Así fue. Ése es el paisaje de aquel verano que, mirando hacia atrás, vi cuando estaba frente a la iglesia de Méteren. El paisaje que se fue difuminando con los años y que allí, en los campos de Flandes, recuperé de pronto de un modo impreciso, envuelto en aquella neblina provocada por el vaho del campo y el humo de los automóviles que iban por la autopista de Lille y Dunkerque. Después vino el tiempo. Dijeron que a Rafi Ayala se lo llevaron a un castillo militar de Alicante. No supimos de él en varios años y cuando volvió a Málaga era una especie de caricatura de sí mismo, hablando siempre en voz muy alta e intentando dominar aquellos tics que se le habían multiplicado por toda la cara. José Rubirosa, el apuesto representante de lencería que una vez tuvo un coche azul y unos ojos de aluminio, pasó unos meses en la cárcel. Salió de allí envuelto en una profunda depresión y desapareció para siempre del barrio.

Al enano Martínez lo soltaron a los dos días de haberlo detenido. Aunque durante algún tiempo siguió usando aquellas corbatas que le llegaban hasta más abajo de la cintura, sin la compañía de Rubirosa no se atrevió a volver al Ajo Rojo y muy pronto volvimos a verlo asomado a la ventana de su casa, mirando el escote de las transeúntes o escupiéndole a sus amigos. El verano siguiente seguía allí, con su camiseta de tirantes y mostrando sus músculos de enano, ya con las corbatas y Rubirosa olvidados para siempre. Siguió caminando algunos veranos más sobre las aguas de la Ciudad Deportiva y haciendo el salto del ángel desde el trampolín, con su bañador de niño y sus ojos de terciopelo. Murió pronto y solo, como casi siempre mueren los enanos.

Paco Frontón abandonó a la Cuerpo y, cumpliendo los deseos de su difunto padre, estudió la carrera de Derecho. Empezó pronto a despegarse de sus amigos del barrio. Alguna noche de ese invierno todavía lo vieron deambular solo por las calles que rodeaban la casa de la Cuerpo. Pero al final fue siguiendo escrupulosamente los designios de don Alfredo. Pasó dos años en Estados Unidos y cuando volvió ya todo había cambiado. Saludaba a la gente desde lejos, sin cruzar la acera, seguía su camino. Le daba miedo encontrarse con la Cuerpo o saber de ella, sentir un desgarro en el estómago sólo por el hecho de que alguien se la mencionara. «Al Babirusa lo vi una vez. Lo vi varias veces, pero sólo estuve hablando con él un día, en el Rey Pelé. Estaba ya con la drogadicta aquella y me miraba con los ojos atravesados, con los ojos de chino que se le ponían cuando no le gustaba la gente que tenía a su alrededor. Seguía con lo suyo, recogiendo botellas y hierros, pero ya era otro. No me dejó que pagara las cervezas que habíamos tomado. Me señaló la puerta con los ojos y me miró tranquilo. Me dijo, Vete, y déjame que te invite, que eso me da categoría, si me viese mi abuelo, su niño Amadeo convidando a un señor abogado de América, tú te acuerdas de mi abuelo, ¿no, Paco?, el que mató el viento con mi lanza de batusi, el viejo de los peladores y las papas», me contó Paco Frontón.

«A Avelino Moratalla le perdí la pista. Nos encontramos algunas veces después de lo de Miguelito. Él fue a esperar al Babirusa, con la Lana Turner y el Legionario, cuando se aclaró que no había matado a su abuelo y acabaron por soltarlo. Moratalla hablaba mucho de ese verano, un poco como tú, y hacía muchas cábalas sobre qué habría ocurrido si alguno de los factores que confluyeron en ese tiempo hubiesen variado. Si el Babirusa hubiera matado al enano Martínez con el palo de la silla, si Miguelito no hubiese conocido a la Señorita del Casco Cartaginés, si él, como tantas veces, hubiese pasado la noche de la lluvia por el camino de los Ingleses y hubiera visto a Rubirosa y a Rafi Ayala meter a Miguelito en el coche. Hacía variaciones aritméticas con la providencia. Por lo visto era su consuelo. Luego empezó a trabajar en un banco y creo que se fue a Talavera de la Reina, o por ahí. Me envió una postal las dos primeras navidades. Luego ya nunca supe nada más de él. A saber cómo recuerda aquel tiempo. ¿Se acordará de sus pajas, de la colección de pelos que fue cogiendo en el coche de mi padre?», se sonreía Paco Frontón, girando sobre la mesa de caoba de su despacho su vaso de whisky, con sus ojos azules clavados en los círculos de humedad que él iba expandiendo por la madera noble.

Sí. La Gorda de la Cala siguió follando en los asientos de atrás de los autobuses de Oliveros, en los descampados de la Cala, en los pisos vacíos donde los jóvenes acababan sus fiestas haciendo cola para caer arrodillados y borrachos entre sus piernas. En los hoteles pobres, en las tapias de la estación de trenes, en las playas desiertas, en los servicios con olor a alcanfor de los cines de barrio y en los furgones abandonados fue entregándose a una legión de cuerpos sin nombre ni rostro, la Gorda de la Cala, con sus pechos pálidos de venas verdes, su voluminoso cuerpo de cadáver y sus ojos enturbiados por algo parecido al deseo. Dijeron que durante un tiempo le fue fiel a un mecánico de Oliveros, que se enamoró de él y que al ser abandonada ya nunca volvió a follar con nadie. También dijeron que una enfermedad venérea acabó con el fuego de su sexo y le transformó en melancolía lo espontáneo y alegre de su carácter. Todavía, avejentada y triste, puede vérsela por los alrededores de la Rosaleda, aparcando coches o ejerciendo esporádicamente la prostitución en el lecho del río.

El rubio platino desapareció para siempre de la cabeza y el alma de la Lana Turner de los ultramarinos, su biografía de John Davison Rockefeller acabó de apulgararse en un cajón húmedo de su tienda y Luli Gigante jamás salió del barrio. Sus sueños acabaron en la frontera del camino de los Ingleses. Allí acabó el mundo para ella. No bailó sobre los escenarios de ninguna ciudad lejana ni nunca quisieron fotografiarla los periodistas de ninguna revista ni de ningún periódico. Dejó sus clases en La Estrella Pontificia, y aunque ese invierno todavía volvió a bailar en el Bucán y quizá llegó a tener un romance con el falso cubano que hacía de monitor, se casó joven con un policía municipal, alto y nervioso, que le dio tres hijos y una vida triste. En su biografía no hubo otro neón que el de sus sueños juveniles.

Para orgullo de su padre, González Cortés cruzó muchas veces el desfiladero de Despeñaperros. Volvió con su sonrisa de siempre y durante algunas vacaciones, a escondidas del padre, volvió a colocarse su mandil de camarero y a servir algunas mesas. Pero el bar dejó de ser el hogar de aquellos corazones solitarios que fuimos durante esa época. Nunca a partir de ese otoño la vida volvió a ser la vida. Bebimos juntos esa navidad, miramos atrás, hacia el año que se perdía a nuestra espalda, todavía no teníamos la perspectiva del tiempo ni apenas sabíamos nada de nosotros mismos, pero intuíamos que el porvenir ya estaba trazado. Se casaron Milagritos Dulce y el Carne, Meliveo dejó de construirse motocicletas con restos de otras máquinas, rompió en mil pedazos la fotografía, las tetas redondas, de María José la Pija y abandonó su carrera de economista para convertirse en comedor de fuego, actor de teatro, pianista de bares nocturnos y compositor de música. Luisito Sanjuán siguió persiguiendo mujeres, paseando gatos con gorgojo y sarna, perros cojos y alguna ardilla enferma de asma. La voz del Garganta, «Amigos del tiempo, queridos amigos de la amistad y de las ondas más íntimas, de este mundo invisible pero sólido y cálido que es la radio», siguió pregonando los informes del tiempo con su voz empalagosa y monocorde, con sus fotografías colgadas de la pared de su estudio de radio, posando con su chaqueta negra y sus camisas de color verde manzana al lado de las efímeras celebridades que de vez en cuando pasaban por los micrófonos de aquella emisora local, relatando durante miles de días el cambio de los cielos, la posibilidad de una tormenta o los años de sequía, y cada uno fue siguiendo la estela que ya venía marcada por aquel verano, por ese paisaje que yo vi desde Mont Noir y en el que cada uno de nosotros estaba retratado en el perfil suave de los árboles o en el dibujo de unas nubes que se perdían a lo lejos. Allí al fondo, para siempre, quedaba aquel coche de color fresa y nata circulando por las calles del barrio y del que asomaban los vestidos alegres y las melenas al viento de las queridas de don Alfredo. Allí quedaba el cuento de aquel hombre al que una madrugada se llevaron las nubes, la locura de un poeta al que echaron su riñón derecho al cubo de los desperdicios y el ritmo lento de Luli Gigante, la bailarina sin futuro a la que una noche de lluvia espié a través de los cristales de La Estrella Pontificia y que en el ritmo de su cuerpo adolescente llevaba toda la cadencia, toda la furia del mundo.