Miguelito Dávila salió aquella noche del Bucán después de que Luli lo hubiese mirado a la cara y le hubiera dicho Vete mientras todavía sostenía en su mano la mano y las venas del representante José Rubirosa. Era el otoño de la lluvia, y Miguelito, en los días que siguieron, llamó muchas veces por teléfono a Luli Gigante. A veces oía su respiración y su voz preguntando ¿Dígame?, y el golpe seco del teléfono al ser colgado, nada más reconocer su voz. En otras ocasiones fue el padre de Luli quien descolgó el teléfono. Entonces oía el eco de unas voces, unos pasos acercándose por un pasillo que él imaginaba oscuro y el sonido del auricular al ser levantado de una mesa para, de nuevo, ser colgado.

Se sintió enfermo. Durante seis días seguidos manchó la loza blanca de los urinarios, en su casa, en el Rey Pelé y en el Salón Recreativo Ulibarri, y estuvo tentado de ir al médico. Estaba pálido, pero decidió esperar todavía un poco, darse una última oportunidad con Luli; intentar recuperarla a ella y luego solucionar todo lo demás. Se olvidó de la poesía. No abrió el libro de Dante. Quizá también ahí se sintiera traicionado. Varias veces paseó bajo la lluvia alrededor de la Torre Vasconia. Aquella cumbre. No quería volver a ver a la Señorita del Casco Cartaginés, pero era un perro abandonado y recorría los lugares conocidos. Su madre se preocupaba por él y él le sonreía. Estoy bien, trabajo más que nunca, pregúntale a don Matías, levanto cajas, abro los pedidos, los subo a lo más alto de las estanterías, pregúntale, le decía a su madre. Sentía una ternura nueva por ella, algo que ya no tenía nada que ver con el resentimiento ni con la piedad.

Las mañanas en las que había poca lluvia, Luli Gigante paseaba con sus libros, pero ya sólo hacía trayectos cortos. Prefería que Rubirosa la llevara a cualquier parte en su coche, aunque sólo fuese por oír una voz que la sacaba de la estrechez de aquel mundo. No quiso regresar al Bucán. Nunca en su vida volvió a pisarlo. Sabía que ya para siempre iba a estar allí flotando aquel olor a ginebra derramada, la mirada de Miguelito y su propio dolor. Incluso años después, cuando cerraron el bar y en su puesto abrieron un negocio de material de oficinas, al pasar por la puerta Luli Gigante miraba a otro lado y apretaba la mano de alguno de sus hijos, recordando aquella noche lejana, algo parecido a la desolación de los naufragios, el barco que nunca llegó a ninguna parte, las vidas que se tragó el mar. A partir de aquella noche Luli sólo bailó en La Estrella Pontificia, pero lo hacía cinco veces por semana, con dos sesiones extra de reforzamiento y gimnasio. El monitor Zaldívar la había seleccionado para bailar con él en un festival benéfico.

Probablemente Luli se acostara con Rubirosa aquellos días. Pero lo hizo para intentar borrar la huella de Miguelito Dávila, para sentir que ya no le pertenecía o tal vez para notar que ella también lo traicionaba. Pero sintió que a quien verdaderamente engañaba era a ella misma. O por lo menos eso es lo que le dijo a la Cuerpo. No tenía por qué mentirle. «Si me acuesto con él, a quién engaño», se preguntó a sí misma delante de la Cuerpo en aquellos paseos largos que dieron por el camino de los Ingleses. Lloraba. No quería ver a Paco Frontón, porque decía que era como ver a Miguelito. Cuando Paco estaba a punto de llegar, ella miraba el reloj con esfera roja que le había regalado Rubirosa y se despedía de la Cuerpo. Un día lo vio a él, a Miguelito, parado delante de su casa. Se pegó a la ventana, para que la reconociera a través de los visillos, y dejó caer la persiana muy despacio.

Luli Gigante quería que corriese el tiempo. Rubirosa se lo daba. Rubirosa le decía que le iba a dar la vida entera, y a ella le gustaba escucharlo, mientras iban en el coche, mientras cenaban en algún restaurante que a ella le parecía lujoso o cuando la dejaba en la puerta de su casa y se inclinaba sobre ella para decirle que la quería y le besaba los labios suavemente, como se hace con alguien que está dormido. Un día se cruzaron con el Babirusa. Rubirosa y ella estaban con el enano Martínez. Caminaban por la acera, quizá en dirección al coche de él, cerca del bar del padre de González Cortés. El Babirusa iba en su Mobylette con la Gorda de la Cala y creyó ver algún gesto en la cara del enano. Quizá el enano verdaderamente hiciera una mueca, algún comentario sobre el Babirusa.

Amadeo Nunni detuvo el ciclomotor en la esquina y le dijo a la Gorda que lo esperase. Se fue caminando con mucha calma hacia el grupo, que sólo reparó en él cuando ya casi se encontraba junto a ellos. El palo con el que golpeó la cara del enano lo debió de encontrar en el trayecto que hizo desde la esquina hasta el grupo. La Gorda de la Cala confesó a la policía que él no llevaba ningún palo cuando la dejó al lado de la Mobylette. Era la pata de una silla antigua, una pata más bien delgada, rococó barato, que debía de haber salido de algún contenedor de escombros, quizá del juego de algunos niños. Fue mejor para todos que fuese una pata poco gruesa, porque en caso contrario el Babirusa probablemente habría matado al enano. La nariz se la partió de todos modos, pero los dos o tres dientes que se le cayeron al suelo con un sonido de canicas pequeñas habrían sido algunos más y la mandíbula inferior se le habría roto por más sitios.

No dijo nada Amadeo Nunni, el Babirusa. No gritó ni lanzó ninguna amenaza. Estuvo en su estilo habitual. Se acercó al grupo con el palo de la silla oculto en la espalda y cuando ya estuvo al lado del enano y vio aquella luz en sus ojos, Esa mariconería, esa mierda rampante, como siempre le llamaba Amadeo, lo golpeó con todas sus fuerzas. El Babirusa llevaba puesta su gorra de Carpintería Metálica Novales y por el modo en que golpeó al enano pareció que se trataba de un jugador de béisbol. Un buen bateador en pleno esfuerzo y concentración. Se empleó a fondo. El tercer golpe hizo que el palo se resquebrajara y se partiera en dos. Eso le ocasionó al enano un corte en su mejilla izquierda, un corte producido por una astilla de la pata, pero finalmente lo salvó de una fractura de cráneo y tal vez incluso de morir.

A quien realmente quería golpear Amadeo Nunni era a Rubirosa, quizá también a Luli Gigante. Sabía que su amigo Miguelito estaba sufriendo a causa de ellos. Incluso a Rafi Ayala, que no se encontraba allí, habría querido golpear el Babirusa. Esa banda de chulos, los llamaba él. Pero no le dieron opción. Empezó por el enano debido a su antigua inquina, pero la pata de la silla no dio para más. Tenía en la mano apenas media pata de silla enclenque y la otra mitad, un poco más gruesa aunque igual de inservible, rodaba por el suelo, con sus hojas de acanto manchadas de sangre. El enano caminaba por la acera, haciendo algunas eses, como si se le estuvieran acabando las pilas. También parecía estar perdiendo la estabilidad y la vista. De hecho se golpeó contra la pared y luego contra un coche que estaba mal aparcado. Pisaba sus propios dientes.

José Rubirosa, repuesto de la sorpresa, se lanzó sobre el Babirusa. Éste lo recibió con dos golpes de karate, uno de los cuales, el que el representante recibió en el cuello y que casi le rompe la tráquea, habría llenado de orgullo a Bruce Lee. El otro fue más bien un codazo en las costillas, una cosa más barriobajera que técnica. Los dos golpes fueron dolorosos para Rubirosa, pero el representante era fuerte y más corpulento de lo que sus camisas holgadas y sus chaquetas elegantes dejaban adivinar. Acabó agarrando a su oponente por la espalda, le pasó el brazo por el cuello y apretó con fuerza. Quizá habría acabado por estrangularlo si el padre de González Cortés y dos de sus parroquianos no hubieran salido apresurados del bar y los hubiesen separado. Alguien llamó a la policía.

El enano Martínez no sólo parecía haberse quedado sin pilas, sino tener una avería seria en su mecanismo. Después de sus tropiezos contra la pared y el coche mal aparcado cayó al suelo y se quedó allí temblando un poco. Parecía tiritar de frío. Primero llegó la policía y luego la ambulancia. Después la Gorda de la Cala, que, siguiendo las instrucciones del Babirusa, se había quedado en la esquina y desde allí lo había visto todo. Sólo desobedeció a Amadeo cuando el tumulto de gente y uniformes le impidió seguir el desarrollo de los acontecimientos y la suerte que pudiera correr el Babirusa. Caminando con el ciclomotor a su lado llegó con el tiempo suficiente para ver cómo de modo simultáneo metían al enano en la ambulancia y al Babirusa en un coche patrulla. Han matado a un niño, oyó que le decía un anciano a otro. Cómeme el coño, fue el comentario que la Gorda le hizo en voz alta a los dos viejos, y de inmediato levantó el ciclomotor sobre su caballete y se puso a pedalear para arrancarlo.

Luli Gigante lloraba otra vez, y Rubirosa, agarrándose un costado y hablando con la voz algo rajada por el golpe del Babirusa en la tráquea, intentaba consolarla. Quizá Amadeo Nunni, aparte de dejar al enano algunos días en el hospital, de conseguir que estuviera unas semanas con la boca cosida por unos alambres y de que para el resto de su vida, que no fue muy larga, anduviera con varios dientes postizos que continuamente le producían llagas en la encía y con una cicatriz dividiéndole en dos la mejilla izquierda, no lograra ninguno de sus objetivos con aquella banda de chulos, pero al menos consiguió que Luli, en mitad de su llanto, rechazara con vehemencia el consuelo del representante Rubirosa y lo dejase solo en medio de la vía pública, atendido por un médico joven que se quedó mirando cómo se alejaba aquella joven atractiva a la vez que le preguntaba a Rubirosa por sus dolores.

La Gorda de la Cala recorrió alegre media ciudad en la Mobylette tras el coche patrulla en el que iba el Babirusa. Le decía adiós con la mano cuando se detenían en los semáforos. En los baches, le botaban las tetas. La ruptura entre Luli y Rubirosa sólo duró unas horas. Al final de esa tarde ella lo llamó por teléfono y le dijo que todo había sido una cuestión de nervios. El sobresalto. Él, con la voz rota por el golpe del Babirusa, volvió a prometerle la vida entera. La Gorda quiso entrar en comisaría y declarar que Amadeo Nunni no había intentado matar a ningún niño ni a nadie. Cuando le preguntaron por la provocación del enano al Babirusa, ella se limitó a encogerse de hombros y a asegurar que el enano era maricón y que lo que quería es que Rubirosa le metiera la polla. Por eso se pone las corbatas, para gustarle, añadió. Y después dijo que a ella el enano no se la había follado nunca. Nunca me ha follado ningún enano, ni nadie con corbata, y menos un enano con corbata. Se rió de su propia gracia la Gorda de la Cala. Los policías no. Quizá estuvieran pensando en encerrarla a ella también. Afuera caía una lluvia mansa, unas gotas finas que poco a poco iban deshaciendo el serrín que el padre de González Cortés había echado en la acera sobre la sangre y los dientes del enano Martínez.

A lo largo de los dos o tres días siguientes pudo verse a la Gorda de la Cala recorriendo las calles subida en la Mobylette del Babirusa. Es la moto de mi novio, les dijo a los mecánicos de Oliveros, está en la cárcel. Y ellos le decían, ¿Sí, en la cárcel? Qué miedo, mientras se la follaban por turno a la hora del desayuno. Llevó el ciclomotor a casa de Amadeo cuando se quedó sin gasolina y se cansó de hacer sus recorridos a pedales. Entonces no le botaban las tetas y a pesar de que no hacía calor, sudaba, se le abría la boca y ponía el mismo gesto de dolor que cuando se acostaba con alguien y empezaba su cadena de orgasmos. El abuelo del Babirusa limpió el ciclomotor de barro. Lo puso en el recibidor de la casa y le colocó un papel de estraza bajo el motor para que absorbiera las gotas de aceite. El abuelo del Babirusa llamaba a la Gorda de la Cala, la Ballena. Le dijo mil veces a su hija Fina que la Ballena había jodido los amortiguadores de la Mobylette.

Quizá el abuelo del Babirusa soñara que él mismo podría ir de un lado a otro subido en el ciclomotor de su nieto. Solucionar sus asuntos de los peladores de patatas. Ir al almacén a recoger un nuevo pedido. Ponerle una canasta nueva y montar en ella sus peladores camino de la calle Carretería. Volver a casa con todo el material vendido, hacer sus cábalas y luego salir del cuarto de baño con la bragueta como le diese la gana y roncar sin miedo, todo lo que su garganta y sus pulmones dieran de sí. El abuelo del Babirusa quería que su nieto se quedara encerrado. En la cárcel o en cualquier centro psiquiátrico.

Intentó convencer a su hija, también a la policía. A su amigo Antúnez, el maestro del Salón Ulibarri, ya lo tenía convencido, lo mismo que a doña Úrsula y a algunos otros vecinos. «Hay animales que por muy buenos que sean no pueden estar fuera de una jaula, aunque nada más que sea por su bien, están mejor guardados», argumentaba el viejo. El antiguo representante del Cola Cao no acababa de pronunciarse. En parte le daba la razón, pero por encima de todo no quería contradecir a Fina, y ella pensaba que lo que Amadeo necesitaba era cariño y no que lo encerraran en ninguna parte.

La madre del Babirusa mandó tres cartas seguidas e incluso prometió que iría a ver a su hijo. Lo quería más que a nada en el mundo. «Pienses tú lo que pienses lo quiero más que a nada en el mundo», escribió en la carta que le dirigió a su cuñada Fina, la ex Lana Turner. Esas cartas no llevaban ningún beso de carmín, sólo algunas declaraciones de amor maternal y unas cuantas faltas de ortografía.

Soltaron al Babirusa después de varios interrogatorios y pruebas psicológicas. Habría un juicio y allí decidirían qué hacer con él. «Estoy en libertad condicional, o una cosa parecida, soy peligroso», le gustaba decir al Babirusa con la frente apoyada en la ventanilla del Dodge blanco de Paco Frontón. El coche apareció otra vez por el barrio, aunque sólo fuera de modo ocasional. Ahora, además de los cuatro amigos, también podía verse en su interior a la Cuerpo. Moratalla, que había vuelto a sus pajas, seguía metiendo la mano entre la unión de los asientos en busca de algún vello púbico que se hubiera salvado de sus recolecciones anteriores. Paco Frontón lo miraba de reojo a través del retrovisor, molesto por aquella búsqueda, pensando que alguno de esos vellos podrían ser de la Cuerpo. No le gustaba que algo que pertenecía a su novia estuviera en manos de aquel depravado. «Es como si le tocase el coño a distancia», le confesó Paco Frontón a Miguelito, indignado.

El Babirusa murmuraba aquellas palabras sobre su libertad condicional y silbaba con la frente apoyada en el cristal. Sin apartar la mirada del exterior, le preguntaba a Paco Frontón si un día le dejaría montar a la Gorda de la Cala en el coche. Pero ni Paco ni nadie le respondía, y él seguía silbando igual que el viento silbaba entre los eucaliptos de la Ciudad Deportiva. Las hojas de ésos y de otros árboles volaban sobre la piscina y finalmente caían en silencio sobre el agua, cada día más oscura. Algunas hojas se hundían tan despacio como el cuerpo de un ahogado y el césped se iba pareciendo a una pequeña selva, igual que el jardín de Paco Frontón, con sus setos sin podar y sus cipreses despeinados. «Soy peligroso», murmuraba el Babirusa. Miguelito Dávila, pálido, lo escuchaba sin mirarlo, con atención. A veces caminaban los dos solos por el camino de los Ingleses. Se quedaban hasta tarde en el Rey Pelé, hablando muy poco.

Miguelito seguía llamando a Luli desde todas las cabinas telefónicas de la ciudad. Cuando iba camino de la droguería, cuando Paco Frontón cogía una buena racha de carambolas en el Salón Ulibarri y él debía esperar su turno o cuando detenían el coche y bajaban para estirar las piernas y beber algo en algún bar de las afueras. Un día Luli le dijo que sí. Miguelito llamaba ya de forma rutinaria, sabiendo que no iba a obtener nada más que un crujido en el auricular y que sólo iba a escuchar durante medio segundo la voz de Luli, su respiración. Pero un día Luli Gigante se quedó al teléfono y le preguntó qué quería. Sólo verte, le contestó él desconcertado. Sólo verte un día, repitió. Y ella le dijo que sí. Un soplo de brisa entró por la calle de doña Úrsula, que es donde estaba la cabina desde la que Miguelito llamó esa tarde. Un soplo de aire parecido al que en verano traía el olor de los jazmines.