González Cortés se fue cuando ya estaba avanzado septiembre, una mañana de lluvia. Creo que fue la primera vez que llovió ese otoño, por lo menos la primera vez que la ciudad se envolvió de un aspecto invernal. La Alameda estaba gris como un día de noviembre y los coches al pasar levantaban un sonido casi olvidado de agua y neumáticos. La despedida no tuvo ninguna emoción. Sólo había un poco de prisa y un nerviosismo general que se percibía en la tensión que González Cortés tenía en los músculos de la cara y en lo volátil de la mirada, que cada pocos segundos iba de su reloj al autocar en el que debía montarse. Era un autocar de una línea pirata y su padre le hizo alguna broma al respecto, si lo iba a parar la Guardia Civil y a devolverlo Despeñaperros abajo. Al padre de González Cortés le gustaba mucho decir Despeñaperros, y contar las veces que él lo había cruzado, ocho.
La noche anterior nos habíamos reunido en el bar de González Cortés y él había sacado del frigorífico la mejor botella de champán. Estuvimos sentados en las mesas de la puerta, y desde allí, a través de la ventana, yo vi cómo en el interior mi amigo se quitaba el mandil y lo dejaba colgado detrás del mostrador, como si lo fuese a usar al día siguiente, sólo que esa noche se entretuvo un poco más en alisarlo y lo colgó con más cuidado. Ya nada más que volvería a usarlo cuando volviera de vacaciones, a escondidas de su padre. Alguien que ya estaba preparándose para ser economista no podía mostrarse en público con un mandil ni hacer de camarero, decía el padre mientras él se secaba las manos, húmedas de lavar platos, en su propio delantal. Aunque quizá el respeto mayor que le despertaba su hijo no estaba relacionado con los estudios de economía sino con el gran número de veces que en esos años iba a cruzar Despeñaperros.
Aquella noche nos quedamos hasta tarde allí sentados. Hubo risas, parecía que al día siguiente todos fuésemos a emprender un viaje juntos. Alguien habló vagamente del futuro. «Iréis a verme», preguntó o quizá anunció González Cortés. Meliveo habló de su tío de Madrid, él sí iría, iba cada año, varias veces. «¿No prefieres ir a Barcelona, a ver a la Pija?», el Carne miraba divertido a Meliveo. «La hijaputa. A Barcelona», contestaba Meliveo, todavía con la foto de la Pija en el bolsillo.
Un viento fresco y a veces fuerte anunciaba la lluvia del día siguiente, movía las ramas por encima de nuestras cabezas. No olían las flores del jardín de doña Úrsula. Milagritos Dulce se refugiaba entre los brazos del Carne y le susurraba que ellos también irían a Madrid. Poco a poco nos fuimos callando. Yo no dije que mi madre me había encontrado un trabajo cobrando recibos para una empresa municipal. El ruido que hizo González Cortés al echar la persiana del bar sonó triste y temí que mi noticia, que en un principio a mí me parecía buena, dicha en ese momento tal vez aumentaría un poco la repentina melancolía que había despertado el ruido de la persiana. Cobrador de recibos, habrían pensado en aquel momento mis amigos. Cobrador, como el hombre de los muertos, el empleado pequeño y enlutado de las pompas fúnebres que cada mes llegaba a la puerta del bar para cobrarle al padre de González Cortés su seguro funerario. Así que fuimos bajando por la calle y la despedida bañada en alcohol que semanas atrás nos habíamos prometido se quedó en un paseo largo hasta el cruce con el camino de los Ingleses. Sólo el Carne se despidió esa noche de González Cortés. Los demás quedamos en vernos la mañana siguiente en el bar desde el que salían los autocares piratas.
Pero nada más que fuimos Milagritos Dulce y yo. También vino Luisito Sanjuán, pero sólo porque pasaba por allí, adormecido y ya vestido de invierno, sin acordarse de que González Cortés se marchaba a algún sitio. Acababa de llevar uno de sus gatos a un veterinario de la Alameda y se vino con él, con el animal enfermo metido en la gatera, a despedir a González González, que es como él lo llamaba. Y allí, ya digo, no hubo lugar para ninguna emoción que no fueran las prisas y el traslado de bultos y maletas de un lado para otro, sobre todo después de que un empleado de la compañía pirata metiese la gatera que Luisito había dejado al lado de las bolsas de González Cortés en la bodega del autocar y tuviesen que volver a sacar la mitad del equipaje hasta dar con los maullidos del gato hemipléjico.
«Un gato en Despeñaperros», se reía el padre de González Cortés mientras su mujer besaba a su hijo y, ya con las prisas y la voz del conductor gritando desde el volante, nuestro amigo corría hacia el autocar. Bajó la ventanilla para decirnos adiós cuando el motor ya estaba en marcha, pero no oímos lo que dijo. El autocar lanzó un gruñido profundo, quizá para reivindicar su condición de pirata, y empezó a avanzar bajo los ficus gigantes de la Alameda, mezclado ya con el tráfico lento, con los coches que serpeaban lentamente sobre el asfalto mojado. Pareció que González Cortés no se iba a ninguna parte, que había cogido el autobús de la Malagueta o de la Granja Suárez, y que si su madre lloraba y se sonaba la nariz mientras su marido con un aire de ensoñación decía satisfecho, Despeñaperros, debía de ser por otra cuestión. Y cuando Milagritos Dulce, Luisito, su gato enfermo y yo volvíamos por la Alameda, guareciéndonos de la lluvia bajo los balcones y las cornisas de los edificios, creo que todos menos el gato de Luisito teníamos la certeza de que esa noche o al día siguiente nos encontraríamos con González Cortés en el bar de su padre, que ya habíamos representado aquella comedia de la despedida y que aquel autocar, por mucho que le pesara al padre de nuestro amigo, nunca iba a llegar a Despeñaperros.
Pero el autocar sí cruzó Despeñaperros, y la llanura triste de La Mancha, y se adentró con sus bufidos roncos de pirata en ese laberinto imaginario de calles grises e interminables que yo suponía que debía de ser Madrid. Y vinieron los días oscuros. Unos días extraños que no fueron especialmente desagradables, o que si lo fueron a la vez me dejaban un poso de recogimiento y fortaleza, un atisbo de confianza que me servía de alimento. Al volver de cobrar recibos la primera tarde me quedé mirando la foto de la bailarina aquella, Hortensia Ruiz, Lili, que mi hermano había enviado desde Barcelona años atrás y que todavía estaba allí colocada, en el mueble del comedor, como si fuese un familiar más a pesar de que nadie de la casa, salvo mi hermano, la había conocido. Y, con una sonrisa, recordé que en aquel tiempo yo miraba aquella foto sin saber que la bailarina ya no estaba viva, y que al recibir la noticia de su muerte había sentido que era igual que una de esas estrellas que llevan miles de años apagadas pero que todavía nos hacen ver su luz.
Pensaba que mi vida quizá fuese ya una estrella sin apenas combustión, pero que aún podía caminar por ese halo de luz, no esplendorosa, pero sí tibia, que alumbraba mi camino. En aquellos días, sin saber exactamente por qué, pensaba mucho en Miguelito Dávila, en su determinación, en su afán desmedido y loco por convertirse en poeta. No sé si lo admiraba o simplemente sentía compasión por él. Pero siempre lo recordaba cuando veía a aquella gente a la que iba a cobrarle recibos. Eran morosos, y cada uno me contaba una historia diferente, quizá inventada. Pensaban que yo tenía la facultad de anular sus deudas. Hubo quien me expulsó del rellano de su piso e incluso me amenazó con arrojarme por el hueco de las escaleras, pero normalmente me invitaban a entrar en sus casas, me sentaban en una silla crujiente, en una silla coja o un poco balanceante, nunca nueva, y me contaban cualquier drama. No les importaba que yo sólo fuese un cobrador novato. Hablaban y hablaban.
Vi niños huérfanos doblemente disfrazados de huérfanos, un hombre que había olvidado su propio nombre y que llevaba tres años postrado en una cama sin dejar de pedir agua cada veinte segundos y al que le demandaban una deuda por el camión con el que se había estrellado y lo había dejado en ese estado. Ancianos consumidos que me miraban con ojos indiferentes y opacos, como si yo fuese un paisaje poco interesante y ya conocido, mientras sus nueras me preguntaban con verdadera curiosidad si deberían dejar de alimentarlos para pagarme a mí mis recibos.
Yo me imaginaba al hombre que pedía agua dando un brinco de la cama y diciendo que pensaba que nunca se iba a ir el gilipollas ese de los recibos, y a los ancianos comiendo a dos carrillos y dedicándome un corte de mangas nada más salir yo por la puerta, o, por el contrario, echándose a llorar después de haber contenido la emoción en mi presencia.
Y también imaginaba a la mujer del tipo encamado mirando fijamente la cocina, decidiendo si finalmente abría la espita del gas y acababa con tanta miseria. Y a pesar de que en aquellos días apenas vi a Miguelito Dávila, me imaginaba a mí mismo contándole aquellas cosas, riéndome con él. También, difusamente, pensaba que quizá le interesarían aquellas historias para escribir algo, sin yo saber aún que Miguelito necesitaba la poesía precisamente para huir de aquel mundo.
De todas formas, cuando me encontraba con él, nunca le decía nada. Me limitaba a saludarlo desde lejos con un gesto o sólo con una palabra, y la confianza imaginaria, esa complicidad que mentalmente yo había establecido con él mientras visitaba aquellas casas llenas de trampas o desgracias, se desmoronaba en un instante. Lo veía hablar con el Babirusa en la puerta del Salón Recreativo Ulibarri, o sentado en el Rey Pelé, o lo veía pasar, pálido y quizá un poco más delgado, por la calle de los Álamos, tal vez camino de la droguería o de casa de la Señorita del Casco Cartaginés. Sin acabar de entender yo todavía que los lazos que me unían a él eran los mismos que me ataban a tantas otras cosas que en aquel momento formaban mi vida y en las que apenas reparaba, aquel paisaje que con el tiempo sería mi propio rostro. Un retrato de quienes éramos.