González Cortés tenía una maleta color caramelo bajo el mostrador, en el bar de su padre. Se la había llevado su tío, el dueño de Portes Nevada, y González Cortés, en los ratos libres que le dejaba la clientela, hacía cálculos sobre todo lo que le cabría en ella cuando diez o quince días después saliera rumbo a Madrid. En las servilletas de papel repetía cada tarde con letra pequeña y clara la lista de su equipaje.

Me contaba que en su casa ya iba colocando aparte la ropa que iba a llevarse. Los bolígrafos, seis cuadernos de pasta dura de la papelería Ibérica que tanto le gustaban, los dos libros de botánica que le había regalado su abuelo antes de morir, una brújula que siempre tenía a su lado cuando estudiaba. Una foto en la que estábamos Milagritos Dulce, él y yo al principio de ese verano, sentados a la sombra del árbol que había en la puerta del bar. Los tres sacados fuera del tiempo, las caras manchadas por la sombra de las ramas que había sobre nosotros, Milagritos y yo con una sonrisa apacible y González Cortés mirando con preocupación a la cámara, viendo al parecer algo inquietante o confuso que Milagritos y yo no alcanzábamos a percibir.

Nunca hablábamos del futuro. Y cuando hacíamos alguna referencia concreta a su viaje, a mí siempre me parecía que él tenía la sensación de que yo estaría allí, en Madrid, compartiendo sus descubrimientos, la universidad y sus nuevas amistades, y que él continuaría ligado a todo lo que en el bar, en el barrio y en la ciudad fuese sucediendo. Sólo cuando me dijo que Lola Anasagasti, aquella medio novia que había tenido el verano anterior y que llevaba un año viviendo en Madrid, le había escrito preguntándole por la fecha de su llegada, pareció darse cuenta de que el viaje que estaba a punto de emprender lo alejaba de todo lo que hasta ese momento había constituido para él el centro de su existencia. «Quizá ya nunca más vuelva. Sólo los veranos y alguna navidad, hasta que venir aquí ya sea como ir a ninguna parte o abrir un álbum de fotos antiguas», y se quedó mirando el hueco aquel donde tenía metida la maleta color caramelo de su tío, ese animal que podía devorar su pasado.

Sólo aquella vez pareció ver realmente esa maleta González Cortés, sólo entonces pareció vislumbrar que quizá aquella Lola Anasagasti o alguna otra mujer, un trabajo o el lógico discurrir de los acontecimientos pudieran alejarlo para siempre de su mundo. Ni siquiera sé si a pesar de ello llegó a sentir ese día el vértigo que yo, sin futuro ni planes de cambio alguno, sentía. Quizá embargado por esa falta de perspectiva, sólo acompañado de confusos pensamientos, todo en mí era vértigo y por todas partes veía maletas y mudanzas.

Sentado en la puerta del bar, una de esas tardes vi al Babirusa en la acera de enfrente. Estaba agachado, inclinado sobre algo que había encontrado en el suelo. Debía de ir camino de la fundición Cuevas y se había detenido en su camino para coger una de las primeras hojas caídas de los árboles, unos falsos plátanos medio enfermos que había desperdigados polla calle. Observaba la hoja con atención, leyendo su nervadura igual que un adivino interpreta la palma de una mano. Soltó la hoja y buscó otra, removió el pequeño cúmulo que el viento había formado en aquella esquina en busca de no se sabía qué señal. Aquellas hojas, caídas sin ser amarillas todavía, de un verde pálido pero ya sin fuerza para sostenerse en sus ramas, con la savia cortada prematuramente y formando en su extremo un coágulo blanco como el que yo a veces sentía crecer en mitad de mi pecho, también me transmitieron, como el propio Babirusa allí arrodillado, cierta sensación de mudanza y abandono. Ya nada podía evitar que todo sucediera del modo que estaba anunciado desde tiempo atrás.

Todo estaba lleno de signos. Sólo había que tener la paciencia suficiente para agruparlos y ver cómo señalaban con todo detalle aquello que estaba a punto de suceder. Meliveo volvía a dar bandazos en solitario con su moto hecha con restos de otras motos y con fragmentos de bicicletas antiguas. María José la Pija se había ido, con su culo proletario, a Barcelona. Una de aquellas primeras noches de septiembre la Pija le había dicho que al día siguiente no fuese a recogerla a su casa. Que tampoco fuese dos días después ni nunca más, porque se iba a estudiar Farmacia a Barcelona. «Te puedo dejar una foto, si quieres», le comentó la Pija, interrogando al desconcertado Meliveo con la mirada, con una mano metida en el bolso y un gesto impaciente en la cara.

«Lo nuestro ha sido una cosa de verano —nos contó Meliveo que le había dicho la Pija—, lo más seguro es que ya nunca vuelva, que me quede a vivir allí. Tengo unos primos guapísimos, no sabes. No te lo quería decir, que me iba, porque a lo mejor a ti no te interesaba tenerme así, sólo para el verano, y te ponías pesadito. ¿Quieres la foto?», y Meliveo, que entonces apenas era un aprendiz de economista y ni siquiera había iniciado su carrera como actor de teatro, estuvo dudando si fingir un desmayo y caer dramáticamente sobre el arriate del portal o hacer un esfuerzo y con una voz seca, indiferente, decir que él también tenía pensado decirle uno de aquellos días que ya era hora de dejarlo todo, que el verano se acababa y él los inviernos los dedicaba al estudio o a cualquier otra cosa. Pero Meliveo no pudo sobreponerse a la parálisis bucal, ni siquiera contener las dos lágrimas, únicas pero largas, de casi treinta centímetros, que le bajaron veloces por la cara y el cuello, y sólo alcanzó a extender la mano para recoger en silencio la foto que la Pija le tendía.

Con aquella foto en el bolsillo de su cazadora blanca, iba recorriendo Antonio Meliveo las calles del barrio y las carreteras de los alrededores de la ciudad, con el trueno de su motocicleta rompiendo el silencio de la tarde y el escozor del corazón anudado a la garganta. Se detenía en el borde de las playas y en los recodos de los caminos en los que a lo largo de ese verano se había refugiado con la Pija. Y allí, con el motor de su estrafalaria moto apagado pero todavía humeando y desprendiendo unos crujidos lastimeros, sacaba del bolsillo la manoseada foto y se quedaba mirando a la Pija, sentada ya para siempre en el césped de la piscina de la Ciudad Deportiva con su biquini rojo, aquel sueño, riéndose con una expresión limpia. Las dos esferas demasiado perfectas de sus pechos también se reían, y del césped, amarillento en la foto, parecía levantarse un rumor que encerraba todas las voces que siempre flotaban alrededor de la piscina.

Aquel vagabundeo de mi amigo también se sumaba a aquella sensación mía de provisionalidad y mudanza. Lo mismo que el Garganta, al que una mañana habían llamado para una entrevista de trabajo en la radio y de pronto se había convertido en hombre del tiempo, el niño del tiempo eterno, le decían con ironía en el bar, y radiaba ante el micrófono, con el mismo tono con que antes nos contaba películas o hablaba de los sucesos del barrio, sus particulares partes meteorológicos, «Y sepan, amigos, amigos del otro lado de las ondas, amigos invisibles pero cálidos, que éste va a ser un otoño lluvioso. Pero, no lo olviden, será nuestro otoño, el otoño de todos», decía, y su voz impostada parecía salir del hueco que su cuerpo había dejado en la barra del bar, entre la máquina del café y la torre de las cajas de cerveza.

Aunque seguía viviendo en el barrio con sus padres, también a él lo vi uno de aquellos días con una maleta. Iba con su traje negro y la camisa verde, y llevaba una maleta grande y medio vacía en la que había metido algo de ropa y unos cuantos objetos que quería tener a su lado en la radio, porque, según le contó al Carne, consideraba que alguien de su rango infunde más respeto si se encuentra rodeado de sus pertenencias y que éstas contribuían a expandir por la atmósfera que los rodeaba la personalidad de su dueño. «Todo sale por el micrófono —le dijo al Carne—, las galletas que como, los muñequitos gilipollas que me gusta tener en la mesa o las dos o tres camisas y pantalones que tengo colgados en mi taquilla por si algún día se nos presenta una tragedia y yo tengo que hacerme cargo del micrófono no se sabe cuántas horas, cambiándome la ropa empapada de sudor sin parar de hablar, como en aquella película de Kirk Douglas.»

Allí estaba su hueco libre en la barra. Ahora, en su lugar, González Cortés había colocado una radio por la que a veces salía la voz del Garganta, contando casi las mismas cosas que antes, sólo que ahora, además, hablaba de nubes y chubascos y tenía la voz un poco arañada por el crepitar de las interferencias y por la arena del altavoz. También estaba la diferencia del tono, un poco menos engolado. Quizá en la radio le habían dicho que fuese menos radiofónico. «Y sepan, amigos, amigos del otro lado del micrófono pero de este mismo lado del corazón, sepan que éste será un otoño lluvioso.»

Y yo pensaba que en el fondo a todos nos pasaría lo mismo que al Garganta y a su hueco en el bar. Todo estaba siendo sustituido, reemplazada la vida que hasta entonces habíamos tenido por algo intangible, todavía sin cuerpo. Y pensaba que muy pronto todos seríamos sólo eso, figuras etéreas, voces flotando en la memoria de los demás y a las que poco a poco irían ganando las interferencias, los sonidos que llegaban de la calle y el eco de otras voces. Quizá entonces, en una zona remota de mi cerebro, en ese terreno turbio donde se forman los sueños, empezara a fraguarse el propósito de vencer aquellas desapariciones y sacar a la luz algún día, más de veinte años después, aquel paisaje del cual empezaba a retirarse el sol para no volver hasta mucho tiempo después. Iba a ser, sí, un otoño lluvioso.