Miguelito Dávila no volvió a tener ningún indicio de su enfermedad en los días siguientes al encuentro con la Señorita. «Dulce color de un oriental zafiro», murmuraba a modo de rezo en el borde del retrete antes ni siquiera de abrirse la cremallera del pantalón. «Puro hasta la prima esfera, reapareció a mi vista. Puro infino al primo giro», seguía recitando al ver, aliviado, el líquido incoloro que iba saliendo de su cuerpo. No le dijo nada a su madre ni tampoco al Babirusa ni a Paco Frontón del oscuro aviso que había tenido después de pasar la primera noche con la Señorita del Casco Cartaginés. Tampoco le comentó nada a Luli Gigante.
Luli era igual que una de esas rosas que tiempo atrás le regalaba el representante de lencería. Unos pétalos enredándose con otros, haciendo una espiral, sin saberse cuál de ellos formaba la flor. No se sabía qué parte de ella era su piel y qué otra su corazón. «Quizá fueran la misma cosa, una y otra», le dijo Dávila a Paco Frontón cuando ya todo había pasado. «Fui yo quien se equivocó, quien confundió lo fácil con lo oscuro.»
Ya no ocultaba su alegría Luli Gigante, y la mitad de los días se le olvidaba coger sus libros gastados para salir de su casa por las mañanas. Paseaba por el barrio o llegaba hasta el centro para ver a la Cuerpo en la zapatería donde trabajaba y contarle sus progresos en La Estrella Pontificia. Le hablaba del monitor Zaldívar, que había bailado en Nueva York y en Rusia, de las duchas y los espejos de aumento que había en los vestuarios, de las veces que Rubirosa la llamaba por teléfono.
—Miguelito no sabe nada —contestaba con una sonrisa a la mirada expectante de la Cuerpo—. Pero sólo me pregunta por el baile, si estoy contenta y si todo es como yo me lo imaginaba. Si puede hacer algo más. Nada más que me habla de eso —insistía ante la mirada cada vez más incrédula de la Cuerpo—. Si hablase de otra cosa él sabe que yo cortaba, que dejaba de ir a la Estrella y no volvía a verme.
—¿Te ves con él? —le preguntó la Cuerpo, deseando la confirmación.
—Una vez —Luli jugaba a fingir una sonrisa inocente.
—Lo sabía —la Cuerpo miraba hacia el interior de la zapatería, le hacía una señal a su compañera indicándole que ya estaba a punto de volver al trabajo—. Lo sabía.
Negaba Luli:
—Una vez nada más. Porque quería regalarme una malla nueva. De una de las marcas que él lleva. Toda lisa, sin costuras. Estuvimos diez minutos.
La Cuerpo se reía y Luli fingía indiferencia:
—Le dije que no quería más regalos. Ya ni me manda flores. Se lo dije yo, que no me mandase ni un ramo más. Que a Miguelito no le gustaba, y que Miguelito seguía siendo mi novio, que nunca se le olvidara.
—¿Y él qué te dijo?
—Nada. Sólo me contestó que sí, así, riéndose, mirándome. Eso sí, con el pelo como lo lleva ahora, medio despeinado, y los ojos también con la risa. Más moreno, de haber tomado el sol, y el traje que llevaba, azul marino pero moderno. Estaba para hacerle algo, para que te echara dos sin sacarla —la risa de Luli dejó paso en unos instantes a una expresión seria, casi triste—. Pero lo que le dije de Miguelito es verdad, está él.
Por las tardes, luciendo orgullosa su bolsa de tela con el anagrama y el nombre de La Estrella Pontificia, veíamos a Luli Gigante atravesar el barrio camino de la parada del autobús y perderse tras los reflejos de las ventanillas camino de la academia de baile. Miguelito la recogía al acabar el trabajo. Don Matías Sierra lo dejaba salir unos minutos antes y él se quedaba en una esquina, un par de calles más abajo, para no ver a Luli saliendo de la academia, para no ser observado por aquellos tipos que aparecían con el pelo mojado, todos con sus bolsas al hombro, dándose palmadas, besando descuidadamente a las chicas al despedirse o sólo diciéndoles Ciado mientras todavía ensayaban entre risas un paso de baile por las aceras.
A veces, para que Luli pudiera presumir, para que viese a sus antiguos conocidos, iban al Bucán. Y allí, mientras Luli le hablaba de La Estrella Pontificia y del bailarín Zaldívar al monitor de los dientes grandes, el que fingía ser cubano, o mientras bailaba con él por la pista, comentando que ya no estaba acostumbrada a aquellas maderas tan ásperas, Miguelito bebía tranquilo un par de cervezas y procuraba que la sonrisa no se le momificara en la boca y en vez de una sonrisa pareciese un pájaro muerto.
Miguelito aplaudía al final del baile de Luli con el falso cubano o del que a veces bailaba con alguna antigua compañera, maravillada por los avances de Luli, por el ritmo que ahora le recorría hasta el último milímetro del cuerpo. Y brindaba con ellos Miguelito, no importaba que por sus retinas, en vez del baile de Luli Gigante y de aquellas palabras de elogio, cruzara el rostro de la Señorita del Casco Cartaginés, el movimiento de sus labios al decirle, «Te deseo, Te deseo, Nunca supe lo que era el verdadero deseo hasta el día en que te vi». Veía la casa de la Señorita, la franja del mar al caer la tarde la segunda vez que fue a verla. Aquella bebida amarga y de color rojizo que tomó con ella en la terraza mientras la tarde se evaporaba, ya casi con la velocidad del otoño, en el horizonte, allí donde empezaba otro continente, otro mundo.
Luli también bailaba para él. Las tardes de sábado o de domingo en que la madre de Dávila iba a casa de alguna de sus hermanas, Luli Gigante bailaba descalza en la habitación de Miguelito, y el sonido blando de sus pies en las baldosas era una percusión excitante, apenas apagada por la música del viejo tocadiscos que, a través del pasillo, llegaba desde el salón como un viento turbio y arenoso. Luli bailaba con una sonrisa en los labios, y aunque era una sonrisa estática, inmóvil, nada tenía que ver con esa mueca congelada en la que a veces sentía Miguelito que desembocaba su propia sonrisa en el Bucán. La sonrisa de Luli era la espuma de aquella marea que le recorría el cuerpo, aquel ritmo lento que iba y volvía como las olas del mar del interior a la piel de su cuerpo. Doblaba las muñecas, los dedos muertos apuntando hacia el suelo, y avanzaba hacia Miguelito, cadenciosa, casi desnuda, las caderas siguiendo unos giros extraños, casi rotos, y los brazos yendo de atrás hacia delante. Luli Gigante iba por encima o por debajo de la música, siguiendo un compás distinto, realzando con aquel contraste la armonía de sus movimientos. Y bailando, se inclinaba sobre Miguelito y lo besaba, la cortina tibia del pelo derramándose sobre la cara de él y los pechos de adolescente rozándole la piel.
Y el baile continuando, aumentando su ritmo después del beso, Luli ya sin sonrisa, los ojos turbios y sin mirada, todo baile, más allá de la música, dejándose llevar por aquella onda que recorría su cuerpo. Y Miguelito sentía que la quería, que ella era Beatriz. También más allá de la poesía era su Beatriz, ella era las costas de África y de todos los continentes, ella era su mejor sueño. La quería, y en esos momentos le asaltaba la tentación de contarle lo de la Señorita, decirle que había ido varias veces a su casa, que se había acostado con ella. Estaba seguro de que Luli lo entendería, que apenas le prestaría atención y tal vez seguiría bailando con la sonrisa sólo un poco más triste, porque todo era un juego. Lo perdonaría de inmediato, si es que no lo había perdonado ya, porque a veces Miguelito pensaba que Luli lo sabía todo, cómo no iba a saberlo, mirándolo así mientras bailaba, cuando se despedían por la noche o se besaban bajo los eucaliptos de la Ciudad Deportiva. Todo, cada gesto, era una palabra de piedad y comprensión.
Pero callaba Miguelito, callaba porque sabía que cuando Luli desaparecía de su vista el mundo se transformaba y él también se convertía en otro, algo mudaba dentro de él, como si Luli se llevase parte de sus sentimientos y lo dejase en mitad de un campo abierto del que poco a poco se iba adueñando la Señorita del Casco Cartaginés, primero como una sombra y luego como una tentación, un veneno que lo turbaba y se le hacía cada vez más evidente y dulce en el paladar, atrayéndolo hacia la Torre Vasconia. «Ayer vi al Casco. La hijaputa llevaba un traje negro todo lleno de adornos de cerezas, parecía una frutería andando», comentaba el Babirusa con su media sonrisa, y Miguelito daba un trago corto a su cerveza, acordándose de ese vestido, cómo se deslizó hasta los pies de la Señorita mientras el olor de la ropa interior, o tal vez de su piel, un olor a cajones cerrados, a perfume antiguo, subía hasta su nariz y entraba igual que una droga en su cuerpo.
Callaba Miguelito y dejaba que el Babirusa continuase hablando del Casco, «La gansa vomitiva, el ángel de la muerte, la gaznápira», mientras Avelino Moratalla comentaba que él no la veía tan mal, que, fijándote, estaba buena. Y ante la cara de repugnancia del Babirusa, Miguelito se encontraba con los ojos azules de Paco Frontón, observándolo, la máscara de adolescente colocada bajo aquel rostro de anciano. «Tú eres un corazón puro, tienes un espíritu indomable y tienes que protegerlo. Es tu deber, que no se corrompa, estás obligado a que viva y hable y no renuncie nunca, nunca, a ser como es. Tú eres la poesía, está en ti, tienes que darle forma, buscar el camino para que fluya, pero está en ti», Miguelito veía los últimos pájaros del verano a través de la ventana de la Señorita mientras ella, tumbada en la cama, le hablaba. No sabía que aquellos pájaros tan endebles volasen tan alto.
«Yo la veo interesante. Es interesante, y atractiva», la Cuerpo daba una opinión de experta y Luli, quizá dando unos pasos de baile imaginarios, saludando al público en algún teatro con palcos adornados de guirnaldas y deslumbrada por los focos, preguntaba distraída, «De quién estáis hablando», «La gaznápira», contestaba el Babirusa, «Una profesora de la Almi», respondía la Cuerpo, «Está buena», aprovechaba la coyuntura Avelino, y Miguelito se acordaba de aquellos racimos de cerezas tirados en el suelo y de aquellas palabras que salían de su memoria como días atrás habían salido de los labios de la Señorita, «Beatriz no existe. Tienes que saber que Beatriz también eres tú. Beatriz será la vasija en la que deposites tu energía, lo mejor que hay en ti. Y no pienses que te lo digo para confundirte ni mucho menos por celos de nadie. Ella nunca sabrá quién eres. Yo te quiero para ti, no para mí. No te digo que yo soy tu guía, tu Beatriz. Lo que te digo es que Beatriz no existe, ni nunca existirá fuera de ti».