Después vinieron los días y todos fueron lluviosos, por mucho que el Garganta se empeñase en decir desde los micrófonos de la radio que iba a lucir el sol y que el mal tiempo había pasado. «Después seguiremos teniendo un otoño lluvioso, amigos del corazón y del tiempo, pero ahora nos toca la recompensa dulce del sol. Aprovechen sus rayos, y como el cielo, amigos del tiempo, abran su pecho a la luz. Es nuestra vida, es nuestro tiempo», decía la voz en el bar de González Cortés, en lo hondo de los pasillos, en las radios de los coches que transitaban bajo la lluvia. Aunque lo cierto es que en aquellos días las nubes se abrieron en tres ocasiones.
Una de ellas fue para dejar que un sol débil acompañase el entierro del viejo Nunni, que viajó dentro de su ataúd, con los agujeros que le había hecho en la nuca y en el brazo derecho una lanza batusi esmeradamente cosidos y con medio cuerpo abierto y vuelto a coser por los pespuntes mal trazados de la autopsia. La madre del Babirusa vino desde Londres. Llegó al entierro con un perfume de rosas salvajes, unos tacones de aguja y el mulato Michael de escolta. Fue, efectivamente, un entierro medianamente soleado. Y los dientes del mulato Michael brillaron tanto como su camisa blanca y su corbata azul cobalto. También estuvieron el almacenista de los peladores de patata, el maestro Antúnez del Salón Recreativo Ulibarri, dos compañeros de la fábrica del Amoniaco y un vecino con gorra de cuadros que empujaba la silla de ruedas de doña Úrsula.
A partir de ese día, al antiguo representante del Cola Cao empezaron a llamarle el Novio de la Muerte, o simplemente el Legionario, por lo bien que se desenvolvía en medio de los rituales funerarios. Y también porque aquel fue el día en que por primera vez la Lana Turner de los ultramarinos se agarró de su brazo. Él, con su dentadura postiza, emitió una sonrisa endeble, una imitación barata de la sonrisa esplendorosa que había exhibido el mulato Michael. Pero no había posibilidad de competir. Sus dientes eran falsos y el sol ya había empezado a irse cuando Fina Nunni pasó su mano pálida por el antebrazo enlutado de Arias. Sólo las nubes y la penumbra pudieron bendecir aquella unión.
A Miguelito Dávila se lo llevó al Hospital Civil una ambulancia con los cristales pintados de blanco. Había recuperado el conocimiento al pie de la escalera y a través de una cruz roja descascarillada que había pintada en la puerta trasera pudo ver unos rayos de sol que al traspasar la cruz llenaban la ambulancia de una luz rosada y un poco irreal. Tuvo algún vómito y estaba un poco desconcertado, pero su madre le cogía la mano y le repetía en voz baja su nombre. También lo tranquilizaba el tintineo de unos instrumentos médicos sacudidos suavemente dentro de una bandeja metálica, un tarro de cristal que rodaba en las curvas.
El primero en verlo en el hospital fue Paco Frontón. Cuando la noticia, todavía confusa, de lo que había ocurrido empezó a correr por el barrio mezclada con la muerte del viejo Nunni y a veces mezclando episodios de una desgracia y otra, Paco Frontón ya estaba en la puerta del Hospital Civil con un permiso de visita indefinido que le había proporcionado uno de los amigos de su padre. Estuvo sentado a la cabecera de la cama tres días, y cuando Miguelito abría los ojos él siempre estaba allí, con su aire distante y una sonrisa dudosa en la boca. Paco Frontón pensó que él era un cobarde. Sentía vergüenza.
Los médicos hablaban con la madre de Miguelito en voz baja y a veces hacían gestos negativos con la cabeza. La madre de Miguelito tenía un pañuelo arrugado entre los dedos y Paco Frontón advirtió que a aquella mujer le aparecían en el rosa de las uñas unas islas blancas, casi amarillas, que iban cambiando de posición y tamaño, como unos barcos a la deriva que le navegasen por el interior del cuerpo y que en su viaje errático cruzaran de vez en cuando por aquellas zonas semitransparentes. Miguelito pareció recuperarse durante la tercera mañana de su llegada al hospital. Se incorporó en la cama y estuvo bromeando con don Matías Sierra, el dueño de la droguería. Le dijo que él ya no iba a bajar las latas grandes de Titán Lux de lo alto de la estantería, que le fuese buscando un aprendiz del Gimnasio Pompeya. Pero esa tarde, cuando el sol se decidió por tercera vez en aquellos días a atravesar las nubes y a mostrarse tímidamente, la madre de Miguelito y Paco Frontón salieron de la habitación unos minutos y al regresar él ya no estaba. Sólo había un cuerpo delgado en la cama, una sábana que lo cubría y dos hombres con la cara triste, y todo, la cama y los hombres, flotaba en la luz transparente de la media tarde.
Paco Frontón sintió que una parte de Miguelito había pasado a aquellos dos hombres, algo de su amigo flotaba dentro de ellos. Por las calles y por los cristales había agua. Esa noche Paco Frontón estuvo mucho rato en el despacho de su padre, sentado delante del escritorio. Acariciaba la pistola con mucho cuidado. La Astra automática de don Alfredo. Miraba la pistola igual que un adivino mira el porvenir de los demás, sólo que él miraba su propio futuro. Metió y sacó varias veces el cargador, pero sabía que nunca iba a disparar contra nadie, que Rubirosa, Rafi e incluso el enano Martínez nunca deberían temer nada de él. «No fue entonces cuando lo supe —me dijo en una de aquellas conversaciones Paco Frontón—. Lo había sabido desde siempre. En lo hondo de mí siempre me había dicho que era un cobarde. Lo de aquella noche no fue más que una confirmación, y yo tuve que aceptarlo, no engañarme más.»
A Rubirosa y al enano los detuvieron en la puerta del Ajo Rojo. Habían bebido un poco. El enano con su pajita y Rubirosa con cuidado de que no se le abriese un corte que tenía en el labio superior y que no sabía cómo se lo había hecho, la noche de la paliza. Desde el otro lado de las vidrieras aquellas mujeres de ojos maquillados y piernas cruzadas los vieron subir al vehículo de la policía. El enano miró hacia el interior del bar con una sonrisa orgullosa y les sopló un beso desde la palma de su mano. Les prometió el futuro, pero el enano ya nunca en su vida volvió a entrar en aquel local. A Rafi Ayala se lo llevó por la mañana temprano un coche militar. Y Luli Gigante volvió durante aquellos días a pasear por el barrio. Aunque ya no llevaba libros en los brazos. Ahora se abrazaba a sí misma y siempre iba acompañada de la Cuerpo. El día que ardió el coche de Rubirosa estuvieron las dos un rato en la orilla de aquella hoguera metálica. Viendo cómo ardían los sueños. Era de noche y bajo la lluvia suave el fuego les iluminaba de rojo las caras. Dicen que unas lágrimas bajaron por las mejillas de Luli. Y que eran de color naranja, como el resplandor de las llamas.
Todos tuvieron un recuerdo para el Babirusa cuando el coche del representante Rubirosa ardió. Pensaron que podría haber sido cosa suya. Pero el Babirusa todavía estaba encerrado. Además, cualquiera que lo hubiese conocido medianamente habría sabido que Amadeo Nunni el Babirusa habría quemado el coche con Rubirosa y con el enano dentro. En el barrio creyeron que fue una desgracia más, un desastre menor que acompañaba a todo lo que estaba ocurriendo. A nadie se le ocurrió pensar que los hermanos Moratalla tuvieran nada que ver con aquello. Nadie vio a Avelino esa tarde comprando dos litros de gasolina en Las Chapas y nadie podría haber imaginado la vocación y los conocimientos de pirómano que tenía su hermano pequeño. Nadie se preguntaba nada. Todo ocurría deprisa y una noticia borraba la anterior. En el fondo había cierta alegría, cierta euforia contenida entre el vecindario, que por una vez en la vida se sentía en el centro de algo, protagonista colectivo de los rumores que corrían por media ciudad.
La cabeza de la Señorita del Casco Cartaginés fue a parar al balcón de una vecina de mi tía Antonia. Fue en el barrio de Dos Hermanas, pero también se consideró como algo propio, algo que de un modo sutil enaltecía a cada uno de los habitantes de aquellas calles borradas por la lluvia y el olvido. Nos dijeron que el cuerpo de la Señorita quedó intacto, con un trajecito de color celeste un poco manchado de hierba y tizne y una camisa blanca, con las manos pegadas a las caderas, en una delicada posición de firmes y allí tumbado, junto a las vías. Pero la cabeza salió despedida. Cayó dentro de una maceta vacía y se quedó allí, mirando para el cielo, con la pasta del maquillaje adornándole de color berenjena los párpados y los ojos un poco entornados, como si le molestara el brillo de las nubes. Tenía su peinado casi intacto, sólo un poco abollado por la parte de atrás. Era el peinado de sus mejores tiempos.
La Señorita había salido por la mañana muy temprano de su casa, antes de amanecer. Se fue andando a ese barrio lejano y se puso delante del tren que iba a Bobadilla. Se quedó en el borde de la vía y cuando el tren estaba a veinte metros dio un paso muy discreto y se quedó allí en medio, con su bolso y su traje. No quiso vivir en un mundo en el que no estuviera Miguelito. «Me reúno contigo. Si hay otra vida, desde ella veremos juntos las costas de todos los continentes, de todos los mundos», llevaba escrito en una nota, dentro de su bolso. La locomotora hizo con la Señorita un centrifugado. Una parte de su cuerpo cayendo por un lado, igual que si la ropa fuese sin cuerpo, y la cabeza volando hacia otra parte. Los bomberos estuvieron mucho rato buscando su cabeza y la vecina de mi tía estuvo observando las maniobras y la búsqueda de los bomberos, apoyada en la baranda de su balcón del primer piso, con una bata de guata verde y somnolienta, mucho más despeinada que la Señorita del Casco Cartaginés después del atropello. Hasta que la vecina se dio la vuelta para entrar en su casa y vio a la Señorita allí colocada, mirando el correr de las nubes, normal, «Como para darme los buenos días», le dijo a mi tía Antonia mientras se bebía la tila que mi tía le había preparado. «Como una señora, así estaba. No sé cuándo voy a poder entrar a regar los geranios, doña Antonia, esa mujer va a estar siempre allí, parecía la dueña de la casa.» Los bomberos se llevaron la cabeza en una caja de cartón. Me dijeron que era la caja de un ventilador.
La madre del Babirusa y el mulato Michael fueron a ver a Amadeo. Lo sacaron del calabozo y el Babirusa estuvo un rato sin hablar, en una habitación pintada de gris y sólo amueblada con dos sillas. Él ya sabía lo de Miguelito. El mulato estaba de pie y Amadeo sentado enfrente de su madre. Ella le preguntaba si quería irse a vivir a Londres o volver a estudiar alguna cosa y le decía My darling, pero no se atrevía a pasarle la mano por la frente, como, según le contó a su cuñada, habría sido su deseo. El Babirusa, sin contestarle, miraba fijamente los zapatos de color marrón y blanco del mulato Michael. Levantó la vista y le preguntó cuánto le habían costado. Money, dijo. Y el negro, como hacía con todo, le respondió con la sonrisa esplendorosa de sus dientes. El Babirusa agachó la cabeza y le susurró a su madre que no quería verla más. «Nunca me mandes más cartas, ni me digas más darling ni le digas a nadie que eres mi madre. Yo nada más que le voy a contar a todo el mundo que te has muerto, no lo que haces ni cómo eres ni cómo hueles, sólo que te desangraste cuando yo nací», dijo Amadeo mirando otra vez los zapatos del mulato Michael.
«Llueve. Llueve, y la lluvia nos lleva a lo íntimo, a la mano sobre la mano, al corazón junto al corazón. Los cielos lloran por nosotros, con nosotros, queridos amigos de las ondas y los días.» La voz del Garganta también cruzó el aire mencionando a la Señorita del Casco Cartaginés. Habló de un cuerpo de muñeca al borde de las vías, con su cabecita, como la de las muñecas, colocada en otro lugar. Dijo con su voz melosa que la Señorita vio desde aquel arrabal la luz pálida del amanecer y las nubes que de nuevo asomaban con ese día, probablemente cargado de chubascos irregulares. «Una cabeza olvidada, un juguete en manos del azar, queridos amigos de la meteorología, esta ciencia que a veces también se nos tinta de tristeza, como la vida de esos pequeños juguetes que somos todos, amigos del tiempo, en manos de alguien que, no lo olviden, se llama destino.»