Entonces, al final de aquel verano, Paco Frontón no llevaba ningunas gafas colgando de ninguna parte, ni todavía estaba calvo, sólo le clareaba el flequillo, donde los pelos cada vez se le hacían un poco más rebeldes y, tal como le había advertido el Babirusa, tomaban la apariencia de un pubis rubio y ralo. Ni usaba una corbata de cuadros suaves, grises y verdosos, como la que llevaba en aquel momento. En aquella época su padre tampoco usaba ya corbata.

El padre de Paco Frontón, después de la desaparición de la Fonseca, había dejado de usar sus trajes azul marino y sus camisas de cuello rígido. Había hecho que su mujer los repartiese entre los viejos de los asilos que ella frecuentaba. Cada día que pasaba, él mismo iba pareciéndose más a uno de aquellos ancianos que ahora llevaban sus trajes. Vagaba sin rumbo por el jardín de su casa igual que por el patio de los asilos, buscando el sol del primer otoño, vagaban unos viejos elegantemente ataviados, deformando pacientemente con sus espaldas desviadas, con sus jorobas poco contundentes y sus andares torcidos los trajes oscuros de don Alfredo. «Me da una pena. Es como si hubieran llenado los trajes de paja, parecen espantapájaros que se han echado a andar. Pero qué le vamos a hacer. Todo sea por la caridad en Cristo», se lamentaba la madre de Paco Frontón, que ni siquiera había logrado convencer a su marido de que dejase en el armario al menos uno de aquellos trajes.

—Para una ocasión —aventuraba ella.

—Qué ocasión.

—No sé. Una boda, un bautizo. Cualquier cosa que se presente. Un funeral.

—¿Cuál funeral? ¿El mío?

—Por Dios, Alfredo —se santiguaba ella.

—Pues que sepas que quiero que me entierren con el hábito de los trapenses. A tomar por culo los trajes —zanjaba la cuestión don Alfredo echando mano de la última munición, de los restos de aquel carácter que había sido su bandera y ahora no era más que un pendón arriado y roto.

Vestido con camisas de franela y con los faldones por fuera, como un leñador al que se hubieran olvidado jubilar, don Alfredo caminaba por el jardín de la casa. Ya tampoco iba a la estafeta de correos. Y aunque es cierto que a veces se montaba en el Dodge, lo único que hacía era quedarse allí un rato al volante, con el morro del coche enfilando el jardín, sin ni siquiera girar la llave de contacto. Tal vez circulando por carreteras imaginarias o por aquellas otras que todavía aparecían entre la bruma de sus recuerdos. Pero daba la sensación de que cada vez le era más difícil transitar por esas carreteras y que ni siquiera los faros antiniebla del potente Dodge podían alumbrar aquel territorio cada vez más sombrío.

Para tranquilidad de su mujer y de su hijo, temerosos de que se encerrase en el diminuto garaje con el motor encendido y diera rienda suelta al monóxido de carbono o de que definitivamente girase la llave de contacto y se lanzara contra la araucaria o la piscina, cada día aguantaba don Alfredo menos tiempo al volante de su antiguo coche. Se bajaba después de pisar varias veces los pedales y de meter algunas marchas, siempre con el motor apagado. O se adormilaba sobre el volante y se despertaba sobresaltado, como si verdaderamente estuviera conduciendo y el sueño lo hubiese sacado de la carretera y en aquel momento se estuviera precipitando por algún terraplén. Se tocaba con ansiedad el pecho, cada vez más abultado, y el cuello, cada vez más corto y hundido, y palpaba los asientos igual que antes lo hacía Avelino en busca de pelos de coño con los que aumentar su colección.

Bajaba sudoroso del automóvil, don Alfredo, y, todavía tocándose la camisa y la cara en busca de algún rastro de sangre, caminaba con los tobillos blandos, siempre a punto de perder el equilibrio y haciendo crujir las hojas secas que cubrían el jardín. Se negaba a que lo limpiasen. Ni siquiera consentía que el jardinero lo pisara. Le daba su sueldo correspondiente, pero lo dejaba en la cocina, tomando un zumo tras otro o los sopicaldos desabridos de la mujer de don Alfredo, mirando con melancolía el deterioro y la cochambre que se iban adueñando de aquel lugar al que durante veinte años él se había esmerado en dotar de un aire civilizado y apacible y que ahora llevaba camino de convertirse en una sucursal del Mato Grosso, con los cipreses trasquilados y disparejos, el seto asilvestrado y el manto de hojas que cubrían la hierba y la piscina haciéndose cada día más espeso.

Don Alfredo sólo atendía a una esquina del antiguo jardín. Lo hacía personalmente y sólo para cavar hoyos y meter en la tierra unas cañas que según él habrían de sostener sus futuras plantas de tomates. Pero lo hacía tan mal que las cañas no podrían haber sostenido nunca el peso de un solo tomate enano. Ni siquiera eran capaces de sostenerse a sí mismas, y todo el rato andaban tumbadas por el suelo, cayéndose al primer soplo de brisa o con el paso por calle Soliva de cualquier camión que pesara más de dos toneladas. Pero a don Alfredo le importaba poco la precaria estabilidad de sus tomateras. Parecía que le hubieran anunciado de antemano que una mañana soleada de ese invierno, tres días después de Navidad, fuera a derribarlas cuando le diese su ataque al corazón y se muriera allí mismo, a la sombra de la araucaria y medio cubierto de hojas un poco hediondas. Cerca del lugar donde una mañana había aparecido medio desangrada, con su vestido de gasa verde limón, Natividad Fonseca, La Batidora.

El entierro de don Alfredo estuvo lleno de pamelas, perfumes y trajes oscuros. Y el propio don Alfredo asistió a él luciendo en el interior de su caja un impecable traje azul marino que su mujer le mandó confeccionar con toda urgencia después de muerto. Dicen los que le vieron que tenía una medio sonrisa, como si se acabaran de cumplir sus deseos y lo hubieran vestido con un hábito trapense o nada más llegar al más allá se hubiera encontrado con la Fonseca en medio de una de aquellas parrandas que lo hicieron famoso en toda la ciudad. Pero eso, lo de su muerte en medio de las cañas y su funeral, ocurrió un poco después, cuando aquel otoño lleno de desastres ya empezaba a quedar atrás.

En realidad, la muerte de don Alfredo fue el remate menor, casi simpático, de lo que poco antes habría de sucederle a aquel grupo de amigos. Una consecuencia lógica de todo lo que se había ido gestando a lo largo de aquel verano recién concluido y que había trastocado profundamente la vida de los Cebolla. Porque mientras don Alfredo vagaba por el jardín con sus camisas de leñador, doña Dolores, su mujer, fue haciéndose cargo de las finanzas del marido. Compatibilizando la nueva responsabilidad con sus visitas a los asilos, las sacristías y los conventos, se encargó de despachar con los antiguos socios de don Alfredo, que, al igual que el desconsolado jardinero, veían a través de la vidriera de la cocina cómo su viejo compañero, convertido en un zombi, transitaba sobre el lecho de hojas mientras ellos bebían los mejunjes de doña Dolores y aclaraban con ella el modo en que deberían resolver sus negocios, casi todos ellos, de un modo o de otro, ilegales.

La matriarca de los Cebolla se reveló como una socia mucho más dura y minuciosa que su marido. Por lo visto, era implacable. Apoyaba las manos sobre la mesa de la cocina, miraba fijamente a los ojos de su interlocutor, daba órdenes y pronunciaba las palabras lenta y contundentemente. Diríase que en cualquier momento iba a coger alguno de aquellos puros que fumaban los amigos de su marido, le iba a morder la punta y a escupirla por una esquina de la boca a la par que murmuraba una obscenidad.

Pero nada obsceno salió nunca de su boca, ni siquiera de su cerebro, convenientemente protegidos por el modo sencillo, casi imperceptible pero oportuno, con que doña Dolores se santiguaba. Aun así, nadie se atrevía a contradecirla cuando por encima de la humareda de sus guisos, con las gafas empañadas de vapor, sentenciaba, «Es la última palabra, no quiero hablar más del asunto», y, para hacer hueco a su olla hirviente, apartaba de la mesa el codo de algún viejo concejal, agente inmobiliario o importador de licores, que todavía la contemplaba lleno de incredulidad.

También su hija Belita, la Niña, había cambiado un poco. Paco Frontón, quizá preocupado por los manejos de su padre con la pistola automática y por los ratos que pasaba al volante del Dodge, había disminuido su presión sobre ella. Apenas la insultaba, y aunque antes de cruzarse con su hermano por el pasillo o la escalera Belita procuraba meterse en la primera habitación que encontraba o se daba la vuelta fingiendo haber olvidado algo, la Niña llegó a transitar por su casa sin sentir demasiado terror. Quizá fue eso lo que la hizo florecer. Fue una flor tardía y un poco mustia, pero al descubrir sus propios encantos, no dudó en mostrárselos al mundo. Cambió de peinado y empezó a lucir unos vestidos insinuantes que quizá hicieran reflexionar a Paco Frontón, a convencerlo definitivamente de que debía cambiar la actitud hacia su hermana.

Belita acababa de descubrir sus tetas. Por su edad, e incluso por su desarrollo, tendría que haberlas descubierto hacía algún tiempo. Hacía tres o cuatro años que Paco Frontón había notado unas protuberancias informes, que todavía lo enfurecían más, bajo los vestidos de felpa y los jerséis demasiado grandes de su hermana. Pero fue a partir de ese otoño, con el calor ya pasado, cuando Belita empezó a lucir unos escotes cada vez más desproporcionados, sobre todo si se tenía en cuenta que los usaba en reuniones familiares o para ir al supermercado.

Las suyas eran unas tetas pálidas, casi cadavéricas, que debían de tener los pezones un poco torcidos, desorientadas las pobres tetas por haber estado tanto tiempo en penumbra y que nunca acabaron de adaptarse a la luz del día por mucho que su dueña las fuese mostrando en años sucesivos por las playas nudistas de medio Mediterráneo y algunas un poco menos permisivas del sur de California.

Los ojos se le habían ahuevado un poco más y también tenían un aire fúnebre a la vez que provocador. Parecían querer marcharse de la cara y lo miraban todo de un modo demasiado directo. Dos veces por semana le pedía dinero a su madre para ir a la peluquería. Tenía el pelo un poco achicharrado. Pero siempre llevaba aquellas vetas de color amarillo tostado, algo alambrosas, perfectamente peinadas. Alguna vez la vi por el camino de los Ingleses, cuando yo salía cargado con mis recibos de la casa de algún moroso. No parecía una vampiresa ni tampoco acababa de parecerse a alguna de las antiguas queridas de don Alfredo. Los vestidos de Belita no sé si eran más baratos que los de aquellas mujeres, pero, como correspondía a su belleza, eran menos alegres, más mustios, y su única sofisticación se encontraba en los escotes de pico, romboidales o redondos que le otorgaban a sus pechos la cualidad de unos arriesgados equilibristas, siempre a punto de escapar del vestido y caer al abismo. Una monja descocada o que se hubiera vuelto loca es lo que parecía.

Meliveo, que pasó por la casa durante alguna de aquellas reuniones familiares de los Cebolla, nos contó que los visitantes estaban todo el rato intentando controlar la vista. Las hermanas y los cuñados de doña Dolores se pasaban la tarde obligándose a mirar el marco de los cuadros o los tapetes bordados de los sofás para que los ojos no se les fueran, como tentetiesos indomables, al centro de aquel escote. Doña Dolores siempre estaba al quite y daba un salto para arrebatarle a Belita la cafetera de las manos e impedirle que se inclinara para servir una nueva taza a los visitantes. Al parecer, la madre de Paco Frontón sufría mucho con las exhibiciones de su hija, pero de nada servían sus protestas cuando los familiares se habían ido. Belita se justificaba diciendo que le gustaba ir bien arreglada. Cuando los socios de don Alfredo estaban en la casa, su madre la encerraba en su habitación y le atrancaba la puerta por fuera, con una silla.

Por su parte, don Alfredo se limitaba a mirarla con un poco de hastío y desprecio. «Las tetas de tu hermana no vienen a cuento», le dijo una vez a Paco Frontón, quizá con la vana esperanza de que su hijo interviniese en el asunto. Sin embargo, Paco, que había insultado y vejado a su hermana de todos los modos posibles, nunca le dijo nada sobre sus extemporáneos vestidos de fiesta y sus escotes. Quizá le pareciese que su hermana había entrado en otra dimensión, incomprensible para él. «No entiendo a mi hermana, esa manía que le ha entrado por enseñar el buche», es el único comentario, hecho a Antonio Meliveo, que se le oyó al respecto.

El papel de Paco Frontón dentro de la familia de los Cebolla también había variado ligeramente desde que su padre dejó de ejercer como líder provincial de la Rápida. No había consentido matricularse en la facultad de Derecho y seguía desocupado, durmiendo por las mañanas hasta mediodía, leyendo alguna novela del Coyote o llevando a la Cuerpo a cenar a los restaurantes donde se cruzaba con algún amigo de don Alfredo, siempre en espera de ser admitido en los negocios familiares. Pero tampoco le respondía con virulencia a su padre cuando éste le insinuaba que aquél, el de su carrera de abogado, era el mayor sueño que había tenido en su vida. «No como otros que he tenido, disparatados y estrambóticos. Un sueño que quizá todavía no sea imposible, aunque yo no alcance a verlo», le decía don Alfredo con aquella voz que se le había puesto y que más que de anciano, era de anciana, sentado en uno de los butacones del jardín y palmeándole a su hijo el dorso de la mano.

—Era la mano de un caimán, toda llena de escamas, lunares que no eran lunares y venas que parecían pasadizos subterráneos a medio derrumbar —me diría en su momento Paco Frontón—. Pero a mí aquella mano me llenaba de ternura, aunque para mis adentros dijera una y otra vez, Caimán, caimán, te vas a morir, caimán.

Se callaba Paco Frontón escuchando la voz aflautada y calmosa de su padre, y le miraba la mano, con las gafas de sol puestas para que el viejo no le adivinara el pensamiento. «Y otra cosa te pido. Déjala. Deja esa gente con la que vas. Tus amigos son tus amigos, y ya te los irá quitando el tiempo, ésos se te irán cayendo de encima como estas hojas.» Pisaba las hojas con sus babuchas viejas. «Pero deja a esa mujer, que no te conviene. Es de las que no le convienen a nadie, y menos a ti. Sé de lo que hablo, sé lo que te digo. Déjala ahora, pronto. Deja esa gente», y don Alfredo se quedaba mirando las gafas de sol de su hijo, jadeando un poco, cansado por las recomendaciones que acababa de hacerle, negando todavía con la cabeza y con la papada, que también era nueva y oscilaba como un artilugio que todavía no se sabe usar, con su propio ritmo y que se quedaba allí meciéndose un poco, como un niño dormido, cuando el propio don Alfredo ya había dejado de moverse.

—Esa gente era la Cuerpo. Los demás, Miguelito y los otros, no le preocupaban, como si supiera lo que iba a pasar. Pero ella sí. Un día me dijo que estaba envenenada, que tenía que dejarla antes de que acabara de inocularme todo su veneno. ¿Es que no ves su aguijón metido en tu cuerpo?, me preguntó, ¿de verdad que no lo ves? Pero yo nunca le vi ningún aguijón, todo lo contrario. Todo lo contrario —Paco Frontón sí levantó entonces los ojos de la mesa de caoba y de la copa de coñac, quizá porque ya estaba vacía, y con una sonrisa que era lo contrario de una sonrisa, me dijo—: ¿Sabes?, muchas veces he pensado que la dejé por mi padre. La Cuerpo. Me he acordado mucho de ella. No tuve ningún otro motivo. La quería y la dejé. No quise verla un día, ni al siguiente tampoco, ni al otro. No me ponía al teléfono. Pienso que se lo juré a mi padre encima de su ataúd, aunque tampoco estoy seguro de haberlo hecho. O que su voz, persiguiéndome, Sé de lo que hablo, sé lo que te digo, esas cosas que me decía, me convenció después de muerto. Tuvo que ser algo de eso.