El representante del Cola Cao ya nunca más se atrevió a pedirle a nuestra antigua Lana Turner que se casara con él. Al parecer se sentía muy menguado sin su fila de dientes superiores. «Se me quedaron allí abajo del barranco», decía, y miraba para el suelo con tristeza, señalando las baldosas con la barbilla igual que si estuviera al borde del terraplén por el que había caído con su coche ruidoso. El silencio se había apoderado de la vida de aquel hombre. Ya no hacía ruido con ningún coche y apenas hablaba para que no se le vieran las mellas. Y cuando lo hacía, las palabras se le convertían en una especie de soplo aflautado, todo el aire escapándosele por aquella tronera que le iba de un colmillo a otro.

«Cómprese usted una piña, de esas que venden ahora, que hasta tienen roña disimulada, para que los dientes parezcan de verdad. Eso le daría mucha autoridad y el aplomo que le compete», le decía el abuelo del Babirusa. Pero el hombre rechazaba la proposición con un apesadumbrado movimiento de cabeza. «Yo soy gallego —es lo más que llegaba a explicar—, yo soy gallego. Y su hija de usted es el sol que nunca he tenido y que ya nunca voy a tener, ¿me entiende?» El bigotillo aquel que antes parecía dibujado con tiralíneas era ahora un garabato medio infantil, imposible de mantenerse recto sobre la superficie tan poco sólida en la que crecía.

Ni siquiera era ya representante de Cola Cao el representante del Cola Cao. Nadie quería a un representante sin coche. Llevaba los asuntos de una comunidad de vecinos, le hacía recados al dueño de la gasolinera. El primer día de su regreso al barrio fue a El Sol Sale Para Todos, más para mostrarle sus respetos a Fina Nunni que por otra cosa. «Para que no piense usted mal de mí ni que soy un cobarde, aunque tenga mis limitaciones», le dijo, ya sin la alegría de antes. Acomplejado por la ausencia de dientes y también por la existencia de Agustín Rivera el Corbata, que para él era una especie de John Davison Rockefeller resurrecto, con menos dinero que el millonario americano, pero con dos filas de dientes completas y una profesión de mundo.

El antiguo representante se hizo amigo del abuelo del Babirusa. «Yo a usted lo prefiero de yerno antes que al de la moto. Aparte que ése es un veleta. Además, si no hubiera sido por su percance, Fina no habría tenido conocimiento del gacetillero. Usted es su benefactor —le decía el viejo—, pero ya sabe usted cómo es la niña, peor que Napoleón, que no era más que un bandido a lo grande.» Fue el representante del Cola Cao quien metió al abuelo de Amadeo en el negocio de los peladores de patata. Unas herramientas con mango de pasta y con una hoja curva y cambiable que pelaba y hacía filigranas con las patatas y con cualquier tubérculo que le pusieran por delante. El viejo vio cumplido el sueño de su vida. «Un negocio tecnológico», lo llamaba él.

Por las mañanas se iba a calle Compañía, a la calle Nueva y a la plaza de Félix Sáenz para hacer exhibiciones de aquel humilde artefacto. Iba de un lado a otro con su palangana, sus patatas y sus peladores. También con la pajarita de lunares que se había comprado para «avalar el negocio». El escaso dinero que ganaba con aquel chisme le subió el ánimo. Tal vez fuese el primer dinero continuo que ganara después de haberse jubilado de la fábrica del Amoniaco y quizá también se viese a sí mismo como un tardío pero prometedor Rockefeller. Tan to se le subieron los ánimos que incluso llegó a rebajar un poco el miedo que le tenía a su nieto y en más de una ocasión salió del cuarto de baño camino de la cama con la bragueta entreabierta y la sombra del pene balanceándose oscuramente por la abertura.

Es probable que también contribuyera a ese exceso de confianza el desmantelamiento definitivo de la colección de revistas de artes marciales de Amadeo y la retirada que el Babirusa hizo de los carteles de Bruce Lee del dormitorio, donde, quizá a modo de testimonio, sólo dejó colgada una foto de tamaño medio con el luchador colocado más en posición de rezo que de combate. La falta de orden que se iba apoderando de la vida del Babirusa, ya sin calibrar el paralelismo o la perpendicularidad de los muebles, también pudo ser terreno abonado para el ingenuo optimismo de su abuelo.

Desde el ataque al Picardi y su paso por los juzgados, la vida del Babirusa había cambiado un poco. Quizá durante unas semanas se le viera menos taciturno y a veces llegara a reírse y a beber con sus amigos, pero el desorden de su habitación parecía apoderarse de su vida entera y de su propia anatomía. Iba descuidado, a veces incluso un poco sucio, sin afeitar y con un asomo de bigote y perilla, o algo parecido, a medio crecer. Pero además su cuerpo también parecía presa de no se sabía qué desorden. A veces movía las mandíbulas en un tic extraño, desencajadas de pronto, o torcía el cuello en medio de un palabra y daba un bocado al aire al modo de algunos chimpancés. «El niño parece un comedor de atmósfera», le decía el abuelo, irónico y autosuficiente, a Fina.

Su lanza de batusi seguía hincándose con insistencia en la corteza de la palmera que había detrás de su casa, pero sin la fuerza de antes. El Babirusa parecía impulsado más por la rutina que por un afán de mejorar su puntería y destreza en el manejo de aquel palo de fregona convertido en arma. Y mientras él hacía sus lanzamientos, su abuelo leía sus periódicos sin inmutarse. Estirado en aquel viejo sillón de terciopelo rojo que cada tarde sacaba al huerto de don Esteban, el abuelo siempre tenía una cantinela susurrada entre los labios. A veces era la suma repetida del dinero que llevaba ganado con los peladores mágicos de patatas y otras era una canción propiamente dicha, Perfidia, era su preferida.

Hasta que un día, un día en el que quizá el viejo habría vendido quince o veinte peladores y se sentía ya próximo al paraíso de las finanzas, el canto se le fue escapando de la boca, fue subiendo de tono mientras el Babirusa arrojaba la lanza contra la palmera y, después de que fallara tres veces seguidas en su intento de hincarla en la corteza devastada y de que en un cuarto intento ni siquiera atinase a tocar el tronco y la lanza se deslizara por el suelo como una anguila anquilosada y ciega, Amadeo se acercó calmosamente a su abuelo y sin previo aviso, mientras el viejo levantaba la vista del periódico con una estrofa de Perfidia colgada de la sonrisa, le asestó uno de sus más duros golpes de karate. Fue en mitad de la frente.

«Como si mi cabeza fuese de melón, un melón, y él quisiera verme de pronto las pipas y la pulpa y los secretos. Sacarme del mundo», le contó el abuelo a su amigo Antúnez y también al representante del Cola Cao. «No cantes más. Nunca cantes más mientras yo esté vivo», contaron que le dijo Amadeo a su abuelo mientras el viejo, caído del sillón, mareado, intentaba en vano ponerse de pie.

También contaron que después de aquel incidente el Corbata estuvo hablando con el Babirusa y que le ofreció un empleo de repartidor de periódicos en el diario Sur. Y que el Babirusa lo escuchaba todo con una medio sonrisa y le respondía con preguntas, «¿Te crees que eres mi padre? A mi padre lo asesinaron hace muchos años, ¿no lo sabías, tú, que lo sabes todo? Lo asesinaron por la espalda y le pusieron otra cara, o eso dijeron, porque yo no lo vi muerto, a lo mejor por eso, porque no lo vi fiambre, pensaba que se lo habían llevado las nubes y que un día las nubes lo iban a llover por ahí, o que iba a bajarse de un barco con un gorro de lana y un saco cargado a la espalda. Además, mi padre podía tener cualquier cara, podía ser cualquiera. A lo mejor por eso lo mataron y por eso yo puedo hacer lo que me dé la gana, lo que me salga de la polla. ¿Y tú qué me vas a hacer si no soy bueno? ¿Me vas a llevar otra vez a la comisaría? ¿Me vas a llevar con tus amigos los policías para que me pongan las esposas y me digan que a los viejos no se les pega y que los sacacorchos se meten en las botellas y no en la cara del Picardi? ¿O me vais a llevar a Londres para que trabaje con mi madre? ¿Tú sabes en qué trabaja mi madre? ¿En un museo? ¿Sí?».

Y el Babirusa siguió recogiendo botellas, siguió yendo a la fundición Cuevas a mirar los hierros derretidos y siguió arrojando su lanza entre los manzanos del huerto de don Esteban, aquel descampado que había detrás de su casa, hasta que uno de esos días la lanza quedó prendida arriba, entre las hojas de la palmera y a partir de entonces lo único que lanzó en aquel huerto mustio fueron algunas piedras contra la cabeza de la palmera, por ver si podía rescatar su lanza de batusi fabricada con hierros de la fundición Cuevas y un palo de fregona. Y viéndolo allí, pequeño y despeinado, con sus ojos atravesados de asiático o de loco fingido, parecía que arrojase piedras contra el cielo, queriendo alcanzar en la cabeza a su padre, que a pesar de todo, quizá en la mente del Babirusa todavía estuviera suspendido de una nube.

Aunque tal vez aquel hombre que él conoció y al que siempre había considerado su padre no fuese exactamente su padre y por eso desapareció una noche, se fue en un barco o se lo llevó una nube o lo apuñalaron en un portal y con la muerte se le cambió la cara como se le cambia a tanta gente al morirse y se le encogió la pierna y se quedó muerto y cojo y todos lo sabían, todos sabían que su padre no era su padre y fingían no saberlo, su abuelo, su madre, su tía Fina y el periodista ese que le hablaba poniéndole una mano en un hombro, callándose como si estuviera preocupado y mirando al suelo, disimulando como disimulaban todos. Y llegó septiembre.