La primera noche Miguelito Dávila no vio ningún continente desde la terraza de la Señorita del Casco Cartaginés. Nunca nos dijo su nombre. Tampoco nadie recordaba que Moratalla la hubiera llamado nunca de ningún otro modo. Para abreviar, a veces se referían a ella como la Señorita y otras como el Casco. «Ayer vi a la Señorita», o «Anoche me crucé con el Casco», decían, pero nunca la llamaron por ningún otro nombre. La primera noche que Miguelito subió a su casa y se asomó a aquel mirador en el que tantas veces la habíamos visto con los brazos apoyados en la baranda, la cabeza un poco inclinada y el casco a punto de caérsele al vacío desde aquella altura sobrecogedora, no estuvo seguro en un principio de ver luces de ciudades lejanas, porque aquellos puntos diminutos que relucían en la distancia imprecisa de la noche lo mismo podían ser luminarias de barcos pequeños que estrellas flotando en la bóveda redonda del cielo.

Se habían citado en el Ajo Rojo, y Miguelito entró allí sopesando las miradas que lo seguían desde las mesas, caminando tan decidido como si el local estuviese vacío. Mujeres con las piernas cruzadas, ecos apagados de risas, camareros con chaqueta corta y pajarita, moqueta. Ella lo estaba esperando en la barra y él volvió a tener la misma sensación que la noche en que la había encontrado al pie de la Torre Vasconia. Estaba equivocado. Nada podría retenerlo al lado de aquella mujer. Ese maquillaje color berenjena aplastándole los párpados, aquella chaqueta cuadrada y corta que parecía robada a un maniquí antiguo de la calle Mármoles. Luli y su sonrisa, el movimiento lento de su cuerpo, hacían más ridículo aquel peinado, aquellos labios empingorotados, las uñas largas y las manos tan pálidas.

Sin paraíso, Miguelito Dávila. Pensó que tomaría una copa y que se iría pronto. Pidió un cóctel sin saber de qué estaba hecho. Lo pidió sólo por lo sonoro del nombre, y le pareció que el camarero mantenía una sonrisa en los labios un segundo más de lo preciso. Quizá lo estuvieran mirando desde las mesas aquellas otras mujeres con peinado de peluquería y zapatos caros. La voz de la Señorita del Casco Cartaginés era profunda y un poco oscura, pero sonó suave al decirle, «Si te encuentras incómodo puedes irte sin necesidad de que te bebas ese brebaje. Nadie se va a ofender, nunca me sentiré ofendida por nada de lo que hagas al seguir tus impulsos. Ya hay demasiada basura en el mundo para que tú te contamines de ella».

Miguelito la miró serio y ella añadió, «Podemos vernos otro día, en otro sitio, o nunca más. A mí me gustaría volver a verte, me gustaría conocerte, pero será como tú quieras», sonrió la Señorita. Los insultos del Babirusa sonaban a lo lejos en la cabeza de Miguelito, «la gaznápira, la gansa vomitiva». No estaban dirigidos exactamente a ella, sólo a su disfraz. Bajo la capa de maquillaje y aquella ropa antigua, Miguelito adivinaba una mujer atractiva, quizá más joven de lo que todos pensaban. Sus ojos eran dulces a pesar de las pestañas ennegrecidas y los párpados camuflados de pintura.

Miguelito Dávila no se fue después de tomar la primera copa. Bebieron ginebra. Pasearon bajo la arboleda del Convento, olieron a lo lejos el aroma que la brisa traía desde el jardín de doña Úrsula y llegaron hasta los alrededores de la Torre Vasconia. Miguelito siempre recordó las paredes de mármol del portal de la Torre. «Era como la entrada de los rascacielos que salen en las películas, tres ascensores con un reloj que señalaba el piso en el que estaban y todo iluminado con más luz que la del día», le dijo a Paco Frontón.

La casa estaba llena de máscaras de tribus salvajes. Rostros ovalados y largos pintados con las rayas de las cebras, cuencos de maderas oscuras y unas palmeras enanas que en la luz oblicua del salón parecían una selva en miniatura. Miguelito le preguntó si era verdad que había vivido en Nueva Zelanda, y ella le contestó con un monosílabo, Sí, evasivo, arqueando las cejas para que no hubiese más preguntas de aquella época de su vida. Una pared entera del salón estaba cubierta de libros encuadernados en piel. «No estás sólo en el mundo», le dijo la Señorita mientras él miraba desde lejos los lomos de colores apagados.

—¿Los has leído todos?

—No —la Señorita del Casco Cartaginés se miraba de reojo en un espejo, quizá veneciano—. Puedes mirar y llevarte lo que quieras.

Había cuadros de paisajes umbríos y con marcos dorados, de los que Miguelito sólo pensaba que había en los museos. En un rincón había un ramo de rosas blancas colocadas en un jarrón de barro rojo. Miguelito nunca había visto en ninguna casa, ni siquiera en la de Paco Frontón, donde a veces había unas flores tropicales de color naranja, un ramo de rosas. Las rosas de Luli en el Bucán. También había un olor a perfume añejo y unos sillones de terciopelo. Miguelito se acercó a los estantes de libros. Nombres que nunca había oído, títulos extraños, algunos en inglés. Poeta. A saber qué vida había llevado la gente que había escrito aquellos libros. Ninguno habría trabajado en una droguería. Miguelito Dávila sentía que le habían robado algo antes de nacer.

«Me lo dijo un camarero que te conoce. Me dijeron que querías ser poeta y yo te vi una noche, sentado en un bar del camino de los Ingleses, y supe que lo eras. No quise oír ni saber nada más, supe quién eras nada más verte, sabía lo que buscabas y lo que querías, quizá mejor que tú. Otra noche volví a verte, estabas besando a esa muchacha», le había dicho la Señorita un rato antes mientras caminaban por la calle al salir del Ajo Rojo. «Tendrás suerte o no, pisarás ciudades que esta gente que nos rodea ni siquiera sabe que existen o te quedarás aquí sin salir de la tienda en la que trabajas hasta que muera el dueño y luego sigas trabajando para sus hijos, pero tienes que saber, estar seguro, que eres distinto y que el mundo te pertenece. El mundo siempre le pertenece a quienes son capaces de romper el círculo que el destino o los demás les tienen preparado. No debe importarte que no te reconozcan, que se aprieten unos contra otros para que no salgas de tu frontera pequeña y estrecha. Sienten que cada vez que alguien sale de ese círculo es un pájaro que se les ha escapado de entre las manos. Alguien capaz de volar», le contó Miguelito a Paco Frontón.

Se lo contó aquella tarde de lluvia en el hospital, las luces encendidas como almas de muertos flotando en el aire. «Al principio pensé que estaba loca de verdad y que eso que me decía a mí se lo podía decir a cualquiera, que me colocaba en medio de su locura, porque ella no me conocía de nada. Pero quise pensar que sí, que tenía razón, que sabía de mí más cosas que yo mismo, y esa noche, al llegar a la casa, a aquel portal de mármol, yo ya notaba que había empezado a romper el círculo del que ella me hablaba. Y por primera vez en mi vida sentía de verdad que el mundo también estaba hecho para que yo lo pisara y que yo tenía un sitio en la vida, un sitio fuera de la droguería de un barrio, de una casa triste. A lo mejor, por primera vez en toda mi vida, sentí que no estaba solo. A lo mejor es nada más que eso lo que pasó, que no me sentí solo. Y que alguien me traía aliento desde más allá de donde yo podía ir a buscarlo», le dijo Miguelito a Paco Frontón, y nunca mientras hablaba, magullado y con la cabeza vencida en la almohada, perdió aquella media sonrisa, aquella mirada mitad de ensoñación, mitad de ironía con la que desde la cama del hospital contemplaba su propia vida.

Miguelito dejó de mirar aquel laberinto de nombres en la biblioteca y salió a la terraza. La Señorita del Casco Cartaginés había ido en busca de una copa. Allí estaba la ciudad entera, aquellas luces, la gente como hormigas. No sólo África, todos los continentes del mundo podían verse desde allí, a través de aquel aire liviano en el que flotaban los sonidos de la ciudad, mecidos de un lado a otro como pavesas insignificantes. La voz de ella sonó a su espalda: «Y bajo nuestros pies ya está la luna: Del tiempo concedido queda poco, y aún nos falta por ver lo que no has visto», y al volverse la vio apoyada en el quicio de la entrada, casi desnuda.

La Señorita del Casco Cartaginés olía a farmacia, y su boca tenía un sabor a frutas amargas. Un sabor que poco a poco se iba endulzando, como el olor de su cuerpo, que a medida que iba perdiendo el rastro del perfume que Miguelito ya había percibido al salir del Ajo Rojo, ese tufo a trastienda de farmacia, se hacía más fresco, casi dulce. Mientras lo conducía por un pasillo en penumbra, la Señorita le susurraba palabras al oído, y al tumbarse en la cama siguió hablando, mezclando la voz con jadeos, y Miguelito, al sentir las manos de ella en su espalda, se imaginaba los dibujos que las uñas, largas y pintadas, iban trazando sobre su piel, y a veces sentía que las uñas dibujaban palabras, la palabra Amor, que ella le repetía con la voz, y la palabra Poeta y la palabra Tú, que apenas decía con la boca.

«Fue distinto. Fue follar con una muerta, con una enferma o con una niña, en un momento tenía asco o miedo, me parecía que se iba a morir mientras seguía hablándome, ya sin respirar, asfixiada, con aquella luz y aquel olor en la habitación, y al instante estaba follando con una loca que quería escapárseme de debajo y se agarraba a mi cuello y me doblaba la cabeza, y casi me gritaba, decía mi nombre y me miraba como si yo fuera alguien que conociera, su padre o yo qué sé, que le estuviera haciendo aquello y no me lo fuese a perdonar nunca y me decía, Dámela, dame la muerte, clávamela, y yo notaba que me llevaba un remolino y que me ahogaba y tenía más fuerza que en toda mi vida y pensaba que en cuanto acabase de follar me iba a ir de allí y nunca más iba a ver a aquella tía ni me iba a volver a acostar con ella, y seguía dándole y ella diciéndome cosas, me miraba, y yo de pronto me sentía que no estaba con una muerta ni con una loca ni una niña, que era una mujer, una mujer de verdad, y que sabía cosas que ni siquiera llegarían a sospechar en su vida las muchachas con las que yo me había acostado, sentía que era ella la que me estaba follando, como si yo también fuese una mujer, y me pareció que nunca había follado antes.»

Me dijo Paco Frontón, cuando hablamos años después, que Miguelito también le contó lo que esa noche sintió por Luli Gigante. «Pensé en ella. Claro que pensé en ella. Al acabar cerré los ojos y vi los de Luli y aquellos pétalos de rosas que se le cayeron a los pies en el Bucán. Vi sus zapatos y me dieron ganas de llorar, llorar de alegría. Pensaba más en Luli que en la Señorita o que en mí mismo. Yo estaba allí, en aquella habitación con cuadros oscuros, con aquel olor, y me parecía que estaba sentado al lado de Luli cuando pasábamos de noche por debajo de los eucaliptos de la Ciudad Deportiva y nos quedábamos allí, callados después de estar besándonos y tocándonos por debajo de la ropa, o que estábamos en la playa, tumbados al sol en la orilla, con el ruido del mar. Miré la espalda de la Señorita, incorporándose, encendiendo un cigarrillo, con el casco de su nombre abollado por la pelea o lo que sea que habíamos tenido, y pensé que quería a Luli más que nunca. Y quise pensar que lo que yo estaba haciendo era bueno para los dos. La Señorita echaba un humo espeso, casi sin empujarlo de la boca, y me miró sonriendo, el humo se le movió y los ojos se le quedaron detrás de aquel velo, los labios sin pintura, y volví a pensar que era otra mujer, distinta a la que había visto al principio de la noche en el Ajo Rojo, a la que había estado hablándome de mí y también distinta a la que había estado removiéndose en la cama conmigo hacía unos momentos. Era todas y ninguna, y eso, la sonrisa, la boca nueva, un pezón de un color que a mí en la oscuridad también me resultó parecido al de la berenjena, hizo que volviera a desearla y a la vez que me acordara de Luli con más fuerza todavía. Si iba a ser poeta necesitaba dar ese paso, saber qué había detrás de esa mujer, saber de verdad cómo era y qué ocultaba todo lo que me decía. Si estaba loca o era un misterio. Yo sé que eran excusas o locuras mías. Además, ya sabía que nunca iba a ser poeta. Me había dado cuenta de que todo era un disparate. No tuve que pararme delante de aquella pared llena de libros que nunca iba a leer para saber que me iba a ahogar en mi propio sueño. Ya había tenido ese miedo al ponerme delante de mis libretas y escribir las cosas que escribía. Me acordaba de las palabras que aquí en el hospital me había dicho aquel hombre, Ventura Díaz, cuando me quitaron el riñón, y me agarraba a ellas como si me estuviese ahogando y las palabras flotaran. A lo mejor aquella mujer, la Señorita, era mi última oportunidad antes de rendirme y dejar que el agua me tragara para llevarme hasta ese fondo que me espantaba tanto, ese sitio lleno de muertos, vencidos, que se comían los guisos de mi madre en el Bar Casa Comidas Fuensanta, esas mujeres que llegaban a la droguería con su vida de mierda, los vecinos que me cruzaba por las escaleras, esa vida que tanto miedo nos daría llevar a nosotros y que poco a poco me iría arrastrando. Yo no tenía otro destino más que ése, ni siquiera tenía un padre con queridas y al que llevaban cada dos días a la cárcel, ni siquiera tenía uno como el de Moratalla, con el porvenir de su hijo colocado desde antes de nacer en uno de esos libros de contabilidad donde siempre cuadran los balances. Yo, cuando la otra vez estuve aquí, en el hospital, me fabriqué mi propio sueño, y elegí un sueño grande, el más grande que se me ocurrió, poeta.»

Me dijo Paco Frontón que Miguelito Dávila salió de casa de la Señorita del Casco Cartaginés un poco después de que hubiese amanecido. La primera claridad del día y los focos de luz eléctrica brillaban mezclados y tenues en el portal de la Torre Vasconia. Antes de dejar la casa de la Señorita, Dávila fue a asomarse a la terraza desde donde la noche anterior le había parecido posible abarcar todos los confines de la tierra. Allí al fondo estaba el mar, una franja pálida entre cuyas brumas creyó distinguir una línea borrosa, casi azul. Las costas de África, quiso soñar.

La Señorita fue a despedirlo hasta la puerta del piso. Más joven de lo que nunca Miguelito volvería a verla nunca y envuelta en un quimono celeste. Le besó los labios. Ya había perdido todo el rastro de su perfume y sólo desprendía un olor a fruta fresca. Dávila sentía que había pisado un lugar que el destino le tenía prohibido, y soñó que había empezado a romper el orden de los dioses. Lamentó que todavía no hubiera llegado el conserje del edificio, que las dos vecinas que había al lado del portal no repararan en él, imaginó que el Babirusa, Avelino y Paco Frontón lo estaban viendo abandonar aquel edificio. Al salir a la calle no llevaba pensamientos en la cabeza, sólo aire en los pulmones. No sabía si volvería a aquella casa mil veces o nunca, él sólo era un latido, un pulso abriendo aquella mañana de aceras mojadas y brisa del último verano. Acariciaba la piel de la vida, la corteza del mundo era su propia piel.

Y también me dijo Paco Frontón que aquella mañana, a] llegar a su casa, fue la primera vez que Miguelito Dávila, después de que le hubieran extirpado el riñón, volvió a orinar con un color oscuro, parecido al chocolate, desprendiendo un olor agrio que lejanamente le recordó al de su pasada enfermedad.