—Ayer vi al Casco. Estaba sentada en la vidriera del Ajo Rojo y casi no la conocí. Parecía un maniquí en un escaparate. Tiene un flequillo así, como si el casco se le hubiera venido para abajo.
—Será un maniquí antiguo. De los que hacían con pedazos de otros maniquís. La gusanera —el Babirusa se quedó mirando con sus ojos asiáticos a Moratalla, casi ofendido por lo que el otro acababa de decir.
Pero Avelino Moratalla no se acobardó. Había hecho tres carambolas seguidas, récord para el jugador de billar más torpe en la historia del Salón Recreativo Ulibarri, y esa tarde había comentado dos veces que el hecho de haber empezado su segundo año de perito industrial lo colocaba ya en el ecuador de la carrera. Además, se estaba dejando bigote, y cada medio minuto iba a mirárselo en aquel espejo borroso, el de la propaganda de un coñac antiguo, que había al lado de los retretes.
«Avelino, como no te crezca pronto el bigote vas a estar oliendo a mierda dos años, todo el día ahí pegado», le acababa de decir Miguelito. A Moratalla aquel comentario no le importó. Al contrario, casi era un halago. Pero no estaba dispuesto a consentir que el Babirusa lo callara de aquel modo.
—Si a ti nada más que te gusta la Gorda de la Cala es tu problema. Nunca te ha gustado nadie nada más que ella, ¿no? —fingió sorprenderse Avelino. Se volvió hacia Miguelito y Paco Frontón y les preguntó con curiosidad—: ¿Vosotros le habéis oído decir alguna vez que le gustaba alguna tía, alguna que no sea la Gorda?
Pero Miguelito Dávila se inclinaba sobre la mesa de billar y miraba fijamente las bolas. Paco Frontón observaba cómo su amigo apuntaba con el taco. Tampoco él parecía haber oído una palabra de lo que estaban diciendo los otros dos. En realidad, Moratalla hablaba para el Babirusa, sentado en el banco que había al lado de la mesa, con los pies subidos en el banco y el taco apuntando al techo, entre las rodillas.
—¿No la habéis visto, al Casco, últimamente? —Avelino seguía preguntándole al vacío. Desde el inicio de septiembre había dejado de ir a la Academia Almi y ya apenas veía a la Señorita del Casco Cartaginés—. Os lo digo en serio, el casco lo lleva un poco diferente, o un poco ladeado, no sé. Y tiene tetas. Lo que pasa es que siempre las lleva muy tapadas con la ropa que gasta.
—Un maniquí —el Babirusa fingió reírse, aplastándose los zapatos pintorreados con la base del taco—. Una polla.
—Os lo digo de verdad —Avelino estaba otra vez junto a la puerta de los servicios, escrutaba aquella tiniebla con forma de espejo—. Si siguiera pelándomela, ayer habría caído una gallarda a costa del Casco.
—¿Te estás quitando? —le preguntó Paco Frontón, sin retirar la vista del paño verde, viendo correr suavemente las bolas.
—Tres días sin movérmela —Avelino levantaba las manos, como si alguien lo apuntase con un arma, volviendo de la penumbra de los retretes—. Ahora también tengo otras cosas en las que pensar.
—Sí, en ver cómo llegas al Ecuador o al Paraguay de lo gilipollas que eres —el Babirusa seguía en el banco, pero ahora sostenía el taco de billar cogido por la mitad, como una lanza de batusi.
—¿Lo habéis visto? ¿A este tío qué le pasa?
—Perito industrial —le dijo el Babirusa a modo de insulto, con la sonrisa y los ojos atravesados—. Estudiante.
—Y tú, qué. Chatarrero.
Miguelito falló su carambola. Protestó:
—Venga, coño. Tú, Avelino, cállate ya.
—Es él —protestó a su vez Moratalla.
—Perito industrial —repitió desde el banco el Babirusa.
—Babirusa, joder —lo miró con un gesto lastimero Miguelito.
—Ecuador de Paraguay —dijo todavía el Babirusa.
Paco Frontón le daba tiza a la punta de su taco, miraba la disposición de las bolas. Pudo oírse el ruido de la lluvia afuera. «Va a ser un otoño lluvioso —había dicho la voz engolada del Garganta en la radio—. Pero, no lo olviden, será nuestro otoño.» Paco Frontón soltó la tiza. Parecía que iba a inclinarse sobre la mesa, pero en vez de hacerlo, miró a Miguelito y le preguntó:
—¿Y a ti, Miguelito? ¿A ti te gusta la Señorita del Casco Cartaginés?
El Babirusa y Moratalla dirigieron la vista a Miguelito.
—Por mucho que a mí me guste o me deje de gustar, estos dos no se van a poner de acuerdo.
Paco Frontón siguió mirándolo, apoyado en su taco de billar.
—Sí, pero ¿a ti te parece que está buena?
—Qué pasa, ¿que te da miedo tirar esa carambola? ¿Te has cansado de jugar? —Miguelito le sostuvo la mirada, casi sonriendo.
Y el otro, todavía se quedó inmóvil unos segundos, apoyado en el taco, antes de inclinarse sobre la mesa y golpear con suavidad la bola y contestar en voz muy baja:
—No, no me he cansado de jugar. Paco Frontón había visto dos días antes a Miguelito cerca de la plaza de Vasconia. Miguelito daba paseos cortos al pie de la Torre, y a veces dirigía la vista a su reloj o hacia lo alto del edificio. Cuando vio acercarse a Paco Frontón, estuvo a punto de confesarle la verdad, pero prefirió mentir. Tenía decidido acabar con la Señorita. Se lo contaría todo cuando pasara un poco de tiempo, cuando ya nada importase. Le dijo a su amigo que don Matías Sierra, el dueño de la droguería, lo había enviado a entregar un pedido, una cosa urgente. «No sabía que hicieran pedidos en la droguería, ni que tú los entregaras.» «De tarde en tarde», le contestó Miguelito. Y Paco Frontón alzó la vista y miró hacia lo alto de la Torre, luego a la cara de Dávila. Le decepcionó que Miguelito le preguntase un poco forzadamente, casi como a un extraño, «Y tú, qué haces por aquí». «He traído a mi madre —Paco Frontón señaló con la cabeza el Dodge, aparcado en la acera de enfrente, como si el coche fuese su madre—: Ha venido a comprar papeles pintados.» Ya. Paco Frontón no le preguntó si quería que lo llevase a alguna parte. Dejó que pasara un par de segundos, hizo una mueca ambigua con su cara de viejo prematuro y se dio la vuelta después de murmurar una palabra de despedida.
—Aquella puta por lo menos podía haberle dado una llave de la casa para que la esperase dentro, viendo África o el coño de la Bernarda. A él nada más que le quedaba llevar una pancarta diciendo que iba a verla. Allí parado en la esquina, como un anuncio, en aquel sitio donde nada más que había un jardincito y desde el que te podía ver cualquiera que pasara a medio kilómetro —Paco Frontón seguía indignado, ahora con la Señorita del Casco Cartaginés, casi veinticinco años después.
Pero quizá en aquel tiempo, en aquellos días lluviosos de otoño, ya nada le importase a Miguelito Dávila. Era verdad que había decidido acabar definitivamente con sus visitas a la Torre. Y si aún vio a la Señorita del Casco Cartaginés dos o tres veces después de reconciliarse con Luli, fue precisamente, o así al menos lo pensaba él, para fortalecer aquella relación, para coger una larga bocanada de oxígeno que le permitiera correr, abandonar a la Señorita para siempre.
«No iba para follármela. Ya no. Iba para oír las cosas que me decía después de follármela», le confesó algo después Miguelito a Paco Frontón. «Y ella lo adivinó. Lo adivinó todo, si es que no lo supo desde el principio.»
Era verdad que la Señorita del Casco Cartaginés había cambiado ligeramente de aspecto. No llevaba el pelo con la misma rigidez de antes, quizá en vez de un casco cartaginés ahora aquello fuese un casco romano. Seguía teniendo la capota de los párpados caída y su boca siempre estaba camuflada detrás de aquella pasta de color berenjena que le cubría los labios y con la que impregnaba la boquilla de sus cigarrillos. Pero el maquillaje de los ojos y de la cara era muy leve, lo mismo que la rigidez del cuello, que ahora se movía con suavidad, sin aquel antiguo anquilosamiento que le confería una apariencia de animal inmóvil, casi disecado. También sonreía con más naturalidad, sin parecer que las mejillas e incluso la nariz se le fuesen a caer al suelo, desmoronadas por el esfuerzo.
La Señorita adivinó lo que pasaba por la mente de Miguelito Dávila un día que Miguelito estaba asomado a la terraza de la Torre, con una copa de vino en la mano. Se estaba despidiendo en silencio de aquel paisaje, y ella lo vio en sus ojos. En aquella mirada de nostalgia anticipada estaban escritas todas las palabras de la despedida y la Señorita las leyó con la misma claridad con que cada día leía las absurdas frases de los manuales de mecanografía de la Academia Almi. Para confirmar aquello que acababa de percibir sólo tuvo que señalarle a Miguelito el horizonte y anunciarle cómo a la luz de la primavera todo aquel paisaje cambiaba. «Ya lo verás —le dijo— al final de la primavera. Cuando estemos aquí y parezca que el sol no se va a poner nunca.» Miguelito tardó uno o dos segundos más de lo preciso en fijar sus pupilas en un punto, en contener el titubeo. Luego hizo un gesto dudosamente afirmativo y se volvió para observar el horizonte, con la mirada de la Señorita en su nuca.
Pero no importaba lo que la Señorita hubiese leído o adivinado ese día en la expresión de Miguelito. No le dijo nada. Le rozó la oreja con sus labios y su aliento y después entraron en su dormitorio. Quizá también la Señorita se concediera a sí misma un nuevo plazo o quizá tuviese el profundo convencimiento de que debía ser Miguelito quien marcase los tiempos de aquello que iba a suceder. De ese modo, la Señorita del Casco Cartaginés también colaboró para que los últimos días de aquel verano, confundido ya con el otoño, fueran apacibles, como si verdaderamente estuvieran llegando a la orilla del Tigris y el Éufrates, a la frontera del paraíso.
Tampoco la Señorita del Casco Cartaginés sospechaba que Miguelito había vuelto a tener problemas con su único riñón. Y, por mucho que leyese las miradas y adivinara lo que ocultaban los parpadeos o la falta de ellos, tampoco ella, más allá de las intenciones y los deseos que alentaran en el corazón de Miguelito, sabía lo que iba a ocurrir.
Al cabo, ella misma no era otra cosa más que una pequeña parte de aquel paisaje, un árbol algo estrafalario meciendo sus ramas al compás que marcaba el viento. Ella no era el viento, ella no era la luz ni tampoco la fuerza que hacía mover el mundo entero. Ella era también hierba estremecida por el aire, hoja o pétalo al que la luz dota de un color u otro y a los que el sol, la tierra y sus minerales hacen crecer y morir.
Y como tal, endeble pese a sus intuiciones, frágil como más adelante habría de verse, con aquellos labios empingorotados de berenjena que tanto asco daban al Babirusa y con aquellos vestidos que no se sabía a qué época, pasada o futura, de la humanidad pertenecían, la Señorita hizo todo lo que le correspondía para que el destino cumpliera escrupulosamente sus designios.