Pensé en esta novela en los campos de Flandes. Caminaba por un sendero estrecho, cerca de Mont Noir, un sendero que también se llama camino de los Ingleses y que conduce a un pequeño cementerio militar. Apenas cien tumbas de piedra blanca alineadas sobre un pequeño prado verde, casi un patio. Al subir un leve montículo, a lo lejos, saliendo de la bruma que deja a su paso la autopista que va de Lille a Dunkerque, pude ver la torre de la iglesia de Méteren. La torre parecía fabricada de la misma materia que la bruma, frágil y gaseosa. Aquel paisaje era un cuadro que nunca nadie iba a pintar. Pensé en mi propia vida y en quien yo era. En los itinerarios que desde aquel lejano camino de los Ingleses de la ciudad en que nací me habían traído hasta este otro.

Pensé que quizá pueda llegarse a lo más hondo de uno mismo describiendo aquello que nuestros ojos han visto en vez de ese otro terreno, pantanoso y siempre alumbrado de claroscuros y penumbras, en el que vive nuestro corazón. También nuestro pensamiento. Pensé que somos el paisaje por el que transcurren nuestras vidas, poco más. A mi espalda estaban las lápidas de los soldados muertos. Nombres escritos sobre unas piedras blancas que pronto ya nadie recordaría y que sólo algún visitante perdido volvería a pronunciar. Insignias de un ejército que una vez fue victorioso. Inesperadamente recordé a Miguelito Dávila. Los nombres olvidados, las piedras que se hunden en el agua.

Unos meses antes me había encontrado en Málaga con Paco Frontón. Hacía quince o veinte años que no nos habíamos visto. Hablamos en una terraza volada sobre un jardín desde el que subía el rumor animado de la gente en aquella especie de recepción en la que estábamos. A pesar de todos los cambios no me costó ver en aquel hombre de mediana edad y traje oscuro al joven desafiante y taciturno que aquel verano se paseó al lado de la Cuerpo. Reconocí algo oscuro y remoto de mí mismo en aquella mirada. En cierto modo era como estar delante de un espejo. El espejo de mi memoria. Pero fue en Mont Noir, mirando aquel prado verde con el dibujo de la iglesia al fondo, cuando pensé, o sentí, que pintar un paisaje, aquello que tenemos frente a nosotros, es pintar un autorretrato. Y fue allí, mirando el campanario de la iglesia de Méteren, cuando, sin saber por qué, igual que en aquel otoño lejano me imaginaba a mí mismo contándole a Miguelito Dávila lo que veía en las casas de la gente a la que pretendía cobrarle unos miserables recibos, pensé en él, tanto tiempo después. En un pequeño cuaderno escribí unas frases apresuradas. «En el centro de nuestras vidas hubo un verano. Un poeta que no escribió ningún verso, una piscina desde cuyo trampolín saltaba un enano con ojos de terciopelo y un hombre al que una noche se llevaron las nubes. Los días cayeron sobre nosotros como árboles cansados.» Y decidí que a mi regreso a Málaga iría a ver a Paco Frontón.

Me reuní con él por primera vez en su bufete de abogado. Aunque en nuestro encuentro en la recepción apenas habíamos hablado de Miguelito Dávila, Paco Frontón me llevó a esa primera reunión los cuadernos de su viejo amigo. Dos o tres libretas cuadriculadas y con espiral de alambre en la que había algunos pequeños dibujos, algunas frases perdidas, versos de la Divina Comedia y muchas páginas en blanco. «Cada día lo recuerdo. Cada día que pasa hay un momento en el que me acuerdo de él», me dijo sin mencionar el nombre de Dávila, mirando las libretas que había dejado sobre su escritorio, cerca de mí. El tiempo le había trabajado irregularmente a Paco Frontón aquella máscara de viejo que siempre pareció llevar colocada sobre el esqueleto. A veces aparecía un ramalazo del joven que fue y al momento siguiente se manifestaba el anciano que iba a ser.

«Aquel viento que mató a un hombre. Aquel viento mató a demasiada gente, demasiadas cosas —me dijo Paco Frontón—. También mató una parte de mí. Supe que iba a ser un cobarde, que nunca iba a ser como esos hombres que trabajaban con mi padre, no los políticos que llegaban con sus modales más o menos educados, sino los otros, los que yo admiraba, los de la mala fama, los que entraban y salían con mi padre del Hotel o los que, todavía peor, desaparecían para siempre y ya nunca se hablaba de ellos más que en voz baja. No sé si soy abogado por cumplir la voluntad de mi padre o porque aquel día me di cuenta de que no iba a servir para otra cosa. Quizá él, mi padre, lo supo desde siempre y por eso me empujaba a esto. Ese verano nos dejó a cada uno en nuestro sitio, nos dijo quiénes éramos.» Y así, en voz baja, empezó a hablarme de aquel verano.

De la tarde en que murió el abuelo del Babirusa, cuando Miguelito iba por el camino de los Ingleses para encontrarse con Luli Gigante, me habló en el tercer o cuarto encuentro. «Aquel día llovió mucho. Era una lluvia constante, uniforme. No sé dónde estabas tú ni si te acuerdas, pero yo sí. La lluvia empezó a caer con la última luz de la tarde, era igual que si la echase desde arriba una máquina, automática, y creo que estuvo cayendo con la misma intensidad toda la noche, sin parar ni un segundo.»

Miguelito Dávila pensaba que caminaba hacia el corazón de su vida. Y quizá fuese así. Había un coche detenido en la acera, el agua empezaba a bajar por el camino de los Ingleses formando un río endeble, de color marrón, por el borde de las aceras. El coche, aunque estaba parado, tenía en funcionamiento el limpiaparabrisas. El ruido de la goma sobre el cristal se detuvo cuando Miguelito estaba muy cerca, tanto que ya se había bajado de la acera para bordear el coche por la parte trasera. Un autobús de Teatinos bajaba la calle con las luces encendidas y Miguelito vio la cara del chófer, alumbrada también por una luz extraña.

Sintió el ruido del autobús. También el temblor del suelo, el agua aplastada por los neumáticos y el sonido de una puerta del coche al abrirse. Se volvió, y en la cara del hombre que se bajaba del automóvil vio por un instante las facciones del conductor del autobús. Todo fue muy rápido. Reconoció a Rubirosa y a su coche azul al mismo tiempo. Nada más saber que el hombre que se acababa de bajar del vehículo detenido en la acera era Rubirosa, en ese instante en el que además estaba comprendiendo que su presencia allí no era casual, oyó un nuevo sonido a su espalda. Pasos en el agua. Intentó volverse. Vio la cara de Rafi Ayala mojada por la lluvia, su tic elevándole las cejas y sus ojos muy abiertos. Miguelito Dávila ya tenía el brazo derecho doblado y pegado a la espalda. Rubirosa ya había abierto una puerta trasera del coche y Rafi lo empujaba dentro. El paraca cayó sobre él, boca abajo los dos, encima del asiento trasero. Oía el jadeo de Rafi, olió su aliento, que era de alcohol y de fruta, quizá manzana un poco agria, mezclado con el tufo del escay. Pensó que podía asfixiarse, su boca y su nariz estaban aplastadas contra el asiento, y aunque el dolor del brazo aumentó con su movimiento, hizo un giro brusco con el cuello. Rafi apretó más su presión, Miguelito pensó que el brazo se le había dislocado a la altura del hombro y supo, por aquella fuerza, por la violencia de Rafi, que iban en serio, pero se sintió aliviado, pudo tragar una bocanada de aire. Ahora, aunque Rafi apretaba el mentón contra su cara y le arañaba con la barba mal afeitada, aunque Rubirosa le doblaba las piernas para poder cerrar la puerta, podía respirar, y eso lo llenó de felicidad por un instante.

«Fue así, algo parecido a la felicidad —le dijo a Paco Frontón en el hospital—. Un instante de felicidad absoluta, todo muy rápido, y después, el dolor y la angustia. Nada más que habían pasado unos segundos, todavía sentía retumbar el autobús de Teatinos, alejándose.» Rafi Ayala no decía ninguna palabra. Miguelito sólo oía su jadeo y el ruido de la lluvia en el techo del coche. Se abrió la puerta delantera, notó el peso de alguien sentándose en el asiento del conductor y el estremecimiento del motor al ponerse en marcha. Al mismo tiempo se encendió la radio y una música, borrosa por las interferencias, llenó el coche, que ya estaba en movimiento.

Luli Gigante miraba su reloj con esfera roja bajo la cornisa de una tienda de muebles. Había cuadros de caballos cabalgando en la noche colgados en unas falsas paredes. Esa mañana, Luli había discutido con Rubirosa. Le había dicho que esa tarde iba a ver a Miguelito, y Rubirosa, después de estar un rato en silencio, envenenándose lentamente, se lo había prohibido. «No eres mi dueño. No me vas a decir lo que tengo que hacer, sólo porque me pagues unas clases de baile. Yo nunca voy a tener dueño, valgo más que ese dinero que das en la academia. Y a él quiero verlo. Quiero saber qué tiene que decirme.» Habían acabado besándose, Rubirosa incluso llegó a bromear con la cita de Luli y su antiguo novio, pero cuando la dejó en la puerta de su casa, cuando la vio alejarse camino del portal con aquellos pasos lentos, el veneno volvió a circular por su cuerpo. Condujo despacio por las calles del barrio, intentando que el tósigo se fuera diluyendo.

Miguelito notaba cómo el coche ganaba velocidad. Intentó girar la cabeza, mirar a Rafi, pero éste le apretó todavía más el brazo. José Rubirosa se había encontrado con Rafi Ayala y el enano Martínez cerca del Rey Pelé. Había estado bebiendo con ellos. El enano, que todavía tenía las mandíbulas cosidas por un alambre, bebía sus copas con una pajita. Sólo después de la tercera o cuarta ronda les había hablado Rubirosa de la cita de Luli con Miguelito. Fueron a Los 21, al Picado y a La Bóveda. En el juicio que se celebró meses después, Rubirosa dijo que fue Rafi quien mencionó primero la idea de ir en busca de Miguelito Dávila. El enano no lo recordaba. El enano aseguró que siempre pensó que todo era broma. Se reían. Se reían los tres pensando las cosas que le iban a hacer a Miguelito, pero sabiendo que era broma. «Le vamos a cortar los huevos, se los vamos a meter en el bolsillo del pantalón y luego le vamos a coser el bolsillo.» «Y la polla también se la cortamos. Que tenga que mear como las tías, y que la mame.» Bebieron mucho. El enano se cayó de un taburete en el Rey Pelé. Habían regresado a ese bar, pero ya casi no hablaban. Temieron que con el golpe se hubieran vuelto a desencajar las mandíbulas del enano, pero sólo dejaron escapar algún monosílabo. Lo sentaron en una silla baja. A Rubirosa se le habían entornado los ojos. Miraba torcido. El enano se fue a su casa, apenas podía andar. Rubirosa miró varias veces el reloj que había en la pared, sobre una foto amarillenta del Pan de Azúcar. Rafi Ayala le siguió el movimiento de los ojos y se quedaron un momento mirándose. Salieron del bar antes de que empezara a llover y subieron al coche. No se sabe si hablaron por el camino, pero ya no lo necesitaban, sabían adonde iban. Rubirosa atravesó el coche en la acera. Rafi se bajó y se situó en la acera de enfrente, por si Miguelito bajaba por aquel lado de la calle. Estuvo allí mojándose hasta que la figura de Miguelito apareció a lo lejos.

«Sólo queríamos asustarlo. Escarmentarlo para que no se meta donde no le importa. La niña esa ya es cosa de José. Y es lo que hicieron, meterle un poco miedo en el cuerpo. Nada más. Somos así. Lo que pasa es que Miguelito, con todo lo que dicen, tiene poco aguante», fue diciendo el enano Martínez al día siguiente por el barrio. Presumía. «Yo no fui con ellos porque estaba malo, me sentó mal la bebida. Será de beber con la puta paja. Pero todo era eso, nada más que el escarmiento, y una broma. Cosas de borrachos. No sabéis lo que bebimos. Cuando nos ponemos José y yo, y el Rafi también, nos bebemos hasta el desinfectante», el enano sonreía entornando sus ojos de terciopelo celeste, se alisaba sobre el pecho la corbata con su mano de niño deforme. Estaba contento. «Me han dicho que el Garganta me va a llevar a hablar por la radio», bromeaba^ la cicatriz que le había hecho el Babirusa con la pata de la silla, todavía morada, casi azul, se le curvaba como una sonrisa dentro de la sonrisa.

Quizá tampoco ellos, ni Rubirosa ni Rafi Ayala, supieran lo que iba a ocurrir una vez que cogieran a Miguelito. Rafi le preguntó desconcertado a Rubirosa que adonde iban. El otro no le contestó. El coche hacía muchos giros, se detenía en semáforos, Miguelito veía farolas encendidas y la lluvia cayendo iluminada bajo sus haces de luz, todavía amarilla, casi naranja. Iban hacia la carretera de los Montes. Luli había abandonado el lugar de la cita. Estaba en los vestuarios de La Estrella Pontificia, colgaba de una percha su cazadora vaquera, se recogía el pelo en la nuca, meticulosa, con el rostro impasible. Amadeo Nunni el Babirusa comía solo en un calabozo de apenas cinco metros cuadrados. Se levantaba y miraba por la ventanilla de la puerta metálica. Observaba a los detenidos que había en la celda de enfrente, grande y con rejas. Un tipo rubio le guiñaba un ojo, otros dos comían en silencio. Al viejo Nunni le desclavaban la lanza y sobre él las ramas de la palmera agitaban los brazos alocadamente. Las grietas de su tronco herido empezaban a llenarse de agua. La Lana Turner de los ultramarinos, con un pañuelo en la cabeza, miraba a su padre, ahora tendido en una camilla. El agua caía por sus mejillas, pero la Lana Turner no lloraba, tampoco tenía temblores, tenía los ojos brillantes y seguía bella, con el aliento de la juventud asomando por última vez a su cara. Un policía llevaba una linterna, y el sillón de terciopelo, al lado de la palmera, empezaba a empaparse de agua, era negro en la penumbra. También el sillón parecía un cadáver, hinchándose, abandonado.

A Miguelito Dávila no le dieron muchas oportunidades para defenderse. Rafi Ayala era un experto en matar gatos, animales indefensos. Quizá llevaran siete u ocho kilómetros por la carretera de los Montes cuando metieron el coche por un cortafuegos. Avanzaron entre los pinos. El desnivel del terreno hacía que Rafi se moviera encima de Miguelito, que le torciera aún más el brazo. Se quejó Dávila. Dijo Rafi que se quejó tres veces, y que decía Ay, como las mariconas. Sería mentira. El coche se detuvo a los pocos minutos. «¿Aquí? Llévalo más lejos», protestó Ayala. «Sácalo», ordenó Rubirosa, su puerta se abrió. Pero Rafi no se movió. También se abrió la puerta trasera por la que habían metido a Miguelito. «Sácalo», la voz de Rubirosa se oyó lejana, mezclada con el ruido de la lluvia. Olían los pinos mojados, la resina. «Esto es una mierda de paseo. Búscale un taxi para que llegue antes a su casa. Estamos al lado. Qué vas a hacer.» Sólo respondía la lluvia. Sin soltar el brazo de Miguelito, Rafi Ayala reptó sobre su cuerpo, tiró de Miguelito hacia fuera. Miguelito intentó soltarse y Rafi cayó sobre él, quizá ahí se produjera la fractura del brazo, pero a pesar de ello Rafi, quizá para asegurar su dominio, quizá enfurecido por el intento del otro, le mordió a Miguelito, por encima de la camisa, en la unión del cuello y el hombro. Mordió con mucha fuerza, durante quince o veinte segundos. Estaban con las piernas fuera del coche, y los dos arañaban el barro con los pies, hacían dibujos borrosos. Miguelito volvió a oír la voz de José Rubirosa, ahora dentro del coche, encima de su cabeza y de la de Rafi Ayala. «Sácalo». Finalmente a Miguelito lo sacaron del coche entre los dos, Rafi y Rubirosa. Tenía el chubasquero arrollado, y sintió la lluvia en la cara y también en la camisa. Pensó que le salía sangre del cuello, del bocado, y que se le deslizaba por la espalda. Se dio cuenta de que la radio continuaba funcionando. Los faros también seguían encendidos, alumbraban el camino, los troncos y las ramas bajas de los pinos. Parecía que una multitud se acercaba por la negrura del bosque, pero sólo era el ruido de la lluvia.

«Si un hombre no sabe dónde está no es un hombre. Me dijo algo parecido Rubirosa. Entonces es cuando de verdad me di cuenta de que estaban borrachos. Si un hombre no sabe dónde está no es nada. Y tú eres una mierda, me decía. Me pareció que era él el que tenía miedo. Y si yo no le hubiera visto aquel asomo de miedo ahora a lo mejor no estaba aquí, y no me habría pasado nada, sólo lo del brazo —le dijo Miguelito Dávila a Paco Frontón un par de días después—. Si yo no hubiera olido su miedo, miedo a no sé qué, me habría quedado quieto, los habría dejado ir y no habría pasado nada más. O sí, porque Rafi estaba nervioso, como siempre, y el otro de lo que tenía miedo era de las cosas que pensaba que era capaz de hacerme.» Dicen que a Miguelito, en el hospital, le salía una sonrisa endeble. Se le movían más los ojos que la boca.

Rubirosa miró a Rafi Ayala, le hizo un gesto con la cabeza y se dirigió hacia la puerta delantera del coche. Iba a entrar, pero Miguelito hizo un movimiento brusco y atravesó su pierna delante de la puerta. «Adónde vas», le dijo. Y entonces es cuando Luli Gigante empezó a bailar en La Estrella Pontificia con su malla de color burdeos. Se movía, alineada con otros bailarines, hacia la pared izquierda de la sala, todos avanzaban sincronizados, uniformes, sus pies hacían un aspa, un dibujo geométrico en el aire, y Rafi Ayala se acercaba a Miguelito Dávila, el poeta sin versos, el Loco, y lo cogía por el cuello, los dedos de Amadeo Nunni en el calabozo eran un animal en la sombra, Me llamo Amadeo, Mi nombre es Amadeo, A mi padre lo mataron una noche de lluvia, se decía a sí mismo el Babirusa y a su abuelo unos hombres con el pelo mojado lo sacaban de la casa tapado por una manta y la palmera herida seguía volando sus ramas, llenando los huecos que le había hecho la lanza de agua y viento y el sillón era un altar en mitad de la noche, Me llamo Amadeo, Me llamo Amadeo, le decía con los labios, sin pronunciar ninguna palabra, a los presos de la otra celda, le doblaba las rodillas Rafi Ayala a Miguelito, lo intentaba derribar y Rubirosa se agachaba en busca de algo, en el barro, Paco Frontón unía sus labios a los de la Cuerpo y notaba su olor dentro del Dodge blanco, la pasta del carmín en su boca, había trenes en la noche, ventanas amarillas corriendo en la oscuridad, Yo tengo una flor que me crece en el pecho y tú, tú no la quieres ver, los labios de la Cuerpo rozaban los labios de Paco Frontón y una mujer miraba la oscuridad del horizonte, desde allí no se veía ningún país, ningún continente, sólo la noche y sus luces y la mujer seguía hablando, Yo tengo una flor, y la lluvia caía sobre ella, sobre su camisa blanca, casi transparente, cogió Rubirosa una piedra y la soltó en el agua turbia de barro para coger una rama, un palo, los cuerpos desmoronados de Rafi y Miguelito al lado del coche, Mi padre os va a matar a todos, ahora el Babirusa casi hablaba, casi pronunciaba las palabras, muy despacio, en voz muy baja, mirando a los presos de la otra celda, Mi padre os va a matar, y la lluvia también se oía allí dentro, se oía golpeando unas ventanas que el Babirusa no sabía dónde estaban, chocando el agua contra el vidrio y el acero de los barrotes, bajando por la pared, lamiendo el cristal y el cemento, Mi padre os matará a todos, y el Babirusa se miraba las manos, los dedos cortos como si allí, en sus manos, estuviera encerrada la muerte mientras Avelino Moratalla se masturbaba viendo en la blancura de los azulejos el cuerpo de una mujer que se contoneaba sobre una cama y decía su nombre, Fóllame, Avelino, en la soledad del cuarto de baño, Fóllame, y al otro lado de la puerta se oía el ruido de los platos en la cocina y la voz de su madre preguntando no se sabía qué, Fóllame, el verano ya era una tumba, el verano era el tren, una ventana perdida en la noche, allí iban sus viajeros, habitantes de otro mundo, el cuerpo del viejo Nunni cruzaba la ciudad dentro de un furgón gris con la sirena azul apagada, lento como la muerte y el sol del verano, Mi padre os va a matar a todos, el enano subido en el trampolín, su figura diminuta saltando contra el sol y el ruido de los árboles, y la Señorita del Casco Cartaginés repetía, asomada a la terraza de la Torre Vasconia, el edificio desde el que nunca se vio ningún continente, sólo el espejismo gris del horizonte en los días luminosos, Una flor creciéndome en el pecho y tú tan lejos, sin querer verla, sin saber que tú eres la raíz de esta flor que me crece y me rompe, tú, la lluvia deformándole el casco de su peinado y de su nombre, dibujándole bajo la camisa transparente de agua los encajes blancos del sujetador.

Así corría el mundo, y alguien, desde una ventana, desde el otro lado de la calle, a través de la vidriera de La Estrella Pontificia, observaba cómo la muchacha de la malla burdeos bailaba siguiendo el compás de los demás, en los labios había una música o una oración, Deséame un arco iris, deséame una estrella, y aunque su ritmo era el mismo que el de la música y que el del resto de los cuerpos, sus movimientos parecían más lentos, miraba ella también al horizonte, a esa vidriera desde la que alguien la observaba, y los labios y las lenguas de Paco Frontón y la Cuerpo se mezclaban, el aliento que iba de una boca a otra y de un pulmón a otro, Fóllame, en las escaleras vacías de mi casa también retumbaba el eco de la lluvia y las voces del mundo, la voz de la radio anunciando el fin de las lluvias, la tos de un enfermo y el eco de una risa, la mujer en el cuarto de baño tenía la cara de Fina Nunni y después la cara de la Gorda de la Cala y abría las piernas para Avelino, la cabeza de Miguelito estaba debajo del coche azul de Rubirosa, el cuerpo de Rafi estaba sobre el suyo, se arrastraban despacio, trabados, y Rubirosa lanzó un golpe y la rama del árbol se partió contra el metal del coche, hacían tanta fuerza uno sobre otro, Miguelito y Rafi, que apenas se movían, se oían golpes o jadeos y Miguelito oyó palabras en el sonido de la lluvia, Fóllame, tú, puta, la mujer abriendo las piernas en el azulejo blanco, el humo en la boca, y la soledad de la celda, Si tú vinieras, el Babirusa cerrando los ojos y queriendo escuchar el sonido de un cuerpo estrellándose contra el techo de la comisaría, un hombre cayendo desde el cielo entre las gotas de lluvia, Mi padre nos matará, los eucaliptos de la Ciudad Deportiva dejaban volar sus hojas, la hierba se esponjaba y en el agua turbia de la piscina se hundían las hojas igual que los hombres se sumergen en el laberinto de las pesadillas, el semen corría blando por la mano y por los dedos de Avelino Moratalla y de su boca se derramaba en silencio la saliva, el ojo de la mujer, el pezón y el frío en el azulejo, besándolo, besando el azulejo con los labios y la lengua, Tú, tú vendrás a mí y yo no estaré, ya no estaré, la Señorita se sentaba en una silla, bajo la lluvia, el humo salía lento por la boca de la Lana Turner de los ultramarinos, fumaba, y en el silencio se oía el crujido del tabaco al quemarse, el hombre de la muerte, el tratante de las funerarias, antiguo representante del Cola Cao, la miraba con la gabardina enrollada entre los brazos esperando que ella se levantara, en las dependencias fúnebres, Me querrás alguna vez, le preguntaba a la orilla de las vías del ferrocarril la Cuerpo a Paco Frontón y él sonreía, fingiendo indiferencia, casi desprecio, escondía la blandura de los sentimientos y el silencio le quemaba en la boca, giraba la llave en el contacto del coche para ahogar lo que no quería decir, Te quiero, te quiero desde el primer día, y las luces alumbraban la lluvia y los raíles del tren, igual que una cara con los ojos cerrados, igual que un muerto, por el hueco de las escaleras subían otra vez las voces y yo habría deseado irme con ellas, con cualquier mujer que subiera a oscuras aquellos peldaños que no iban a ningún lugar, refugiarme con ella en la penumbra de esas habitaciones desconocidas que había sobre mi cabeza, por donde yo oía los pasos y la vida, subir con ella, con quien fuese, desnudarme a su lado y besar una boca sin nombre, con mi pobreza y mi futuro, hundirme en su cuerpo como las gotas de lluvia se hundían en la superficie oscura de la piscina, Dime que nunca vendrás y sabré que mientes, dime que nunca me olvidarás, dilo en voz alta, dilo y sácate y sácame este veneno, o no digas nada porque ya estás muerto, sí, muerto, porque yo era tu vida y ahora sólo eres un cuerpo vacío, la camisa antigua de la Señorita del Casco Cartaginés se pegaba a sus pechos con la lluvia y ella levantaba la barbilla orgullosa y sonreía con desprecio, la noche subía por todas las escaleras del mundo igual que el mar inunda la bodega de un barco que se hunde y Amadeo Nunni se ovillaba en la penumbra y se tapaba con el olor de una manta sucia, con el olor de otros cuerpos, ya sin decir ningún nombre ni llamar a su padre, el sonido del golpe fue sordo, Rubirosa volvió a levantar la rama y a golpear a Dávila, ya casi de pie, el golpe en el brazo y Rafi volcándose sobre él, ahora sí, tumbándolo con fuerza, tirándolo contra el suelo y él golpeándose el costado, la región lumbar, cayendo contra aquel saliente de rocas, el golpe tuvo el sonido de una fruta reventada, y el cuerpo se le vació de aliento y la sangre se mezclaba en la boca de Rafi Ayala con el agua y la saliva, la voz de un policía en el pasillo de los calabozos, los pasos y la lluvia, a través de la vidriera de La Estrella Pontificia se veía a los bailarines moverse sin música, la música se adivinaba en el movimiento de los cuerpos, Luli se miraba en el espejo, el coche blanco de Paco Frontón recorría las calles de la ciudad y la Cuerpo, resignada, tocando con sus dedos la pierna de él, miraba la huida de las luces y la oscuridad de los escaparates, Vámonos, Rafi Ayala pateaba el cuerpo en el barro y Rubirosa, murmurando Vámonos subía al coche y lo arrancaba, se movían los árboles con la luz, el trampolín vacío en mitad de la noche era un monumento fúnebre, en el espejo de la sala de baile Luli miraba sus propios ojos y quería seguir bailando, bailar dentro de su cuerpo, más allá de la música, Deséame un arco iris, deséame una estrella, bailar como el agua en los charcos, siendo agua, el coche se movía con las puertas abiertas y hacía surcos en el barro, el humo blanco, Rafi Ayala se acercó a la boca de Miguelito Dávila y le dijo unas palabras que Miguelito no llegó a entender, no se veían los ojos en la oscuridad, entonces fue cuando el coche de Rubirosa se dirigió hacia el cortafuegos y Rafi Ayala se subió en marcha y los árboles se balancearon con la luz de los faros, unos pilotos rojos parpadeando por el sendero y después sólo el rumor de la lluvia entre los árboles, los hilos de agua bajando por las laderas y el viento, el viento corriendo por la ciudad, zarandeando las hojas de la palmera herida, las persianas voladas de la casa de un muerto, un mensajero sin cuerpo, el viento, susurrando el nombre de todos nosotros, llamándonos como una campana afilada.

Se puso de pie Miguelito Dávila, lento en el barro, recogió su chubasquero y sabía que estaba herido, no podía mover el brazo derecho, pensó que todavía oía la radio del coche de Rubirosa, su motor, pero era otra vez la lluvia, su pensamiento o quizá sólo la oscuridad, comían mansos los hermanos Moratalla, su padre calvo, inocente y solo, y la madre cruzaba alegre el pasillo, traía comida, platos con humo, y Avelino todavía pensaba en la mujer desnuda que lo había llamado desde lo hondo de los azulejos, más allá del mundo, desde lo hondo de sí mismo, Paco Frontón circulaba sólo en su coche, miraba con los ojos perdidos el movimiento del limpiaparabrisas como antes había mirado a la Cuerpo alejarse camino del portal de su casa, triste bajo la lluvia, al viejo Nunni lo metían en un ataúd de caoba falsa y unas rosas pálidas empezaban a pudrirse a sus pies, Miguelito caminaba por el sendero entre los árboles, subía el cortafuegos sin aliento, Oh amada del primer Amante, oh diosa, Mi cuerpo helado, en donde desemboca, El maná cotidiano dánosle hoy, mezclaba los versos en su cabeza y cada sílaba era un paso dudoso, El maná cotidiano dánosle hoy, amada del primer Amante, la ropa mojada de la Señorita del Casco Cartaginés caía a sus pies, en las losas heladas del cuarto de baño, y su cuerpo se reflejaba desnudo en el espejo que había frente a ella, el musgo triste del pubis, los pechos celestes y las venas pálidas, un campo abandonado, Dime quién eres, quién fuiste ahora que sé que ya no estás en el mundo, ahora que ya no estás en ninguna parte, no has existido nunca, Miguel Dávila, nunca fuera de mí.

Y Miguelito caminó bajo los árboles de la carretera, sin saber cuánto tiempo podría mantenerse de pie, caminó despacio y un río endeble de agua turbia bajaba por la carretera de los Montes y le inundaba los pies, los tobillos reblandecidos, vio pasar por su lado la luz de los coches, su memoria se volvió vaporosa, caminaba en la oscuridad y en los días siguientes no recordó con exactitud lo que había ocurrido, sólo supo que la noche fue larga y que entre la bruma habló con alguien, recordaba turbiamente la figura de un hombre recortada contra un foco de luz, quizá alguien que había detenido su automóvil y se ofrecía a llevarlo carretera abajo, quizá nada más que un sueño o un hombre que le hablaba desde el portal de una casa abandonada, nunca supo cómo llegó al centro de la ciudad ni cómo remontó el camino de los Ingleses. Ya todo había acabado.

Todo había acabado. Y sólo supimos que cerca del amanecer encontraron su cuerpo en la escalera de su casa. Estaba sentado y el vecino que lo vio pensó primero que estaba atándose los zapatos, o reponiéndose de un mareo y luego creyó simplemente que estaba dormido o tal vez borracho. Todavía tenía el pelo mojado, dicen que temblaba un poco y que murmuraba alguna palabra. Quizá llegó allí en mitad de la madrugada, justo cuando en lo oscuro de una celda Amadeo Nunni el Babirusa miraba la noche con los ojos abiertos de par en par y pensaba que los cuerpos eran ataúdes flotando en el río de los sueños. Cuando la sangre de todos corría en silencio por el laberinto de las venas, un caudal manso y oscuro llevando, como los ríos del Babirusa, sueños a la corteza dormida de los cerebros, cuando el agua se colaba por todos los resquicios de la ciudad y las rosas, todas las rosas cortadas del mundo, esparcían lentamente por el aire el olor suave de su descomposición. Cuando Luli Gigante ya nada más que bailaba en el sueño de los espejos, y sólo las ramas de una palmera herida y las hojas de los eucaliptos volaban en el aire, entonces es cuando él, Miguelito Dávila, se desplomaba o caía o se sentaba para descansar un instante en esa escalera que ya nunca acabaría de subir.