta. Lo firma una tal Dolores Rimbau, pero está escrito en catalán. ¿Hay alguien aquí que lo entienda?

—Es la Xuxa —dijo Felisa—. Se llamaba así, Dolores Rimbau.

Leonor Dot se aproximó a la mesa, apoyó las manos sobre la madera y observó el papel sin tocarlo. Las letras estaban trazadas de forma muy tosca y el tiempo las había borrado casi por completo. Más que leer, era descifrar un criptograma. Todos miraban a Leonor mientras ella movía suavemente los labios como si rezara en silencio.

—Parece un testamento —aclaró por fin—. Va dirigido a un cura, un tal Mosén Dalmau. Dice que quiere que la entierren con su anillo, y que el diablo se llevará a no sé quién… Es que no se entiende…

—Bueno —se apresuró a intervenir Felisa—, ese anillo nunca apareció, así que no pudo cumplirse su deseo. Que descanse en paz la Xuxa. ¡Vamos a abrir otra botella de vino!

El capitán meneó la cabeza en señal de disconformidad y señaló el papel agitando el dedo índice.

—Hay algo más. Habla de una barca… No sé qué pone, pero habla de una barca.

Leonor Dot volvió a sumergirse en el estudio del papel.

—Habla de un tal Nicanor Menéndez, eso parece, Nicanor Menéndez… Y de una barca, es cierto… Que no es suya, que no le pagó su dinero y que quiere que la hundan… ¿Que la hundan?

Alzó el papel para observarlo a la luz de la bombilla. Parpadeó un par de veces y volvió a ponerlo en la mesa.

—Pues sí… Quiere que hundan la barca en la bahía. Y, para estar segura de que lo han hecho, que la entierren también con un trozo de la quilla… Eso es todo. Para acabar, le dice al cura que no se olvide de sus misas.

Hizo con los labios un gesto de extrañeza y se encogió de hombros. Fue entonces cuando el Lluent, que había permanecido alejado de la mesa, avanzó unos pasos con el rostro tan congestionado que parecía que estuviera ahogándose.

—¡Me la regaló a mí! —gritó—. ¡Ahora es mía! ¡Nadie va a hundirla!

El capitán Constantino Martínez lo miró con absoluta perplejidad. Luego se volvió hacia Felisa García. Como ella no dijera nada se encaró con el cantinero, que continuaba con la botella de vino en las manos.

—¿Quién es ese Nicanor? ¿Qué coño sucede aquí?

Se apreció perfectamente en el rostro de Paco que hacía grandes esfuerzos por idear una patraña que pudiera resultar verosímil, pero su cerebro embotado sólo acertó a dictarle la verdad.

—Era el marido de la Xuxa. Un buen día él se vino a vivir aquí, a la casa del pescado, y desde entonces no volvieron a dirigirse la palabra. Yo no sé qué se harían el uno al otro. Cuando la Xuxa murió Nicanor no se molestó ni en ir al entierro. Luego llegó el Lluent y se puso a trabajar con él. Estuvieron juntos varios años. A cambio, Nicanor le dejó la barca. Lo anunció aquí, delante de todos. El día que yo la palme, dijo, la barca será de éste. Y señaló al Lluent.

—Pero la barca no era suya —reflexionó el militar.

Se hizo un molesto silencio. Andrés, que no entendía que la fiesta por haber capturado el atún se hubiera convertido en un velatorio, batió las palmas un par de veces. Luego paseó por todos los presentes una mirada suplicante.

—Esto tiene mal arreglo —murmuró el capitán—. No hay nada más sagrado que el último deseo de un fallecido.

—¿Aunque sólo le mueva el deseo de venganza? —intervino por fin Felisa García—. La Xuxa era una mala mujer, se lo juro por lo más sagrado. Yo la conocía bien.

—Sería lo que usted diga, pero un testamento es un testamento.

La cantinera se plantó delante del militar. Nunca se la había visto tan dispuesta a defender una idea, ni tan desarmada por no poder hacerlo a gritos. Con todo, se contuvo y, a pesar de que le temblaba la mandíbula, logró hilvanar su razonamiento.

—Nicanor se ganó con creces la propiedad de la barca. Toda su vida trabajó con ella. La Xuxa, en cambio, nunca movió un dedo salvo para hacer daño a los demás. Y quiso seguir haciéndolo después de muerta… Piénselo bien, Constantino. Usted sabe que yo no soy una revolucionaria de ésas. Creo que a cada cual se le ha de dar lo que le pertenece. Pero, en este caso, si lo hiciéramos cometeríamos una terrible injusticia. Y la cometeríamos con el Lluent, que no tiene culpa de nada… Yo no sé qué sentido tiene usted del deber. Tampoco sé si las malas ideas le impiden dormir, como me sucede a mí. No sé si da vueltas y vueltas en la cama con una angustia que le oprime el pecho y le roba el aire. Lo que sí tengo bien claro es que, de estar yo en su lugar, preferiría quedarme en paz con mi conciencia a cumplir los deseos de una arpía.

El capitán hinchó los carrillos, visiblemente incómodo. Meditó unos instantes. Luego cogió su vaso y se puso en pie.

—Felisa —decidió—, coja lo que quiera del atún y haga usted su guiso. Les deseo que lo disfruten. El resto será requisado para la tropa.

Tras apurar el vino y dejar el vaso junto al testamento, abandonó la cantina. Felisa García dejó escapar un suspiro de alivio.

—Fui yo la que descubrió el cadáver de la Xuxa —explicó con la voz quebrada—. En el camino olía a muerto, pero no pensé… Estas cosas no se te ocurren. La llamé. No contestaba y entré en la casa. Estaba tumbada en la cama con las manos sobre el vientre. Parecía dormida de no ser por las moscas… Había dejado la nota sobre la mesa. Supuse que era para el párroco y di por sentado que no podía contener nada bueno. Debí destruirla y Santas Pascuas, pero la escondí en el vestido que le sirvió de mortaja. Quería que enterraran su bilis con ella… Y concluyó, recuperando de improviso todo su carácter: —¡Cómo iba a suponer que una jodida tormenta acabaría removiendo las miserias del pasado!

Cogió el infame testamento y le prendió fuego con una cerilla. Así fue como, tras tantos años de utilizarla para arrancar secretos al mar, consiguió el Lluent que la barca que le cediera su antiguo patrón fuera definitivamente suya.

Despuntaba el alba cuando Benito Buroy salió de la Comandancia Militar. Colgado del hombro llevaba un macuto en el que había guardado la pistola, una bota con agua y un mapa, de la isla. Aquel día cumplía una semana de estancia en Cabrera. A media mañana llegaría la barca de abastecimiento en la que debía regresar a Mallorca. No tenía demasiadas ganas de volver a Palma y a su vida en el bar, pero tampoco podía elegir. Había llegado la hora de echar tierra de nuevo sobre el expediente depurador que, por mucho que hiciera, brotaba una y otra vez como una mala hierba.

Tomó el camino del castillo para evitar que le vieran desde el campamento militar. Al poco dejaba atrás el cementerio. Tras detenerse en lo alto del promontorio para orientarse con el mapa, decidió bordear la cala Santa María y después internarse en el monte para cruzar la isla por su lado más angosto. Ascendió inmerso en un silencio profundo en el que sólo resonaba el crujido de sus pasos sobre los cantos polvorientos y las ramas quebradas de los coscojales. Al encumbrar las últimas peñas, apoyó las manos sobre las rodillas para recuperar el aliento. Era tal la quietud allí que el bombeo agitado de su corazón parecía capaz de abarcar con su sonido toda la isla. La ladera, salpicada de verde, comenzaba a descender a los pies de Buroy hasta alcanzar una amplia bahía en la que no se veía ninguna edificación. A un lado se levantaba el islote pelado del que le hablara el capitán Constantino Martínez. Frente a aquel islote, en alguna cueva, se escondía Markus Vogel.

Benito Buroy había planeado ir costeando hasta encontrar su guarida, pero poco antes de completar el descenso divisó a lo lejos, en el extremo de un saliente rocoso, la silueta lacónica del alemán sentada frente al mar. Pocos minutos después sonaron sus pasos a espaldas de aquel hombre al que no había visto nunca. A Benito Buroy le extrañó que no se volviera hacia él a pesar de que sin duda lo había oído. Contempló durante unos instantes su melena cana y sus hombros anchos y abatidos. El alemán tenía los antebrazos apoyados sobre las piernas como si acaparase toda su atención algo en el suelo frente a él. En cualquier caso, no parecía interesado en absoluto por aquella inesperada visita. Benito Buroy abrió el macuto, echó un vistazo a la pistola, destapó la bota y bebió un par de tragos. Luego dejó la bota en el suelo.

—Le esperaba —dijo Markus Vogel—. Hace unos días anduvieron unos soldados por aquí. Pensé que los plazos se estaban agotando.

Benito Buroy hizo una mueca de disgusto. Avanzó hasta situarse delante del alemán, pero éste no alzó la mirada. Alargó un dedo largo y huesudo para señalar un pellejo de lagartija sobre una roca.

—En algún momento dejó de moverse y de huir. Entonces las hormigas empezaron su trabajo. Les ha costado dos días vaciarla por completo.

Tras decir esto, Markus Vogel miró de frente al recién llegado.

—Yo tampoco me moveré —le dijo—. Hágalo ya. No me torture.

Benito Buroy metió la mano en el macuto. No pudo reprimir un gesto de dolor al tropezar el vendaje de su herida con la culata del arma. Pese a ello la empuñó, buscando el gatillo con el dedo corazón, pero no llegó a sacarla de su escondite. No se veía con ganas de apuntar a aquel hombre a sangre fría. Pensó que sería menos violento disparar a través de la bolsa, aunque la sola idea le hacía sentirse miserable. El alemán le miraba fijamente, con una entereza que no podría sostener mucho tiempo. Buroy advertía con claridad la tensión que lo dominaba. Se veía obligado a entrelazar los dedos de las manos para que no se viera que le temblaban.

A Buroy le bastaba con apuntar un instante y apretar el gatillo. Alzó un poco la bolsa sin decidirse a sacar la pistola. Fue entonces cuando lo asaltó de nuevo aquella irritación de la que no conseguía zafarse. Era superior a él, un aborrecimiento que le nacía de la sensación de estar equivocándose porque le obligaban a hacerlo, porque ellos podían obligarlo y él tenía que resignarse a aceptarlo. Sin embargo, ¿qué diablos pretendía salvar doblegándose a cometer aquel crimen? ¿Sus largas y tediosas noches en el bar escuchando conversaciones que no le interesaban? ¿La compañía agobiante de Otto Burmann, cada día más perdido y desesperado? ¿Sus encierros con Erica en el lavabo, donde ella se envilecía lloriqueando y lamiéndole la polla?

—Ni sé ni me importa lo que haya hecho —dijo para defenderse de sus pensamientos—, pero tengo que obedecer las órdenes que me han dado.

—Usted no es un pistolero de Falange —contestó el alemán—. Tampoco es militar ni trabaja para la Gestapo. No sé quién es usted.

Benito Buroy alzó un poco más la mano sin sacarla del macuto y acarició con el dedo la superficie cóncava del gatillo. Pero entonces pensó que segundos después estaría completamente solo en aquel lugar frente a un cadáver con un agujero de bala en la frente, y que tendría que regresar por el monte con un sabor amargo en la boca preguntándose quién era él, quién había matado a Markus Vogel, y que en la cantina Felisa García le serviría un plato de lentejas que le resultaría imposible probar siquiera, y que aquella misma noche Erica escupiría su semen a un lado de la taza del retrete pensando ya en su próxima copa de ginebra, y que poco después, en la cama cubierta de almohadones en la que le daba asco y angustia acostarse, Otto Burmann le reprocharía al oído que era un mal hombre acariciándole el vientre con su mano siempre fría, y que las noches eran cada vez más insomnes y más largas, y que una vez más se preguntaría, en algún rincón de la oscuridad, por qué cojones se empeñaba en seguir vivo si vivir era algo que ya había dejado de gustarle.

Al alemán se le habían enrojecido los ojos. Había hecho un gran esfuerzo, pero era evidente que se encontraba al límite de la resistencia.

—Se lo suplico —murmuró, y en su voz quebrada advirtió Buroy que en cualquier momento aquel hombre podía venirse abajo, dejarse caer de bruces, comenzar a llorar—… Me doy la vuelta, si así se lo pongo más fácil.

A Benito Buroy le dolían los puntos de la herida. Empuñar el arma le obligaba a estirar el dedo dentro del vendaje. Pasaban los segundos y cada vez le resultaba más difícil acabar con aquello. Empezó a comprender que ya era demasiado tarde, que había perdido el aplomo o la irreflexión necesarios para hacerlo, que había dejado pasar la ocasión y que debería esperar a una nueva oportunidad. La próxima vez dispararía como siempre lo había hecho, sin plantearse lo que hacía.

—Seguro que me sobran motivos para matarte —exclamó finalmente, retirando el dedo del gatillo—. Seguro que lo tienes bien merecido… Volveré otro día.

Soltó la pistola, se colgó el macuto del hombro, recogió del suelo la bota y se fue de allí sin mirar atrás.

Dejó transcurrir el resto del día vagando por el monte, sin fuerza ni coraje para regresar al puerto y encararse con la barca que debía devolverlo a Mallorca. Cuando por fin se decidió, comenzaba a anochecer. Comprobó desde lo alto que en el muelle no había otra embarcación que la del Lluent. Su transporte debía de haber soltado amarres hacía ya vanas horas.

Bajó con desgana los desmontes donde nacía el pueblo. Tenía hambre, pero antes de visitarla cantina fue ala Comandancia Militar a guardar la pistola. El soldado de guardia le dijo al verle que el capitán le esperaba en su despacho. Benito Buroy abrió la puerta.

—¡Hombre! —dijo el militar echándose hacia delante en su butaca, que soltó un largo crujido—. ¡Benditos los ojos! El comisario ha llamado varias veces. Está que trina con usted. Parece ser que le esperaba hoy en Palma.

—No he podido cumplir con el encargo —se excusó difusamente Benito Buroy.

El capitán se puso en pie y se encaminó hacia el archivador para sacar su botella de fino.

—Así que estará una semana más con nosotros. Pues muy bien. Será testigo del lío que se está montando. Vamos a entrar en guerra, amigo mío. Ahora ya se lo puedo asegurar.

Llenó los vasos. Antes de que Benito Buroy pudiera llevárselo siquiera a los labios, vació el suyo de un solo trago.

—El general Kindelán lleva tiempo acorazando las Baleares por miedo a una invasión —continuó el militar—. Y ahora nos toca a nosotros. Esta semana me han de llegar más hombres y piezas de artillería. ¡Hasta un camión, vaya por Dios! He puesto a la tropa a ensanchar la pista que lleva al campamento. ¿Qué se apuesta a que un día de estos tomamos Marruecos?

Benito Buroy se había sentado en una de las sillas y se rascaba reflexivamente la coronilla. Otra guerra. Era de dominio público que Franco iba a alinearse con el Eje para devolver a España el rango de primera potencia que siempre le habían negado los franco británicos. Pero ¿cómo iba a rearmarse un país desgarrado y empobrecido por tres años de guerra civil?

En aquel momento sonó el teléfono en la pared del despacho. El capitán Constantino Martínez se apresuró a descolgarlo.

—Dígame… Si, soy yo, pásemelo… Un saludo, señor comisario… Aquí lo tiene, ya ha llegado… Naturalmente…

Benito Buroy ya estaba a su lado. El militar le entregó el auricular y fue a llenarse de nuevo el vaso. Buroy cerró los ojos antes de acercarse el aparato al oído.

—¿Se puede saber qué coño haces, gilipollas? —tronó la voz airada del policía.

—Ha habido problemas. Necesito unos días más.

—¡El miércoles que viene te quiero aquí! ¡Aquí! ¡Sin falta! ¡Y con el tipo ese bajo tierra! ¿Me has entendido? ¿Me has entendido, degenerado? ¡Si no estás aquí el miércoles te arrancaré los huevos y te los meteré en la boca!

—Confíe en mí… —comenzó Benito Buroy.

Pero el auricular dejó escapar un estridente chirrido.

—¿Ha acabado la conversación? —preguntó, casi al instante, una voz femenina.

Los paseos en barca habían dado comienzo a mediados de agosto, unas semanas antes de que Benito Buroy llegara a la isla, y antes también de que una tormenta desenterrara a los muertos y con ellos el testamento de la Xuxa, de que Leonor Dot sorprendiera a Andrés espiando a Camila y de que un pelotón de voluntarios fusilara al antiguo carbonero junto a la tapia del cementerio. La idea había surgido en la sobremesa de la paella que preparara Felisa García a su regreso de Mallorca. Markus Vogel ya se había perdido por el monte con su ración de tabaco, y Paco, borracho por completo, roncaba sonoramente con la cabeza desmayada en la silla. Camila, que se aburría, pidió al Lluent que la llevara a dar un paseo en su barca. Y el pescador, que también había abusado del tinto, se puso en pie. Tambaleándose un poco, anunció que iba a llevarla a una cueva marina donde las aguas eran tan claras y tan azules que parecían una infusión de zafiros.

—¡De Cabrera no sale nadie sin mi permiso! —había exclamado el capitán Constantino Martínez despertando de un prolongado ensimismamiento etílico.

—Nadie se va a ir, tranquilo —le contestó de buen humor Felisa García—. ¡Si estáis todos tan bebidos que da pena veros! Pero mañana, cuando el Lluent se haya recuperado, se llevará a estas señoras a dar una vuelta por el mar, faltaría más. Ya va siendo hora de que se refresquen un poco.

A la mañana siguiente, después de que el capitán autorizara la excursión con un gruñido agónico, pues los ardores de la resaca le avivaban los causados por la metralla que se le iba oxidando en las entrañas, el Lluent y sus invitadas salieron por primera vez a navegar. En aquella ocasión el pescador, en cumplimiento de su promesa, las había llevado a una cueva de aguas asombrosamente azules y ecos amortiguados en la que se adivinaban docenas de murciélagos suspendidos de la bóveda de estalactitas. En las semanas siguientes salieron varias veces más, hasta convertir aquellos paseos en una costumbre que mantenía al capitán Constantino Martínez en un inquieto y permanente otear del horizonte. A veces superaban el saliente donde se alzaba el faro y hendían las aguas hacia el sur para ver los acantilados donde batían las olas. Por allí alcanzaban, impulsados por el viento, el segundo faro de la isla, que orientaba sus haces de luz hacia las aguas profundas que llevaban hasta Argel. Otras veces navegaban en dirección contraria, bordeando el castillo y costeando hacia el norte, donde las aguas eran más calmas y se encontraban lugares tranquilos donde echar el ancla. Allí el Lluent enseñaba a Camila a preparar los sedales o a hundir las nasas de mimbre que dejaban luego señaladas con una boya. El pescador hablaba muy poco, pero a veces señalaba una mancha parda en el cielo y decía:

«Un cernícalo. Es bueno, se come las ratas». O se limitaba, sin abrir los labios, a indicar con el dedo un acantilado donde una cabra solitaria hacia equilibrios sobre el vacío.

Leonor Dot tampoco hablaba mucho. Solía acurrucarse en la proa y, dejándose mecer por el vaivén de la barca, se sumía en el mundo atemporal de los recuerdos. A veces, la asaltaban con tal viveza que las voces de Cánula y del Lluent se iban apagando, como si poco a poco se fueran alejando de ella, y el calor del sol sobre la cara se transformaba en la presión suave de una mano, o en otra luz y otro calor bajo un sol distinto, o incluso en el frío gélido de una mañana de invierno en una ciudad lejana. Con los ojos cerrados, levemente mareada y adormecida por el balanceo, Leonor Dot vagaba sin cuerpo por un pasado irrecuperable que, a pesar de todo, necesitaba rememorar para continuar sintiéndose viva. A veces los recuerdos le dolían demasiado y entonces, tapándose la cara con las manos, se asombraba de que los horrores de una vida arruinada pudieran desembocar en un rato de paz sobre una barca, bajo el sol benigno de todos los días.

No por eso dejaba Leonor Dot de ser combativa. Durante uno de aquellos paseos en el que habían ido a ver los peñones que asomaban más allá de la isla dels Conills, se puso en pie al divisar a lo lejos la línea brumosa de la costa mallorquina. Parecía tan cercana que daba la falsa impresión de que podía alcanzarse a nado. El Lluent conocía bien aquella derrota surcada de peligrosas corrientes marinas, pues vendía la mayor parte de sus capturas en la colonia de Sant Jordi, que era el puerto más próximo a Cabrera. Leonor Dot se volvió hacia el pescador. Le brillaban las pupilas.

—Lluent —le dijo—, llévenos hasta Mallorca. Diga que hemos saltado al mar y que no ha podido hacer nada por nosotras.

El Lluent puso cara de circunstancias. Luego, tras morderse los labios por dentro como si quisiera arrancárselos, se expresó con meridiana sensatez:

—Si lo hiciera sería yo el que habría tirado su vida por la borda. No se puede desvestir a un santo para vestir a otro. No sabe cuánto lo siento.

Y dicho esto, con la languidez con que se llevan a la práctica las decisiones molestas pero impostergables, asió el timón e hizo virar el laúd de regreso al puerto.

—Eso es cierto —reconoció Leonor Dot con una amplia sonrisa, trastabillando un poco a causa de la maniobra y tomando asiento con torpeza—, tiene usted razón… Pero tenía que intentarlo.

La celebración por la pesca del atún había concluido hacía un buen rato. Paco, alarmado por la rapidez con que menguaban sus reservas de vino, había conseguido salvar una botella escondiéndola detrás del barreño de la basura. Con esa botella, más lo que ya llevaba bebido, había tenido suficiente caldo para acabar el día. A la mañana siguiente llegaba la barca de las provisiones con un nuevo cargamento. No era aquél, pues, un tema que le preocupara en aquellas horas tardías. Pero había otros.

Repantigado en una silla bajo la parra de la cantina, con la camisa abierta por completo para airear la espesa pelambrera de su pecho, observaba la plaza a oscuras y meditaba sobre los graves problemas que le aquejaban. Llevaba unos días desconcertado y molesto por la actitud de Felisa García. Su mujer parecía otra desde que viajara a Mallorca y encontrara allí la protección de su cuñado. Hasta entonces nunca había tomado otras decisiones que no fueran las propias de las tareas domésticas, pero ahora empezaba a mangonearlo todo y a criticarlo a él con mucha más inquina de lo normal. Era cierto, meditaba el cantinero, que Felisa siempre le había gritado, pero se trataba de arrebatos femeninos que cumplía sin dejar de remover el cocido o de pasar el fregajo por el suelo del bar. Y ésa, para Paco, era una actitud positiva. Estaba convencido de que las mujeres debían gritar mucho, pues así sacaban fuera los sinsabores de la maternidad y lo que él llamaba las «ansias mamarias», que no eran otra cosa que más maternidades no resueltas y ya imposibles. Una mujer gritona era para Paco una verdadera mujer. Pero una cosa era dar gritos, proferir amenazas e insultar a su marido desde los fogones, y otra muy distinta callarse como una muerta, mirarlo con desdén y, en la intimidad del lecho conyugal, lamentarse de que la tonta de su hermana hubiera tenido mucha más suerte que ella.

—Todo por un par de cerdos y un rebaño de cabras —murmuraba, tumbada en la cama, con su camisón nuevo de volantes que trajera también de Palma—. Pero ni eso hemos sabido conservar. Qué pensarían mis padres si llegaran a verlo. Doy gracias a Dios de que estén muertos, fíjate en lo que digo… Si hubiera ido a Mallorca a aprender costura con mi hermana, quizá ahora estaría casada con otro potentado… O al menos con un hombre que sirviera para algo.

Paco nunca contestaba a sus reproches, en parte por orgullo y en parte porque a aquellas horas le costaba demasiado articular las palabras. Al poco se quedaba dormido como un bendito, y cuando se despertaba a la mañana siguiente comprobaba con alivio que la vida seguía igual, que Felisa no estaba en la cama y se la oía trajinar por la casa. Entonces se levantaba él también, iba al chamizo donde guardaba alguna botella de vino entre los trastos, bebía un par de tragos para infundirse valor y decidía demostrar aquel día a Felisa García que su marido no era un fracasado, sino un hombre con arrestos y energía sobrados para tomar las riendas y que ella viviera como una reina o, cuando menos, como la tonta de su hermana. A continuación daba algunas vueltas por el bar, salía al patio donde ya no había cerdos ni cabras, se asomaba algo apocado a la cocina y acababa sentándose bajo el emparrado con una gran desazón, pues Felisa se había levantado a las seis de la mañana y ya todo estaba hecho. Allí se lamentaba Paco en silencio de tener una mujer mandona y desquiciada sin darse cuenta de que había dejado la cama sin hacer, que la cantina era un nido de mierda, que la casa tenía varias tejas rotas que filtraban goteras las pocas veces que llovía, que había mil cosas que hacer en general que no fuera lo de cada día, sentarse bajo el emparrado rumiando la manera de servirse un poco de vino de manera que Felisa García pudiera simular que no se daba cuenta.

También le molestaban a Paco las tertulias de su mujer con Leonor Dot. Aquella señora de ciudad era otra mala influencia para ella, que complementaba a su manera el nefasto ascendiente que iba adquiriendo sobre Felisa el marido de su hermana. Si aquél le había despertado el deseo de haber tenido otra vida más opulenta y divertida, las conversaciones con Leonor Dot la llevaban a creer falsamente que ella misma podía ser de otra manera, una mujer sensible y hasta un poco despierta. Algunas noches, siempre después de sus tertulias en la cocina, tras un rato de silencio en la cama con la mirada perdida en el techo, Felisa García abría los labios con una intención bien distinta de la de criticar a su marido. Entonces era mucho peor si cabe, pues se trataba de uno de sus ataques de clarividencia mental.

—La vida —decía— es lo mismo que tener un vertedero de basura delante de las narices y por detrás un valle cubierto de amapolas. Hay que saber mirar las cosas bonitas.

—La vida es una mierda —le contestaba Paco, pues ésa era la única frase que podía articular por muchas copas que llevara encima, y de hecho el eje central, y hasta exclusivo, de su muy limitado pensamiento.

—Hay personas que hacen infelices a las demás —opinaba Felisa, retomando sesgadamente su afición por la reprimenda.

Aquella noche, después de cenar en la cantina, Benito Buroy rompió sus hábitos solitarios y se sentó junto a Paco bajo el emparrado. En el cielo, cuajado de estrellas, se recortaba la silueta de la higuera centenaria. Benito Buroy estaba un tanto meditabundo. Dedicó unos minutos a observarse el dedo vendado que un rato antes le cosiera el médico militar. Habían sido necesarios cuatro puntos para cerrar la herida y se trataba del dedo índice de la mano derecha, el de apretar el gatillo.

La semana que llevaba en Cabrera había pasado volando. Al día siguiente llegaría la barca de abastecimiento sin que Benito Buroy hubiera visto siquiera a Markus Vogel. Se había limitado a esperar a que apareciera por la plaza, sin molestarse en ir a buscarlo a la playa donde lo localizara la patrulla del capitán Constantino Martínez. Pero el alemán no había bajado al pueblo, y de haberlo hecho tampoco habría podido dispararle delante de todos. ¿A qué estaba esperando? ¿A verle la cara a su víctima? Sabía que eso no era recomendable. De hecho, cuando eliminaba a alguien lo hacia deprisa y sin mirarle a los ojos. No quería que los muertos se vengaran de él en sus pesadillas. ¿A qué esperaba pues? ¿A hacerlo en el último momento para no tener que seguir esperando en la cantina como si nada hubiera sucedido, como si no hubiera dejado un cadáver pudriéndose al otro lado de la isla? Si era eso a lo que esperaba, había llegado la hora. Tenía que solucionar aquel asunto a la mañana siguiente si deseaba regresar a Palma en la barca. Y aquello, regresar a Palma, era algo que no podía eludir. Le aterraba pensar en la reacción del comisario en el caso de que desobedeciera sus órdenes. Así pues, se levantaría con el alba y cruzaría la isla en busca del alemán misántropo. Con un poco de suerte estaría de regreso en Palma a tiempo para que Otto Burmann le preparara una tortilla de espárragos.

El cantinero, un tanto sorprendido de que aquel hombre tan reservado se sentara a su lado, lo miró un instante de reojo. Luego, quizá porque el momento se prestaba a ello, y a pesar de que tenía la lengua embotada y aquello le dificultaba la dicción, él también se atrevió a filosofar.

—A las mujeres hay que tratarlas con mano dura —dijo.

Señalando con el pulgar por encima del hombro la cantina donde sonaban las voces apagadas de Felisa y Andrés, se explicó mejor:

—La mía me tiene miedo.

Benito Buroy permaneció callado, pero todos en Cabrera se habían acostumbrado a su silencio y ya nadie esperaba de él ninguna respuesta.

—Miedo, eso es lo que me tiene —insistió Paco, rellenándose el vaso con las últimas gotas de vino—. Me tiene tanto miedo que podría hacer con ella lo que quisiera.

Aquello no se había visto nunca en Cabrera. A media mañana sonó por dos veces el lamento largo y ronco de una sirena, y poco después entraba en la bahía un barco enorme y destartalado que parecía capaz de quebrar la isla y seguir luego su camino por las aguas mansas del verano. Paco, que fue el primero en salir de la cantina para ver el espectáculo, no tardó en comprobar que se trataba de un antiguo pailebote revestido con planchas de hierro. Sobre la cubierta había un movimiento incesante de soldados. Volvió a bramar la sirena y de la chimenea salió una espesa nube de humo negro.

El capitán Constantino Martínez, vestido con su traje de gala y acompañado por cuatro soldados entorchados, salió de la Comandancia Militar y se encaminó con paso decidido hacia el muelle. Pese a que aquel acorazado, que se acercaba lenta y trabajosamente al muelle, dejaba entrever más arrogancia que prosperidad, el capitán lo contemplaba con el orgullo con que se asiste a los despliegues de la madre patria. Por fin, después de tantos meses en vela, de tanto tiempo de callada y disciplinada observancia de un mar infestado de buques enemigos, llegaba la armada nacional con los tan esperados refuerzos.

Benito Buroy, que se entretenía escuchando la radio en la balconada de la Comandancia, observó que Paco se dirigía también hacia el muelle con aire desinhibido y garboso. Felisa García, en cambio, se había quedado a la puerta del bar. Con las manos unidas sobre el pecho, como si rezara, contemplaba todo aquello con la misma preocupación con que, a lo largo de la historia, las buenas cocineras vieran a los jóvenes partir hacia el frente riendo y entonando canciones. Lo peor de los potajes, filosofaba Felisa García con gran aflicción, era que los hombres, después de comerlos, se sentían capaces de todo. Así había sucedido con su hijo mayor, que había partido a la guerra prometiéndole regresar cargado de regalos para ella. Hasta un mantón de Manila le había prometido… Las tragedias, en aquella isla y en cualquier otro lugar, siempre se habían visto precedidas por un gran despliegue de optimismo.

El buque hizo varias maniobras antes de lograr echar los amarres a aquel muelle diminuto. Un rato después, el capitán Constantino Martínez, cuyo estado de ánimo, tan español, se debatía entre el mundano arrojo del conquistador y la cerrazón espiritual de la defensa numantina, realizaba grandes esfuerzos por mantener la marcialidad ante el teniente que comandaba aquella expedición salvadora, pero los ojos le hacían chiribitas al ver todo lo que se estaba descargando de las tripas del mercante disfrazado de destructor. Además de una sección de cincuenta hombres que vendría a reforzar a la tropa bajo su mando, frente a él se apilaban un montón de cajas de madera rotuladas en alemán que contenían, según le fueron explicando, dos cañones de defensa costera que serían instalados en la bocana de la bahía, varias ametralladoras y gran cantidad de munición. Los marinos habían descargado también veinte o treinta barriles, y en aquel momento se disponían a bajar al muelle un camión de color polvoriento con un enorme depósito adosado tras la cabina.

—Está preparado para funcionar con gasógeno —aclaró el teniente del navío—. Si nos cortan el suministro de gasolina podrán hacerlo andar con carbón.

—Caray —exclamó el capitán Constantino Martínez—, son ustedes muy previsores. Con tantos barriles de combustible y lo pequeña que es la isla no hará falta el gasógeno durante años.

—Los barriles no son para el camión —contestó el otro imprimiendo a su voz un cierto tono de misterio—. Me gustaría hablar con usted en su despacho.

Camila, que había bajado para ver el despliegue de tropas, se cruzó en la plaza con los dos militares. En el muelle, los infantes recién desembarcados, al verse libres de la oficialidad, se habían relajado y conversaban en corrillos. Pero un cabo los hizo formar y se los llevó a paso ligero hacia los barracones. Camila se quedó sola frente al camión estacionado entre las cajas de madera y los bidones. Se acercó al vehículo y apoyó una mano en uno de los faros. Sonó entonces un silbido. La niña retiró asustada la mano y buscó con la mirada a su alrededor sin darse cuenta de que un marino, desde la cubierta del barco, la invitaba con gestos a subir a bordo. Paco, cerca de él, conversaba con otros miembros de la tripulación. El cantinero había abierto los brazos en círculo y los giraba con energía a un lado y a otro, como si les estuviera explicando la manera de preparar el bacalao al pil-pil o de bailar el minué. Probablemente, aunque Camila tampoco se diera cuenta, escenificaba la rotación de un cañón antiaéreo.

—¡Camila!

Felisa García la llamaba desde la playa estrecha que separaba el muelle de la cantina.

—¡Ven a desayunar! ¡Hale, corre, que me tienes harta!

La niña resopló con fastidio, acarició de nuevo el faro, que le dejó los dedos pringados de un polvo grasiento, y obedeció sin darse mucha prisa. Mientras, Leonor Dot, desde la puerta del bar, contemplaba con desagrado el barco inmenso atracado a espaldas de su hija.

El falso acorazado largó amarras poco después, en cuanto hubo concluido la reunión de los mandos militares en el despacho de la Comandancia. El capitán Constantino Martínez había regresado al muelle, tras aquella reunión, sumido en un hosco y lúgubre silencio. No parecía que le hubieran dado buenas noticias. Llamó a gritos a Paco para que bajara de una vez a tierra, y se despidió del teniente llevándose con desgana la mano a la gorra. El teniente estuvo claramente tentado de hacer algún comentario, pero le devolvió el saludo con una amplia sonrisa y, sin más, se encaminó hacia la pasarela.

—¿Qué le pasa a usted? —dijo Paco, alzando la voz para vencer el bramido de la sirena del barco—. Parece que le haya atacado un dolor de muelas.

El capitán Constantino Martínez le dirigió una mirada turbia. Estaba completamente abatido.

—Nunca en mi vida había hecho un ridículo tan grande —murmuró—. Me traen un camión y yo no tengo carretera. El marino ese ha tenido que tomar asiento para no caerse de la risa… Y mira que lo avisé, una y mil veces les dije que se dieran prisa, que llegaría el camión y no tendría por dónde echarlo a rodar. ¡Si esos imbéciles se hubieran apresurado un poco…!

Un grupo de soldados llegaba en aquel momento del campamento. El capitán los había mandado llamar. Al mando estaba un sargento que se cuadró con evidente zozobra. Dirigió una mirada preocupada hacia Paco, que se encogió de hombros y se volvió para observar cómo se alejaba el barco.

—Óigame bien, Ridruejo —soltó el capitán—. Tiene dos días para acabar de ensanchar el camino. Si no lo hace en dos días tiraré sus galones a las letrinas.

—A sus órdenes, mi capitán. Lo que usted diga… pero eso es imposible. No tenemos casi utensilios. Lo hacemos con las manos, como quien dice.

—¡Pues le doy el tiempo mínimo posible, pero ni un día más! ¡Ni un día! ¿Dónde está el conductor del camión?

Uno de los soldados dio un paso al frente. Era un hombre enjuto, con las manos embadurnadas de grasa y un pelo desgreñado más largo de lo reglamentario. Vestía un uniforme de trabajo con Cantos lamparones que parecía de camuflaje.

—Tendrá que aparcar el camión en la plaza —le dijo el capitán—. Los demás, que lleven las cajas al edificio del pescado. En cuanto sea posible montaremos las armas y las trasladaremos a sus emplazamientos… ¡Y pensar que la seguridad de Mallorca depende en buena parte de nosotros! ¡Que Dios nos ayude!

A aquellas alturas, la cantina se había quedado vacía y los pocos civiles de Cabrera se habían congregado en el muelle. Felisa García, cogida del brazo de Leonor Dot, miraba a su marido con inquina, como si él fuera el culpable de aquel despliegue armamentístico. Benito Buroy, con la actitud desocupada de un paseante, estudiaba la grafía germana impresa en las cajas. Y Camila y Andrés se asomaban a las ventanillas del camión para ver los asientos destripados y el tablier lleno de abolladuras en el que había una imagen de la Virgen del Pilar. El conductor los apartó para subir a la cabina. Tras acomodarse en el asiento, accionó una clavija y sonó un largo chirrido. El camión tuvo un par de sacudidas pero volvió a quedar inmóvil y en silencio. El hombre probó de nuevo. Al rechinar el motor apretó el acelerador provocando una serie de explosiones que pareció el inicio de una tamborrada. Con glorioso despilfarro de estertores y estampidos, el vehículo se puso en marcha y avanzó unos metros.

Andrés, asustado por el estruendo, había salido corriendo hacia la plaza.

—¡Quiero subir! —gritó Camila, agarrada aún a la ventanilla—. ¡Por favor, quiero subir!

El capitán Constantino Martínez miró asombrado a la niña.

—Pero… si no puede ir a ningún lado —objetó, bastante provisto de razón.

—Déjala, Constantino —intervino Felisa García—. La pobre no tiene nada con qué distraerse.

El militar, desconcertado y molesto por aquella invasión del estamento civil en los sagrados temas castrenses, hinchó el pecho y tiró con energía de los bajos de su guerrera. La cantinera lo miraba de tal manera que el hombre temió, sin embargo, que su negativa pudiera provocar un incidente.

—Bueno, bueno —aceptó, dirigiéndose al conductor—. Dé unas vueltas a la plaza. Así se calentará el motor, que por lo que veo buena falta le hace.

El soldado estiró el brazo para abrir la puerta del acompañante. Camila subió al camión con la agilidad de una ardilla. Le impresionó lo grande que era el interior. El techo quedaba muy por encima de su cabeza, y para tocar el salpicadero tenía que echarse hacia delante y poner los pies en el suelo. Además, a excepción de la tapicería raída del asiento, todo era extremadamente metálico y frío. Cuando el camión echó a andar, y a falta de otro lugar más mullido, se agarró con fuerza al borde del cristal de la ventanilla.

El vehículo salió del muelle y se adentró en la plaza levantando una polvareda. El conductor, que no tenía muchas opciones, resolvió dar la vuelta a la higuera. Al completar el círculo se vio envuelto en la nube que él mismo había creado, pero no se detuvo. Dio otra vuelta, y otra, renqueando al modo de una vieja atracción de feria. Camila, que ya había ganado confianza, se cogió con fuerza al marco de la ventanilla, asomó la cabeza y se puso a reír. Se reía con tantas ganas que llenó la plaza, la isla entera de regocijo, y todos los que la miraban, Felisa García y Leonor Dot, Benito Buroy, el cantinero y hasta el capitán Constantino Martínez se sintieron extrañamente felices, como si la risa de Camila, su cara radiante que al pasar frente a ellos se adivinaba por entre el velo de polvo, el gozo contagioso de aquel carrusel improvisado fueran, durante unos instantes mágicos, lo más importante y lo único que mereciera ser contemplado en este mundo.

—¡Qué diña! —gritó Felisa García—. ¡Es que me la comería!

Alargó los brazos hacia ella deseando, desde la distancia, atrapar aquella explosión de júbilo y estrecharla contra sus pechos generosos. Leonor Dot, a su lado, sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Pero Camila no las veía. Se limitaba a dejarse embriagar por el vértigo de la rotación y a disfrutar de la risa.

Bajo el emparrado en el que su padre acostumbraba emborracharse, Andrés, inmóvil por completo, insoportablemente invisible, gemía de forma casi inaudible intentando llamar la atención de todos ellos para que le permitieran, a él también, subirse a la alegría.

La llegada de septiembre había cubierto el horizonte de nubes bajas y densas, como si Cabrera se alzara en un lago rodeado por una tierra lejana de algodones plomizos. Aunque de día continuaba haciendo mucho calor, al atardecer soplaba una brisa de escalofríos y la superficie del mar se encrespaba como si la hicieran bullir enormes bancos de peces. Al Lluent no le gustaba aquel clima inestable. Se pasaba largo rato contemplando el cielo en la sospecha de que le escondía algo, y luego, sin que nadie salvo él pudiera advertir ninguna diferencia que justificase una decisión u otra, fruncía el ceño y salía a pescar, o maldecía en voz baja y amarraba mejor la barca para que no la golpearan contra el espigón las sacudidas del viento y de las olas.

El Lluent no solía equivocarse al predecir el tiempo, pero, a pesar de ello, en más de una ocasión había tenido que hacer noche en la colonia de Sant Jordi por no poder regresar a Cabrera, y alguna vez que otra se había visto sorprendido en alta mar por una tormenta que se desataba de repente sin aviso. Decididamente, al pescador no le gustaba aquel mes en el que las nubes se formaban en lo alto como por ensalmo, surgidas de la nada, bramando a veces y descargando súbitos aguaceros, o manteniéndose quietas allí, ronroneando convertidas en inmensas gatas incorpóreas, inexplicablemente quietas e inactivas. Su antiguo patrón, Nicanor Menéndez, le había enseñado a desconfiar de ellas. Con la barca a la deriva en la soledad expectante de las aguas, la vela desarbolada y la isla tan lejana que había que forzar la vista para divisar su silueta brumosa, le decía:

—El mar y el cielo son caprichosos porque son muy grandes. Míralo, mira a tu alrededor. Hay mar por todas partes, no se acaba nunca… Y fíjate en nosotros. ¿Qué somos nosotros? Una menudencia, eso es. No daríamos ni para un poco de sustancia. Aquí hay demasiado caldo para tan poca carne.

Entonces señalaba al perro que correteaba por la barca deteniéndose a menudo, el rabo enhiesto y el hocico inquieto, extremadamente atento a todo lo que no podía verse.

—Él sí sabe cuándo va a haber tormenta. Si se pone a aullar como un condenado, no lo dudes. Vuelve a puerto tan rápido como puedas.

Otros pescadores se veían también sorprendidos, en aquellos meses de septiembre, por los caprichos del cielo y del mar. A veces entraban en la bahía a lomos de la espuma y alcanzaban el muelle jadeantes y empapados. Así sucedió al anochecer de aquel día en que Camila consiguiera dar un largo paseo en un camión que no iba a ninguna parte. A media tarde el cielo se había cubierto y había comenzado a sonar un aullido permanente, un triste lamento. Un rato después el mar parecía hervir con las entrañas más irías que nunca. Paco, que se encontraba bajo el emparrado, vio aparecer una barcaza ventruda y cenicienta. En un costado, con letras grandes y descuidadas, llevaba escrito su nombre: Margarita. Dio una voz al Lluent, que jugaba dentro al dominó con unos soldados.

—Mala cosa —dijo el pescador tras asomarse a la puerta y echar un vistazo—. Son pescadores de marrajo. No esperes nada bueno de ellos.

Eran tres hombres de aspecto hosco y desaseado. Cuando entraron en el bar habían empezado a servirse las cenas. Benito Buroy estaba solo en una mesa, y Leonor Dot y Camila en su lugar habitual junto a la ventana. Los recién llegados se plantaron frente a la barra. Uno de ellos la golpeó con el puño cerrado. Paco entró con paso vacilante y se situó al otro lado del mostrador.

—Orujo —le dijo el hombre—. Hay que joderse con el tiempo. Me cago en esta mierda de oficio, y en esta mierda de sitio y en todo. ¡Me cago en Dios, hostia!

—No es buena la noche —congenió el cantinero—. Quizá querréis comer algo.

—¡Tú saca la botella y vete a que te den por el culo! ¡Y nos invitas, mariconazo, que no estamos aquí por gusto! Si al menos tuvieras algunas putas…

Se volvió hacia la sala.

—Porque, ¿hay putas aquí, o no las hay?

Los otros le rieron la gracia mientras Paco se apresuraba a poner sobre el mármol una botella y tres vasos. En la cantina se había hecho un silencio profundo. Se oía tan sólo el ruido de los cubiertos y, en el exterior, el lamento lúgubre del viento. Leonor Dot y Camila comían sin levantar la vista del plato. Entonces sonó el chasquido de una ficha de dominó al golpear con fuerza la mesa y la voz del Lluent que dijo de forma bien clara:

—Cinco doble. Quien tenga cojones para meterse conmigo, que lo diga.

Tras dirigirle una mirada desganada, el que llevaba la voz cantante se volvió de nuevo hacia la barra y vació de un trago su vaso de orujo. Otro de los marrajeros, el más joven, hizo ademán de encararse con el Lluent, pero el tercero de ellos, de edad avanzada, corpulento y estrábico, lo retuvo por el brazo. El Lluent continuó hablando sin levantarse de la mesa y sin molestarse en mirarlos. Parecía dirigirse a los soldados que, muy incómodos, ponían todo su empeño en atender al juego.

—Coged el orujo y salid de aquí. No os invita Paco, os invito yo. En mi casa hay leña para encender un fuego. Hay mantas en el arcón, podéis acostaros en el suelo. Yo iré más tarde.

Dos de los marrajeros agarraron la botella y los vasos y se encaminaron hacia la puerta. Pero el joven se revolvió con cólera.

—¿Es que vamos a hacerle caso? ¿Vamos a hacer caso a este malparido?

El bizco, desde la entrada del local, le hizo un gesto con la cabeza. Luego, viendo que el joven no se movía, regresó sobre sus pasos, lo apresó por el cuello del impermeable y lo arrastró hasta sacarlo del local. Antes de salir él también se volvió hacia el pescador.

—Lluent —dijo—, un día de estos tendrás un disgusto.

Sus voces se fueron apagando a medida que cruzaban la plaza. En la cantina se respiró un ambiente de alivio pero también de malestar. Aunque todos continuaban con lo mismo que hacían antes de la llegada de aquellos hombres, parecían incapaces de desembarazarse de la sensación de peligro, de humillación.

Camila dejó los cubiertos apoyados en el plato, se levantó de la mesa y fue hasta el Lluent. Posó una mano sobre el antebrazo del pescador.

—¿Vas a dormir con ellos? —le preguntó con un hilo de voz.

El Lluent contempló la mano suave, los dedos largos de la niña. Luego la miró a los ojos y esbozó una sonrisa que apareció como una grieta en sus labios resecos.

—Peor es dormir solo —contestó.

Felisa está triste porque hoy han fusilado en el cementerio a un hombre que de niño jugaba con ella. A veces, cuando veo cuánto maltrata la vida a las personas, me da por pensar que a mí también me maltratará, que me pasarán cosas terribles como a mamá, o que yo misma haré otras de las que tendré que arrepentirme y con las que quizá cargue para siempre en la conciencia. Supongo que es fácil equivocarse, perder el camino o dejarse vencer por el cansancio, tirarlo todo por la borda, vamos. Debe de ser muy tentador cuando una lleva mucho tiempo viviendo y empieza a comprobar que no sucede casi nada de todo aquello que esperaba. Eso dice mamá, que cuando eres joven te ves capaz de abrazar el mundo entero, y que a medida que pasan las décadas vas abarcando menos con los brazos, a algunas personas queridas, y que al final te basta con abrazarte a la almohada en las noches largas de insomnio. Felisa, con sus pensamientos extraños, viene a decir lo mismo aunque de otra manera. Dice que el futuro es mejor tenerlo por delante, que así todo es más bonito.

Recuerdo una noche en la que papá llegó a casa muy, pero que muy mal. En aquella época siempre estaba preocupado o molesto por cosas de las que no quería hablar, pero aquella noche rompió su silencio. Para cenar había lentejas con chorizo y yo las odiaba. En cualquier otra ocasión me habría quejado, y estaba a punto de hacerlo, pero papá, tras sentarse a la mesa sin saludarnos siquiera, se había quedado con la cuchara vacía a medio camino entre el plato y la boca, tan inmóvil que daba miedo mirarlo. Mamá, comprendiendo que pasaba algo malo, tampoco comía. Esperaba. Parecía que los tres odiáramos las lentejas. Entonces papá dejó con mucho cuidado la cuchara sobre el guiso, como si pusiera una barca de papel en el agua de un estanque, y sin dejar de observarla atentamente dijo: «Ayer mataron a Pepe. Me ha llegado una nota del frente…

Mamá dijo «Dios mío», se levantó y abrazó a papá por la espalda apoyando la mejilla en su pelo.

Pepe era el hermano de papá, el único que tenía. No se llevaban muy bien porque era anarquista, pero se habían criado juntos y siempre se habían ido visitando aunque fuera para continuar sus interminables peleas. Tenían miedo de no conocerse si dejaban de verse. Recuerdo a Pepe sentado en el salón de casa riéndose y soltando palabrotas para que no viéramos la incomodidad que sentía, y a mi padre mirándolo en silencio, sufriendo por no saber qué decirle. Mamá y yo, durante aquellas visitas que tantas veces acababan a gritos, suplicábamos al cielo que no bebieran mucho, que no hablaran, que se limitaran a estar juntos un rato, a darse luego un abrazo y a irse cada uno por su lado queriéndose a su manera, un poco por obligación y un poco por respeto al recuerdo de la infancia que habían pasado juntos.

Por eso estaba papá tan mal aquella noche, porque habían matado a su hermano. Yo, que entonces era muy niña, empecé a comer lentejas para ponerle las cosas más fáciles. Pero papá no me veía. Dijo: «Lo peor es que todo ha sido para nada. Tanto sacrificio, tanta sangre… para nada. Pasaremos a la historia por habernos ido a la mierda en un esfuerzo inútil».

Mamá, con esa voz firme aunque muy dulce que utiliza en los momentos difíciles, le explicó que Pepe había muerto por defender sus ideas y que aquello debía bastarnos. Pero papá no estaba únicamente apenado por la noticia o cansado de ver que todo se volvía en su contra. Sabía muy bien lo que estaba diciendo, lo había pensado. «Si te juegas el pellejo ha de ser para llegar a alguna parte —dijo—. Y si por culpa de eso te sacan de este mundo a balazos, ha de valer la pena lo que dejes atrás. No puede ser que hayamos destrozado todo lo que queríamos para que este jodido país siga siendo lo que era, peor de lo que era. Mira a la niña». Me señalaba con el dedo. A mí me dio un vuelco el corazón porque comprendí que papá acababa de descubrir que ya no podía darme nada. «No hemos sabido defender su futuro», dijo.

Lo recuerdo como si fuera ahora. Se quedó mirándome de esa forma triste como miran los hombres derrotados. Yo tenía ganas de llorar, pero me contuve apretando los labios, porque llorar me parece una forma demasiado fácil de resolver los problemas. Le sostuve la mirada y noté que papá, aunque no se movía, recuperaba lentamente su manera normal de ser. «Camila —me dijo por fin—, voy a intentar que te vayas de España. A los Estados Unidos, si puedo, o a México. Esto se hunde, cariño, y he de ponerte a salvo… No sé si puedes entenderlo».

No. No podía porque era muy niña y un poco estúpida, pero dije que sí con la cabeza intentando que no vieran el miedo que me daba viajar sola a países tan lejanos. Bueno, mi padre no podría hacer lo que me dijo. Pocos días después desapareció para siempre, y yo no viajé a ningún sitio.

—Constantino —dijo Felisa García—, he venido a ofrecerle una solución a un problema que usted todavía no sabe que tiene.

El militar, sentado en su butaca, miró a la mujer con poco entusiasmo. Pues claro que tenía problemas, meditaba, y por supuesto que se le plantearían otros nuevos, cientos de ellos, pero no por eso había que andar adelantándolos. Todo aquello de lo que no tenía noticia no estaba bajo su responsabilidad, y en eso el capitán Constantino Martínez, acostumbrado a una vida entera en el ejército, era muy estricto. Los escalafones superiores estaban para algo. Ellos debían decidir en qué medida cualquier cosa era o no un problema y si le tocaba a él solventarlo. Mientras tanto, el supuesto problema, sencillamente, no existía. En ello radicaba la tranquilidad de espíritu que le proporcionaba la lógica castrense, y no era cosa de andar subvirtiéndola. Así que, sólo por miedo a la cantinera, señaló las sillas situadas al otro lado de su mesa de despacho.

—Siéntese, mujer. Pero preferiría que me hablara de sus problemas y no de los míos. Si está en mi mano, será un placer echarle… esa mano. Ya me entiende.

—Yo también los tengo, Constantino, claro que sí —comenzó Felisa García tras sentarse con el gruñido habitual con que acostumbraba llamar al orden a sus articulaciones—. Y le ayudo con la esperanza de ayudarme también a mí misma. Verá usted, la semana pasada fusilaron a Pascual. Yo no tuve valor para asomarme y no sabe cuánto me arrepiento. Hacía mucho tiempo que no veía a Pascual. Era nuestro carbonero, un hombre muy tranquilo y también una buena persona.

El capitán empezaba a sentirse verdaderamente irritado. A cualquier otro lo habría despachado con cajas destempladas, pero ante Felisa García se limitó a hacer crujir su butaca con un movimiento de impaciencia.

—Es un poco tarde para interceder por él —ironizó—. Le aseguro, de todas maneras, que hizo méritos suficientes para no merecer que usted se preocupe. Dejémosle descansar en paz.

La cantinera no iba a bajarse del burro. A Pascual lo había conocido bien porque se había criado con ella, y sabía que si había cometido alguna atrocidad en el frente habría sido sin duda por obedecer una orden. Porque Pascual era tan asustadizo como una oveja y tan ignorante que no sabía ni dónde estaba el Mediterráneo, que lo rodeaba por todas partes.

—Cada día rezo por su alma —insistió—. Poquito, porque tengo muchas ocupaciones, pero rezo. El caso es que mi hijo, no Andrés, sino el otro, aprendió el oficio con él. Le encantaba pasar las noches con Pascual junto a la carbonera.

—¿Y eso, en qué me concierne?

—No sea cazurro, Constantino. Y perdóneme… pero tiene usted un camión que funciona a gasógeno y en esta isla ya no hay nadie que haga carbón. Mi hijo, aunque inválido, es un hombre responsable. Con la ayuda de un par de soldados podría preparar todo el carbón necesario para poner en marcha el camión, y de paso para calentarnos en invierno y cocinar con un poco más de comodidad. Sólo tendría usted que conseguir que regresara a Cabrera.

El capitán enarcó las cejas y tamborileó en la mesa con las yemas de los dedos.

—No es mala idea —contestó—, debo reconocerlo. Ahora está en Madrid, ¿no es cierto?

—Sí. Y no quiere volver. Pero digo yo que ustedes podrán convencerlo… por las buenas, naturalmente, que el pobre bastante ha sufrido ya por España.

—Y su marido, ¿qué opina? ¿Está de acuerdo con usted?

Felisa García alzó las manos hacia el techo lleno de grietas como si invocara una autoridad divina.

—Mi marido no tiene opiniones. Debería usted saberlo, Constantino.

El militar soltó una risotada. Se le había pasado el malhumor. Abrió un cajón de su escritorio, sacó un purito y lo encendió, diciéndose que sus heridas interiores podían irse a paseo. La verdad era que Felisa García tenía razón. Cabrera debía ser capaz de abastecerse por sí misma si, tal como se pronosticaba, llegaban tiempos peores. Los submarinos alemanes ya surcaban aquellas aguas rastreando los convoyes británicos. Aunque la guerra se desarrollara en el mar, había que estar preparados para dar cobijo a unos y rechazar a otros si se hacía necesario. Y el teniente de la marina que le trajo el camión le había avisado de que no iban a volver por allí en bastante tiempo.

—Veré lo que se puede hacer… Pero me deberá usted un jamón, por lo menos.

—Delo por hecho. Se lo pediré a mi cuñado.

Cuando salió a la plaza, Felisa García avanzó unos pasos para buscar la sombra de la higuera, y se quedó allí retorciéndose las manos con la mirada perdida en el mar. No estaba segura de lo que acababa de hacer, pero tenía la impresión de que el mundo se desordenaba cada vez más y que había que intentar evitarlo. Si algo tenía claro Felisa García era que los países debían permanecer donde estaban, con sus fronteras tan bien dibujadas en los mapas que daba gusto verlos cada uno de un color distinto, y que los vecinos debían saludarse con respeto en lugar de andar matándose entre sí, y que los hijos debían buscar una mujer o regresar con sus padres y no andar mendigando en la capital. Todo debía estar en su sitio, porque era la única manera de que cada uno supiera dónde aposentar el culo. Así de sencillo. ¿Qué pintaba su hijo, que hasta que fuera a la guerra no había salido de Cabrera más que unas pocas veces para visitar a su tía en Palma, vendiendo cupones en una esquina de Madrid? ¿Iba a ser feliz allí? ¿No iba a encontrarse con que poco a poco regresaba la normalidad a la capital mientras él continuaba en su esquina cada vez más desplazado y maltrecho, incómodo recuerdo de unos tiempos que nadie querría rememorar? Para Felisa García, la vida no tenía sentido si un hijo no disponía de un lugar en el que resguardarse cuando todo le iba mal.

«Las brújulas no deberían señalar el norte, sino la casa de cada uno», se dijo a la sombra de la higuera.

Y en el pensamiento encontró una vez más la tranquilidad. Tan contenta estaba de haber sabido resumir sus ideas confusas en una sola frase nítida y bien planteada, que en lugar de encaminarse hacia la cantina fue a ver a Leonor Dot. Su amiga, que se hallaba en el huerto, se le ofreció de inmediato cuando la vio entrar resollando con fuerza y pidiendo su ayuda. Felisa quería que escribiera en un papel la frase que se le había ocurrido.

—Es muy bonita —le dijo Leonor Dot, tras cumplir su deseo y alzar el papel para leerla de nuevo.

Felisa García dudó un poco, pero no iba a permitir que nada la arredrase cuando ya había tomado una decisión.

—¡Pues ya estoy harta! —exclamó—. ¡Yo quiero escribir esas cosas! ¿De qué me sirven en la cabeza? ¡Con la edad, se me ha convertido en un trastero y no encuentro nada de lo que necesito!

Leonor la miró con cariño y la cogió por los hombros.

—Claro que sí, Felisa. Yo te enseñaré. Podrás leer y escribirlo que quieras.

—Pero que no me cueste mucho —concluyó la cantinera, observando con resquemor el papel en el que Leonor Dot había plasmado su pensamiento sobre las brújulas.

Tras la visita que hiciera a Leonor Dot y a Camila, Markus Vogel no había vuelto a bajar al pueblo. Pero aquella mañana lo hizo, empujado por la ansiedad en la que vivía desde que Benito Buroy irrumpiera, tres días atrás, en su retiro de ermitaño. El alemán no podía soportar la espera del anunciado regreso de su asesino, y a todas horas creía detectarlo en el chasquido de una rama, en el aleteo de algún pájaro o en el gorgoteo de una ola filtrándose por entre los cantos de la playa. A ratos se sorprendía a sí mismo escondiéndose entre las rocas con la excusa de buscar un poco de sombra, encogiendo las piernas y agachando la cabeza, o echando a correr de improviso, el corazón desbocado, como un venado ante la sospecha de una presencia extraña. Pero Markus Vogel no se consideraba un cobarde. Tampoco era el tipo de hombre capaz de acostumbrarse a vivir huyendo. Debía admitir que la causa de su ofuscado comportamiento podía ser que llevara demasiado tiempo apartado del contacto con la gente. Cada vez le suponía un mayor esfuerzo convivir consigo mismo, reconocerse en las venas de las manos, en sus cicatrices y lunares, en sus hábitos y hasta en sus recuerdos, como si alguien ajeno a él fuera ocupando más y más parcelas de su cuerpo y de su pensamiento. Hablar en voz alta, que hasta no hacía mucho le servía para centrarse, le parecía ahora una conducta de locos, por lo que se obstinaba en un silencio inmutable que él mismo no podía soportar. La amenaza que significaba Buroy, la certidumbre de que antes o después regresaría para matarlo, había acabado por desbaratar el precario equilibrio que hasta entonces lo había mantenido en pie.

El caso es que Markus Vogel apareció por el pueblo con un aspecto más extraviado de lo habitual. Parecía un viajero que hubiera estado fuera mucho tiempo y que se sintiera desorientado por los cambios que había habido en el pueblo. Y alguno se había producido, en efecto. El camión aparcado delante de la Comandancia parecía esperar pacientemente a que le mostraran algún lugar por donde fuera posible echar a rodar; los frutos comenzaban a madurar en la higuera, que desprendía un olor profundo al deslizarse el viento por entre sus hojas grandes como abanicos; y Paco, además de dejarse perilla, lucía en el cuello una gruesa cadena dorada. Cualquiera que no lo conociera lo habría tomado por un corsario turco que hubiera sobrevivido milagrosamente al paso de los siglos. Aquella mañana se encontraba a un lado de la playa, sentado sobre una de las primeras rocas que cimentaban el muelle, descamando un besugo y limpiándolo en el mar.

Markus Vogel se detuvo junto a los bidones alineados a espaldas del cantinero. Intentó mover uno por saber si estaba lleno. Luego se aproximó al borde del muelle y contempló el campamento militar que se alzaba a lo lejos, en la parte de la bahía más resguardada del mar abierto. A lo largo de la costa se veían grupos de soldados que trabajaban en la pista que conducía hasta allí.

—Yo creía que era gasóleo para los faros —comentó Paco señalando los bidones con el cuchillo—, pero eso no es posible. Por tierra no habría manera de llevarlos. Vaya usted a saber para qué los quieren.

Cualquiera que no fuera el cantinero habría advertido, por la manera de mirarle el alemán, que él sí sabía para qué querían los bidones. Pero Paco se limitó a menear la cabeza, y de un tajo abrió el vientre del besugo. Le sacó las tripas y las tiró al mar. Al instante una nube de pececillos rodearon los despojos.

—¡Qué cabrones! ¿Los ve? ¿Ve cómo saltan? Así son las cosas en esta mierda de vida. Si algo te va mal, allá van todos a sacar tajada.

—Usted se comerá el resto —observó lacónico Markus Vogel.

Regresó a la plaza. Tras echar un vistazo a la balconada desierta, se entretuvo observando el camión frente a la Comandancia. Pero el soldado de guardia le hizo un gesto de rechazo con la mano y el alemán se alejó hacia la cantina. Al entrar se encontró con Benito Buroy, sentado a una mesa hojeando un periódico. No había nadie más. Markus Vogel se detuvo en seco notando que se le aceleraba el pulso. Reflexionó unos instantes y, sin saber qué hacer, retrocedió de espaldas hasta la puerta.

Benito Buroy alzó las cejas sorprendido de ver al ermitaño en el bar. Miró con inquietud hacia la cocina, deseando instintivamente que saliera Felisa García. No llevaba consigo la pistola. Sin atreverse a moverse de la silla, se maldijo por el exceso de confianza con que había actuado. Hasta aquel momento no se le había ocurrido que el alemán pudiera atacar primero.

Los dos hombres se contemplaron en silencio. La sensación de peligro fue despejándose poco a poco hasta convertirse en una tensión que iba ganando intensidad, como un chirrido que les lastimara los tímpanos pero que no pudieran acallar.

—Busco a Felisa —dijo Markus Vogel, reaccionando el primero.

Había hablado para buscar refugio detrás de las palabras, pero también para ahuyentar la decepción. En el camino hacía el pueblo se había aterrado a la frágil esperanza de que su perseguidor hubiera abandonado la isla el mismo día en que decidiera no disparar contra él. Parecía evidente, sin embargo, que ninguno de los dos podía elegir otra opción ni cambiar la situación en la que se encontraba. Antes o después aquel hombre intentaría matarlo.

A Benito Buroy no se le escapó la sombra de contrariedad en la cara del alemán. Le tranquilizaba descubrir que Markus Vogel no le andaba buscando para anticipársele, pero temió que sus intenciones pudieran ser incluso más insensatas, que hubiera bajado al pueblo para denunciarle a las autoridades. Desechó aquella idea de inmediato. Markus Vogel no aparentaba ser tan inocente como para crearse falsas esperanzas. Tenía que ser consciente de que coman tiempos de muerte fácil, y de que en esas condiciones no había nada que denunciar, nadie ante quien hacerlo.

—Me asombra un poco verlo aquí —le contestó.

El alemán asintió suavemente con la cabeza. Pareció sentirse más tranquilo o considerar que, hiciera lo que hiciese, su situación no podía empeorar. Se encaminó hasta la mesa que normalmente ocupaba Leonor Dot, aunque no tomó asiento. Cruzó las manos a la espalda, eludiendo la pringosidad del cristal, y se detuvo a contemplar la plaza. Enmarcado por la ventana se veía a Paco en el muelle, las ramas de la higuera en primer término y al fondo el mar plácido de la bahía. Benito Buroy sospechó que Markus Vogel le daba la espalda para hablar con él. A veces, ignorar a otra persona es la única manera posible de interrogarla.

—¿No piensa irse de Cabrera? —preguntó Markus Vogel, confirmando su sospecha.

Benito Buroy pasó la página del periódico. Aquel ejemplar de Solidaridad Nacional había llegado en la última barca de Palma, la que él había dejado marchar tras su fracasada visita al acantilado. En el centro de la portada, con tipos de letra muy superiores a los demás, se leía: «Formidable tempestad de agua y de bombas sobre Inglaterra».

—No puedo hacerlo hasta que no cumpla las órdenes que me han dado —contestó—. Usted lo sabe.

—Sin embargo, no disparó —dijo Markus Vogel, volviéndose por fin.

Se acercó a la mesa y contempló atentamente el dedo herido de Benito Buroy. Ya no lo tenía vendado. Se veían, ennegrecidos, los cuatro puntos de sutura.

—No disparó cuando podía hacerlo, y ahora estoy sobre aviso. Eso se lo pone más difícil.

Buroy no se molestó en responder. Tampoco habría sabido qué decirle. En cambio, el alemán parecía necesitar hablarle, parecía desear explicarse cómo era aquel hombre que, al menos por el momento, le había perdonado la vida. Dijo:

—No sé si usted disfruta con esto o si le molesta… ¿Sabe lo que creo? Que está aquí por obligación, no porque lo considere un deber.

Benito Buroy lo miró con una frialdad absoluta. A veces, él mismo se asombraba de lo poco que le importaban los demás. Que a aquel individuo le hiciera sufrir el saberse perseguido era algo que le dejaba por completo indiferente. También le dejaba indiferente que pudiera albergar la esperanza de que él, Benito Buroy Frere, fuese mejor persona de lo que aparentaba. Hacía ya demasiado tiempo que no se paraba a calibrar el alcance de sus convicciones.

—No se preocupe por mí —le contestó, dejando el periódico abierto sobre la mesa—. El miércoles que viene regresaré a Mallorca.

El alemán asintió en señal de conformidad. A aquellas alturas de sus vidas, los dos eran conscientes de que hay sucesos que pueden darse por hechos antes de producirse, que se vuelven inevitables desde el instante en que sale la orden de un despacho y se moviliza todo lo necesario para cumplirla.

—Ya sabe dónde me encuentro. No pienso esconderme —concluyó Markus Vogel.

Dio la espalda a Buroy para salir de la cantina, pero en aquel momento entraban Leonor Dot y Camila. La niña corrió hacia él con alegría y se lanzó a sus brazos.

—¡Markus! ¡Pensábamos que te habías vuelto invisible! ¡A veces oímos tus pasos, pero salimos al porche y no estás!

Benito Buroy hincó un codo en la mesa. Tomó aire, apoyando la frente en la mano. Su mirada se vio secuestrada por la de Leonor Dot, que se había detenido con ojos inquisitivos y la mandíbula cerrada con fuerza, como si la asaltara una súbita sospecha. Buroy, comprendiendo que la mujer había oído las últimas palabras del alemán, tarareó una melodía insulsa y se enfrascó de nuevo en la lectura de las noticias.

Camila se despertó con la sensación de haberse orinado durante la noche. Tenía los muslos húmedos y el camisón se le pegaba a las piernas. Miró con alarma hacia la otra cama, pero Leonor Dot ya se había levantado. Camila vio en la penumbra las sábanas revueltas y la almohada que se ahuecaba donde su madre había apoyado la cabeza. Se incorporó ligeramente para apartar la cortina. Luego, avergonzada, aventuró una mano y palpó la tela debajo de sus glúteos. Estaba mojada. A Camila le repugnaba la sola idea de que aquello le hubiera sucedido. Entonces, al retirar la mano, descubrió que la tenía manchada de sangre. Era viscosa y se le adhería a las yemas de los dedos. Aunque en un principio se asustó un poco, la tranquilizó que no fuese orina. Se trataba sin duda de lo que su madre le venía anunciando desde hacía tiempo. «Camila —le decía—, cualquier día de estos te bajará la regla. Ya tienes casi trece años pero eres lenta de desarrollo, igual que yo. Mejor, así serás más alta». Y lo era. Una muesca en el marco de la puerta daba fe de que ya había superado el metro sesenta de estatura. En el tiempo que llevaba en la isla había crecido casi un centímetro, pero mucho más espectaculares eran los cambios que había notado en su cuerpo. Había adelgazado, se le habían alargado los dedos marcando la forma de los nudillos, y los brazos le tropezaban en unas caderas huesudas que antes no estaban allí. También la cara se le había vuelto más angulosa, perfilándosele la mandíbula y los pómulos. Se diría que su esqueleto quería mostrarse a través de la piel o crecía más deprisa que ella. A veces le dolían mucho los tobillos y le daban calambres en las piernas, como si anduviera pisando cables eléctricos. Y además estaban los pechos, que comenzaban a despuntar con timidez y que a Camila le costaba asumir como propios. Por la noche, al meterse en la cama, se los tocaba a través del camisón y le desconcertaba pensar que estarían allí para siempre, pegados a ella, dentro de ella. «A tu edad el cuerpo es una exageración —le decía su madre—, pero no te preocupes. Dentro de poco serás una jovencita guapísima y estarás muy contenta de todo lo que te ha sucedido».

Camila no estaba muy segura de querer cambiar. Sin embargo lo esperaba con impaciencia. Tenía la sensación de que su persona ocultaba otra distinta, mucho más compleja y sofisticada. Aunque se encontraba bien consigo misma, deseaba enfrentarse a aquella que iba a ser la dueña de su destino y de sus formas, la soberana absoluta de su propia vida. Intuía que en algún momento tendría que renunciar a la comodidad del refugio permanente que le brindaba su madre para empezar a disfrutar de la libertad de hacer siempre lo que quisiera.

Quizá entonces todo fuera mejor para ella. Había empezado a sentirse como un perro cuando los adultos la miraban con ternura. Y le fastidiaba especialmente si era ella misma quien lo provocaba. Por poner un caso, había disfrutado muchísimo dando vueltas a la higuera en el camión del ejército, pero luego había descendido de la cabina sonrojándose. Aunque Felisa no se cansaba de decirle que era un encanto y su madre la abrazaba para olerle el pelo, Camila había sentido el embarazo y el malhumor de haber recaído en un vicio. En su caso era el vicio de la niñez. Quería ser una más entre las mujeres, o cuando menos no sentirse distinta de las demás.

Por eso, desde hacía unas semanas buscaba contener los gestos que consideraba característicos de la infancia. Ya no daba saltos, sino que andaba pausadamente, primero el talón y después la punta, una y otra vez, convertida en una autómata. Se daba cuenta de lo difícil que era aprender a ser mujer y moverse de una forma tan complicada como si fuera lo más natural del mundo. Tampoco aceptaba sus entusiasmos, que le parecían desmesurados e impropios de su nueva edad. Cuando alguien proponía hacer algo que ella deseaba mucho, aunque el vientre le saltara a la boca contestaba «bueno» y miraba hacia otro lado, reflejando un invencible aburrimiento. Le parecía enormemente adulto mostrarse desinteresada. De hecho, había empezado a estar siempre algo melancólica, pues empezaba a considerar pueril el gusto por cualquier cosa que le ofrecieran. El problema estribaba en que casi siempre se sentía atraída por todo, lo que hacía que su melancolía impostada se fuera cimentando en la pesadumbre que le causaba perder, a medida que la iban dejando por imposible, aquella atención que los demás todavía le brindaban y que a ella ya no le servía de nada. «Está en una edad difícil —susurraba su madre—. Dejadla en paz». Si Camila la oía, se entregaba entonces a la banalidad más absoluta dedicándose a contemplar enfurruñada una esquina de la pared o una nube en el cielo.

—¡Mami! —gritó desde la cama.

Al ver a su madre, que entraba por la puerta que daba al porche, le mostró la mano y proclamó con la voz quebrada por la felicidad que le brindaba aquel momento trágico:

—Creo que ya ha sucedido.

Leonor Dot se sentó en la cama junto a ella. Cogiéndole la cara entre las manos, la miró a los ojos y la besó en la frente.

—Ya eres una mujer, mi pequeña —dijo, sin advertir que caía en un agraviante contrasentido.

—Me duele un poco el vientre —contestó Camila. Un rato después bajaban cogidas de la mano a la cantina y se encaminaban directamente a la cocina, donde Felisa García vertía agua caliente en un lienzo lleno de achicoria. Las miró un poco sorprendida. Nadie osaba entrar en sus dominios sin pedir antes permiso desde la puerta, y Leonor Dot no sólo no lo había hecho, sino que se había atrevido incluso a cerrarla para quedarse a solas con ella. Camila, muy erguida y con los dedos de las manos entrelazados sobre el estómago, la miraba con una mezcla de satisfacción y de padecimiento.

—¿Qué diablos pasa aquí? —bramó la cantinera—. ¿A qué venís tan misteriosas?

—Necesitaré tela para hacer unos paños —contestó Leonor Dot.

Y, señalando a Camila:

—Le ha venido.

Felisa García soltó el lienzo, que por el peso de la achicoria se hundió en el agua ya filtrada. Dio una sonora palmada dejando que sus manos permanecieran enlazadas y miró a Camila con una alegría infinita.

—¡Vaya con la niñita! ¡Cómo pasa el tiempo, Dios mío! ¿Ya te ha dicho tu madre que en estos días no puedes bañarte, ni lavarte siquiera? ¿Y que no puedes tocar las plantas? ¡Ni te acerques al huerto! Lo dejarías todo mustio… ¡todo! Has de andarte con cuidado… ¡Hasta la mayonesa se cortaría si intentases montarla!

Camila, que no esperaba que convertirse por fin en mujer fuera tan parecido a volverse una leprosa, se frotó las manos contra la falda sintiendo asco de sí misma y miró a su madre con espanto.

—Felisa —intervino ésta—, creo que exageras.

—¿Que exagero? ¿Qué te apuestas a que no exagero?

Fue a la repisa de la ventana, cogió una maceta con una albahaca y se la ofreció a Camila.

—¡A ver si no voy a saber de esto, con la edad que tengo! Toca la planta, niña, tócala bien… Ya verás lo que pasa.

Camila retrocedió un paso y se llevó las manos a la espalda. Le horrorizaba la idea de matar la albahaca. Retraída, casi llorosa, se arrepintió de haber deseado tanto el cambio que se estaba produciendo en ella. Como si un fondo ponzoñoso fuera tomando posesión de sus ideas, comenzó a pensar que convertirse en una adulta era adquirir la capacidad de ensuciar las cosas y de causar el mal.

El tiempo, en apariencia inexorable, se estanca a veces al enfrentarse a la tenacidad de la memoria. Algunas noches, pese a que ya había transcurrido más de un año, Benito Buroy se despertaba en la oscuridad, empapado de sudor, y se daba cuenta de que los sueños se le habían estado asfixiando en el recuerdo de aquellas otras noches en el penal, cuando cualquier ruido le hacía pensar que ya iban a buscarlo para encararlo al pelotón de fusilamiento. En el juicio sumarísimo le había faltado una defensa digna de tal nombre, pero tampoco le habría servido de gran cosa. A fin de cuentas, los magistrados que le juzgaban habían ganado una guerra larga y difícil, una guerra civil, y no podían ni querían ser benévolos. No sólo deseaban poner en evidencia las atrocidades que hubiera cometido Buroy en el campo de batalla, sino también obligarlo a aceptar la paz que instauraban. Para ello, además de castigarlo querían demostrarle que podían volver a hacerlo en cuanto se les antojara, sólo por comprobar que continuaba en el redil. Benito Buroy quizá se librara de una condena a muerte en aquel juicio, pero no de ser para siempre un enemigo descubierto y vigilado. A aquellas alturas ya sabía Buroy que una guerra no resuelve los problemas que la provocaron, sólo los decanta hacia uno de sus lados con la contundencia irreparable con que se desploma un animal abatido. En un rincón de su celda, temblando por haber oído el sonido lejano del cerrojo de una puerta, había comprendido que ante aquellos hombres no cabía el perdón ni el olvido, tampoco la expiación. Había sido derrotado para el resto de su vida.

Así pues, algunas noches se despertaba en su habitación de Cabrera y, sin ver nada pero con los ojos muy abiertos, recordaba aquellas otras noches en el penal. Pese a todo, guardaba una memoria difusa del terror de los primeros días, cuando tanto temía la visita de sus verdugos. El tiempo los había ido emborronando. Mucho más nítidas se le aparecían las otras noches después de aquella en la que, ante un oficial falangista de pelo engominado y gafitas sin montura, famélico y malcarado, insomne según decía, que leía los informes de la policía alzando las cejas y dejando escapar una sonrisita torva como si hojeara fotografías de mujeres desnudas, Benito Buroy cediera ante el temor a la muerte y la certeza de que ya no había salvación en la resistencia ni en el silencio. En una desfallecida remembranza había dado fe de todos los nombres y de todos los hechos que podía recordar. A solas de nuevo en su celda, le resonaban en los oídos las palabras del oficial: «Estás salvando la vida, estás salvando la vida», y la vaga promesa de indulgencia con que había concluido el interrogatorio, y la primera sospecha de que para redimirse no había hecho más que comenzar a alimentar a una fiera que iba a resultar insaciable. Debía pedir perdón, y podían concedérselo siempre que continuara pidiéndolo una y otra vez, una y otra vez. Eso era lo que hacía desde que saliera del penal, y lo que haría cuando le pegara un tiro al alemán para que a él le permitieran vivir un poco más, despertarse por las noches, abrir los ojos en la oscuridad y desear que Otto Burmann, el pobre y desesperado Otto Burmann, se despertara también y le reprochara algo al oído que le provocara el enojo, o la risa, o el desprecio. Que lo rescatara en cualquier caso de sí mismo.

Benito Buroy se despertó y abrió los ojos en la oscuridad, pero Otto Burmann no estaba allí. Sintió que le faltaba el aire. Se incorporó en la cama aguzando el oído con la estéril intención de escuchar algún sonido, algo que le diera un indicio de que se estaba haciendo de día. Pero no hay nada tan invariable como las horas perdidas en el interior de la noche. Buroy sintió la necesidad imperiosa de salir de sí mismo. Se puso en pie, fue hacia la puerta y la abrió. El soldado de guardia dormía en la silla, la cabeza caída. No se movió cuando pasó por su lado y salió a la plaza.

La higuera, contagiada por la inmensidad del firmamento, permanecía absolutamente inmóvil bajo la luz de la luna. Benito Buroy avanzó unos pasos creyéndose solo, pero entonces le llegó un tarareo jadeante desde un extremo de la explanada. Era el Lluent, sentado a la puerta de su casa. Balanceaba el tronco suavemente y hacía girar entre sus dedos, como un rosario, una cuerda atada en círculo. Benito Buroy se le acercó.

—Me alegro de que esté despierto —dijo el pescador—. Voy a necesitar ayuda. Hoy me duele la espalda.

El otro no contestó, pero tampoco se movió de donde estaba. Le venía bien que aquel viejo le ofreciera alguna ocupación que le permitiera distraerse hasta que empezara a amanecer. Ni siquiera se preguntó qué podía desear de él a aquellas horas. Se limitó a encender un cigarro y a volverse de nuevo hacia el mar.

—Varaos —dijo el Lluent poniéndose en pie con desgana—. Los soldados ya han cargado la barca.

Benito Buroy miró hacia el muelle, pero allí no había nadie. Siguió al pescador hasta el laúd. En la cubierta, amarrados con un cabo en torno al mástil, había seis de los bidones que el falso acorazado descargara dos días atrás. El Lluent, que ya había soltado el amarre y lo sostenía entre las manos, le hizo un gesto con la cabeza para que subiera a bordo. Luego saltó tras él y separó la barca del muelle con la ayuda de un remo. Comenzó a bogar con mucha parsimonia hacia la embocadura de la bahía. A la luz de la luna todo se revestía de una apariencia entrevista apenas, mortecina. El mar espejeaba y las casas del pueblo, sobre la ladera de la montaña que se mantenía en una densa oscuridad, parecían a punto de difuminarse y desaparecer. Benito Buroy tiró al mar la colilla de su cigarro.

—A estas horas se levanta la brisa —dijo el pescador.

Guardó los remos e izó la vela. El laúd, tras unos instantes de reposo, comenzó a deslizarse con gran lentitud. Benito Buroy sintió frío cuando salieron a mar abierto. Allí las aguas ya no estaban tan calmas. Se habían levantado unas olas amplias y profundas como lomas, y un viento constante, muy húmedo, hinchaba el trapo imprimiéndoles velocidad. Dejaron a su derecha los peñones que indicaban la derrota de Mallorca y se fueron alejando de Cabrera en dirección a ninguna parte. Al poco rato la isla era una sombra en el horizonte. Benito Buroy tintaba. El Lluent, por su parte, parecía haberse adormecido al timón. Sin embargo, de vez en cuando alzaba la cabeza para estudiar las estrellas, y finalmente se puso en pie y miró a su alrededor buscando algo en la superficie del mar.

—Es aquí —dijo—. Hágame el favor de sujetar el timón, que yo desataré los bidones.

Benito Buroy se situó en la popa. Había encendido otro cigarro, pero los dedos le temblaban tanto que le costaba un gran esfuerzo llevárselo a los labios. El pescador liberó la carga y se volvió de nuevo hacia su pasajero.

—Hoy me duele la espalda —repitió—. Ayúdeme a tirarlos al mar.

Entre ambos fueron volcando los bidones, que al caer al agua se sumergían para reflotar a los pocos instantes con ansiedad de ahogados, como corchos que soportaran un peso excesivo. Cuando hubieron acabado de descargarlos, el Lluent volvió a gobernar el timón e hizo virar la barca describiendo un amplio círculo. El laúd, liberado de su flete, era mucho más veloz y más frágil. Benito Buroy intentaba localizarlos bidones, pero sobresalían tan poco del agua que no tardó en perderlos de vista. Fue entonces cuando aquellas olas mansas, en el lugar impreciso del que ya se estaban alejando, comenzaron a borbotear agitadas por dentro. Benito Buroy retrocedió instintivamente. A punto estuvo de caer de espaldas por el otro costado de la barca cuando vio emerger la torre de un submarino y poco después su lomo inacabable, satinado bajo la luz de la luna.

—Tranquilo —dijo el Lluent—. Son amigos, alemanes. No harán daño a quienes les dan de beber.

Señaló un lugar en el horizonte donde la negritud del cielo comenzaba a transformarse en un azul profundamente oscuro.

—Mire… ya amanece.

Camila se encontraba en el porche fingiendo que hojeaba una revista, pero a duras penas podía contener la risa. Felisa García había llegado un par de horas atrás hecha un saco de nervios. Aquella tarde, por fin, daban comienzo las clases de alfabetización. Leonor Dot la había hecho sentar a la mesa y había extendido ante ella papeles y un par de lápices. Luego, muy calmada y didáctica, había empezado a explicarle los rudimentos de la escritura. Pero la otra, por muy alta que tuviera su autoestima desde su viaje a Mallorca, y pese a su reciente inclinación por los aforismos de anhelo filosófico, se ponía todo el rato a la defensiva, e incluso agresiva cuando se sentía herida en lo referente al alcance de su inteligencia. Según le diera, regañaba a su maestra por la poca claridad con que explicaba las cosas, o declaraba, golpeando la mesa con la palma de la mano, que por muchas vueltas que le dieran iba a ser incapaz de entender tanto signo misterioso y tanta chorrada. Tras un largo tira y afloja volvían a empezar con las vocales y las sílabas, una y otra vez, siguiendo siempre los mismos pasos y tropezando en las mismas cuestiones impenetrables. A aquellas alturas de la clase, tras dos horas de forcejeo, Leonor Dot había escrito una palabra en un papel y se lo enseñaba a su alumna.

—Léelo, Felisa —oyó Camila que decía su madre—. Haz un esfuerzo, dime qué pone.

—¿Y yo qué sé lo que pone? ¡Vengo aquí para que me enseñes! —replicaba la otra.

—Si ya lo sabes, Felisa. Recuerda: la pe con la a, pa; la te con la a, ta. Y las vocales ya las conoces. ¿Qué he escrito? Léelo.

—… Peateatea… ¿Qué coño es eso?

—Patata, Felisa. Es patata… Voy a preparar tila. Creo que las dos la necesitamos.

—Yo no sirvo para esto, Leonor, y además tú no sabes enseñarme.

—Cargaré mucho la tila. Echaré toda la que me queda.

Aquella primera clase fue un desastre, pero Felisa García, a pesar de toda su resistencia y derrotismo, aceptó llevarse unos ejercicios para copiarlos por la noche. Así lo hizo, sentada a la mesa de la cocina después de fregar los platos, bostezando y enjugándose las lágrimas con la manga, pues los ojos le lloraban de tanto forzarlos. «A ver si por culpa de esto voy a necesitar gafas», se decía sin ser consciente de que, acostumbrada a ver el mundo a través de un velo, ya las necesitaba desde hacía mucho tiempo. Paco, que sí sabía leer aunque nunca lo hiciera, entró un momento en la cocina e hizo un amago de burlarse de ella, quizá de reprocharle que se distrajera con aquellas tonterías, pero Felisa lo ahuyentó con una mirada furibunda. Copiaba sin saber lo que hacía, con aburrimiento y desgana, el trazo tembloroso y la esperanza por los suelos. Pero, sin que ella se diera cuenta, algo muy sutil comenzaba a hilvanarse en su mente. Recónditas asociaciones iban adquiriendo sentido a base de reiterarse con machacona insistencia. En algún momento empezó a entender sonidos, a pronunciar las sílabas como si éstas le saltaran del papel a los labios. Leía «pa» en voz alta y se quedaba mirando el calendario en el que el papa Pío XII, colgado a un lado de la puerta que daba al bar, bendecía a los que por ella entraban. Decía «pa», pero no repetía aquel sonido para acabar pronunciando «papa» sino que, iluminada por una súbita revelación del entendimiento, concluía haciendo retumbar su vozarrón entre las paredes de la cocina: «patata». ¡Claro que sí: «patata»! Leonor le había dicho, para animarla, que llegaría un momento en que la lectura le resultaría tan fácil como el hecho mismo de hablar, y aquello era lo que le estaba sucediendo con la palabra «patata». La veía en el papel y era ver un dibujo del tubérculo. Felisa García no daba crédito a sus ojos.

Envalentonada, decidió entonces atacar uno de los textos largos y abstrusos que le había preparado Leonor Dot. Estuvo chamullando y maldiciendo un buen rato hasta que, poco a poco, de forma entrecortada y espasmódica, fue pronunciando las sílabas que, en sus labios, más parecían estornudos.

—… Mi… ca… sa… es… ba… ra… ta…

«Mi casa es barata», pensó, con la garganta atenazada por el orgullo de haber sabido descifrar aquellos signos ancestrales. «Qué frase tan estúpida. A mí se me ocurren mucho mejores».

Era lunes. Benito Buroy llevaba doce días en Cabrera cuando regresó por fin al acantilado donde le esperaba Markus Vogel. Lo hizo sin haberlo planeado, sin casi darse cuenta de cuáles eran sus verdaderas intenciones, tal como a él le gustaba resolver aquellos temas. Había salido de la Comandancia y se encontraba bajo la higuera sin saber a qué dedicar la mañana, cuando de repente, con el resuello acalambrado de quien saltó al vacío, regresó a su habitación a por la pistola, salió a caminar y sus pasos le llevaron por el único sendero que conocía, el que pasaba junto al cementerio, bordeaba la cala Santa María y ascendía hacia lo alto de la montaña por laderas de guijarros cortante y lentiscos enmarañados.

Mientras ascendía descubrió que Andrés le espiaba. Aquello podía convertirse en un contratiempo, pero el muchacho no tardó en cansarse del juego. Buroy vio su espalda, ágil y corcovada como la de una alimaña, alejándose por entre los matorrales. Andrés tomó un sendero que, serpenteando por detrás del pueblo y de los barracones militares, se perdía por el monte en dirección al valle de las voces. Cuando ya estaba lejos soltó un grito que quedó suspendido unos segundos en el aire. No iba a molestar más a Buroy, pero ya le había hecho bastante daño sacándolo de su ensimismamiento. Hasta entonces había caminado sin pensar en nada, enfrascado en la contemplación del suelo. Ahora notaba el peso de la pistola en el bolsillo del pantalón.

Poco después llegaba a lo alto del macizo. Ante él se extendía la bahía de la Olla, con el peñasco clavado en sus aguas transparentes y las infinitas grutas abiertas en los taludes calizos. Se entretuvo un buen rato observando la costa. No había nadie a la vista.

Hasta aquel momento había improvisado y debía seguir haciéndolo. Descendió hasta el saliente rocoso donde la semana anterior se había encontrado con el alemán. El pellejo de la lagartija, momificado por el sol, continuaba junto a la piedra donde estuviera sentado. Un poco más allá, en una hoya protegida del viento, descubrió Buroy restos de una hoguera. Markus Vogel debía de encender fuego a menudo, pues muy cerca había ramas y leños amontonados. Benito Buroy tuvo que reprimir una vaga y desconcertante sensación de intrusión. Pero no era la primera vez que se encontraba en situaciones como aquélla. Sabía cómo enfrentarse a ellas. No podía permitirse las emociones, no debía pensar. Tenía que hacer su trabajo y salir de allí con rapidez. No regresar nunca. Con el paso del tiempo las heridas de la memoria cicatrizan y van perdiendo importancia. El olvido es un músculo que se ejercita.

Continuó bajando hasta la playa. Una vez en la arena se situó de espaldas al mar para contemplar las grutas que se abrían en las escarpaduras. A simple vista no había ninguna señal que delatase la presencia de Markus Vogel, pero era allí donde se había escondido todos aquellos meses. Benito Buroy se sintió estremecido por un soplo de inquietud. Cabía la posibilidad de que el alemán hubiera buscado un nuevo escondite, pero él estaba convencido de que continuaba allí, esperándole, tal como había dicho que haría. Probablemente estuviera acechándole en aquel momento desde la oscuridad de su guarida, espiando sus movimientos por la playa y preparándose para defenderse en el caso improbable de que acertara a dar con él. O quizá ya le había tendido una emboscada y sólo esperaba verlo caer en ella.

El rumor de una ola le hizo volverse asustado hacia el mar. De inmediato comprendió que era una idea absurda. El alemán no iba a salir de las aguas para atacarle. Se sintió ridículo, pero sacó la pistola del bolsillo y le quitó el seguro. Recorrió con la mirada las cuevas en busca de un destello, de un movimiento. Aunque no podía evitar que un calambre desasosegante se le pasease por la columna vertebral, le tranquilizaba pensar que Markus Vogel no iba armado. De todas maneras, ¿de qué le servía a él la pistola, si al otro le bastaba con permanecer oculto hasta que se cansara de buscarlo?

—¡Juraste que no te esconderías! —gritó con todas sus fuerzas. Un eco lejano le devolvió sus palabras.

Era inútil retarlo. ¿Por qué razón iba a salir de su escondite? ¿Para dejarse matar? Al no dispararle cuando debía le había dado la oportunidad de ponerse a salvo. Y aunque la isla era pequeña, también era lo bastante tortuosa para que Markus Vogel lo eludiera indefinidamente. Benito Buroy podía regresar al pueblo y esperar a que apareciese por allí derrotado por la soledad, o por la dieta exclusiva de pescado o la carencia de tabaco. Podía también recorrer la isla cada día, sin descanso, confiando en que antes o después el azar o un descuido le llevaran a descubrir su escondite. O pedirle al capitán, con cualquier excusa, que saliera el ejército a buscarlo. Una vez en el pueblo ya no se le volvería a escabullir. Se le ocurrían diversas maneras de intentar cazar al alemán, aunque ninguna le parecía convincente. Porque, por muchas vueltas que le diera, lo único cierto era que había regresado al lugar donde se encontrara por primera vez con Markus Vogel para reconocerse a sí mismo que allí, en aquella isla miserable, por fin había acabado para él la guerra. En algún momento tenía que alcanzarle en toda su plenitud la derrota que sufriera en el frente del Ebro cuando lo encontraron al fondo de una trinchera, temblando de frío y de miedo. Se había desnudado para mostrarse más vulnerable, para que no disparasen contra él.

—¡Te encontraré! —gritó de nuevo, en un último esfuerzo por defenderse—. ¡No tengo prisa!

En su vida había aventurado una mentira tan poco consistente. Dos días después llegaría la barca que debía transportarlo a Palma, y el comisario le esperaba en su despacho en cuanto pisara tierra. Pero Benito Buroy no podía cumplir sus órdenes, ni podía regresar a Mallorca ni buscar ninguna otra salida. Él mismo se había negado la posibilidad de hacerlo. Sabía que el comisario no iba a perdonárselo ni a ser misericorde. Sabía también que, algunos días después, cuando él ya estuviera de regreso en el penal, o fusilado, alguien con menos escrúpulos desembarcaría en Cabrera y se encargaría de Markus Vogel. Solo en aquella playa, observado quizá por aquel ermitaño llegado de tan lejos, se vio sorprendido por una insólita identificación con él. Tuvo la sensación, que no pudo reprimir, de que se hundían juntos en el mismo pozo sin fondo, en el mismo abismo.

El hombre que le espiaba desde alguna de aquellas cuevas, que se escondía traicionando la palabra que le diera en la cantina, aquel al que sólo había visto en un par de ocasiones y con el que, en circunstancias normales, jamás se habría cruzado, se había convertido en su compañero en la desgracia. Los dos carecían de alternativas. Los dos estaban muertos.

La carretera estaría acabada la víspera del día en que sobrevolara Cabrera el avión de guerra alemán, y justo a tiempo para que la barca de las provisiones, que por ser miércoles llegaba aquella mañana desde Palma, pudiera trasladar su contenido a la plataforma del camión. El capitán Constantino Martínez estaba exultante.

—Se acabó eso de llevar las cajas sobre la espalda —dijo ante los pocos asistentes a aquel acto memorable—. A partir de ahora esta isla es un lugar civilizado. ¡Viva Franco! ¡Arriba España!

Una vez completado el trasiego de abastecimientos, el capitán, sentado junto al conductor con los ojos brillantes y la frente perlada de sudor, dio orden de que el vehículo se pusiera en marcha. Pero Leonor Dot, que llegaba de la cantina con Andrés cogido de la mano, lo impidió con un gesto de apremio. El militar, bastante molesto, asomó la cabeza por la ventanilla.

—¿Qué sucede ahora? —preguntó.

—Quiere ir con usted…

En el rostro del oficial, que era a veces como un libro abierto, se pudo apreciar que ya estaba definitivamente harto de convivir con aquellos cuatro civiles asilvestrados. No le hacia ninguna gracia aparecer por el campamento, en un día de tanta trascendencia para la historia del parque móvil de Cabrera, con un retrasado mental sentado a su lado. Renegó en voz baja, jurándose insistir en la petición de un destino en la península en cuanto concluyera la guerra y con ella el papel crucial que le habían asignado en la defensa del archipiélago. Luego, tras mirar unos instantes a Andrés, que, dominado por una timidez amedrentada, mantenía la cabeza gacha ofreciéndole su coronilla de pelos ralos, señaló la carga que se amontonaba en la caja del camión por detrás del enorme depósito de gasógeno.

—Bueno, que suba… ¡Y que se agarre con fuerza, que esto no es el paseo de la Castellana! ¡Estamos en zona militar, señora, y no en un parque de atracciones!

Andrés, guiado por Leonor Dot, ascendió con dificultad a la plataforma y se sentó con las piernas colgando y las dos manos aferradas al lateral del vehículo. Cuando éste empezó a rodar, el muchacho puso cara de velocidad como si lo que viera fuera en exceso vertiginoso o estuviera a punto de estrellarse de espaldas. El camión cruzó la plaza levantando su nube de polvo habitual y se alejó traqueteando por las muchas piedras que cubrían la pista. Leonor Dot lo vio avanzar a lo largo de la costa haciendo eses para sortear los baches, y detenerse a los pocos minutos frente a los barracones donde lo esperaba una aglomeración de soldados.

Regresó un rato después, libre de su carga y con Andrés, que no se había movido de la plataforma ni para facilitar que bajaran las cajas, sonriendo de oreja a oreja. Tampoco quiso descender el muchacho cuando el conductor detuvo el camión frente a la Comandancia. Hicieron lo posible por hacerle entrar en razón, y optaron al fin por dejarlo sentado donde estaba, agarrado con encono a las planchas del camión, la sonrisa permanente y la quijada echada hacia delante, como si aún inmóvil anduviera enfrentándose a insensatas velocidades.

Benito Buroy estaba a la sombra de la higuera con las manos en los bolsillos. Llevaba unos días más silencioso de lo habitual, sin encontrar límites al distanciamiento con que intentaba protegerse. A pesar de ello, solía vérsele donde hubiera actividad, curioseando para pasar el rato, y a veces se animaba a jugar al dominó o a las cartas con los soldados.

—Esto no acabará aquí —le dijo el capitán al bajar del camión—. Prolongaremos la carretera por el interior hasta el faro de N’Ensiola, y luego haremos otra que bordee toda la isla. Dentro de un tiempo Cabrera entera será accesible a los vehículos rodados.

Buscó él también la sombra de la higuera, y añadió, sin darse cuenta de que se estaba arrogando las funciones de un pequeño Tiberio:

—Dentro de unos años, esta isla será tan bella como Capri.

A Benito Buroy le extrañó aquella referencia cosmopolita en alguien que no había salido nunca de España, pero lo cierto era que el capitán Constantino Martínez, que no sentía un gran aprecio por los alemanes, era sin embargo un italianista furibundo y gran admirador tanto del imperio romano como de Mussolini. Aquel extremeño, para el que la vida tenía la extensión de un patio de armas, creía a pesar de ello que en Italia la vegetación era toda exuberante y los edificios oficiales tan grandes que entrar en ellos cortaba la respiración, y estaba seguro de que, con Franco, España entera se cubriría de pesadas y esplendorosas glicinias, y hasta el prodigioso Valle de los Caídos, cuyas obras habían ya empezado, con el tiempo parecería una aproximación, muy meritoria pero empequeñecida y primeriza, a la arquitectura monumental que cubriría todo el suelo de su patria. El capitán no sabía ni le interesaba dónde pudieran estar Osaka, Jerusalén o Petrogrado, pero hablaba de la región del Lazio como si estuviera refiriéndose a su casa.

Aquella mañana, apoyado en la higuera, dejó de soñar al pasear la mirada por el horizonte y darse cuenta de que la barca de aprovisionamiento ya había partido en dirección a Mallorca. Miró algo sorprendido a Benito Buroy, que permanecía a su lado liándose un cigarro.

—No se ha ido usted —constató—. El comisario se subirá por las paredes.

—La herida me ha impedido cumplir con mi trabajo —contestó Buroy. Y añadió, ladino—: Si usted hubiera matado las tintoreras, no habríamos tenido que rescatar el atún y me habría podido marchar en esa barca.

—¡Cómo iba a matarlas, si disparaba a ciegas! ¿Y quién le dice que estaban ahí, si nadie las vio? A ver si todavía voy a tener problemas con la policía de Palma… No me toque las narices, Buroy, porque escribo un informe a Capitanía y me desentiendo de este asunto. Y no se ofenda por lo que le voy a decir, pero lleva dos semanas aquí y no le he visto hacer nada. ¿Qué le han encargado, que escriba en verso la vida de San Ignacio de Loyola?

Benito Buroy lo cogió por un codo para alejarlo de la Comandancia. Fueron hasta la casa del pescado y se apoyaron en el muro de piedras terrosas.

—Yo, en su caso, no haría demasiadas preguntas —le dijo atemperando la voz—. Puede estar tranquilo, que todo esto no es de su incumbencia. Tengo incluso serias dudas de que en la Capitanía General de Palma estén informados. La orden viene de Madrid.

El capitán, disgustado, meneó la cabeza y dio unas palmaditas en la pared provocando un pequeño desprendimiento de asperones.

—Me tienen hasta la coronilla… Esos de la capital creen que pueden disponer lo que les plazca, y que yo apechugue con todo. ¿Para qué dejé que me llenaran las tripas de metralla, para que en pago por mis heridas me destinaran a este destacamento? ¡Si esto es una mierda de islote, hombre!

Aunque, a causa de la guerra, por aquellos días todo podía cambiar, desde las fronteras de los países hasta la propiedad y el destino de los miles de islas mediterráneas, parecía evidente que, para el capitán Constantino Martínez, una vez desvanecido su sueño de glicinias y capiteles en el tráfago de los problemas cotidianos, Cabrera ya nunca sería Capri.

La decisión de Paco de cambiar su imagen había nacido de un regalo que hiciera a Felisa el potentado mallorquín casado con su hermana. En uno de los paquetes que le enviaba, entre las garrafas de aceite y las hogazas de pan blanco, había un sobre abultado en el que, con su letra alabeada de hombre importante, había escrito en grandes caracteres el nombre de su cuñada. En su interior se encontraba una gruesa cadena de oro que parecía más apropiada para cerrar los portones de un palacio que para colgársela del cuello, y una nota manuscrita que, junto al deseo de plasmar en el papel sus pensamientos filosóficos, iba a acabar de decidir a Felisa García, pocos días después, a pedir a Leonor Dot que la sacara del analfabetismo. La madre de Camila, que se encontraba entre los escasos clientes del bar cuando llegó el paquete, se prestó a leer aquellas líneas.

—Han nombrado gobernador civil al marido de tu hermana. Te envía este collar para que te tu pongas cuando vayas por Palma… Qué porquería de gente. Son ladrones con mal gusto, sólo eso. El collar es espantoso, Felisa.

Hasta aquel momento nunca había dado Leonor Dot su opinión acerca de los personajes que formaban parte del nuevo régimen. Tampoco entraba en sus planes sincerarse de aquel modo tan abrupto, por lo que al acabar de hablar torció el gesto y se mordió los labios temiendo haber ofendido a la cantinera. Pero ésta no hacía otra cosa que observar fijamente los gruesos eslabones dorados.

—¿Sí? —dijo, aterrizando de una nube. Y casi de inmediato:

—¡Es espantoso! ¡No serviría ni para un perro! ¡Vamos, que ni muerta me lo pongo! ¡El collar de perlas sí es elegante, y no éste!

Leonor Dot continuaba preocupada.

—Perdona si he dicho alguna inconveniencia… Felisa García extendió las manos con la aparente intención de abrazarla. En realidad adoptaba pose de oradora.

—¡Si yo pienso lo mismo, mujer! Mi cuñado es una bellísima persona, pero no deja de ser un campesino… Le falta estilo, tú ya me entiendes. Aquí somos todos bastante brutos. ¡Acuérdate del anillo de la Xuxa!

Se hizo el silencio en la cantina. Felisa miró a un lado y a otro preguntándose qué sucedía, y entonces cayó en la cuenta.

—¡Cómo vas a recordar ese anillo, si todavía no estabas aquí! Pero, bueno… ¡era grande como una cebolla y no servía para nada! ¡Con este collar, al menos tendré oro para los dientes cuando me haga falta!

El resultado de todo aquello sería que Felisa García metería de nuevo la cadena en el sobre en el que había llegado y lo guardaría en su dormitorio. Al día siguiente, Paco, que no había dado su opinión acerca de las cuestiones referentes al estilo, apareció con la alhaja colgada del cuello. Los gruesos eslabones se enmarañaban con la pelambrera de su pecho. Felisa, que no prestaba mucha atención a su marido, no cayó en la cuenta hasta la hora de comer. Le servía una ensalada en la cantina cuando advirtió los destellos de la joya. Miró hacia lo alto, donde estaba su dormitorio, sin poder explicarse cómo había saltado del cajón de su cómoda al cuello de Paco.

—¿Qué haces con eso? —le gritó—. ¿Quieres parecer un campesino?

Paco la miró con una comprensible perplejidad.

—Los campesinos no llevan collares —razonó—. Lo que quiero es tener más prestancia, que ya me toca, joder. A partir de cierta edad los hombres hemos de adornarnos para ir supliendo las carencias de la salud y la flojera, tú ya me entiendes. Así hacen los generales, los obispos y hasta los reyes. ¿Por qué no he de poder hacerlo yo también?

Felisa García lo miró unos instantes enarcando las cejas. Nunca había visto a su mando intentando explicarse y aquello la desconcertaba. Se fue a la cocina, pero regresó a los pocos instantes secándose las manos en el delantal. Como había gente en el bar se agachó para decirle al oído:

—Si no follas es porque bebes demasiado.

Paco, que sostenía el vaso de vino en la mano, lo dejó instintivamente sobre la mesa. Pero Felisa ya le había dado la espalda y regresaba a sus dominios. El cantinero, al ver cerrarse la puerta de la cocina, soltó un resoplido de indignación. Miró a su alrededor sólo por comprobar que nadie había sido testigo del reproche, pero iba a ser él mismo quien estropeara de inmediato la discreción de que había hecho gala su mujer. Estaba demasiado ofendido para andarse con disimulos. Fue tras ella, abrió la puerta con gran enfado y le espetó a voz en grito:

—¡Y tú ya no ronroneas!

Tras aquella terrible aseveración se dio la vuelta y regresó a la mesa más calmado, pero ahora era Felisa la que iba tras él. Salió a la cantina antes de que Paco hubiera vuelto a sentarse, se plantó ante su mesa y puso los brazos en jarras.

—¿Que no ronroneo? ¿Qué quieres decir con que no ronroneo?

—Pues eso. Antes, cuando ronroneabas en la cama yo ya sabía que tenías el chocho como una esponja. ¡Ahora sólo me das codazos! ¡Y qué codazos! ¡Cualquier noche me romperás una costilla!

—¡Será por lo mal que hueles! ¡Y la esponja de mi coño está ahora en tu barriga! ¡Borracho, más que borracho!

Callaron de repente al hacerse conscientes de que no estaban solos. Se miraron con la misma inquina con que lo habrían hecho de estar citándose para más tarde tras la valla del cementerio, y regresó cada uno a sus actividades, Felisa a la cocina y Paco a su ensalada. Leonor Dot, que esperaba a Camila en la mesa junto a la ventana, pensó que aquel matrimonio hacía aguas y que no tardaría en hundirse. Razones tenía para creerlo, y sin embargo se equivocaba. El amor y el deseo transcurren por caminos muchas veces incomprensibles.

Aquella noche, en lugar de instalarse bajo la parra, Paco remoloneó por el exterior de la casa gruñendo como un oso, dedicado por entero a la febril actividad de no beber. Felisa, a la que no le gustaba ver sufrir a su marido, recogió antes de lo habitual y se acostó sin ponerse el camisón que trajera de Palma. Él entró con cierta timidez, se sentó en la cama y se desnudó rezongando. Luego, con algún apuro, se montó sobre ella. Llevaban tiempo sin hacerlo y estaban en la edad en que los cuerpos empiezan a no reconocerse como propios, por lo que a ambos les extrañó lo prominentes que tenían los vientres. Pero los bajos se acoplaban sin dificultad, tal como siempre había sucedido. Durante el escaso tiempo en que Paco estuvo moviéndose envolvió a Felisa la extraña sensación de que se encontraba de plácida charla con él rememorando los tiempos pasados. No sintió nada más que eso, pero para ella ya fue bastante. Aquella noche no decía Paco que la vida era una mierda ni tenía ella la necesidad de apartarlo de sí con un codazo. Luego, cuando él se descabalgó con la dificultad de quien baja de un muro, se vio incapaz Felisa de conciliar el sueño. Aunque tuviera los labios cerrados seguía hablando con Paco de cuando los chicos eran pequeños y corrían por el campo que parecían liebres, y de más tiempo atrás, mucho antes de la guerra, cuando fueron a Mallorca de viaje de novios y vivieron durante una semana como auténticos señores, paseando por las calles y comiendo en una fonda con mantel a cuadros, y de lo guapo que estaba él en aquella época, que parecía un galán de cinc. Permaneció Felisa García en vela toda la noche pensando que las miserias de la edad entierran los buenos recuerdos, hasta que las primeras luces del alba la sacaron de la cama y la devolvieron a sus tareas cotidianas.

El cantinero, por su parte, vivió a su manera aquel reencuentro fugaz con su mujer. Se quedó dormido de inmediato y, entre ronquido y ronquido, anduvo soñando que era Millán Astray a lomos de un caballo pardo paseándose por los campos de batalla cubiertos de cadáveres. Al despertarse a la mañana siguiente, complacido tanto por la hazaña de su aún no extinta virilidad como por los ecos legionarios que le habían velado durante la noche, salió apresuradamente de la cama. Sin tiempo casi para atarse los pantalones, corrió a celebrarlo a escondidas con un buen trago de vino.

Hace un par de semanas, durante una de nuestras salidas en barca, el Lluent nos llevó a ver el faro. Fue al regresar de un paseo por el sur de la costa, una zona que a mí no me gusta porque los acantilados caen a pico, se precipitan en el agua formando inmensos paredones, y el mar bate contra ellos con la perseverancia y el desaliento de un animal enjaulado. Siempre me he negado a bañarme en esas aguas que parecen precipitarse hacia la profundidad, que te contagian su desesperanza y al mismo tiempo te llaman con voces que te resuenan dentro del pecho, aguas oscuras y trías como las del mar abierto. Cuando navegamos por ellas, me agarro al mástil y me quedo allí, en el centro de la barca, lo más lejos posible del mar.

Por eso me alegré ese día cuando, al superar un saliente de rocas muy negras, la bahía se abrió a nuestra derecha y el mar cambió al instante de color, se volvió verde y transparente. Pero el Lluent, en lugar de internarse en dirección al puerto, siguió costeando hasta alcanzar el pequeño atracadero donde las lanchas llegadas de Mallorca desembarcan el combustible para el faro. Amarró la barca a aquel pequeño espigón y nos propuso ascender por las escaleras que llevan hasta lo más alto de la escarpadura.

Mamá dijo que era una idea estupenda, pero yo no lo tenía tan claro. Se me hizo un nudo en la garganta al mirar hacia lo alto. A veces, no siempre, me entra un vértigo que me paraliza el cuerpo entero, y aquellas escaleras tan rudimentarias, que a tramos ascendían hacia un lado y otros en dirección contraria sin decidirse a encontrar el camino, parecían empeñadas en alcanzar las nubes. Más tarde descubrí que no era tan grave, pues el Lluent me daba su mano encallecida y era como si una rama robusta fuera tirando de mí y manteniéndome siempre a salvo. Mamá, que ascendía por delante de nosotros, se volvía a veces y se reía de mi cara de susto. Y cuando por fin alcanzó la base del faro soltó un gritito de asombro y nos hizo un gesto de apremio con las manos.

Todavía no habían puesto el cañón y no había soldados en aquel lugar. Desde allí se veía la bahía entera, el pueblo en uno de sus costados y sobre él, imponentes y arruinados, los muros del castillo. Yo no me decidía a avanzar hasta el extremo de la plataforma y me mantenía con la espalda pegada a la pared rugosa del faro. Me molestaba muchísimo no ser capaz de controlarme como mamá, pero las piernas se negaban a obedecerme.

—No hemos llegado —dijo el Lluent, sacando del bolsillo una llave grande y oxidada.

Abrió la puerta del edificio y nos invitó a pasar. Yo me quedé boquiabierta al ver que allí dentro había un jergón con un colchón de paja destripado en una de las puntas, un fogón de leña igual al que había en nuestra casa, y una mesa con dos sillas idénticas a las que tenía el capitán Constantino en su despacho. Había también una sola ventana protegida con una reja. Me dio un poco de angustia descubrir que desde ella no se alcanzaba a ver ni un pedazo de tierra, sólo el cielo y el mar.

—Durante un tiempo viví aquí —dijo el Lluent—. Vamos a subir.

Tras una puerta de madera arrancaban los peldaños, que iban girando a medida que ascendían. Llegamos finalmente a una habitacioncita de cristal tan pequeña que a duras penas cabíamos los tres. En su centro se encontraba el recipiente para el petróleo y las lentes, como enormes culos de botella. Un balcón, protegido con una barandilla que a mí me pareció fragilísima, daba toda la vuelta por el exterior. El Lluent descornó una aldaba y un aire muy fresco nos acarició las caras. El pescador y mamá salieron y se acodaron confiados en la barandilla. Yo me quedé tras ellos con el corazón latiéndome enloquecidamente.

—Dios mío —dijo mamá al ver el pueblo desde allí—, en qué mundo tan pequeño vivimos.

—Más allá es grande —le respondió el Lluent señalando con el mentón el mar que se extendía a su izquierda—. También lo es la vida. Es demasiado larga, la vida.

Calló el pescador, pero de haber continuado hablando yo no habría podido escucharle. Intentaba inútilmente avanzar hacia ellos. Parecía que los pies se me hubieran fundido con el suelo y era incapaz de abrir los puños, que se aferraban al marco de la puerta sin que yo se lo ordenara. Tenía la certeza angustiosa de que si me soltaba se me llevaría el viento o se desplomaría el balcón. Me daba muchísima rabia, tanta rabia que se me revolvían las tripas, pero el corazón me bombeaba con fuerza empujándome hacia dentro, impidiéndome avanzar un solo paso. Finalmente, indignada conmigo misma, desistí de salir al exterior. El Lluent se había dado la vuelta y me miraba sin comprender lo que me sucedía. Parecía abstraído en sus pensamientos. Mi madre le miraba con una sonrisa lánguida en los labios.

—Es demasiado larga, la vida —repitió el Lluent—. Al final, lo único importante es no morir avergonzándonos de lo que hicimos, y no es fácil. Yo ya no lo voy a conseguir.

—Hay que saber perdonarse, Lluent. A veces nos agraviamos a nosotros mismos, pero luego volvemos a ser los de antes. Le pasa a todo el mundo.

Yo no entendía que pudieran hablar tranquilamente apoyados en aquella barandilla tan endeble. El vacío no les daba miedo, no formaba parte de ellos. Por suerte, el Lluent alzó la cabeza y las fosas nasales se le dilataron como si percibiera algún olor llegado de muy lejos.

—Vámonos —dijo—. El capitán se estará poniendo nervioso.

Bajé hasta la barca tan humillada por el vértigo que me temblaban las mandíbulas. Fue durante la travesía hasta el puerto cuando comprendí que debía controlar mis miedos si quería dejar de ser una niña. Y es que ya no lo soy. No soy la que llegó a esta isla. Aquella Camila es ahora para mí una extraña, o no, no una extraña, sino una amiga a la que hace mucho tiempo que no veo y me pregunto cómo será ahora, cómo soy yo en realidad. Así que hoy mismo empezaré a luchar contra el miedo. Andrés me espera en la cantina para ir a bañarnos. Le pediré que me lleve a algún lugar donde el agua sea muy profunda. Nadaré tranquila y no sufriré pensando que tengo los pies a muchísima distancia del suelo. Tampoco pensaré en las medusas ni en todo lo que pueda haber por debajo de mí. Me limitaré a disfrutar, y no me pondré nerviosa porque sabré que nadar es la única manera que tenemos de volar como los pájaros.

Era la hora de la siesta. Se había instalado en el aire un sopor inmóvil, una torridez de canícula parsimoniosa que dificultaba la respiración y hacía imposible cualquier actividad. Nadie en la isla permanecía al sol, ni siquiera en el campamento militar, que visto desde la plaza tenía la apariencia de un cuartel abandonado. En dirección norte, en lo alto del farallón, los muros del castillo reverberaban como si en su base ardieran fuegos invisibles. La barca de las provisiones había partido hacía rato de regreso a Palma y el ruido de su motor parecía haber fabricado un espeso silencio a medida que se alejaba. En la plaza, Andrés continuaba sentado en la caja del camión, preguntándose de dónde salía tanto silencio. Hasta la higuera, que por lo habitual susurraba con la más liviana brisa, lo había transformado en un árbol de piedra. Benito Buroy y el capitán Constantino Martínez habían estado conversando bajo sus ramas, que se abatían con pesadumbre y amenazaban quebrarse sobre ellos. Pero los dos hombres se habían acabado retirando a sus habitaciones de la Comandancia.

Camila estaba en su casa, sentada en una silla a la sombra del porche. Junto a ella, su madre se había dormido tumbada en el suelo sobre una manta. Leía la niña uno de los pocos libros que llevaran en su exilio, una novela que, ambientada en el siglo diecinueve, explicaba las andanzas de un traficante de esclavos llamado Pedro Blanco. En aquel momento Camila navegaba por un mar infestado de tiburones frente a las costas de Sierra Leona, La lectura le escandalizaba la conciencia y le excitaba el espíritu, por lo que, ajena al calor, cambiaba a menudo de postura. Sus pies habían ido deslizándose en torno a las patas de la silla como troncos de parra mientras con su mano libre acariciaba, en un lento movimiento de vaivén, las fibras de anea del asiento.

Un sonido lejano la sacó de su ensimismamiento. Alzó la cabeza y aguzó el oído intentando adivinar qué era aquel rumor apagado que le llegaba a intervalos. Por un momento pensó que no había oído nada en realidad, pero el rumor reapareció más potente que antes y poco después se convertía en un trueno prolongado que rasgaba el aire. Camila se puso en pie, dejó el libro sobre la silla y avanzó hasta el final del porche. Entonces vio el avión que, dejando en el aire una estela de humo negro, aparecía por encima de las montañas y sobrevolaba la bahía. Miró Camila a su madre, que continuaba dormida, y se volvió luego hacia la plaza. Allá a lo lejos Felisa García avanzaba contoneando sus potentes caderas y agitando un abanico en el aire.

La cantinera, que había estado refrescándose a la puerta del bar, advirtió la presencia del avión cuando ya lo tenía prácticamente encima y se llevó las manos a la cabeza creyendo que la casa se desplomaba sobre ella. La sacó de su error la voz de Paco, que había alargado el cuello con tanta energía que casi se cae de la silla.

—¡Joder! ¡Es un messerschmitt! ¡Y está ardiendo! Felisa avanzó unos pasos, en parte para saber cuál era la causa real del estruendo y en parte, por si acaso, para protegerse del desplome. Vio entonces el avión que perdía cada vez más altura, sobrevolaba la bahía y se internaba en el mar abierto. El aparato desapareció tras la silueta del castillo. La mujer, con el corazón encogido por la tragedia que se avecinaba, supuso que en cualquier momento el ronroneo del motor se vería interrumpido por una tremenda explosión. Pero el ronroneo no se apagaba, lo que dio a Felisa tiempo para reaccionar. Corrió hacia la Comandancia Militar para ponerlos en alerta. Nadie salía a la puerta del edificio, pero la cantinera vio a Benito Buroy en la balconada cubriéndose los ojos con una mano a modo de visera. Intentó Damar su atención con el abanico.

—¡Avise al capitán! —gritó—. ¡Haga algo, hombre de Dios!

Benito Buroy no se fijaba en ella ni advertía sus voces. Había visto pasar fugazmente el avión por el hueco de la puerta cuando acudía a indagar qué sucedía, pero al salir al balcón el aparato ya había desaparecido tras la loma en la que se asentaba el castillo. Supuso Buroy que estaba dando la vuelta para intentar el aterrizaje en el pequeño valle que se abría a un lado del campamento, y esperó a verlo reaparecer. En efecto, poco después regresaba, aunque tan bajo que la estela de humo acariciaba las aguas mansas de la bahía.

—No llegará —murmuró Benito Buroy.

Casi al instante el avión rozó el agua con la cola, cayó de golpe perdiendo un ala, que alzó sola un vuelo incoherente y breve, y hundió el morro en el mar alcanzando casi la vertical. Luego, muy suavemente, recuperó la horizontalidad girando sobre sí mismo y apuntando al cielo con el ala que conservaba. Así se quedó, flotando en medio de la bahía. Benito Buroy soltó un silbido y miró hacia abajo, a la plaza donde, con el paso irreflexivo del sueño reciente, había irrumpido el capitán Constantino Martínez abrochándose la guerrera y profiriendo gritos.

El militar intentaba dar órdenes al tuntún, sin saber qué era lo que sucedía. Un soldado que salió tras él le señaló el avión inmóvil sobre el mar, pero fue Felisa García, que se acercaba esgrimiendo amenazadoramente el abanico, quien acabó de despejarle la modorra. Había que acudir de inmediato en ayuda del piloto y el único que podía hacerlo era el Lluent. El pescador, que, tras una larga noche de trabajo, había llegado hacía un par de horas de la colonia de Sant Jordi, se encontraba durmiendo en su casa. El capitán envió al soldado a despertarlo y fue él mismo a largar los amarres. Así lo hizo, sin pensárselo dos veces, pero no pudo subirse a la barca porque, liberada de su atadura, se fue apartando del muelle con gran lentitud como una res que no tuviera prisa por salir a pastar. El militar, que por mucho que fuera la máxima autoridad en la isla no dejaba de ser un hombre de tierra adentro, la miró sin entender tamaño despropósito. En aquel momento llegaba el soldado seguido por el Lluent.

—Traiga aquí esa barca —ordenó a su subordinado.

El muchacho vaciló, sin saber cómo obedecerle.

—¡Salte, coño! —aclaró el capitán.

Se tapó las narices el soldado y, tras coger un poco de carrerilla, se lanzó a las aguas. Luego, como no sabía nadar, se puso a bracear de forma aparatosa, pero tuvo la suerte de golpear el costado del laúd con una de las manos. Se aferró a él con tanta ansia que cualquiera habría pensado que intentaba volcarlo. Unos instantes después el Lluent, que carecía de sentido del humor para las cosas del mar, miraba al capitán con la aparente intención de degollarlo mientras aguantaba la embarcación para que el militar pudiera subir a bordo. El soldado se quedó en el muelle en posición de firmes y empapado.

—Vamos, dese prisa —dijo el capitán Constantino Martínez—. Un hombre está a punto de ahogarse.

El Lluent, que no había oído ni visto el avión, difícilmente podía imaginar dónde estaba la urgencia, pero nunca en su vida había pedido aclaraciones y no iba a empezar en aquel momento. Así que saltó a la barca, se puso a los remos y comenzó a bogar.

—Por ahí, por ahí —indicó el capitán señalando vagamente hacia delante.

El militar se había situado en la proa. Agarrado con las dos manos a la parte superior de la roda oteaba preocupado el ala del avión que emergía del agua.

—Ese trasto va a hundirse en cualquier momento. Espero que el piloto haya podido saltar.

El Lluent remaba con fuerza, pero no se molestó en volverse para ver a quién iban a rescatar. Paseaba la mirada por las casas que iban dejando cada vez más lejos, amontonadas en la montaña abrupta entre bancales yermos, los techos hundidos como si hubieran llovido rocas. En una de aquellas casas, la que estaba situada más arriba, descubrió la silueta atenta de Camila.

La niña, erguida en el porche, usaba las manos a modo de prismáticos. Había visto cómo el avión segaba las aguas con la hélice antes de quedar detenido sobre ellas. Tras unos instantes de inmovilidad absoluta, el cristal de la cabina, situado al nivel mismo del mar, se había abierto liberando a un hombre que había comenzado a nadar alejándose del aparato. La barca del Lluent se acercaba a él con lentitud, a golpe de remo. El piloto, al darse cuenta de que acudían en su busca, alzó un brazo y dejó de nadar en dirección a la costa. A aquellas alturas la cabina del avión ya se había hundido y el alerón de cola se despegaba de las aguas mostrando una cruz gamada a modo de despedida. Camila vio cómo la barca se situaba junto al piloto, y al capitán Constantino Martínez que lo ayudaba a subir a bordo. Entonces fue hasta su madre y la despertó sacudiéndola suavemente.

—Mami, un avión se ha estrellado aquí delante. Me voy a la plaza.

Leonor Dot se incorporó sobre los codos, pero Camila ya había salido a la carrera. Se puso en pie la mujer y miró hacia la bahía. No vio nada fuera de lo normal, sólo la barca del Lluent que se acercaba al muelle balanceándose sobre el mar plácido de la siesta. Alzó la mirada hacia el cielo para observar con disgusto la posición del sol. No había cosa que la molestara más que despertarse sudando. Entró en la casa y se lavó la cara en el grifo. Luego se arregló el pelo contemplándose en el pequeño espejo que había sobre él, sacó los morros para ver si tenía agrietados los labios, se los humedeció con la lengua, sostuvo su propia mirada unos instantes en el azogue y se apartó por fin con la sensación extraña de estar separándose de sí misma. Sacudiéndose la falda, salió al camino y fue tras su hija.

Encontró a Felisa García a la puerta de la cantina.

—¿Qué sucede? —le preguntó.

—¿Que qué sucede? ¿De dónde vienes tú?… Ha sido terrible, Leonor. Ha caído un avión lleno de bombas. Hemos estado a punto de volar todos por los aires.

En el muelle había algunos soldados. Paco y Camila estaban con ellos. El cantinero ayudó al Lluent a amarrar la barca mientras la niña se apartaba un poco para observar al piloto accidentado. Era un hombre alto y muy rubio, que saltó a tierra observando con evidente desolación el lugar al que había llegado. Dijo algo en alemán al capitán Constantino García, pero éste se encogió de hombros y llamó a uno de los soldados.

—Que el sargento Ridruejo vaya con un par de hombres a buscar al ermitaño. Necesitamos un intérprete… Venga… venga… ya tendrían que estar en camino.

Paco, que no se perdía un solo detalle, pensó que no tenía que ser tan difícil entenderse. A fin de cuentas, meditaba, el alemán y el español procedían ambos del latín como todos los idiomas de este mundo. Además, el español era un idioma muy comprensible en sí mismo, como atestiguaba cualquiera que tuviera dos dedos de frente. Así que el cantinero se plantó delante del piloto, que contempló con estupefacción su barriga prominente, la cadena de oro que se enmarañaba en la pelambrera de su pecho y, al fin, su cabeza coronada por unos cabellos ralos y desgreñados.

—¡Ha tenido usted suerte! —dijo Paco gritando mucho para hacerse entender—. ¡La bofetada ha sido de órdago! ¡Una lástima, su aparato! ¡Pero lo importante es que está a salvo en Cabrera!

Terminado su discurso de bienvenida le dio unas amistosas palmaditas en los hombros. De inmediato, al ver que se había mojado las manos, se las secó en los pantalones. El piloto permaneció unos instantes mirándolo fijamente con una absoluta y nada afable seriedad. Luego se volvió hacia el capitán Constantino Martínez. Sin molestarse en esforzarse como Paco, pronunció unas palabras del todo incomprensibles:

Ich wäre Ihnen dankbar, wenn Sie mir diesen idioten vom Halse schafften und mir erlauben würden mich umzuziehen.

Debía de ser razonable lo que decía porque el capitán, aun sin haber entendido nada, se puso de inmediato en movimiento. Señaló el edificio desde el que Benito Buroy los contemplaba acodado en la balconada.

—Sígame a la Comandancia. Tendrá usted que secarse… y habrá que dar parte a las autoridades.

Un rato después Constantino Martínez, de pie junto al teléfono de pared, informaba de lo sucedido a la Capitanía General de Palma. El piloto, sentado junto a la mesa con una toalla en torno a la cintura y el torso desnudo, paladeaba un sorbo de fina Al acabar la conversación, el militar tomó asiento en su butaca. Miró al accidentado sin poder evitar cierta sensación de inferioridad ante aquel hombre tan grande y tan rubio. Era una situación que le molestaba enormemente, pero el alemán, recuperado del susto y más relajado, no parecía advertirlo. Esbozó una leve sonrisa alzando el vaso.

Kostüch!… ich bedanke mich für Ihre Gastfreundschaft und für die Schnelligkeit mit der Sie mit zur Hilfe gekommen sind. El capitán supuso con razón que su invitado alababa la bebida. Se echó hacia atrás en la butaca haciéndola crujir.

No sabía dónde poner las manos, así que las cruzó sobre el vientre. Se sentía tan incómodo que se decidió a hablar aunque fuera consciente de que el otro no iba a entenderle.

—Es fino de Málaga, un vino típico de aquí… En España también tenemos cosas buenas, no vaya usted a pensar.

El alemán volvió a sonreír al tiempo que inclinaba levemente la cabeza en un gesto de gratitud. Se veía que era un hombre elegante, quizá un ricachón que se entretenía coleccionando medallas de guerra. El capitán Constantino Martínez se sentía zafio ante él, zafio y miserable. Estaba seguro de que aquel individuo tenía una mujer bellísima y una gran mansión por donde corrían niños rubios de mejillas rubicundas. También, por qué no, una amante en Berlín, una cabaretera muy racial y muy morena que cubriría esos deseos sucios que tienen todos los hombres. Sí, no cabía la menor duda. La vida de aquel alemán era un campo de rosas, mientras él se pudría en Cabrera a la espera de un destino más digno. Aquella idea lo sublevaba.

—¿No estaban bien como estaban? —pronunció, con la sola intención de sentirse menos apocado por aquel hombre que a fin de cuencas estaba en sus manos—. Ay, Señor, en qué lío van a meternos.

Danke!, Danke! —repetía el otro.

Fue entonces cuando, al alzar el vaso para apurar su contenido, el piloto alemán descubrió la cara radiante de Camila por el lado exterior de la ventana. La niña dio un respingo al verse sorprendida y salió corriendo hacia la cantina. Leonor Dot estaba en la barra del bar con una taza de achicoria entre las manos. Felisa García, al otro lado del mármol, vio entrar a Camila como un torbellino. Quiso decirle algo, pero la niña la interrumpió con un grito jadeante:

—¡Es guapísimo! ¡Parece un príncipe!

La cantinera alzó las cejas y se volvió hacia Leonor Dot meneando la cabeza.

—Si ya lo decía yo, que a esta jovencita le falta compañía.

—Soy yo, Benito. Soy Otto, o lo que queda de él. Un soldado había ido a la cantina a avisar a Benito Buroy de que tenía una llamada. Éste acudió a la Comandancia pensando que se trataba del comisario. El capitán Constantino Martínez y el aviador alemán bebían fino en el despacho y se miraban sin saber qué decirse. El militar hizo un gesto de apremio a Buroy para que cogiera el auricular que colgaba de la pared. Le obedeció, esperando oír los gritos del policía, pero en lugar de eso había sonado un gemido apagado. A Otto Burmann le temblaba la voz y la tenía extraña. Parecía hablar con la cara pegada a una almohada.

—¿Cómo has conseguido este teléfono? —preguntó Benito Buroy.

—Yo no sé a qué te dedicas, pero ya me tienes harto. Eres un malnacido. Un día de estos me tiro por la ventana. Te lo juro por lo más sagrado, me tiro y se acabó.

Benito Buroy cerró los ojos. En aquellas dos semanas se había acostumbrado a vivir sin Otto Burmann y empezaba a sentirlo como un extraño. A su regreso a Palma tendría que buscar un piso y un trabajo distintos, cambiar de compañía. Eso en el caso, cada vez más improbable, de que el comisario no lo devolviera al penal de Burgos y le permitiera reemprender su vida.

—Ahora estoy ocupado —le dijo, intentando que su voz no reflejara ninguna intimidad.

Y de inmediata añadió, estropeando su distanciamiento:

—¿Qué coño quieres?

Al otro lado de la línea volvió a sonar un gemido. De todas las cosas que no era y que sin embargo conformaban su manera de ser, donde más cómodo se sentía Otto Burmann era en el papel de animal abandonado.

—Ha sido espantoso, Benito. El comisario ha estado aquí con varios policías. Es un energúmeno. Me ha llamado de todo, maricón y de todo, no te lo puedes imaginar. Luego han empezado a destrozar el bar, tiraban las botellas al suelo y golpeaban las sillas y las mesas contra las paredes. Ha dicho que quedaba precintado por atentar contra la moral, y que si el miércoles que viene no regresas irá él a buscarte… Pero eso no ha sido lo peor, Benito.

—¿Aún hay más?

—Me ha pegado. Tengo la nariz llena de algodones porque no se me corta la hemorragia. No me atrevo ni a mirarme en el espejo. Debo de estar horrible, y todo por tu culpa, que ya me tienes harto.

Benito Buroy chasqueó la lengua y miró al suelo con preocupación. Era absurdo esperar que fueran a perdonarle que no matara a Markus Vogel. Jamás podría volver a su vida anterior.

—Lo siento, Otto. He tenido problemas. Y el comisario es un hijo de puta, ya lo sabes.

—Será lo que sea, pero eres tú el que lo traes por aquí. Tú y los líos que os lleváis, que me da miedo imaginar lo que andáis tramando. Porque la gente normal como yo no entiende toda esa chulería y esa maldad. Sois malos, y tú eres tan malo como él, de eso estoy seguro. Me pregunto qué será lo que hace feliz a alguien que sólo sabe repartir hostias e insultar a los demás. ¿A ti qué te hace feliz, Benito?

Otto Burmann no esperó demasiado una respuesta que de todas maneras, y él lo sabía, nunca iba a llegar.

—Quiero que sepas que a mí me hacía feliz estar contigo —continuó—. Así de sencillas son las cosas para la gente decente… Pero ahora todo me da igual, no se puede seguir vivo a cualquier precio. Me han destrozado el negocio, estoy monstruoso con esta nariz hinchada y me siento tan humillado que voy acabar con todo de una puta vez.

Benito Buroy pensó que muy mal debía de andar él por la vida si Otto Burmann, la persona más desesperada que conocía, se consideraba un hombre normal y decente a su lado. Por si aquello fuera poco, él no sólo no encontraba la manera de rebatírselo sino que estaba de acuerdo. Se sintió insoportablemente a disgusto consigo mismo. En cualquier caso, qué más daba. En cuestión de días estaría muerto o encerrado de nuevo en un penal. Pensó que debía convencer a Otto Burmann de que lo mejor para él era regresar a Alemania. Pero no en aquel momento.

—No hagas tonterías, te lo suplico. El miércoles que viene estaré de nuevo en Palma. Te haré la cena. Todo volverá a ser como antes, no te preocupes. Y el bar lo reconstruiremos, le hacía falta un buen repaso.

Se hizo un largo silencio. Benito Buroy se sintió inquieto.

—¿Otto?

—Perdona, me estaba secando la sangre… ¿Has dicho que harás la cena? Pero si tú nunca has cogido una sartén… No puedes ni imaginar lo bonito que es cocinar para la gente a la que quieres.