Avelino Moratalla fue testigo de que el tiempo seguía su curso, no importaba en qué sentido girasen las manecillas de los relojes o hasta qué punto cada uno fuese presa de aquel espejismo que por unos días, quizá alguna semana, nos hizo creer que la vida era un paisaje cerrado. Bajo la corteza de los troncos de aquel bosque, la savia continuaba goteando, y entre la hierba marchaban caravanas de insectos capaces de horadar la tierra y derribar montañas.
Amadeo Nunni el Babirusa no volvió a hablarle a Miguelito Dávila ni a nadie de lo ocurrido en Londres. De nuevo salió en busca de botellas y volvió a ir con sus amigos al Rey Pelé, a los billares Ulibarri y a la piscina de la Ciudad Deportiva. A veces gastaba bromas y llegaba a reírse, pero los ojos se le cruzaban más de lo preciso y le costaba salir de aquellos subterráneos por los que andaba metido. Dejó de ir al quiosco del Carne. No había vuelto a comprar revistas de artes marciales. Y un día Miguelito Dávila lo vio entrar en la fundición Cuevas cargado de papeles.
El Babirusa, ayudado por un cartabón de plástico verde y un bolígrafo, trazaba una línea justo por la mitad de cada una de las revistas que tenía apiladas en su habitación y luego, con mucha paciencia, las cortaba en dos partes exactamente iguales que iba amontonando al lado de la puerta. Después ataba con una cuerda aquellas revistas demediadas y ante la mirada inquieta de su abuelo las colocaba cuidadosamente en el portamantas de su Mobylette y se dirigía a la fundición Cuevas. Se colocaba arriba de la montaña de carbón y una a una iba echando las revistas troceadas al horno.
El Babirusa no saludó a Miguelito Dávila cuando entró en la fundición. Ni siquiera lo miró. Tampoco dijo nada cuando Miguelito llegó a su lado después de trepar por la ladera de carbón. Lanzó delicadamente el trozo de revista que tenía en la mano y sin dejar de mirar allí abajo extendió el brazo para alcanzar otra media revista de la montaña que tenía colocada a su lado. Con el mismo movimiento cadencioso lanzó el nuevo trozo de revista. Los quimonos blancos y los torsos desnudos, los karatekas y los luchadores de taekwondo, se hacían ceniza antes de tocar la masa incandescente.
Miguelito se sentó a su lado. «¿Ya no tiras botellas?», le preguntó. Y el Babirusa se encogió de hombros y cogió una nueva revista. Un chino con cara de furia, cortado por debajo del cuello con el trazo exacto de Amadeo Nunni, se quedó mirando a Miguelito unos instantes antes de ser arrojado al infierno. «No quieres las revistas», le dijo sin tono de pregunta Dávila al Babirusa. Se quedó callado el Babirusa, viendo cómo en un instante el chino con cara de furia se convertía en una vaharada de humo, en unas pavesas que apenas podían volar un segundo antes de desaparecer para siempre de la faz del planeta Tierra. Y sólo cuando el chino aquel y los karatekas de la revista siguiente se evaporaron, miró el Babirusa a Miguelito y le contestó:
—¿Para qué sirven el karate y el judo? ¿Te crees que alguna vez los voy a usar, que voy a luchar en alguna película o contra algún matón?
Y entonces fue Miguelito Dávila quien se quedó sin responder, mirando cómo una nueva revista volaba hacia el horno, hasta que el Babirusa volvió hacia él la cara y habló de nuevo: —¿Y sabes lo que te digo? —esperó Amadeo Nunni a que Dávila apartase la vista del fuego y la dirigiese a él—. Que algún día tú vendrás a echar aquí tus poesías, esas que dices que estás escribiendo, y también el libro que siempre lees. Algún día tendrás que hacerlo. Antes o después. Míranos, ¿tú te has visto? Es lo que nos toca. Las piedras, al final, siempre se hunden en el agua. Lo mismo da que vengas aquí y acabes de una vez o que dejes que las cosas se vayan deshaciendo más despacio, olvidándote poco a poco de lo que querías para que así te duela menos. Pero tú y yo somos de los que venimos aquí.
Apartó la vista el Babirusa de Dávila. Arrojó un nuevo trozo de revista al fuego, aletearon un instante las hojas como alas de un pájaro herido antes de ser consumidas y Miguelito se quedó con la vista fija en aquella materia incandescente. «Sabes que hay otros libros, otros poetas», le había dicho la Señorita del Casco Cartaginés. «El mundo ha hecho un largo camino hasta llegar a ti. Hay otros mundos.» Desde la noche que fueron pronunciadas, las palabras de aquella mujer estuvieron resonando en la cabeza de Miguelito Dávila, no importaba que todavía no se lo hubiera dicho al Babirusa ni tampoco a Paco Frontón.
Pero luego supimos que en aquel instante tuvo miedo, miedo de la verdad, de lo que el Babirusa acababa de confesarle, y que en aquel momento las palabras de esa mujer extraña, mientras el Babirusa seguía arrojando al fuego toda la colección de sus revistas de artes marciales, eran su única esperanza. Miguelito se había aferrado a esas palabras y veía en ellas su salvación. Y al recordarlas, al oírlas como si volvieran a salir susurradas de los labios de aquella mujer, no sólo pensó en las palabras, sino en el cuerpo y en la voz de la mujer, los labios murmurando aquello que estaba escrito dentro de su pecho, aquel fuego devorando los sueños, la Señorita del Casco Cartaginés lanzada al fuego y sus ropas, sus chaquetas estrambóticas, aquellas camisas de raso o de seda antigua evaporándose como el papel de las revistas, el cuerpo desnudo tendido sobre aquella materia al rojo vivo, abriendo los labios, casi sonriéndole. Aquellas vaharadas candentes que el aire subía hasta ellos, el misterio de la voz.
Y se quedaron allí los dos amigos, sentados en la cumbre de aquella montaña de carbón. Amadeo Nunni el Babirusa, con los ojos dulces, arrojando al horno de la fundición Cuevas sus revistas de artes marciales milimétricamente divididas en dos partes iguales y Miguelito Dávila con la imagen de aquella mujer grabada en lo hondo de las retinas. Y el tiempo, por debajo o por encima de ellos, envolviéndolo todo, ya no simuló más juegos y definitivamente puso en marcha todos sus mecanismos. Y aquel paisaje empezó a cambiar para convertirse en este que ahora miro, con la vegetación mudada, las montañas con otro color y los caminos que se veían al fondo convertidos en serpentinas de alquitrán.
Avelino Moratalla estuvo allí para ser el primer testigo de aquel cambio en la rotación de los planetas o simplemente en la velocidad con que se movía el péndulo de nuestras vidas. Era una tarde de calor. El viento terral hacía que los cuadros, resecos, con toda la humedad evaporada, se curvaran en sus marcos. En aquellos tres días de aire tórrido veíamos cómo algunas personas del barrio marchaban con sus sillas plegables camino de la playa para no regresar, ruidosos y ebrios, hasta el final de la madrugada. Y en mitad de la tarde, cuando todo el mundo se quedaba refugiado en sus casas en penumbra, con las ventanas cerradas para impedir la entrada del calor, alguien vio a Avelino Moratalla y al Babirusa bajar la calle en la Mobylette.
Fueron por las calles medio desiertas y bordeando las playas hasta la Cala y allí buscaron la casa abandonada de las afueras donde, entre pencas empolvadas y gritos de chicharras, la Gorda recibía entonces a sus amantes. «Al Babirusa se le pasó la risa que traíamos nada más apagar el motor de la Mobylette. Yo al principio me creía que era porque la Gorda estaba con aquellos dos mecánicos de Oliveros que habíamos visto entrar cuando llegamos y nosotros teníamos que esperar en la puerta, al sol. Pero era por otra cosa, por lo mismo que lo tenía callado desde que vino de Inglaterra. Lo que no había sido normal era la risa que le había entrado antes, que la verdad, yo tampoco sabía a qué venía», contó Avelino Moratalla. «Le dio la risa al ver a la gente en la playa. Se van a ahogar todos, me parece que me dijo. Yo casi no lo entendí por el ruido del viento y la velocidad. Sólo le oí reírse, como antes, y a mí, por la alegría de ir a ver a la Gorda, por ver que él se reía, también me dieron muchas ganas de reír.»
Se quedaron al sol el Babirusa y Avelino Moratalla en medio de aquel descampado de polvo y matojos sucios. Avelino se cobijó contra la pared, refugiado del sol en aquella sombra escasa, mientras el Babirusa se agachaba junto a su ciclomotor y, mirándose en el espejo del manillar, sacó el peine del bolsillo de su camisa y se lo fue pasando por la cabeza calmosamente, esmerándose en hacerse aquel peinado de fraile que siempre llevaba, con el flequillo y las ondulaciones del pelo echados hacia delante.
«Yo le dije lo de la playa, por ver si se reía otra vez. ¿Has visto toda esa gente? Se van a ahogar todos y mañana van a aparecer flotando como muñecas hinchables, las viejas y todos, le dije. Pero él ni me oyó, se quedó mirando para la puerta de la casa. Se oyeron las voces de los dos mecánicos. Por las voces se sabía que uno estaba con la Gorda y otro sentado cerca de la puerta. Parecía que los dos ya habían acabado de follar. Se reían. El Babirusa me preguntó si yo los conocía. Le dije que no, que a uno lo había visto alguna vez con el Fichi, pero que no sabía cómo se llamaba. Y antes de que acabara de explicárselo ya me estaba él diciendo que eran dos maricones, dos hijos de puta.»
Avelino Moratalla se quedó allí sentado, medio sonriéndole al Babirusa, sin ganas de preguntarle por qué decía aquello, pensando que la Gorda estaba al otro lado de la pared, con su boca de ogro y aquellos ojos turbios que parecían mirar hacia adentro. «Pero se lo pregunté. Le dije, si no los conoces, ¿por qué dices que son unos maricones? Se lo pregunté porque lo veía raro, allí, sin moverse, dándole vueltas a las llaves de la Mobylette, chocando la calavera de goma en la mano. Dentro se oyeron más risas, uno de ellos, o la Gorda, se estaba corriendo, o se reía imitando cómo el otro se había corrido. Me levanté de la piedra en la que estaba sentado y me acerqué al Babirusa, pero él ya había empezado a andar para la entrada.» Avelino aceleró el paso y entró en la casa detrás del Babirusa. Aquel olor a humedad, a lejía y a verano. El contraste de luz los dejó ciegos unos instantes y sólo vieron sombras, unas siluetas moverse. En una silla vieja había un joven sentado, con la camisa abierta, fumando, y en mitad del salón vieron a la Gorda de la Cala, desnuda.
La Gorda estaba tumbada sobre un colchón de playa, mal cubierto con una toalla arrugada. Tenía las piernas y el sexo abiertos, los pechos derramados, como dos ojos tristes, con aquellas pupilas de color rosa oscuro. Un muchacho rubio estaba de pie al lado de ella, quizá mirando por una ventana. «Estaba en pelotas, era el Picardi. Al verlo me acordé del nombre, y nos dijo que qué coño hacíamos. Así, con mirada de chulo. El otro no habló, seguía sentado en la silla, moviéndose muy despacio. Nada, que creíamos que ya habíais terminado, Picardi, ¿te acuerdas?, te vi un día con el Fichi, le dije. Yo a ti no te he visto en mi vida, ya estáis viendo que no hemos acabado, venga, fuera. ¿Qué queríais, verme la polla? La Gorda se rió, le sacó la lengua al Babirusa, moviéndola mucho. Te voy a ordeñar, Nunni, le dijo, y yo lo cogí del brazo y me lo llevé para afuera. Parecía que estaba sonámbulo.»
Se quedaron bajo el sol en la puerta de la casa. Avelino de pie contra la pared y el Babirusa mirando al interior. De la playa venía un sabor salado, alguna ráfaga de aire fresco cortando en dos aquel ardor estancado. «Le dije que por qué no nos íbamos. Pero no me decía nada. Se lo pregunté otras dos veces y al final me contestó que habíamos ido a follar. Hemos venido a follar, ¿no?, pues vamos a follar. Si tú te quieres ir, te vas andando. Y como a mí me había puesto caliente la Gorda, mirándonos así como nos miró, allí tendida, y por ese lado yo también me quería quedar, ya no quise seguir hablando, ni tampoco irme solo. Además, dentro se escuchaban otra vez las risas de aquellos dos. Ya se habían olvidado de nosotros, de lo que había pasado. Y cuando media hora después asomaron por la puerta nos miraron con los ojos medio cerrados por la luz y siguieron con las risas, a lo suyo. Como iban a pasar por al lado de nosotros para coger su moto, yo me acerqué, para darles la mano y decirles otra vez que conocía al Fichi. Y cuando ya estaba al lado de ellos fue como si todo estuviera preparado. Les estaba preguntando si la Gorda tenía el día cariñoso cuando noté que el Babirusa me tocaba por detrás. Todavía no sabía muy bien qué parte de la espalda me había tocado cuando le oí decir, Mira, Picardi. Volví la cara para mirarlo y ya le había dado el golpe al Picardi. Vi la sonrisa aquella de loco del Babirusa y al momento la sangre en la cara del Picardi, que dio dos pasos atrás y luego dobló las piernas, como si fuera a sentarse en una silla que no había, y se cayó de espaldas a cámara lenta y entonces es cuando vi el sacacorchos en la mano del Babirusa y me di cuenta de que me había tocado la espalda al coger el sacacorchos de mi bolsillo de atrás.»
«Te voy a sacar el huevo duro de los ojos, maricona», susurró entre dientes Amadeo Nunni el Babirusa antes de volver a lanzarse sobre el mecánico de Oliveros con el sacacorchos que Avelino Moratalla usaba para detener los relojes del billar apretado en la mano. Lo contó Moratalla en el bar de los Álamos esa misma noche, cuando el terral ya había desaparecido y una brisa suave parecía haber devuelto la calma a la ciudad entera. Avelino no quería volver a su casa esa noche. Todavía se le notaba en la cara el calor del día, una pátina brillante y sofocada. Bebía una y otra cerveza, invitado por quienes querían escuchar todos los detalles de la historia. Tenía una mancha de sangre seca en la camisa. Contó que él había intentado agarrar al Babirusa, pero que con lo pequeño que era y con los nervios se le escapó de entre los brazos, que el acompañante del Picardi se quedó quieto y que fue el propio Picardi quien paró la mano del Babirusa cuando ya iba a clavarle otra vez el sacacorchos en la cara.
Levantaron a Amadeo Nunni de encima del Picardi. Entre el otro mecánico y Avelino Moratalla consiguieron quitarle el sacacorchos, quizá más por voluntad del Babirusa que por la habilidad del mecánico y de Moratalla. El mecánico quiso que ataran con la cadena de la moto al Babirusa, pero éste los frenó sólo con la mirada. La Gorda de la Cala, asomada a la puerta a medio vestir, se inclinó sobre el Picardi y lo recogió en su regazo, representando en medio de aquel descampado la imagen estrafalaria de una piedad. El Picardi tenía el ojo izquierdo medio cerrado y mirando para otra parte, la herida del sacacorchos en el pómulo, pequeña y negra. El Babirusa se había quedado quieto, sentado en su Mobylette. Pasó un coche. El otro mecánico lo paró. Estaban intentando meter en él al Picardi cuando pasó una moto de la policía.
Al Picardi lo dejaron en el hospital. El sacacorchos de atrasar relojes le había roto el hueso y había estado a punto de invadirle la cuenca del ojo. Estuvimos viéndolo varias semanas con un parche negro en ese lado de la cara, envalentonado y presumiendo de herida en los autobuses de Oliveros. Al Babirusa se lo llevaron a comisaría y allí estaba todavía, quizá en un calabozo, quizá en un pasillo mal alumbrado, mientras su amigo Avelino Moratalla, con su mancha de sangre en la camisa y el rostro congestionado, contaba en el bar de los Álamos cómo había sucedido todo. Se mecían las hojas de las palmeras con la brisa suave de la noche.
Luego fuimos sabiendo qué ocurrió al día siguiente, cuando ya estaba todo dispuesto para que Amadeo Nunni el Babirusa ingresara en la cárcel y después de estar subido en el furgón policial en compañía de un alemán sordomudo y de una joven que le había echado ácido en la cara a su novio, gracias a las influencias del Corbata, fue devuelto a las dependencias del juzgado. Por aquellos pasillos daba paseos cortos y nerviosos nuestra Lana Turner, seguida por la mirada mitad incrédula y mitad aburrida del abuelo del Babirusa.
Fina Nunni, la diva de los ultramarinos, había llegado al juzgado ataviada con el único traje oscuro que debía de haber en su armario y con las gafas negras de sol que le habíamos visto en la piscina, como si verdaderamente fuese la auténtica Lana Turner dispuesta a enfrentarse a la prensa en el juicio por el asesinato de su marido y no una tendera con un sobrino un poco perturbado. Fumaba en silencio, le preguntaba al Corbata cómo iba todo cuando éste aparecía por una o por otra puerta para hablar con policías, fiscales y jueces, y al quedarse sola miraba a su padre y después a un lado y a otro del pasillo, temiendo quizá ser sorprendida por algún fotógrafo en busca de noticias exclusivas.
Dejaron libre a Amadeo Nunni. Salió del juzgado al final de esa mañana con la escolta de su tía, gafas y pañuelo negro en la cabeza, y de Agustín Rivera el Corbata. Su abuelo caminaba unos pasos detrás de ellos, haciendo cálculos sobre nuevos negocios o tal vez sobre los nuevos temores que le inspiraban su nieto y el uso de los sacacorchos. Esa misma tarde González Cortés y yo vimos pasar el Dodge de don Alfredo calle abajo. Conducía Paco Frontón y a su lado iba Miguelito Dávila. En el asiento trasero podía verse la silueta de Avelino Moratalla y la cabeza pequeña del Babirusa mirando a] frente.
Y yo sentí envidia. Una envidia verdadera, no aquel deseo difuso que me asaltaba tiempo atrás al ver en los asientos color fresa de ese mismo coche a aquellas mujeres de sueño. Las Queridas de don Alfredo. No. Sentí envidia al ver aquellas cuatro figuras viajando juntas tras los cristales. Fuera de allí quedaban los conflictos y los ruidos del mundo. Ellos estaban unidos por un entramado invisible, como esos hierros y cables que existen bajo la piel de los edificios, en el interior de las planchas de hormigón, y que al final son los que los mantienen de pie, sosteniéndolos frente a todos los vientos, seísmos y temporales. Aquel sacramento.