Rafi Ayala ya parecía un soldado de verdad. El tic aquel que le tenía las cejas saltando cada medio minuto no parecía ahora un defecto sino un juego, un gesto irónico en aquella cara angulosa, curtida por la intemperie y la disciplina. Ya no hacía instrucción con las escobas ni iba por la calle vestido de uniforme. No tenía necesidad de él para mostrar una marcialidad que se manifestaba en cada movimiento de su cuerpo. Nadie que lo hubiera visto acodado en la barra del Rey Pelé podría haber pensado entonces que hacía un año aquel tipo sereno y callado se dedicaba a despellejar gatos en las tapias del Convento. Probablemente tampoco hiciera ya malabarismos ni contorsiones con su polla.
Había venido con un permiso de fin de semana y se estuvo paseando por el barrio con el enano Martínez. El día que Miguelito Dávila se topó con él también lo acompañaba Rubirosa. Me dijeron que contrastaba mucho la piel resplandeciente y bronceada de Rafi con la palidez casi amarilla de Miguelito. Pero que a pesar de esa diferencia y de la templanza que el paraca había ganado en aquellos meses, en mitad del encuentro a Rafi ya podía vérsele en los ojos un punto de desasosiego. La boca no le aguantaba bien la sonrisa y el tic, tan en consonancia hasta ese momento con la tersura de sus músculos faciales, volvió a tener un aire crispado y casi cómico.
—Voy a venir con un permiso de verdad dentro de un par de semanas. Un mes entero. Entonces nos podremos ver a gusto tú y yo, ¿no, Miguelito? Me han dicho que estás cambiado.
Rafi se había levantado de la silla en la que estaba sentado con sus amigos en el Rey Pelé y casi cortaba el camino de Miguelito, que, por encima del hombro de Rafi, veía al enano Martínez disfrazado con una camisa blanca y una corbata, parecida a las que usaba Rubirosa, cayéndole por el pecho y llegándole hasta más abajo de la entrepierna. El enano cuchicheaba algo con el representante de lencería.
—No. Que yo sepa no he cambiado. ¿Y tú? ¿Te has hecho ya un hombre?
—Yo creo que sí. Ya lo iremos viendo —conseguía mantener la sonrisa Rafi Ayala, pero se le notaba el esfuerzo.
Miguelito le puso la mano en el hombro con la intención de apartarlo de su camino.
—Sí, ya lo iremos viendo. Tengo un poco de prisa.
El enano y Rubirosa, que hasta entonces no había querido mirar directamente a Miguelito, se levantaron. Al ponerse de pie, la corbata seguía llegándole al enano a la altura de los muslos.
—Siempre tienes prisa, siempre tienes que estar en otra parte, donde no tienes que estar —Rafi se resistía al suave empuje de Miguelito.
Se acercaron el enano Martínez y Rubirosa. Miguelito sintió en su mirada los ojos de Rubirosa. Tenían algo de imán y también de cuchillo afilado. Pero si Miguelito sintió aquella mirada como un peligro no fue solamente porque llevase en cerrada una amenaza para él, sino por la atracción que aquellos ojos rasgados y brillantes pudieran ejercer sobre Luli. El enano saludó a Miguelito alzando la mano y diciendo su nombre en voz baja, «Miguelito». Dávila le correspondió apenas moviendo el mentón. —¿No te vas a tomar nada con nosotros? —Rafi Ayala volvía a parecerse al despellejador de gatos, al adolescente exhibicionista—. Vamos a otro sitio. Al Bucán si quieres.
—Deja al muchacho. Tiene prisa —la voz de Rubirosa tenía una grieta dentro que le partía los sonidos en dos—. Otro día nos invitamos unos a otros a lo que sea, ¿vale?, cuando a todos nos venga bien.
Miguelito había vuelto a mirar a Rafi. Retiró la mano de su hombro y el paraca volvió a sonreír.
—Bueno. Otro día —ahora era él quien palmeaba suavemente el brazo, el hombro de Miguelito.
—Además, esta estación ya no tiene interés. Ya hemos visto pasar todos los trenes importantes —los ojos de Rubirosa estaban mirando al otro lado de la calle.
Miguelito percibió la ironía más en los ojos que en la voz del representante de lencería. Adivinó el motivo de sus palabras y de su mirada. Estuvo tentado de volver la cabeza, pero siguió mirando a Rubirosa, que ahora sonreía abiertamente.
—Miguelito —volvió a decir el enano empezando a andar y tocándose el nudo de la corbata a modo de despedida.
Rafi Ayala se limitó a palmearle otra vez el brazo y a sonreírle, ya con su espíritu marcial recuperado. Miguelito y Rubirosa se quedaron uno frente a otro. El segundo dio un paso adelante y dijo en voz baja, mirando fijamente al otro lado de la calle:
—Es mucha mujer para ti.
Miguelito le aguantó sin dificultad la mirada y sólo titubeó, sólo se le movieron los ojos cuando Rubirosa añadió en un susurro todavía más bajo, un poco lastimero:
—Sobre todo con lo tuyo, con tu enfermedad. Hazme caso. Mucha mujer.
Siguió su camino el representante de bragas y sujetadores. Se reunió con Rafi Ayala y con el enano Martínez, y los tres empezaron a alejarse, calle adelante. Dávila, todavía un poco más lívido, se volvió con lentitud y miró hacia la acera de enfrente, al lugar hacia el que había mirado Rubirosa. Vio a Luli. No estuvo seguro, pero le pareció que una sonrisa desaparecía de su boca antes de mirarlo a él, antes de que el ceño se le frunciera. Estaba allí, esperándolo, con su bolsa de La Estrella Pontificia colgada del hombro. Miguelito pensó que había algo de resignación en el gesto de Luli. La Señorita del Casco Cartaginés pasó fugazmente por su cabeza. Oyó su risa apagada, el eco de su voz mientras cruzaba la calle. También en ese trayecto, mientras daba los pasos que lo separaban de Luli, notó el olor que desprendía Rubirosa, un perfume ácido del que sólo fue consciente en ese momento, cuando ya no podía olerlo.
Aquella tarde Luli Gigante sintió en la cama la rabia de Miguelito. Él también notó en ella algo semejante a la desesperación, una especie de avaricia en el deseo que en algunos momentos llegó a parecerle casi violenta, ansiosa. Miguelito le había hablado a Luli unos días atrás de los síntomas que venía sintiendo. Sólo ella lo sabía. Tres veces más había manchado el urinario con aquel tinte pardo. A ella le había dicho que sólo había sido una, y le había prometido acudir al médico si volvía a repetirse. «Debes tener cuidado con lo tuyo, con tu enfermedad —le había aconsejado, y después se le había acercado por detrás y le había rodeado suavemente el cuello con los brazos, le había besado el pelo y le había susurrado al oído—: Y yo te querré siempre, no importa lo que te pase. Yo estaré allí.»
«Si llegara a vivir mil años nunca se me olvidaría ese abrazo —le dijo Miguelito a Paco Frontón semanas después, en el hospital—. Casi me gustó estar enfermo, volver a orinar esa mierda, con tal de que me abrazaran así. Me dieron ganas de decírselo, pero lo único que le dije fue que yo no era un enfermo, que no estaba enfermo. Y aquella fue la primera vez que pensé de verdad en no volver a ver a la Señorita. Sentí remordimientos. Ya ves para qué me sirvieron.»
Pero toda esa ternura desapareció súbitamente en el momento en que Rubirosa mencionó su enfermedad. La ternura dejó a su paso un rastro amargo, un polen que, mezclado con el perfume del representante, emponzoñó la garganta de Miguelito Dávila. Al cruzar la calle y llegar junto a Luli le besó los labios y caminó junto a ella en dirección a su casa. El silencio fue tensándose, circulaba por dentro de las palabras que Luli sacaba forzadamente de su boca. «¿Ese era Rafi Ayala?» «Sí.» Miguelito sabía que estaba más pálido que nunca. Notaba que no tenía sangre en la cara. «Estaba con José, ¿no?» Miguelito hizo un gesto afirmativo muy leve, miró la bolsa de La Estrella Pontificia en el brazo de Luli. Se oían los pasos en la acera, el eco de los coches al pasar por otras calles. Cuando ya estaban llegando a casa de Miguelito, Luli, quizá sin soportar el silencio durante más tiempo, llegó a decir, «Qué calor», y a Miguelito le pareció una declaración de culpabilidad. Ni siquiera quiso mirarla. Abrió el portal de la casa. Aquel olor a lejía.
Nunca se lo había dicho a Luli, pero sentía algo parecido al asco, una repugnancia secreta, cada vez que veía la bolsa de La Estrella Pontificia apoyada en el pie de aquel aparador desgastado que había en su habitación. Aquella tarde estuvo a punto de decirle que no llevara la bolsa cuando fuese a su casa, que llevara sus libros, el bolso rojo que le colgaba del hombro cuando la había visto a principios de verano en la piscina, lo que ella quisiera, pero nunca más esa bolsa. Pero no dijo nada Miguelito. Se apoyó contra la pared y dejó que ella se le acercara despacio, con aquella media sonrisa. «Beatriz —pensó—. La gloria de quien mueve todo el mundo», y aquel verso le produjo la misma repulsión que la bolsa de La Estrella Pontificia. Las palabras de la Señorita del Casco Cartaginés, «Tú. Tú eres el mundo, tú eres la poesía. El mundo ha hecho un largo camino hasta llegar a ti». Esa burla.
Renegaba de todo Miguelito Dávila, pero de sus labios no escapó ninguna palabra. Dejó que Luli se acercase a él, que sus manos pasaran por detrás de su cabeza y que sus dedos fríos apretaran su nuca. Se dejó besar en la boca y besó él la boca de ella. Sólo con una mano le abrazó la cintura, la atrajo hacia sí y apretando su vientre contra el de ella, uniéndolo con fuerza, se quedó mirando las pupilas de Luli, serio, haciendo que la sonrisa de ella se evaporase. «La gloria de quien mueve todo el mundo.» Deseó ahogarse en el olor de Luli, ahogarse en aquel aroma a lavanda como se ahoga uno en mitad de la noche en el océano, cerrar los ojos y que el mundo entero se borre.
Pero a medida que cerraba los ojos y notaba el pelo de ella en su cara, los labios en su cuello, aquella humedad, el mundo se manifestaba de un modo más evidente, se hacía más real, y Miguelito se sentía más invadido que nunca por su propia conciencia. Al abrir los párpados se encontró con los ojos de Luli. Ella también tenía un aire de desafío en la mirada. Fue ella la que se desabrochó la camisa, la que se sacó un pecho por encima del sujetador e hizo inclinarse a Miguelito hasta que los labios de él le atraparon el pezón. Y allí inclinado volvió a multiplicarse su rabia al preguntarse en quién estaba pensando ella. Y notaba, ahora sí, cómo la cabeza se le iba quedando en blanco, cómo todos los sentidos, agudizados, se concentraban en Luli, en aquel pezón de adolescente que le rozaba los labios y que tenía un sabor amargo, parecido al cloro de las piscinas mezclado con un perfume de canela, la voz de Rubirosa, su aliento diciéndole, «Lo tuyo, enfermo, mucha mujer». Se arrodilló, «Mucha mujer», y desabrochó el botón del pantalón vaquero de Luli, una capa casi invisible de vello rubio, un trigo dócil apareció sobre aquel campo de piel bronceada y lisa. Recibió el golpe de ella, una embestida de las caderas contra su cara, los dedos de Luli agarrándose a su pelo y apretándole la cara contra su vientre, el sabor de la tela del pantalón, la espuma negra de la braga y los vellos del pubis, y el olor, la culpa. Se alzó Miguelito y con aquel olor todavía en la boca besó la boca de Luli, le mordió el labio inferior a la vez que le decía, «Puta», lo dijo sin voz, sin pronunciar la palabra, sólo moviendo los labios, los labios con los que la besaba. Volvió a decirle puta, ahora en un susurro, cuando su mano bajó por el vientre de Luli, apartó el pantalón y sus dedos se encontraron con la frontera negra de la braga, al mirar aquella prenda volvió a repetirle la palabra, puta, mientras ella lo miraba a los ojos, mientras hundía los dedos en su sexo y Luli, quizá por primera vez en su vida rebelada contra la lentitud que la envolvía, lo obligó a dar dos pasos abrazada a ella y lo hizo caer sobre la cama.
Hubo algo de venganza en aquel acto amoroso. Miguelito pensaba que a Luli también la impulsaba el mismo sentimiento. Se necesitaban y sentían odio por ceder ante esa necesidad, odio por ese deseo que crecía unido a la rabia. Los brazos tensos de Miguelito, sus caderas golpeando las caderas de Luli, ella con aquel jadeo ronco que se convertía en un gemido, en el inicio de algo que parecía un llanto y que acababa desembocando otra vez en una respiración forzada, un cuerpo avanzando sobre el otro, y unos brazos inmovilizando otros brazos y el sol del último verano formando a través de la persiana de madera unos trazos fantasmales y geométricos en la pared que había frente a la ventana y también en los cuerpos que se anudaban sobre la cama y que parecían, con aquellos trazos y aquellos puntos dibujados en su piel, preparados para un estudio de anatomía.
Y cuando toda aquella tensión se deshizo dentro de Miguelito Dávila, igual que si el cerebro se le hiciera líquido y se le derramara con su semen, y Luli, jadeante, todavía con las pupilas dilatadas, volvió a ser la joven de movimientos pausados que había conocido ese verano y no aquella desesperación sin forma, aquel cuerpo múltiple e inabarcable, la rabia y el odio, ya libres de cualquier lastre, empezaron a recomponerse en su mente. Volvieron en un oleaje lento, empapando la arena reseca de su interior donde antes, revuelto el odio con el deseo, no había alcanzado su marea.
Miró Dávila la braga de Luli, arrugada, recogiendo en su tejido el frescor del suelo. Estaba sentado a un lado de la cama, apoyado contra la pared. Ella tumbada.
—No estoy enfermo. No soy un enfermo —dijo, y se quedó mirándola.
Luli, introduciéndose los labios en la boca para humedecerlos, lo miró fijamente, se cubrió el pecho con la sábana. Miguelito dobló el cuello suavemente, señalando con la sien la prenda que había en el suelo:
—Esas bragas son nuevas, ¿no? Antes nunca querías usarlas negras.
Luli no había apartado los ojos de Miguelito desde que había empezado a hablar. Seguía mirándolo, serena.
—¿Te las ha regalado él?
En la cabeza de Miguelito se abrían unas compuertas por las que salía una podredumbre antigua. Una vez había visto un perro muerto flotando en una charca de agua podrida. La corriente arrastraba en la cabeza de Miguelito Dávila una marea oscura. La mirada resignada de su madre, las manos pobres de las mujeres en la droguería, la mueca de Rubirosa al hablarle, su aliento. Luli lo había olido, había aspirado aquel aliento antes que él, había mirado aquellos ojos, conocía su poder y nunca le había hablado de él.
—¿Son de una de sus marcas, de esas caras? ¿Y qué más te regala? ¿Qué más te hace? Luli Gigante no dejó de mirado. No había ningún gesto en su cara. Sólo una oscuridad leve, la sombra de un pájaro que volase alto. Entornó los párpados. Apartó suavemente la sábana de su cuerpo y se levantó. El pelo se le derramó por el hombro. Miguelito le dijo a Paco Frontón que las líneas y puntos de luz que pasaban a través de la persiana eran una especie de morse en la piel de Luli. Se movía no sólo con lentitud, sino con torpeza. No parecía tener memoria ni apenas vista. Dudaba por dónde empezar a recoger su ropa y vestirse. Dio un paso atrás, miró a su alrededor. También había perdido la facultad de oír. No escuchaba a Miguelito, parecía sola en aquel dormitorio. La habitación le era extraña del mismo modo que su figura resultaba ajena entre aquellos muebles junto a los que parecía estar por primera vez en su vida.
Miguelito sintió que la desnudez de Luli, aquella falta de pudor, no era más que una nueva demostración de culpabilidad. O así quiso creerlo una parte de él, ese otro individuo que escogía sus palabras.
—¿Qué más te regala? ¿Y tú a él? Dímelo.
Vio un reflejo, un rastro de humedad en la cara de Luli. Se abrochaba la camisa con cuidado. Miguelito se inclinó un poco. Volvió a ver la cara de Luli. Miraba hacia abajo, a ninguna parte. Tenía lágrimas en las mejillas. Aquélla fue la señal para que las compuertas que momentos antes se habían abierto en el interior de Dávila empezaran a cerrarse. Pero él quiso continuar el camino iniciado, y a la vez que se preguntaba a sí mismo quién le había tendido aquella trampa, cómo había podido dejarse llevar por aquel impulso, siguió hablando:
—¿Qué más te regala? Por qué no me lo dices. Por qué no me lo quieres decir.
Ya no creía lo que decían sus palabras. Ni siquiera estaba seguro de haber estado hablando. Luli había acabado de abotonarse la camisa. Recordó Miguelito el instante en que ella misma se la había desabrochado, su pecho asomando por encima del sujetador. Le sobrevino un asomo de deseo, se vio a sí mismo deseando a Luli en un futuro cercano, el día siguiente, esa misma noche. El destino acababa de bifurcarse a su espalda. Y supo que aquello que había sucedido unos minutos atrás ya pertenecía a un pasado inalcanzable, que la vida, los hechos, habían derivado por un camino equivocado. Estaba asombrado del poder de las palabras, por el modo en que unos cuantos sonidos pueden cambiar el curso de varias vidas.
Luli acababa de ponerse el pantalón vaquero. Echó la cabeza hacia atrás y se recogió el pelo en la nuca. Aquel gesto también le pareció a Dávila algo que pertenecía al pasado, algo que desaparecía entre sus manos. Vio cómo Luli se agachaba y recogía del suelo la braga. La guardaba en el bolso de La Estrella Pontificia. La bolsa ya no le pareció ofensiva, allí colocada contra el viejo aparador, sintió una nostalgia anticipada. Los días felices. Recogió Luli el sujetador de entre las sábanas. Ya no lloraba. Tenía los ojos brillantes, pero el gesto era sereno. Miguelito recordó su voz el primer día que hablaron, en los vestuarios de la piscina. Unas palabras flotaban en la cabeza de Miguelito, «No te vayas». Las acariciaba, notaba cómo esas tres palabras empezaban a subirle garganta arriba, pero no se decidía a pronunciarlas, y continuaba inmóvil, observando a Luli. Sintió miedo al pensar en Rubirosa. Sus ojos. El dolor que le podía provocar la imaginación. Ver a Luli con él. Pensar que iba a verlo con él. Luli volvió la cabeza, quizá susurrase algo, y salió de la habitación. Miguelito Dávila oyó el sonido leve de sus pasos en el corredor. Por allí había venido otras veces la música, la risa de Luli. «No te vayas», todavía estaba a tiempo de decirlo, los pasos se detuvieron. Oyó el sonido de la puerta al abrirse, el golpe seco con que se cerró. Y sólo entonces, con un susurro, habló, «Puta».