Las hojas voladas del otoño corrían por la calle de doña Úrsula, por la calle Soliva y por el camino de los Ingleses como si el mundo entero quisiera parecerse al jardín abandonado del padre de Paco Frontón. «Mira quiénes somos», me dijo una noche Antonio Meliveo mirando nuestro reflejo en las vidrieras del Ajo Rojo. Éramos dos pájaros diurnos volando en mitad de la noche. «Parece que nos han hecho una radiografía y que toda esa gente está dentro de nosotros.» En el interior del bar, moviéndose sobre las imágenes de Meliveo y mía como si fuesen fantasmas que habitaran nuestro cuerpo, había mujeres bien vestidas, un poco desabrigadas gracias a la temperatura agradable que allí dentro habría, algunos hombres elegantes y cargados de seguridad que le pedían una bebida al barman Camacho sin ni siquiera mirarlo, siguiendo la conversación con sus amigos y moviendo en el aire las manos y sus relojes con cadena metálica.
En los inicios de ese otoño, Meliveo y yo entramos algunas noches en aquel bar. Las personas que había allí nos miraban como si todavía estuviésemos al otro lado de la vidriera y no fuésemos más que unos reflejos estampados en un cristal que no les pertenece. Yo pensaba en la casa de Meliveo, en la profesión de su padre, ginecólogo, y en los estudios de economista de mi amigo, como si todo aquello fuese un pasaporte para entrar allí. Pero ese salvoconducto permanecía invisible al lado de la cazadora vieja que a Meliveo le gustaba usar y que probablemente en alguno de sus bolsillos ocultara todavía la foto de la Pija con su biquini rojo y sus pechos esféricos.
Tampoco ayudaba demasiado aquella chaqueta que yo había sacado del armario en el que habían quedado las cosas de mi padre después de su muerte. Una chaqueta gastada que empecé a usar cuando todavía hacía algo de calor. Me la ponía para tener un poco de más autoridad a la hora de cobrar mis recibos y porque además me hacía sentirme algo mayor, e incluso un poco aventurero, como si fuese el periodista Agustín Rivera el Corbata, que ahora estaría paseando su chaqueta de espiguilla verde por las calles atestadas de Japón en busca de no se sabe qué extrañas noticias. Tampoco el tono de voz, alto y provocador, de Meliveo, o mis zapatos viejos, cansados de andar por aquellos barrios interminables en busca de morosos, hacían que el barman Camacho nos atendiera con demasiada simpatía. Nos trataba con la misma indiferencia con que el resto de los clientes lo trataban a él. Pero nos gustaba ver a aquellas mujeres que tomaban bebidas sofisticadas y que al pasar por tu lado, siempre sin mirarte, dejaban una estela de perfumes desconocidos.
Alguna noche vi allí a José Rubirosa. A veces acompañado de unos hombres parecidos a él y de mujeres que abandonaban descuidadamente sus abrigos con cuello de leopardo sobre el respaldo de los sillones y torcían el cuello cuando alguien les encendía el cigarrillo que acababan de colgarse de los labios. Otras noches Rubirosa estaba con el enano Martínez, ya siempre luciendo una de aquellas corbatas que casi le llegaban a las rodillas. Yo los miraba con desconfianza. Era el tiempo en el que me imaginaba hablando con Miguelito Dávila. Rubirosa tenía la mirada turbia y siempre daba la sensación de que estaba pensando en otra cosa, no importaba que se riera o hablase muy serio, él estaba tanteando otras posibilidades, calibrando no se sabía qué.
Cuando Rafi Ayala llegó con su mes de permiso era normal verlos juntos, en el Ajo Rojo y en cualquier otra parte. Alguna madrugada incluso llegó a verse a Rafi Ayala llegar al barrio conduciendo el coche azul de Rubirosa, sentado a su lado y con la mirada vidriosa de alcohol y sueño. Paco Frontón me contó años después que al comienzo de aquel mes de octubre, cuando Miguelito y Luli acababan de reconciliarse, Rafi Ayala y Miguelito se encontraron en los alrededores de la Ciudad Deportiva, y que estuvieron hablando sin demasiada tensión.
Fueron al bar de González Cortés y se tomaron unas cervezas juntos. Parece ser que Rafi no bajó en ningún momento la guardia, pero llegaron a bromear y Miguelito, sin meterle demasiado veneno a su media sonrisa, le estuvo recordando los tiempos en que Rafi despellejaba gatos y hacía de faquir con su polla. «Cuando éramos amigos», le recordó Rafi mientras lo miraba fijamente, con su tic paralizado y la cabeza echada un poco hacia atrás. «Eso es, Rafi, cuando éramos amigos, o medio amigos.» Se miraron los dos unos instantes, Rafi con el tic ya pasado, esperando el próximo envite, y Miguelito aguantándole la mirada, los dos haciendo un leve y repetido gesto afirmativo. «Eso es.»
Se separaron y no volvieron a verse hasta la tarde en que se encontraron en el Bucán, con Luli sentada entre el enano y Rubirosa. La tarde en que Rubirosa rompió la botella de ginebra contra el borde metálico de la barra y le puso a Miguelito la esquirla de vidrio en el ombligo. Hasta ese día Rafi Ayala y Miguelito Dávila transitaron por el barrio sin encontrarse, doblaron las mismas esquinas, cruzaron las mismas calles y fueron a los mismos bares, incluso jugaron alguna partida de billar en el Salón Recreativo Ulibarri el mismo día, pero siempre lo hicieron con la sincronía perfecta para abandonar cualquiera de esos lugares en el momento exacto en el que el otro estaba a punto de llegar.
Todo fue calma en ese tiempo. Incluso apareció el sol para desmentir al Garganta y su pronóstico de lluvias incesantes. Miguelito y sus amigos seguían unidos a pesar de los estudios de Moratalla, de las visitas continuas del Babirusa a la Gorda de la Cala y de la relación cada vez más absorbente de Paco Frontón con la Cuerpo. Ellos parecían estrechar cada vez más sus lazos al mismo tiempo que nosotros, día a día, íbamos dispersándonos. González Cortés me había escrito. Hablaba de su colegio mayor, de las calles y la gente de Madrid y de aquella novia antigua, Lola Anasagasti, con la que se había encontrado alguna vez en las fiestas que organizaban sus compañeros de facultad. Y todo me sonaba lejano, no sólo porque me hablara de un mundo y una gente que desconocía, el tono con el que me escribía también me resultaba ajeno. No parecía que fuesen cartas escritas por González Cortés. Tampoco que fueran dirigidas a mí. Pero así empezaba a ocurrirme con la vida entera.
Ya apenas iba al bar de su padre. A Luisito Sanjuán me lo encontraba por la calle, llevando alguno de sus gatos o perros, que siempre tenían sarna y gorgojo o dolor de muelas, al veterinario. Me preguntaba por la Gorda de la Cala y si yo tenía novia, me hablaba aceleradamente de alguna chica o mujer mayor con la que pretendía acostarse y, después de negar varias veces con la cabeza y de repetir, «Qué desastre, qué desastre», seguía su camino, balanceando desacompasadamente sus gateras llenas de maullidos y enfermedades.
Al Carne lo visitaba casi a diario en su quiosco y a Milagritos Dulce solía verla por los alrededores de la pastelería donde trabajaba, pero intuí que muy pronto también podríamos empezar a hablarnos como extraños. Una noche el Carne y Milagritos nos citaron en el bar del padre de González Cortés y nos dijeron que se iban a casar, aquella primavera. Hubo risas. Otra vez champán. Y en un momento de la noche vi todos nuestros rostros metidos dentro de una fotografía, igual que si hubieran pasado muchos años y yo encontrara esa foto entre otras muchas de mi pasado.
La recuerdo tan clara como si verdaderamente hubiéramos estado retratados dentro de una cartulina y yo la hubiese tenido en mis manos en muchas ocasiones. Milagritos Dulce levanta alegre una copa de champán y mira con los ojos limpios a la cámara. Meliveo, retrepado en una de aquellas sillas de madera oscura, tiene una pose de hombre duro que observa de reojo aquello que ocurre a su alrededor mientras Luisito Sanjuán, de pie a su lado, está casi en posición de firmes, quizá mofándose de la seriedad de Meliveo y de las risas de los demás. El Carne tiene cogida una mano de Milagritos y mira al frente. Yo soy una silueta borrosa a su espalda, apenas una chaqueta gastada, unas manos apoyadas en el respaldo de una silla. Todavía no he salido de las sombras. Aún no tengo rasgos definidos, el paisaje de mi vida está dibujándose, elaborándose detrás de ese espejo al que iré a mirarme muchos años después para saber quiénes éramos, en qué espejos me asomaba y qué había dentro de mí. Igual que en aquel tiempo, en las vidrieras del Ajo Rojo, hicimos Meliveo y yo aquella noche en la que unos seres extraños parecían recorrer el interior de nuestro cuerpo.