El enano, con sus ojos de terciopelo celeste, tenía un codo apoyado en la barra. Al entrar, Miguelito no se dio cuenta de que estaba de pie en un taburete, sólo le vio el color de los ojos. La vista se le fue rápida hacia Luli. Pero sí, el enano Martínez estaba de pie y apoyado en la barra del Bucán como un objeto extraño o como un niño deforme que alguien hubiera abandonado allí. Rafi Ayala tomaba una bebida oscura, y el representante Rubirosa movía el pie siguiendo el ritmo de una música frenética. Pero no había ninguna música. Sólo estaba Luli. Se encontraba de pie entre ellos, con sus ojos enrojecidos y un cigarrillo tembloroso entre los dedos. Debajo de la rebeca de lana gruesa todavía podía verse su malla de baile, una de color rojo oscuro. «La ruta es larga y el camino es malo.»
Al salir de casa de la Señorita del Casco Cartaginés, Miguelito había pasado por el Salón Recreativo Ulibarri y por el Rey Pelé, para ver si encontraba allí a Paco Frontón. No lo vio y se quedó en el bar bebiendo una cerveza, habló con el camarero y luego salió caminando despacio en dirección a La Estrella Pontificia. Caminó un poco por los alrededores de la academia y desde la esquina donde siempre se encontraban, vio salir a los compañeros de Luli. Pensó que se había retrasado en la ducha. Esperó. Luego se acercó hasta la puerta y miró al interior. Acabó por preguntarle al vigilante. El hombre apenas dudó un momento, lo suficiente para dejar constancia de su capacidad como observador, como perro de presa. Habían venido a buscarla nada más empezar la clase. Un hombre con chaqueta y corbata había hablado un momento con ella y luego habían salido juntos. «Había un coche azul en la puerta con alguien más dentro.»
Miguelito no llegó a saber nunca cómo había sucedido todo. Si algún día anterior lo habían descubierto al pie de la Torre Vasconia y desde entonces estaban atentos a sus pasos o si nada más que lo habían visto esa tarde. Si había ocurrido cuando él llegaba a la Torre y habían ido apresuradamente en busca de Luli para que ella misma lo viese salir del edificio o si sólo la habían llevado al Bucán y allí se lo habían contado. Si además de la verdad habrían inventado algo. Nunca lo supo, esa noche no pudo hablar con Luli. El enano lo miraba muy serio, como a una res que van a sacrificar, y Rafi Ayala agitaba tranquilamente su bebida, hacía sonar contra el vidrio los trozos de hielo mientras Luli lo miraba con una expresión de indiferencia, casi compasiva. No le contestó cuando él le dijo que quería hablar con ella. Le asomaron dos lágrimas a los ojos y siguió callada, sin hacer ningún gesto.
—Esas cosas se piensan antes. Ahora lo que se espera de ti es que te comportes como un hombre, si es que sabes lo que es eso, porque la cosa no consiste en ir metiéndote en la cama con cualquiera. Te lo han explicado mal. Pero ya es tarde. Así que ya sabes —el pie del representante Rubirosa había dejado de balancearse mientras hablaba. Con la barbilla le señaló a Miguelito la puerta de la calle.
Luli lanzó una bocanada de humo de su cigarrillo y por un instante la pequeña nube le desdibujó la cara. Esa noche no había baile en el Bucán, el bar estaba casi vacío. Un camarero se movía al fondo de la barra, procuraba mantenerse lo más alejado posible del grupo. Por una puerta del fondo Miguelito vio pasar al monitor que fingía ser cubano y que lo miró de reojo. Se dio cuenta de que el otro ya estaba enterado de lo que ocurría.
—Aquí no hay ambiente hoy, Miguelito, ya lo estás viendo —Rafi Ayala señaló con su nuca el bar y esperó que el tic que le levantaba las cejas pasara para hablar de nuevo—. Lo mejor es que hagas lo que te han dicho. Lárgate, hombre. ¿No ves que aquí nadie quiere verte?
—Te vas y escribes tus poesías. Hazlas con buena letra —José Rubirosa lo miraba sin apenas parpadear.
Miguelito todavía dio un paso más al frente. Ya podía oler el perfume agrio del representante. Entre los pies de Luli vio su bolsa de La Estrella Pontificia. Sólo entonces dudó de sus fuerzas. Sintió que el mundo era un tren en marcha y que iba a demasiada velocidad, que podía escapársele. «Vi otra vez la bolsa en casa de mi madre y el mueble viejo en el que la apoyaba con gusanos muy pequeños saliendo de los boquetes de la polilla, y al mismo tiempo me vi aquí, en el hospital, dentro del quirófano, mientras me estaban operando, cuando me quitaron el riñón», le dijo días después a Paco Frontón. Miguelito Dávila se vio a sí mismo tumbado en la mesa de operaciones como si él fuese uno de los médicos que lo estaba interviniendo y vio aquellos gusanos minúsculos saliendo del mueble, pero procuró que nada le inmutara el rostro ni tampoco la voz, que salió suave de su cuerpo.
—Ven conmigo. Ven aquí, un momento, y te diré lo que ha pasado. Ven.
Rafi Ayala abrió todavía más la sonrisa, negó con la cabeza a la vez que murmuraba el nombre de Miguelito, «Miguelito, Miguelito». El enano lo miraba fijamente. También miraba a Rubirosa.
—Ven.
Miguelito miraba el cuello todavía ligeramente bronceado de Luli Gigante, el lugar donde quizá la había besado por última vez, sus manos, los dedos de adolescente con sus uñas redondas enturbiadas por el humo del cigarrillo. Le miró el verde oscuro de los ojos procurando que aquellas imágenes que corrían veloces por su cabeza, ventanillas de un tren fulgurante y silencioso, acabaran de alejarse.
—No sé lo que te han contado. Yo te voy a decir la verdad.
—No te rebajes, Miguelito, así no. Parece mentira. Este no es el Miguelito que yo conocía. Ha empeorado mucho —informó Rafi Ayala a Rubirosa. Luego continuó dirigiéndose a Miguelito—: ¿Ya se te ha olvidado cómo tratar a las mujeres? Parece mentira, coño. Así no vas a ganar nada.
Luli lo miró directamente a los ojos un instante y él, haciendo un gesto con la cabeza, señalando la pista de baile abandonada, añadió:
—Ven.
Extendió la mano hacia Luli, casi le estaba rozando el brazo.
—No des el espectáculo. Hazlo por ella, no seas maricón —a Rubirosa se le agrió la sonrisa.
Rafi Ayala se levantó del taburete, continuó teniendo aproximadamente la misma estatura, pero su cuerpo ya casi rozaba el de Miguelito. Su frente estaba a punto de tocar la barbilla de su antiguo amigo cuando éste acabó de extender la mano y cogió el brazo de Luli. Miguelito apenas se dio cuenta del movimiento de Rubirosa, lo despistó la mirada del enano, un fulgor iluminando sus ojos demasiado abiertos. Cuando oyó el golpe contra el borde metálico de la barra ya tenía la mano de Rubirosa delante de él y el cristal rajado de la botella de ginebra, aquel gollete partido, justo en la boca del estómago, rozándole la camisa blanca.
—Pínchale.
Miguelito le contó a Paco Frontón que olió el aliento de Rafi Ayala al decirle a Rubirosa que le pinchara. Pero no sintió ningún dolor. Rubirosa detuvo el movimiento de su mano.
—¿Qué quieres, que te saque la mierda de riñón que te queda por aquí delante? —Rubirosa también se había puesto de pie, no sabía Miguelito cuándo.
—Pínchale —Rafi tuvo dos tics casi seguidos.
De pronto todo olía a ginebra, el aire, el aliento de Rafi, y la ropa de todos. De la mano de Rubirosa goteaba la bebida hasta el suelo. Miguelito pensó que de un momento a otro aquel líquido incoloro se teñiría con el rojo de su sangre, pero el cristal ni siquiera le había roto la camisa, se apoyaba contra él justo al lado del ombligo.
—Date la vuelta o te mato, saco de mierda —Rubirosa hablaba sin apenas abrir la boca.
Miguelito miró al camarero, que seguía al fondo del local. Los ojos de Rubirosa. Y entonces se movió ella.
—Déjalo —la mano de Luli Gigante se depositó dulcemente sobre la de Rubirosa, mojándose de ginebra, y la presión del cristal cedió un poco. Una mancha roja, un círculo minúsculo de sangre apareció en la camisa de Miguelito. Luli lo miró a los ojos—. Vete.
«Más que el aliento de Rafi, más que aquella especie de sonrisa de loco que se le había puesto al enano Martínez y más que la mirada de Rubirosa, me dolió la mano de ella en la mano de él. Sentí que no era la primera vez que se tocaban y ya no supe quién engañaba a quién. Y también sentí que aquélla era la forma de ella de hincar en lo hondo de mi estómago aquel trozo de cristal u otro todavía más afilado. Hacerme dudar del pasado y sobre todo hacerme ver el futuro con aquel gesto, sus dedos de niña sobre las venas de aquella mano. Ya nada valía nada. Ella ya estaba al otro lado del mundo. Lo vi. Aunque hiciera un esfuerzo, aunque pudiera correr más de lo que nadie ha corrido nunca y subir a aquel tren, ya la vida estaba en otra parte, aquél era un tren lleno de fantasmas y de gente muerta, y yo, yo tampoco tenía vida, me vi entrando al día siguiente en la droguería y fue como si me hubiera visto caer en lo hondo de una tumba, eso es lo que pensé, eso es lo que sentí, que una puerta muy grande se cerraba detrás de mí y me quedaba solo al otro lado, y que todo estaba oscuro en esa parte del mundo», le confesó Miguelito Dávila a Paco Frontón una tarde de tormenta en la que el cielo se ennegreció de repente y el agua estuvo un rato largo azotando con fuerza los cristales del Hospital Civil.
Y así acabó todo.