Y yo. Yo también era una lanza, una lanza de batusi que cruzaba el aire de las palmeras, el aire de cobre de los atardeceres últimos del verano, el calor del aire acariciando el hierro de mi piel, el metal de mi pensamiento, volando, el hierro abriendo la seda, cortinas de aire. Yo también era una lanza que no sabía su camino y que volaba bajo, una lanza arrojada por una mano con poca fuerza, una lanza sin rumbo ni diana en la que clavar su punta mellada, una lanza con el corazón apenas latiendo en lo oscuro de la madera, sin pálpitos ni sangre ni futuro, una lanza en mitad de un descampado, en el arrabal de una ciudad sin nombre, una ciudad cualquiera y un tiempo cualquiera, un metal fundido y fabricado para otro destino que el de lanza, ancla, tornillo, barco o cadena, un arma que nunca podría ser un arma volando perdida por el cielo color de leche oscura de septiembre. Sí, el cielo empieza a tres metros de la tierra. Yo también. Yo también era una lanza. En la puerta de los bares mal alumbrados, en las esquinas donde no me esperaba nadie o en el borde de unos acantilados que no eran acantilados, aceras por donde nunca pasaba la fortuna. Los peldaños de una escalera corta y oscura. Los calendarios eran un museo de días grises y cerrados donde poco a poco iría desembocando mi destino, el que yo iba a ser, aquel paisaje, agua mansa llenando el recipiente de mi vida. Una lanza doblada en el agua. Los árboles diciendo No con la cabeza y el olor último del verano desprendiéndose de las hojas de los eucaliptos, cuando todos éramos arrojados de la mano que hasta entonces nos había sostenido y comprobábamos el vértigo casi imperceptible del vuelo, el aire entre el suelo del mundo y nuestro cuerpo, ligeros y débiles, los cuerpos y el aire. Volando, sin saber entonces que éramos sólo eso, una lanza iniciando un viaje corto, un viaje que allí, perdidos en el tiempo, todavía soñábamos que pudiera ser esplendoroso, único, largo.