Amadeo Nunni el Babirusa quería averiguar quién era su verdadero padre. Aquel hombre que había desaparecido una noche, llevado por una nube o apuñalado en la oscuridad de un portal, no era más que un prófugo que huía de su infortunio. Un hombre que, como el propio Babirusa, se supo traicionado y no quiso seguir atado a una mujer y a una vida que eran la encarnación misma de su desdicha. «A mí no me tendría que haber dejado atrás. A mí me tenía que haber llevado con él, a las nubes o a morirse, haberse portado conmigo como un padre, aunque no lo fuera», le susurró el Babirusa a Miguelito el día que le confesó todas sus sospechas, el presentimiento convertido en certidumbre de que él era hijo de un desconocido y que la deserción del que no era su padre estaba motivada por ese mismo hecho.
«A lo mejor no lo supo hasta esa noche. O lo supo mucho tiempo antes y lo tuvo atragantado hasta ese día. A lo mejor el muerto del portal era mi verdadero padre y el otro, el que yo creía que era mi padre, lo mató a puñaladas. Aunque mi padre, el que no era mi padre, digo, el que me crió, nunca lo habría matado por la espalda, le habría dado todas las puñaladas por delante, mirándolo a la cara. Mi abuelo tiene que saber la verdad.»
Pero Amadeo Nunni no fue a preguntarle a su abuelo por ninguna verdad. Por lo menos no lo hizo directamente. Le insinuaba cosas.
—Si tú supieras algo me lo dirías, ¿verdad, abuelo?
—¿Algo?
—Sí. Algo importante.
El viejo se quedaba mirando a su alrededor. Porque estaba desconcertado y porque le daba miedo dejar la mirada fija en la de su nieto.
—Algo que tuviera que ver con mi padre. Con mi padre o con el hombre que mataron a puñaladas en el portal. Si tú supieras algo me lo ibas a decir, ¿no es verdad?
Y el abuelo decía que sí con la cabeza. La boca entornada y los ojos demasiado abiertos para un viejo.
«Se le mueven los pellejos al decirme Sí, buana», se reía, o casi, Amadeo al explicarle a Miguelito el acoso al que iba sometiendo a su abuelo. «Otras veces nada más que lo miro. Lo miro a él y miro la foto de mi padre, del que hacía de mi padre, la foto que hay en la repisa. Miro a uno y a otro y sonrío como si estuviéramos compinchados. Y abre y cierra la boca, y tiembla, disimulando que no sabe lo que le quiero decir, o a lo mejor sin saberlo de verdad todavía, y se levanta y se va a protestarle a mi tía, a hablarle de mi carácter.»
Pero muy pronto supo el abuelo del Babirusa lo que encerraban las insinuaciones y gestos de su nieto, porque Amadeo no centró únicamente en su abuelo las investigaciones sobre su origen. Al Corbata también le preguntaba alguna vez por el suceso del portal y las puñaladas. «¿Tú no investigaste nada? ¿Te conformaste con lo que dijeron los guardias? Sí, pero aunque tú no escribieras de ese crimen, aunque lo hiciera tu compañero Antonio Roche, que tú dices, ¿a ti no te sonó sospechoso? ¿Tú sabes si a la gente se le puede borrar la cara, cambiársela por otra? ¿Ni siquiera después de muerta? ¿No? Pues yo creo que sí. Tendrías que asomarte a la fundición y ver cómo se derriten los hierros, mucho más una cara.»
También le hacía preguntas a su tía. En realidad fue a ella a quien le insinuó por primera vez la dirección de sus preguntas una tarde en que, después de haberle preguntado varias veces por qué motivo pensaba ella que se había ido su padre y dónde creía que estaba, cansado de oír vaguedades y evasivas, Amadeo le dijo:
—Pues yo estoy seguro de que él, el que hacía de mi padre, vive en una isla. A lo mejor en las islas Filipinas.
—¿Cómo? —la tía se quedó con el cigarrillo levantado y la boca abierta sin expulsar el humo que había aspirado y que debía de estar agazapado en lo hondo de sus pulmones.
—Las islas Filipinas.
—¿Cómo el que que hacía de tu padre? —dejó escapar una bocanada de un humo amarillento que entre el carmín de los labios parecía niebla envenenada y siguió hablando—. Era tu padre. Tu padre era tu padre.
—¿Era mi padre? —la voz del Babirusa era neutra, igual que si acabara de enterarse de una noticia insignificante. Los ojos apenas los tenía atravesados.
Su tía se quedó asombrada, mirándolo con los párpados levantados y cara inocente. «Se parecía más a Doris Day que a Lana Turner», le dijo el Babirusa a Miguelito.
—¿Qué andas pensando, Amadeo? Claro que era tu padre —Fina recuperó sus rasgos de la Turner al levantarse del sillón y dar unos pasos inquietos por el comedor.
—Y si era mi padre, ¿por qué se fue? —Amadeo Nunni.
Volvió a sentarse Fina. Arrugó el cigarrillo en el cenicero y se pasó las dos manos por la nuca, retocándose el pelo nerviosamente. Negó con la cabeza:
—No lo sabemos. Te lo hemos dicho mil veces. No supimos qué pasó y lo más seguro es que ya nunca lleguemos a saberlo. Ni tu abuelo ni tu madre ni yo. Pero él era tu padre, eso sí lo sabemos. Lo sabía todo el mundo.
—Sabéis muchas cosas, vosotros. Lo que yo no sé es si disimuláis o sois tontos —los ojos del Babirusa ya eran más asiáticos que europeos.
—¿Quién te está metiendo esas cosas en la cabeza?
—¿Por qué le tienes tú ese odio a mi madre? Dímelo.
—Yo, odio no. No nos llevamos bien. Desde que nos conocimos, no.
La interrumpió el Babirusa:
—Tú tampoco sabes en qué trabaja mi madre, ¿verdad?
Dudó la Lana Turner de los ultramarinos, los ojos le parpadearon con la exageración de una actriz de cine mudo:
—En el museo.
El Babirusa hizo esfuerzos para no saltar del sofá y lanzar un golpe de karate, contra su tía o contra cualquiera de aquellos muebles viejos que había en el comedor. Se contuvo, tragó aire como decía el maestro Choi Hong Hi que había que hacerlo cuando te golpeaban en mitad del pecho:
—Y aquí, antes de irse a Inglaterra, ¿qué hacía, en qué trabajaba?
—En nada. La casa, no hacía nada.
—¿A quién veía, con quién hablaba, adonde iba?
A nuestra Lana Turner se le saltaron las lágrimas, le temblaban las manos casi más que al abuelo:
—Amadeo, por Dios te lo pido. Nos vas a volver locos a todos con lo tuyo. Tu padre es tu padre y yo no sé si está vivo o está muerto. Era mi hermano, ¿te crees que yo no me acuerdo de él ni me dan ganas de llorar por las noches, sin saber dónde está ni qué ha sido de él?
Y Amadeo Nunni el Babirusa se iba hacia la Mobylette, la arrancaba allí, en la entrada de la casa y después de estar acelerando sobre el caballete, la rueda trasera girando alocada en el aire y la casa llenándose de humo, abría la puerta y se perdía por las calles, salía del barrio, con la cesta de las botellas rebotando a su espalda, sin dejar nunca de acelerar en las curvas, en los baches ni en los desniveles, buscando un padre entre aquel tumulto de caras y figuras que iba dejando atrás, a una velocidad de sesenta kilómetros por hora que para él era la velocidad del sonido, la velocidad de la luz, la del universo entero.
—A lo mejor tu padre era tu padre —le dijo en un par de ocasiones Miguelito Dávila.
Pero el Babirusa no respondía. Se quedaba mirando hacia los hierros derretidos en el horno de la fundición o a la puntera de sus zapatos pintorreados de cruces gamadas y banderas sudistas y seguía preguntando. Iba al barrio donde había vivido con su madre y con aquel que no se sabía si era su padre. Miraba a los tenderos de aquella época que todavía mantenían sus negocios, observaba a los antiguos vecinos en busca de algún rasgo que los identificara con él. Y más de una vez se quedó no se sabe cuántos minutos confundido ante el espejo, mirando su propio rostro y el de su presunto padre. Colocaba la foto de aquel hombre al lado de su cara y observaba los dos rostros en el espejo con mucha atención, hasta que los rasgos de una y otra cara se le confundían y Amadeo ya no sabía dónde empezaba su cara ni quién era él ni quién su padre. No es que en aquellos trances encontrara cierto parecido entre él y los rasgos suaves de aquel hombre sonriente que parecía mover los labios frente al espejo, es que sentía que la mente se le vaciaba, que él era aquel rostro y que, después de habitar aquellas facciones durante unos imprecisos instantes, su alma abandonaba también aquel refugio para vagar por no sabía qué espacios hasta que, por medio de un acto de voluntad torpe, como los que tienen los moribundos o la gente en el sueño, apartaba la vista del espejo y poco a poco volvía a ser él, alguien que vagamente sabía que se llamaba Amadeo Nunni y que apenas se reconocía en aquel tipo que tenía ojos achinados, un flequillo de monje antiguo y una especie de bigotillo a medio crecer debajo de la nariz.
«De pronto parece que estoy alquilado en mi cuerpo, y que no estoy seguro de quién soy aunque sepa cómo me llamo, como cuando estabas en el colegio y no sabías escribir tu nombre», le dijo el Babirusa a Miguelito. Después de estarse un rato callado añadió, «Me habría gustado tener un hermano». ¿Un hermano? «Sí. Para ver a quién se parecía.» Y cuando en su casa ya se conocía el rumbo de todas aquellas preguntas, su abuelo intentaba siempre eludir al Babirusa. Se levantaba del sofá si lo oía llegar, se refugiaba en el cuarto de baño esperando que Amadeo entrara en su habitación para dirigirse a la calle y huir. Si estaba en el huerto de don Esteban leyendo sus periódicos atrasados a la sombra de la palmera, se hundía en el asiento y encogía los pies, intentando que su nieto no viese ninguna parte de su cuerpo asomar por algún lado del sillón y continuara su camino.
Y cuando, víctima de alguna cabezada o un descuido, Amadeo llegaba a sentarse frente a él, todavía con la vista borrosa del sueño o temblando por el nerviosismo de verse atrapado, el viejo intentaba escapar alegando una reunión inminente con el representante del Cola Cao o alguno de sus contactos relacionados con el negocio de los peladores de patatas. «Me aplica interrogatorios indochinos», le contaba el abuelo a su amigo Antúnez y al representante del Cola Cao. También le contaba a doña Úrsula e incluso a alguno de sus espontáneos clientes de la calle Nueva o de la calle Compañía que su nieto tenía «la voracidad del saber. Sólo que desenfocada. Antes pensaba que a su padre se lo había llevado una nube que cualquier día iba a devolverlo en medio de alguna tormenta y ahora quiere saber qué había en el bulbo raquídeo y en el corazón de su padre. Y como no lo adivina, piensa lo más fácil, que no es su padre. Y como no tenemos las células de su padre para que le hagan un análisis y compruebe que su padre era su padre, nos atormenta a los demás, no sabe usted cómo, sobre todo a mí, con esos interrogatorios indochinos, que no parece que te mira y te está mirando, que te pregunta si está buena la comida y lo que quiere decirte es que a lo mejor un día te envenena, o directamente te suelta que eres cómplice del que le puso los cuernos a tu hijo, a su padre, por no delatarlo, por no decirle quién es. Cuando no hay nada que decir. Nada más que mi hijo es su padre, ésa es la sentencia, el proverbio y el cuerno. Se lo digo a usted, si no fuese por mi negocio, yo un día me quitaba la vida. Iba, me compraba un uniforme y me ahorcaba en un puente, o me electrocutaba en mi casa, cualquier cosa menos meterme en una bañera y cortarme las venas, que lo veo cosa de Nerón y de esos maricones».
Y Amadeo, con el cuerpo o la cabeza de alquiler, con sus preguntas y su angustia, seguía con su vida y sus interrogaciones, calibrando su parecido con extraños, reconociéndose en el modo de andar de su antiguo panadero, en la risa del dueño del Bar Capital Veinte o en los ojos entornados de un desconocido.
Por esas fechas, quizá intuyendo lo que se avecinaba, o tal vez llevado únicamente por su afán profesional, Agustín Rivera el Corbata, el conquistador de la Lana Turner de todos los ultramarinos, el ladrón tardío de nuestros sueños adolescentes, comunicó que había aceptado un puesto de corresponsal en el Japón y que en unos días dejaba la ciudad camino de Oriente. «Así son las cosas del periodismo», dijo lacónico, aplacándose los pocos pelos tiesos que le quedaban en la coronilla y calibrando el equilibrio que las lágrimas hacían sobre la línea de maquillaje en los ojos de Fina Nunni.
Después de su último paseo en la Sanglas 400, bajo la luz parpadeante de la farola que los Nunni tenían en su puerta, el Corbata le entregó a Fina una tarjeta con un número de teléfono muy largo y el nombre de un hotel, Sunrise, donde se alojaría hasta encontrar un apartamento en Tokio. Se besaron casi como dos desconocidos y el Corbata se montó en su motocicleta y salió del barrio rumbo a Japón, dejando tras de sí una estela de un humo ligero, casi invisible, y el parpadeo anárquico y rojo de sus luces de freno centelleando en las pupilas de Fina.
Nuestra Lana Turner volvió a la biografía de John Davison Rockefeller, que, cubierta de harina y olvido, había pasado la mayor parte del verano en un cajón de la tienda. Aunque Fina ya pasaba las páginas del libro sin apenas leerlas, pensando en otra cosa. Recibió alguna tarjeta postal del periodista con la promesa vaga de un reencuentro. Por aquel entonces se le descubrió a Fina su primera arruga profunda en la cara y su expresión empezó a hacerse anodina y un poco triste, como si ya no fuese consciente de su parecido con Lana Turner ni le interesara mantener esa semejanza más allá del tinte platino y una cierta altivez en la forma de moverse. Como si a lo hondo de su alma hubiera llegado definitivamente la noticia de que era una tendera de ultramarinos. El Sol Sale Para Todos.
Y aquella arruga en el rostro de Fina, aquel surco arañándole suavemente la piel que el maquillaje, algo más descuidado, le había dejado al aire, fue la primera hoja caída de ese otoño, que iba a ser duro y que por una larga temporada dejaría desnudos los árboles de nuestra vida.