Un día de lluvia vi a la Lana Turner de los ultramarinos. La vi con un pañuelo verde, quizá de seda falsa, en la cabeza y un paraguas que se bamboleaba al viento. Caminaba deprisa y con la mirada baja. Unos zapatos demasiado usados. Era la Lana Turner de las películas más desgraciadas, esa que se viste apresuradamente para salir a la calle porque le han dicho que su hija está en el hospital, o porque ella misma está tan cansada de la vida que va a comprar un bote de barbitúricos con los que suicidarse, tan lejos de aquella otra Lana Turner que llevaba esos increíbles jerséis a punto de gritar por el empuje de los pechos. El otoño había llegado a aquella mujer, la había envuelto y obraba en ella del mismo modo que en los árboles y en la propia tierra. La socavaba dulcemente, la estremecía y la inundaba.

Me habían dicho que ya apenas abría su antigua biografía de John Davison Rockefeller. El viejo Rocky dormía abandonado debajo de la caja registradora, sobre un saco de harina que poco a poco iba apoderándose con su musgo blanco de la sonrisa del gran hombre de negocios fotografiado en la portada. Lo malo es que aquel musgo parecía avanzar sobre la piel de la dueña de El Sol Sale Para Todos a la par que sobre la cubierta del libro. De tal modo que, bajo aquel pañuelo verde que yo le vi, el antiguo rubio platino se iba llenando de raíces blancas y negras, como si fueran auténticas raíces de árboles o plantas descuidadas que afloraban de la tierra en busca de un alimento que ya no encontraban en ella.

A la tienda de Fina cada vez acudirían con menos frecuencia adolescentes atolondrados que, con la excusa de un kilo de azúcar o dos sobres de azafrán olvidados, volvían a ponerse en la cola de los clientes para observar un rato más a la dueña del establecimiento. Ya apenas disfrutarían con su mirada enturbiada por un lánguido cigarrillo colgado de los labios ni con sus jerséis al estilo Hollywood, como si en vez de decirle el precio de medio kilo de arroz o una caja de galletas, aquella mujer, derritiendo al adolescente con la mirada, estuviese a punto de proponerle tomar una copa de bourbon mientras le rozaba la mano con sus dedos de seda y dejaba en ella las monedas del cambio.

No. La Lana Turner de los ultramarinos había empezado a parecerse a una tendera. Lo vi no sólo en su forma de caminar y en el modo un poco descuidado con el que se había vestido, sino en el brillo apagado de los ojos, en la mueca de resignación que había bajo su piel y que era tan contundente, tan imborrable como su propio esqueleto. Con todo, lo que más tristeza me dio al verla esa mañana un poco lluviosa fue comprobar que iba acompañada por el antiguo representante del Cola Cao. Era un hombre delgado, con la cara y las orejas de pico, un poco parecido a las fotos de Manolete, aunque quizá todavía más triste. Al ex representante del Cola Cao la cara y las orejas también se le hacían más de pico cuando iba al lado de la antigua Lana Turner. Era la responsabilidad. La responsabilidad y el orgullo que lo atenazaban y lo convertían prácticamente en sordomudo.

Arias, que es como se llamaba aquel hombre, se había ido acercando cada vez más a la familia Nunni, de tal modo que ya casi pertenecía a ella, aunque no se sabía muy bien cuál era su parentesco ni qué vínculo era el que lo unía a Fina. Al principio, después de su reaparición tras el accidente y de la repentina marcha del Corbata a Japón, Arias fue poco más que una sombra. Una sombra mellada que siempre daba escolta al abuelo del Babirusa y le ofrecía consejos sobre el negocio de los peladores de patatas.

—No sé, Montañés, no sé cómo no invierte usted en los peladores. Es el negocio redondo. El futuro.

—Yo, lo de hablar en público no lo llevo bien. Cuando el Cola Cao era distinto. Se vendía solo. Con la pensión que me va a quedar y con las cosas de la gasolinera y de la comunidad tengo mi vida resuelta. Además, que la cadera no se me ha quedado bien y no puedo estar mucho rato en pie. Me da una especie de hormigueo muy desagradable por dentro del hueso, como si tuviera un transistor en el tuétano. Un transistor que no funciona bien. Y que me ha cambiado el carácter, será también por no tener dientes —y se quedaba un poco pensativo el antiguo representante viendo el mejor modo de añadir—: Pero no me llamo Montañés. Yo me llamo Arias.

—Cojones con Montañés —protestaba el viejo—. Es que tiene usted la misma cara que Montañés, mi amigo el que mataron en la guerra. Me va a perdonar usted y la consideración que me merece, pero es toda su cara. Todavía más cuando Montañés estaba muerto que cuando estaba vivo, Dios lo tenga en su gloria.

Arias se había tomado las medidas para que le hicieran una dentadura. Lo había hecho al día siguiente de que Fina consintiera en que la acompañase desde la tienda a su casa. Al decirle la antigua estrella de los ultramarinos que sí, que si no tenía otra cosa mejor que hacer podía ir a su lado, Arias sintió que de nuevo caía por el terraplén, sólo que ahora se trataba de un terraplén esponjoso, con un olor cálido, como si el coche imaginario en el que se despeñaba fuese aplastando en su caída una plantación de nardos y hierbas aromáticas. El olor de Fina que Arias vagamente llegaba a percibir al caminar a su lado en medio de la noche. Un olor que devoraba todas las palabras de Arias antes de que salieran de su boca y lo obligaba a un silencio subrayado por el eco de los pasos, mullidos, casi andando por el aire Arias, y tensos, rotundos, hincándose hasta el centro de la tierra, los de Fina Nunni.

Después de varios paseos semejantes y de que se repitieran las miradas de arriba abajo y el golpe seco de la puerta con los que, derrochando los restos de Lana Turner que le quedaban, Fina lo despedía al llegar a su casa, el antiguo representante empezó a soñarse con la dentadura puesta y diciendo cosas muy ocurrentes. Imaginaba su sonrisa abierta, llena de dientes, y también imaginaba la sonrisa de Fina escuchándolo, pidiéndole por favor que entrara en su casa, con uno de aquellos párpados de terciopelo entornándose en un guiño prometedor. Pero los dientes no le trajeron a Arias ninguna ocurrencia, y cuando una noche Fina le ofreció entrar en la casa lo hizo con desgana y obedeciendo a una petición de su padre. El viejo quería hacerle a Arias, «Ese muchacho competente y con el don de la prudencia», unas consultas sobre su negocio de los peladores de patatas.

Aquellas visitas se convirtieron en una costumbre, y en las noches siguientes Arias entraba en la casa e iba a sentarse directamente en el sillón que el padre de Fina le había adjudicado. De reojo veía a Fina comer con desgana mientras el viejo Nunni le daba noticia de los peladores vendidos ese día y de los proyectos que tenía para el futuro. Y luego, cuando el abuelo del Babirusa dormitaba, él se quedaba allí inmóvil observando con disimulo a la antigua Lana Turner de los ultramarinos, que miraba distraída la televisión con los pies subidos encima del sofá, fumaba aburrida o, a su vez, daba cabezadas. Nunca se despedía de él cuando iba a acostarse. A no ser que alguno de aquellos largos bostezos pudiera considerarse un saludo.

Pero a Arias no le importaba aquel desprecio. La posibilidad de experimentar ese desprecio suponía una conquista. Estar allí, delante de la foto enmarcada que habían usado para que Fina, una niña con tirabuzones rubios, anunciara los Talcos Moreno Peralta, viendo lo que ella cenaba, oliendo de lejos su cuerpo o escuchando el ruido de su tos o de su ropa al desnudarse al otro lado de la puerta para meterse en la cama, lo compensaban de sus silencios, de tener que sufrir los gruñidos y los insultos del viejo cuando lo despertaba para despedirse o incluso de las miradas que le lanzaba Amadeo cuando llegaba de la calle y lo veía sentado ante el parpadeo del televisor. «Otra vez aquí. El menda este parece ya un mueble de la casa», decía no se sabía bien a quién el Babirusa mientras dejaba la Mobylette en el recibidor y se sentaba al lado de Arias, cambiando el canal de la televisión con el único propósito de molestarlo.

Arias sólo despertaba entusiasmo en el abuelo del Babirusa. Y aun así ese entusiasmo fue disminuyendo. «Qué gran muchacho. Cuando tenga dientes se va a comer el mundo», decía al principio el viejo. «Montañés podría hablar más. A veces parece que lo han raptado, que no está, aunque esté a tu lado. Como las estatuas. Es verdad que tiene un porcentaje de dormido», le concedía, pasadas unas semanas, a su hija. «Pero él me metió en esto», sentenciaba siempre el viejo.

«Esto» eran los peladores de patatas, y en aquel tiempo los peladores constituían el centro de la vida del viejo. En realidad lo fueron hasta el final, los peladores le llenaron de ilusión sus últimos días en el planeta Tierra. Parece ser que llegaba a vender cincuenta o sesenta peladores en un día, lo cual situaba al abuelo del Babirusa en una dimensión financiera cercana al paraíso. Repetía continuamente que el patriarca de los Rockefeller había empezado como vendedor ambulante. Lo tenía subrayado en una fotocopia manoseada que había sacado del libro de su hija. Incluso había preguntado en una imprenta cuánto le costaría confeccionar etiquetas de cartón con su nombre, pelador de patatas nunni, para sustituir las originales y sentirse dueño de una patente. «Eso es lo que teníamos que haber hecho en la juventud, por lo menos yo. Trabajar menos en el amoniaco y habernos hecho dueños de una patente, ser alguien —le decía el viejo a su amigo Antúnez—. Es curioso cómo a veces nos llega el futuro —murmuraba el viejo pensativo, observando uno de aquellos peladores en su mano—. Yo el futuro me creía que iba a llegar con marcianos y cohetes espaciales y me ha venido con un aparato de pelar papas.»

Llegó a insinuarle a su hija que le escribiera al Corbata para que el inquieto periodista abriera el mercado de los peladores en Japón. «Con la de japoneses que hay. El otro día salió el Japón en la tele y casi no cabían en la calle.» «Escríbele tú a tu nuera la de Londres, que allí también hay mucho hijoputa», le contestó Fina mientras se peinaba, sin ni siquiera apartar la vista del espejo. Pero el abuelo del Babirusa no se desanimaba. Se llenaba la cabeza de números, de rótulos con los que pintaría la fachada de su almacén de peladores. Seguía leyendo los periódicos en la parte trasera de la casa, y ahora que la lanza batusi de su nieto estaba colgada de la palmera y el Babirusa ya se había cansado de arrojarle piedras, colocaba su desvencijado sillón con forro de terciopelo burdeos en medio del descampado, sin importarle que el viento del otoño le volara la mitad de las hojas de aquellos periódicos atrasados ni que Amadeo se quedara mirándolo fijamente desde su ventana, con una mirada parecida a la que le dedicaba en otro tiempo, cuando lo veía salir del cuarto de baño con la bragueta abierta y su oscuro pene jugando al veoveo.

Pero el otoño, con sus vientos grises y húmedos, también parecía haberse instalado dentro de Amadeo Nunni, el Babirusa, sofocándole las iras del verano. Había dejado de perseguir al hombre del traje a rayas y el paraguas. Ya no lanzaba su Mobylette a toda velocidad tras el automóvil de aquel hombre que quizá se sintiese en el punto de mira de algún loco. Rebajó, por lo menos en apariencia, las inquietudes sobre su padre. Ni perseguía al hombre del traje a rayas ni apenas patrullaba su antiguo barrio. Y si lo hacía era más bien por seguir con una costumbre que por llevar a cabo ninguna investigación. No se fijaba en la forma de caminar de sus presuntos padres ni llevaba en el bolsillo aquel pequeño espejo en el que antes contrastaba su parecido con el de cualquier sospechoso que pudiera haber fecundado a su madre.

Tampoco miraba las nubes fijamente. Ni iba a la fundición Cuevas a echar al horno ninguna revista. Las había quemado todas, y ahora, cuando iba allí a vender algún cachivache encontrado por los desmontes de la Granja Suárez o algún trozo de metal extraño, miraba el fuego con un poco de desdén, como si estuviese ante un viejo conocido con el que hubiera compartido secretos y miserias en otro tiempo. Cualquiera, salvo su abuelo, que seguía predicando la amenaza permanente de Amadeo, habría dicho que el Babirusa estaba más calmado. Quizá fuese porque iba más a menudo a ver a la Gorda de la Cala.

A la Gorda le había hecho mucha gracia que el Babirusa intentara sacarle un ojo al Picardi. Quizá pensara que lo había hecho por ella, por celos, y eso elevaba la figura del Babirusa ante la Gorda. Algún día se los vio pasar por el barrio en la Mobylette de él. El Babirusa conduciendo muy serio, con su gorra azul de la Carpintería Metálica Novales colocada al revés y la Gorda sentada de lado en la parrilla metálica, con las tetas rebotando perezosamente a causa de los baches. Alguna gente empezó a llamarlos Romeo y Dos Julietas, por el volumen de ella. En la Cala ya no había colas para follar con la Gorda. Los días que el Babirusa iba a verla se los dedicaba a él por entero. Sólo dejaba que se la follase algún mecánico de Oliveros por la mañana, si pasaba por el taller a la hora del bocadillo, cuando los hermanos Oliveros salían a desayunar. Entonces los mecánicos la tumbaban en los asientos traseros de algún autobús averiado y se metían dentro de ella.

Es verdad que la hora del desayuno y la Gorda coincidían bastante por aquellos talleres, pero aparte de eso, la Gorda de la Cala se reservaba para el Babirusa, su amante celoso. Un día la llevó a la fundición Cuevas, para que viese el horno. También le mostró los descampados del Monte Pavero y los de la Granja Suárez, aquella mina inacabable de la que el Babirusa no dejaba de extraer botellas, garrafas, bobinas de cobre y todo tipo de chatarra.

Incluso llegó a preguntarle a Miguelito por el precio de algunos restaurantes y qué había que hacer para ir allí a zampar, si había que llamar antes por teléfono y dar dinero a cuenta. Pensaba llevar a la Gorda a cenar. «No ahora —comentó ante la mirada muda pero muy atenta de Miguelito—, ahora no, pero algún día, alguna noche, a lo mejor la llevo y le echo un poco de pienso, que coma. A lo mejor, Miguelito, a lo mejor me la cepillo en uno de esos retretes que dice Paco Frontón que hay en esos sitios, todo lleno de canastitas con flores y olor a mierda perfumada.»

Llegó a decirse que el Babirusa iba a casarse con la Gorda, pero no es seguro, ni siquiera probable que esa ocurrencia pasara por su cabeza. Sólo fue un rumor, posiblemente levantado por alguno de los mecánicos de Oliveros o alguno de los amantes frustrados a los que el Babirusa había desplazado con aquel derecho casi exclusivo que durante ese tiempo ejerció sobre la Gorda. Palabras. El Babirusa no llegaría a casarse nunca, ni con la Gorda de la Cala ni con nadie. Y, que se sepa, con la única mujer con la que compartiría su vida durante un tiempo fue con aquella Ana de ojos saltones y claros que años después aparecería por el barrio. Una adicta a la heroína de la que el Babirusa estuvo profundamente enamorado y que no le hizo la vida demasiado agradable.

Pero entonces, en aquel otoño de hace veintitrés años, cuando yo vi una mañana a su tía, la vieja Lana Turner de los ultramarinos, con un pañuelo verde en la cabeza y un paraguas bamboleante, el Babirusa estaba lejos de casarse con nadie. Entonces todo estaba lejos, o al menos eso parecía. Todo estaba en calma y podría haberse dicho que Miguelito había acertado en sus vaticinios de felicidad, o algo parecido. Aquella era una mañana con nubes pasajeras y un sol que, como el pene del viejo Nunni, jugaba al veoveo entre la lluvia y el algodón negro de las nubes.

Una mañana ni triste ni alegre, de esas de las que nadie guarda memoria y que si yo recuerdo fue por la ternura que me produjo la tía de Amadeo Nunni, acompañada por el antiguo representante del Cola Cao y dando pasos cortos, con unas medias antiguas, de aquellas que tenían una costura por la parte trasera de la pierna. También llevaba unos zapatos de mujer antigua. Unos zapatos demasiado usados para alguien que quisiera seguir pareciéndose a cualquier actriz de Hollywood, y que en el fondo no eran más que una bandera arriada. Igual que las raíces blancas y pardas que afloraban bajo la seda falsa del pañuelo, igual que la mirada baja o la presencia de aquel hombre de cara afilada. Pensé que todos éramos representantes, vendedores de cosas ajenas, cobradores de morosos. Traperos del tiempo despeñándose lentamente por un terraplén que a veces, en su carrera alocada, olía a hierbas aromáticas recién cortadas y a nardos que alguien hubiera olvidado hace mucho tiempo en un cajón.