—En Nueva Zelanda siempre lo supe. Yo nací para morir de amor —la Señorita del Casco Cartaginés miraba a Miguelito con un aire de timidez, con una sonrisa endeble, disculpándose por algo—. Los médicos certificarán otra cosa. Pero yo moriré de amor. No te asustes —abrió la sonrisa la Señorita—. Será dentro de mucho tiempo. Pero por esa causa. Lo supe allí, en medio de aquel país, y lo supe cuando te vi una noche. Fue una noche en la que tú no me viste a mí. Una noche que estabas ahí, sentado en un bar del camino de los Ingleses. No había ningún paisaje de ensueño ni ningún espejismo que me pudiera engañar como en Nueva Zelanda. Eras tú, estabas allí sentado, en el borde de la carretera, delante de una mesa de plástico. Vi cómo les hablabas a tus amigos, vi cómo le hablabas a ella, y lo supe. Sí, lo supe. No pienses que estoy loca. Eso nunca lo pienses, júramelo, no lo pienses —la Señorita dejó un instante de hablar y lo miró fijamente, dejando pasar los segundos necesarios para que el silencio de Miguelito equivaliese a una promesa—. Cuando mires atrás y me veas allí perdida en el tiempo no creas que me engañé con fantasmas. Te vi a ti, es lo único que ocurrió. Te vi. Y supe.
Miguelito Dávila sostenía su mirada. Nunca podía haber pensado que aquellos párpados embadurnados de pintura pudieran enternecer a nadie. Miró las huellas de carmín en el borde del vaso que ella sostenía pegado a su vientre, como si el vaso fuese un animal endeble y con frío. Quizá sí, quizá estuviese loca. Miguelito le había dicho un rato antes que ya nunca más iría a verla. Las máscaras que había colgadas en las paredes los miraban fijamente, y aunque por su expresión ya parecían saber todo lo que iba a ocurrir, esperaban las palabras con atención.
—Supe que estabas con ella cuando te conocí. Y también supe que seguirías con ella, que seguirás con ella, un tiempo. Siempre lo supe, casi nunca me ilusioné con otra cosa. Tú eres el que nunca ha sabido nada, Miguelito. ¿Lo ves ahora, por lo menos? ¿Ves que nunca has sabido nada?
—Qué soy, ¿una hoja que se lleva el viento de un lado a otro? —fingió, un poco torpe, una sonrisa—. ¿Crees que no puedo dar un paso por mi cuenta?
—No —la Señorita bizqueó un poco, se lamió levemente el carmín berenjena con la punta de la lengua—. Todo lo contrario. Haces tu propio camino, es lo único que estás haciendo. Eres demasiado egoísta para ser una hoja o hacerle caso al viento. Eres un árbol, creces, buscas el cielo, pero no te ves a ti mismo. Tienes fuerza, y eres listo, pero no puedes crecer y a la vez dibujar el camino de tu crecimiento. No. Estás hecho de otro modo. Buscas la luz. Subes. Con tus ramas muertas y tus yemas. Nunca llegarás al sol, pero tus brazos tienen que sobresalir por encima del bosque. Alguna vez volverás la cabeza y mirarás tu propia sombra, sólo así, viendo el dibujo de tu sombra en la tierra, sabrás cuál es tu camino, sólo que entonces ese camino ya estará casi completamente recorrido. Ya nada importará. Pero sabrás. Sabrás quién eres y también sabrás quién soy y por qué estás hoy aquí, por qué te irás por esa puerta y ya nunca volverás. Sabrás lo que has venido a buscar aquí. No mi cuerpo ni esas costas de África que nunca se ven —se sonrió la Señorita del Casco Cartaginés.
Miguelito la escuchaba con una expresión vacía en la cara. No le importaba aquella historia forestal, los árboles y los bosques. En realidad ya no le importaba nada de lo que la Señorita pudiera decir. La noche anterior, viendo a Luli bailar en el Bucán lo había decidido. La hora había llegado. Los pies de Luli se movían en la pista de baile fuera de las reglas del tiempo. El cuerpo de Luli tenía su propio ritmo, y él iba a seguir ese compás. No quería que nada se interpusiera entre él y aquel latido que lo llamaba. Quizá la Señorita le había ayudado a iluminar un camino, pero la fuerza para atravesarlo vendría de esa mujer con cuerpo de adolescente que se movía entre el humo y la música del Bucán, girando entre los brazos de su antiguo monitor, avanzando a su lado hacia la barra del bar al compás de la música, con las muñecas lánguidas, como si los brazos fueran de otro cuerpo, los dedos apuntando a la tierra.
Todo estaba a punto de renovarse y crecer entre Luli y él. La había besado, se había vuelto a abrazar a ella bajo los eucaliptos de la Ciudad Deportiva. Había vuelto a llevarla a su casa, la bolsa de La Estrella Pontificia al pie de la cómoda medio hundida y quejumbrosa había sido algo parecido a la bandera de una conquista. Vendría el tiempo y ellos saldrían de aquella habitación y de aquella casa, de aquel barrio y quizá de aquella ciudad. Vendría el mundo, vendrían los océanos cruzados en mitad de la noche a bordo de un avión que los llevaría lejos. La vida vendría. Miguelito sentía que la acariciaba, que estaba allí, rozándola con la punta de sus dedos. Pensaba, sí, que tras el purgatorio siempre espera el paraíso.
—El mundo tiene una forma extraña, como las ramas de un árbol. Cruzándose, formando un laberinto. Los árboles desnudos del otoño en aquel país. En Nueva Zelanda. A veces las veías, las ramas, y parecían gritos de socorro, gritos que salían del interior de un árbol, otras veces esas mismas ramas te llenaban de calma. Hay árboles tan grandes que apenas pueden sostener sus ramas, caen hasta apoyarse en la tierra. No sabes si son árboles fuertes, tan grandes, o demasiado débiles. Allí aprendí a mirar el mundo. Sin esa parte de mi vida no habría podido verte aquella noche —la Señorita seguía mirando a Miguelito con una sonrisa un poco desdibujada.
Y él, Miguelito, sin apenas pensarlo, le preguntó por su marido muerto. Si era verdad que había estado casada y que su marido había muerto, se había suicidado en Nueva Zelanda.
—¿Eso te han contado? ¿Es lo que dicen por ahí? ¿Tus amigos? —la sonrisa de la Señorita estaba llena de tristeza.
—No. Nunca estuve casada. Él no era mi marido —suspiró. Miró el vaso vacío que tenía entre las manos—. No fue un suicidio. Fue un accidente. A veces pienso que aquello le pasó a otra persona, no a mí. Hace mil años. Otras veces me parece que pasó ayer, que me sigue pasando y que todavía estoy allí, viendo sus pies desnudos. Sólo vi sus pies, cuando lo sacaban del agua —se calló un momento—. Pero aquello ya no existe. Es el pasado. No vas a saber lo que ocurrió ni quién era él.
Miguelito bajó los párpados cuando ella, después de quedarse con la mirada vacía viendo de nuevo aquellos pies muertos, alzó los ojos y se encontró con su mirada. La sonrisa de la Señorita parecía ahora más alegre.
—Nunca he querido nada de ti, Miguel. Te quiero a ti. Pero tú estás confundido y todavía no sabes lo que buscabas en mí. Te equivocas si crees que son las cosas que a veces te digo. Soy el eco de lo que quieres oír, pero no viniste aquí la primera vez para oír mis palabras, ni tampoco las otras veces. No te engañes. Has venido por amor. Por mi amor, el que yo siento por ti. Atraído por esa fuerza. Me has necesitado y quizá me vuelvas a necesitar, porque te quiero. Pero ahora te vas y ese amor se queda aquí. No te acompañará, no volverás a sentirlo nunca. Se rozó suavemente un pecho la Señorita del Casco Cartaginés. Entre las sombras de la tarde su peinado parecía normal, sin la rigidez antigua. Alzó las cejas. Miguelito le vio el blanco azulado de los ojos, sintió ganas de besarle el carmín, volver a notar en sus labios aquella pasta perfumada. Pero no se movió, ella había vuelto a hablar:
—Lévati siu, disse’l maestro, in piede: la via é lunga e’l cammino é malvagio.
Miguelito la miró fijamente. Ella sonreía. Las nubes, repentinamente aceleradas, se movieron rápidas al otro lado del ventanal, se deshacían a demasiada velocidad para parecer real.
—¿No recuerdas? Infierno. Canto treinta y cuatro. Ultimo infierno.
Miguelito hizo un gesto vagamente afirmativo. Ella sonreía ya casi abiertamente. Repitió en el mismo tono:
—Ponte de pie: la ruta es larga y el camino es malo.
Miguelito Dávila se quedó todavía unos segundos mirándola. Volvió la cabeza lentamente. Las nubes se sosegaban. Se puso de pie y la miró desde arriba, su casco, los labios empingorotados, los párpados y aquel vaso en la mano, un anillo haciendo un ruido sordo contra el cristal.
—Adiós —dijo ella.
Miguelito afirmó levemente con la cabeza:
—Sí.
Cuando ya estaba en la puerta del salón, oyó un arañazo leve del anillo en el cristal, y la voz de la Señorita diciéndole:
—Ocurra lo que ocurra, nunca vuelvas a esta casa. Nunca más, Miguel.
Él se detuvo un instante para escuchar aquellas palabras sin ni siquiera volver la cabeza y después siguió andando.