—Mi padre a lo mejor es un hombre con paraguas. Un hombre que siempre sale a la calle y mira a los dos lados como si estuvieran esperándolo los gánsteres de la película. Tiene un bigote parecido al que tenía mi otro padre, el que yo creía que era mi padre de verdad, y casi siempre lleva un traje con rayas negras, al revés, un traje negro con rayas blancas, de esos antiguos, como si él también fuera un gánster. No sé dónde trabaja, porque siempre desaparece por una esquina con su coche y no puedo seguirlo con la Mobylette. Se me pierde al subir Eugenio Gross, acelera mucho, y a mí me parece que mira por el retrovisor. Allí lo pierdo, al dar la curva que va para la Trinidad, como perdí a mi otro padre. Sólo que a éste lo encuentro a la mañana siguiente, otra vez con el paraguas y casi siempre con el traje de rayas. Una vez llevaba una chaqueta que parecía de marinero. Se llama Raimundo y me parece que tiene un diente de oro. Anda como yo, y también es bajo. Vive al lado de donde vivía yo. Un día voy a sacarle una foto y se la voy a mandar a mi madre a Londres —el Babirusa hablaba distraído, con una brizna de césped en la boca.
—¿Y qué le vas a preguntar a tu madre? ¿Si se acostaba con él? —Avelino Moratalla era el único que en verdad parecía interesado, más que el propio Babirusa, en lo que éste contaba—. Mamá, mira, ¿tú te follabas a este fulano?
No le respondió Amadeo Nunni. Hizo una pausa y movió con los labios la brizna de hierba. La llevó de un lado a otro de la boca. Estaba con la cabeza echada hacia atrás, con su gorra de la Carpintería Metálica Novales colocada al revés, la visera en la nuca, sentado en el césped de la piscina de la Ciudad Deportiva.
—Seguro que ya entonces llevaba el traje de rayas, cuando mi madre se veía con él. Debe de tener más de cuarenta años el puto traje. Yo lo miro y él disimula, me aparta la vista. Somos como los animales, si no te dicen que alguien es tu hijo o tu padre no nos reconocemos. En los hospitales se confunden muchos niños por eso, porque nadie sabe quién es quién. La gente se conforma con lo que le dicen.
—Yo nací en un hospital y soy igual que mi padre —Avelino miraba a los demás, esperando la aprobación de alguien—. Mi padre vio cómo me llevaba una enfermera por el pasillo y ni lo dudó, Ese es mi hijo, y efectivamente, era yo.
Era el segundo sábado de septiembre y ya había menos gente en la piscina. A lo lejos, cuando el chapoteo del agua y los gritos de los bañistas disminuían, podía oírse la pelota golpeando en la pared del frontón, la voz de los jugadores.
—Ya hasta se me está poniendo el cuerpo como a él, como a mi padre. Y a mi hermano también, aunque él con la cabeza apepinada de la familia de mi madre —Moratalla encontró entonces apoyo en la Cuerpo, que cruzó la mirada con él y echó un rápido e indiferente vistazo a la barriga cubierta de vello de Moratalla y a su cabeza, casi redonda—. Lo malo es que me quedaré calvo, como él, como mi padre.
—En el buzón pone Raimundo, el apellido lo tiene borrado, de entrarle agua o de los años. O lo habrá borrado él a conciencia. A lo mejor cuando me entere de lo que hace, en qué trabaja, tengo más pistas. Si le gustan las cosas que me gustan a mí. Aunque en su tiempo no habría artes marciales, ni se conocía a Bruce Lee, que sería un niño o no habría nacido. Lleva un paraguas siempre, aunque haga calor. Un paraguas en verano. Yo nunca he tenido paraguas. Un gánster que lleva un paraguas en vez de metralleta, podían hacer una película así. Un día me voy a acercar muy despacio a la ventanilla del coche y le voy a decir papá. O a lo mejor le digo hijoputa. Hola papá. Hola hijoputa. A ver qué me contesta.
—Le puedes preguntar a tu tía. Si conoce a uno que siempre va con traje de rayas —Paco Frontón se quedó mirando muy fijo a Amadeo. Con el dedo corazón se ajustó las gafas de sol—. Le puedes preguntar a ella, y si no a tu abuelo.
El Babirusa volvió la cabeza para mirar a Paco Frontón. Paco estaba tumbado, con la cabeza apoyada en un muslo de la Cuerpo. Ella le pasaba los dedos por el pelo, encrespado y con el tupé ya ralo. El Babirusa inclinó la cabeza, sopesando la posibilidad que su amigo le había apuntado y volvió a mirarlo, aunque más que a Paco miró los dedos de la Cuerpo. Unos días después le dijo a Miguelito que le había dado mucho sentimiento ver aquellos dedos acariciando la cabeza de Paco Frontón, que hasta le dieron ganas de llorar, no sabía por qué, pensó que esos dedos un día iban a estar muertos, metidos en un ataúd, a oscuras. Pero no habló de sentimientos ni de muertes, lo que dijo fue algo distinto:
—Tus pelos de la frente cada vez se parecen más a los de un coño, Paco.
—¿Por qué no piensas lo que pensabas antes? Que tu padre era tu padre y que una noche se lo llevó una nube. Es lo más fácil, y lo mejor —Miguelito ni siquiera se volvió al hablar. Estaba casi de espaldas a los demás y de tarde en tarde miraba hacia el seto del fondo, allí donde antes de conocerlo Luli Gigante colocaba su enorme toalla roja y pasaba las horas sin hablar con nadie—. Piénsalo, Babirusa, es lo mejor.
—¿Lo mejor para quién? —el Babirusa se colocó la gorra al derecho, la visera al frente.
—Para ti. Y para tu madre.
—Mi madre como si se muere.
—Ay, Babi —protestó la Cuerpo.
—Y también para tu padre —Miguelito volvió levemente el cuello. No llegaba a ver a su amigo, pero probablemente vislumbrara su silueta—. Piénsalo. Para tu padre también es mejor. Nadie lo engañó ni tampoco nadie lo mató, nadie pudo con él. Se fue con una nube, ya está. Fin de la historia.
Amadeo Nunni agachó un poco la cabeza, se hurgó en silencio entre los cordones de sus zapatos, arañó con sus uñas comidas las viejas cruces gamadas, las calaveras pintadas con bolígrafo, y luego miró fijamente la nuca de Miguelito, su espalda. Bajo la camiseta le asomaba a Dávila un trozo de piel, en el costado se le veía el inicio de su cicatriz.
El seto del fondo estaba vacío. Luli Gigante no había vuelto a la piscina. Luego supe que Miguelito no la había visto desde la tarde en que ella había salido de su casa con la ropa interior metida en la bolsa de La Estrella Pontificia. Había una brisa suave queriendo mover las hojas del seto. Una brisa que a veces venía fría y que al pasar entre los eucaliptos que nos separaban de la pista de frontón traía un ruido metálico, sacudiendo las láminas de latón de las hojas. Yo estaba con Milagritos Dulce y con el Carne, muy cerca del quiosco de los helados Camy. Le habían puesto un candado a la nevera y ya no estaban dentro del quiosco Juan Pino, el vendedor de refrescos y helados y su amigo Ignacio Castellano, el fabricante de natillas. Tampoco había música.
La silueta del enano Martínez se recortaba contra el cielo en la parte más alta del trampolín. Pero ya no saltaba ni se exhibía. Apenas había público, y los que andábamos por allí y habíamos visto demasiadas veces sus deslavazados tirabuzones y sus saltos en bomba como para que nos tomase en cuenta. Un rato antes había atravesado el fondo de la piscina subido en los hombros del Sandalia, eran sus últimos pasos de la temporada sobre el agua, y ahora, allí subido, más que atraer la atención de nadie lo que probablemente hacía era rememorar sus piruetas pasadas o tal vez atisbar las que habrían de sucederse en el futuro, el próximo verano y quizá los siguientes, que para él serían más o menos idénticos, inmutables.
A lo lejos, en la otra punta de la Ciudad Deportiva, estaban quemando las hojas de los eucaliptos y el aire a veces traía una vaharada amarga, un perfume parecido al incienso que anunciaba el invierno de tal modo que si yo no hubiera temido al futuro habría percibido aquel olor como una sensación agradable, el giro necesario del tiempo. Pero no. En el aire, además del incienso, también estaba el veneno. Un veneno tal vez parecido al que en aquellos momentos sintiera Miguelito Dávila al ver a su amigo Paco Frontón en brazos de la Cuerpo. Sus besos, sus palabras susurradas, eran un recordatorio de su pérdida.
«Qual fortuna mi s’appressa. Qué fortuna me aguarda», escribió Dávila uno de aquellos días. Y a continuación copió los versos de la Divina Comedia. «Mi deseo estaría satisfecho sabiendo la fortuna que me aguarda: pues la flecha prevista daña menos.» En esos días Miguelito había creído ver las costas de África desde la casa de la Señorita del Casco Cartaginés. Y también, en aquel hilo de nieblas grises, casi moradas, que había en el horizonte le pareció ver los labios de Luli envueltos en una sombra suave. Se hizo de noche muy pronto, y allí en la terraza, la cara de la Señorita se fue oscureciendo. Sus facciones se borraron y Miguelito, sentado al otro lado de una mesa de metal pintada de blanco, a veces sólo alcanzaba a distinguir el brillo de los ojos, un fulgor pálido en los labios.
«La fortuna que me aguarda», pensaría allí arriba, un continente entero oscureciéndose a su izquierda y la silueta de aquel peinado estrambótico recortándose contra la cal de la pared a su derecha. A veces, alumbrada por la brasa de un cigarrillo, veía la piel de las mejillas de la Señorita del Casco Cartaginés, oía su voz. Pero Luli crecía por todos los rincones. Surgió de entre la penumbra, se levantó de entre los poros de la piel de la Señorita cuando Dávila aproximó a ella sus labios y fue acariciándola con su aliento, sin llegar a tocar aquella superficie que a él, quizá por la falta de luz, por aquel perfume amargo que desprendía, le pareció terrosa y árida, tan lejos de la fragancia de Luli.
«Yo te querré como se quiere lo que nunca se tiene, sin que el tiempo ni yo misma podamos estropear ese amor —la voz de la Señorita era un susurro, todas las palabras entrelazadas, sin pausa, igual que el soplo del aire allí en el cielo—, te querré como se quieren los sueños, te desearé como lo que no se alcanza y sigue vivo, creciendo cuanto más se aleja.» Pero lo único que Miguelito deseaba era que ella se callase, que dejase de hablar y el silencio, aquel aire de las alturas, lo envolviese como una sábana suave.
Y así sucedió cuando, después de arrodillarse ante ella y de besarle los pechos por encima de la blusa de tejido sedoso, entraron en el dormitorio y se desnudaron con lentitud. Después del deseo, de los besos en la oscuridad, de los quejidos y el olor de los cuerpos, se quedaron unos minutos sin hablar, tumbados sobre las sábanas, y Miguelito tuvo la sensación de que el aire era el silencio, que en sus pulmones entraban bocanadas de silencio que se expandían por su cuerpo y él flotaba en aquella atmósfera que sólo era rota por la respiración de la Señorita, por el eco de algún claxon en la lejanía o un pájaro rezagado que todavía cruzaba el cielo. Y allí seguía aquella presencia de Luli, una imagen que habitaba dentro de Miguelito Dávila y que su cerebro iba proyectando allí donde él dirigía la vista.
Allí estaba el seto vacío. Miguelito vio la imagen de Luli Gigante tumbada ante él, con su melena cayendo por su hombro y su cuerpo de adolescente. La vio levantarse y caminar, mirarlo con una sonrisa y luego hacerse transparente en el aire. En esos momentos quizá estuviera sentada en el coche azul de Rubirosa, atravesando a mucha velocidad alguna carretera de las que bordeaban la costa. Alejándose de él, alegre. El Babirusa hablaba ahora de las profesiones extrañas que tiene alguna gente. En la fundición había conocido a un hombre que se había pasado toda la vida entre animales muertos, buscándoles posturas para después de muertos, disecándolos. Le estuvo hablando de los líquidos corrosivos que empleaba y el Babirusa le había preguntado por el poder destructivo del ácido sulfúrico. «Pero es un maricón. No me quiso explicar cómo se fabrica.»
Hablaba solo el Babirusa. Se había tumbado en el césped y miraba al cielo. «¿Alguno de vosotros sabe el tiempo que vive una nube? No lo digo por lo de mi padre, sólo por saberlo. Dentro de dos meses, de dos años, ¿dónde van a estar esas nubes, dan la vuelta al mundo?» «En el coño de tu prima van a estar. En ninguna parte, se habrán deshecho», Avelino se reía, intentaba quitarle al Babirusa la gorra, éste se la sujetaba con una mano y con la otra golpeaba el brazo de Avelino. «Suelta, mierda. Entonces, ¿cuánto vive una nube, eh? ¿Nadie lo sabe? Y otra cosa, Miguelito, cuando fui a Inglaterra, desde el avión vi muchas nubes y hasta nos metimos dentro de ellas y no vi a mi padre por ninguna parte. Ya sabes tú lo que vi en Inglaterra. Muchas putas, eso es lo que vi.» «¿No te vas a callar nunca, Babi?», la Cuerpo dejaba de besar a Paco Frontón y miraba al Babirusa, después nos lanzaba a nosotros una mirada desconfiada y volvía a abrazarse a Paco. Miguelito miraba al frente. Por encima de la tapia del frontón los árboles se mecían lentamente a un lado y a otro. Una y otra vez parecían decirle «No» con aquel movimiento cadencioso de sus copas, que no paraban de oscilar de izquierda a derecha, majestuosas y obstinadas.