El abuelo del Babirusa apareció clavado al suelo como la mariposa de un coleccionista. Estaba sentado en su sillón de terciopelo rojo y con la cabeza agachada, mirándose fija y obligatoriamente los zapatos. Tenía los ojos tan abiertos como si se acabara de tragar un huevo duro que se le hubiese quedado atorado en mitad de la garganta. Igual de sorprendido, sólo que estaba muerto. Había dejado el brazo izquierdo colgando por fuera del sillón. La lanza le había entrado por la parte posterior del cuello, casi por el centro de la cruz que forman los hombros y la columna vertebral, y que en el caso del abuelo del Babirusa era una cruz un tanto irregular, fabricada con troncos algo torcidos por los años.

La lanza, después de atravesarle el cuello, le había traspasado limpiamente la muñeca derecha y finalmente se había hincado en la tierra blanda del descampado que había detrás de la casa de la familia Nunni. Era una mariposa, o por lo menos un insecto raro, el abuelo del Babirusa, allí fijado al suelo por una lanza de batusi fabricada con un trozo de metal de doble filo y un palo de fregona untado con tres barnices diferentes, y que además llevaba otra pieza metálica colocada en la parte final del palo para hacer las funciones de contrapeso.

Ocurrió el mismo día en que Miguelito Dávila había quedado en volver a ver a Luli Gigante. Al viejo lo encontraron la Lana Turner de los ultramarinos y el representante del Cola Cao. Ella lo había visto desde la ventana de la cocina, pero desde esa distancia el abuelo del Babirusa parecía inclinado sobre sus periódicos. Leyendo las páginas atrasadas de economía, imaginó su hija. No importaba que fuese un día desapacible, a él le gustaba el aire libre. Que me den cielo, solía decir el viejo. Sólo cuando el tiempo pasó y llegó Arias, el antiguo representante del Cola Cao, diciendo que el padre de Fina no había acudido a una cita que tenían en el almacén de los peladores de patatas, sintió la propietaria de El Sol Sale Para Todos una súbita preocupación.

En realidad fue algo más que una preocupación. Fue un presentimiento. Un rayo que le pasó de un lado a otro de la cabeza, como si a ella también le hubiera atravesado la cabeza una lanza y por los orificios provocados por el arma le hubiera entrado la luz del día en el cráneo. De hecho, incluso antes de ir a asomarse a la ventana fue a su habitación en busca de un abrigo. Ya estaba temblando cuando salió del dormitorio en dirección a la cocina. Su padre seguía allí, leyendo al pie de la palmera. Pero Fina Nunni sabía que no estaba leyendo. Unas hojas de periódico volaban en círculo alrededor del viejo. Eran cuervos blancos.

La lanza era un mástil pobre saliendo de la espalda del abuelo del Babirusa. Él, un barco naufragado. Un barco de muy poco cabotaje. Así lo fueron viendo Fina y Arias desde lejos, mientras se aproximaban por el descampado, con aquel viento frío. La antigua Lana Turner de los ultramarinos no resistió la visión. En realidad no quiso mirar. Lo adivinó todo con algo menos que un golpe de vista. Se abrazó a Arias. No puede decirse que el llanto de Fina fuese verdaderamente un llanto. Era el temblor que le había dado en la casa, sólo que bastante amplificado. Un temblor sin lágrimas que unido a su olor corporal, a los restos de perfume y a un vago aroma a tabaco rubio, harina y quizá corteza de limón, le provocaron al antiguo representante del Cola Cao una fuerte erección.

Era el primer abrazo, el primer contacto físico con la mujer de sus sueños. Y aquel hombre ya estaba muerto. Nada podían hacer por él. El color del sillón, que por algunas zonas se había oscurecido bastante, disimulaba la sangre. En la tierra, la sangre era una especie de mancha negra, lo mismo que en la chaqueta oscura del viejo. Sólo en la camisa, que parecía un babero de color burdeos, se evidenciaba el drama. Aun así, las hojas volanderas de los periódicos le daban a aquello un aire entre festivo y siniestro, lo mismo que la música irregular, pero en el fondo alegre, de las hojas de la palmera, sacudidas por el viento. El resto de periódico que el abuelo del Babirusa mantenía en la mano derecha, la que había atravesado la lanza a la altura de la muñeca, tenía un movimiento de abanico. No sabía que tu padre tenía los ojos claros, pensó comentarle Arias a la antigua Lana Turner, pero comprendió que no era adecuado hablar de aquellas dos esferas casi salidas de sus órbitas, y sólo dijo, Qué digna, la coronilla.

Miguelito se dirigía a su cita con Luli. Llevaba un chubasquero azul y una camisa blanca. La tarde caía y empezaba a llover suavemente. Hacía frío. La Lana Turner de los ultramarinos le colocó una manta por encima a su padre, después un impermeable. La lanza impedía que lo arropase adecuadamente, pero Arias le aconsejó que no la tocara. Pasado el leve desvarío sobre la coronilla del viejo, un desvarío que no fue otra cosa que timidez, un intento de desviar la atención de la dureza de su entrepierna, Arias se reveló como un hombre diligente, capaz de solucionar cualquier problema relacionado con la muerte. Todo, menos la propia muerte, lo solucionaba de un modo vital y dinámico. Policía, médicos forenses, atestados, servicios funerarios e incluso religiosos. Conocía el mundo de las pompas fúnebres, dominaba sus claves. Era claro y directo, sabía lo que quería, no dudaba. Si se hubiese desenvuelto así en el mundo de los vivos, en esa época ya habría llevado algún tiempo casado con Fina Nunni. Y quién sabe, quizá nada de aquello habría sucedido. Arias sólo prolongaba sus conversaciones telefónicas un segundo más de lo preciso cuando su mirada se encontraba con la de Fina. Entonces le volvían los efluvios del abrazo, el temblor que había sentido pegado a su cuerpo. Sopesaba si los acontecimientos propiciarían una nueva oportunidad para abrazar a la dueña de El Sol Sale Para Todos. Ella fumaba frente a él con las piernas cruzadas y la mirada perdida. No lloraba y ya apenas tenía temblores.

Miguelito Dávila caminaba pensando que se dirigía al centro de su vida. Al otro lado de la tapia de la Ciudad Deportiva el viento frío y la lluvia azotaban los eucaliptos. Los árboles emitían un murmullo tumultuoso, cada una de aquellas miles de hojas susurraba algo distinto, sus voces se cruzaban y eran incomprensibles en medio del viento. La tristeza había rejuvenecido extrañamente a Fina Nunni. Le había despejado el entrecejo e iluminado la mirada. Se había dejado el abrigo echado por los hombros como si estuviera esperando a alguien en el andén de una estación vacía. Pero a la vida de Fina Nunni, la ex Lana Turner de los ultramarinos, ya no iba a llegar ningún tren. Si uno la miraba bien se daba cuenta de que los trenes habían salido de la estación hacía tiempo y ella se había quedado allí, mirando la línea vacía del horizonte, sin saber adónde ir o, lo que es peor, sin ganas de ir a ninguna parte. Era el tiempo de las despedidas, y a veces su adiós era un susurro, una voz que murmuraba, «Cómo lo ha podido hacer, cómo ha podido hacer una cosa así». Hablaba del Babirusa, que en esos momentos estaba follando con la Gorda de la Cala. «Mi niño», decía la antigua Lana Turner, sin que nadie supiera si se refería a su padre o a su sobrino.

La policía preguntó por él. Pero nadie sabía dónde estaba. Sólo la Gorda, que abría su boca de dragón tierno y repetía su apodo, «Babirusa, Babirusa», ahogándose, sabía dónde estaba. Cuando los encontraron en aquella casa abandonada de la Cala, medio desnudos y alumbrados por una pequeña hoguera, los policías le preguntaron al Babirusa qué clase de bicho era. Si estaba festejando la muerte de su abuelo. Su asesinato. Pero el Babirusa no sabía que su abuelo hubiese muerto. Al salir de su casa a primera hora de esa tarde lo había dejado leyendo sus periódicos atrasados. Pensó que estaba loco, allí al aire libre con aquel vendaval, con el cielo gris y la amenaza de lluvia. También pensó que iba a resfriarse y que esa noche, además de los ronquidos, aquel arrastrar de muebles que le salía de la garganta, lo despertaría la tos del viejo. Pero aquello no fue motivo suficiente para matarlo.

Al abuelo del Babirusa lo mató el viento, el aire que llevaba de un lado a otro aquellas nubes bajas y que mecía de un modo irregular las hojas de la palmera herida. Las nubes nunca devolvieron a la tierra al padre de Amadeo Nunni, si es que verdaderamente alguna vez se lo habían llevado, pero fueron ellas las que devolvieron del cielo la lanza del Babirusa. Las nubes empujaron al viento, el viento a las ramas de la palmera y éstas a la lanza, que, finalmente, como una anguila despertando del sueño, se movió entre las ramas que la tenían presa, se desplazó unos centímetros y miró al abuelo del Babirusa. Fue un giro suave, de apenas quince grados. Pero aquello fue suficiente para que su larga punta de doble filo cabeceara suavemente y después de un cadencioso balanceo, impulsada a medias por el viento y por la ley de la gravedad se precipitara a aquel vacío de seis o siete metros. La lanza cortó en dos el suspiro del aire, entró en el cuello del viejo Nunni como en una lechuga tronchada, le atravesó la mano sin que el viejo todavía supiera qué estaba ocurriendo y se clavó con un sonido húmedo pero contundente en el suelo. En ese instante, cuando la punta de la lanza tocaba la tierra, según el informe posterior del médico forense, podría afirmarse que el señor Nunni ya había muerto.

Cuando Miguelito Dávila llegaba al final del camino de los Ingleses, unas gotas finas de lluvia empezaron a hacer dibujos, delicadas letras árabes, sobre su chubasquero azul. Miguelito se enteró de la muerte del viejo unos días después. Preguntó muchas veces por el Babirusa. Pero el Babirusa y él ya nunca volvieron a verse.