Había comenzado la segunda quincena de agosto y el verano volvía a ser un barco con las velas desplegadas. Apenas quedaba un mes para que González Cortés se fuese definitivamente a Madrid, para que cada cual se adentrase en aquella red de caminos divergentes que se abrían ante nosotros. Apenas quedaba un mes para que el otoño se empezara a anunciar de un modo que a mí también me parecía definitivo, y a pesar de ello recuerdo que en aquellos días sentía cómo el verano se renovaba, girando sobre sí mismo en una espiral cada vez más lenta.
A Remedios Gómez le empezaron a disminuir aquellas auroras boreales que le invadían la cara. Su nariz rota, ya libre del vendaje y de los esparadrapos, empezaba a curársele y a descubrirle en el rostro los primeros atisbos de esa expresión de boxeador sonado que ya la acompañaría el resto de su vida. Unos días después del ataque de Rubirosa, el enano Martínez dejó sobre el mostrador de la mercería un ramo de flores blancas, margaritas dijeron unos, rosas blancas dijeron otros. En lo que coincidieron todos fue en el aire desafiante con el que Marti miró a Remedios, y en que se fue de la tienda con una mueca de orgullo en la cara después de echar una larga mirada a los estantes y a los carteles publicitarios de las marcas representadas por Rubirosa.
Y así, sin saber si aquellas flores representaban una oscura petición de excusas o una amenaza simbólica, de esas que Remedios Gómez estaba acostumbrada a ver en las películas de gánsteres que tanto le gustaban, quedó establecida su nueva relación con el representante Rubirosa, consistente en hacer pedidos mercantiles, en mirar para otro lado cuando él le hablaba y en recuperar parte del temblor de los dedos cada vez que él se marchaba de la tienda y ella podía permitirse tener un desmayo en las piernas y una sensación vaga que nunca supo si estaba más cerca de la náusea que del deseo.
Después de que tras la reconciliación de Luli con Miguelito Dávila, Rubirosa suspendiera los envíos de flores al Bucán por unos días, volvimos a ver al enano Martínez bajando cada tarde camino de la floristería, con sus aires de matón desocupado. Primero lo veíamos marchar con las manos en los bolsillos y luego un poco más incómodo y con la autoridad algo disminuida, medio oculto tras el ramo de rosas, camino del Bucán. Me dijeron que el primer día una nota de Rubirosa acompañaba al ramo. «Todo sigue en pie. Hasta el último aliento de mi vida todo seguirá siempre en pie.» Y también me contaron que después de leerla, Luli Gigante se quedó con el sueño de una sonrisa en la cara, y que esa tarde perdió el compás en el baile más veces de lo acostumbrado.
Pero lo cierto es que en esos días volvía a verse a Luli Gigante y a Miguelito Dávila paseando como en los primeros tiempos del verano. Ella con sus libros en mitad de la mañana, camino de la casa imaginaria de una amiga que podía llamarse Teresa, Mandy o Aurora, y Miguelito caminando altivo hacia la droguería, con su cabeza puesta en los círculos del infierno y en la gloria de Dante o en el hastío de su trabajo y en aquel olor a guisos fríos que siempre flotaba en su casa. «Escribe, escribe poemas. Deséame un arco iris, deséame una estrella», le dijo una de aquellas noches Luli Gigante, abrazándolo con fuerza. Con una tristeza de amantes que se despiden sabiendo que ya nunca volverán a encontrarse, lo miró a los ojos y le dijo, «Escribe, no podemos renunciar a nuestros sueños, porque nuestros sueños somos nosotros, sólo somos eso».
Y Miguelito le besó el rojo de los labios, aunque lo que en realidad quería besar eran aquellas palabras en las que él intuía un peligro extraño y que le recordaron las que una noche le había dicho la profesora de la Academia Almi, la Señorita del Casco Cartaginés.
Pero el verano, quizá no sólo a mí, parecía haber concedido una tregua. Todos parecíamos afanarnos por prolongar la normalidad unos días más, y Miguelito quiso olvidar el miedo de las palabras, olvidarlo o por lo menos abandonarlo en la penumbra de la memoria. Era la tregua, cada cual luchando porque el sencillo pentagrama de los días no se resquebrajara, la pareja imposible formada por Meliveo y la Pija recorriendo la carretera de la playa en su destartalada motocicleta, Paco Frontón, más viejo de lo habitual, siempre cogido de la mano de la Cuerpo, hablándole al oído, mirándola como quien mira atardeceres en el trópico, mientras esperaba escuchar en cualquier instante la detonación de un disparo en las habitaciones de su padre o encontrar en mitad de la noche una ambulancia en la puerta de su casa.
Y como una bandera al viento de esa tregua, por primera vez en nuestra vida vimos a la Lana Turner de los ultramarinos llegar a la piscina de la Ciudad Deportiva, con un bañador blanco y un pañuelo en la cabeza del que le asomaban unos mechones rubio platino, los ojos camuflados tras unas gafas de sol de pasta negra y escoltada por Agustín Rivera, el Corbata. Sin bañarse en toda la mañana, Fina Nunni, sentada sobre una toalla increíblemente grande, también blanca, y observando de reojo las acrobacias del Corbata en el trampolín, que, sin ostentación alguna y con mucha naturalidad hacía el salto del ángel, tirabuzones y piruetas varias. Se desprendía momentáneamente de las gafas Fina, y se repasaba el maquillaje frente a un espejito de mano, orgullosa de aquel Rockefeller acróbata y medio calvo.
Al fondo de la piscina estaba su taciturno sobrino con sus amigos. Luli Gigante y la Cuerpo sentadas en los taburetes del quiosco de los refrescos. «Escribe, escribe, nuestros sueños somos nosotros», Miguelito Dávila tumbado en el césped, cortando con los dedos briznas de hierba y con las palabras de Luli y las palabras de la Señorita del Casco Cartaginés y las palabras de Dante, «Tu ingenio está dormido, si no aprecia por qué extraña razón se eleva tanto, y tanto se dilata por su cima», girando en la noria pobre de su cabeza. Paco Frontón y Avelino Moratalla de pie en el borde la piscina, observaban con mucha atención los saltos del periodista Rivera. El humo casi invisible de los cigarrillos escapando de la boca de nuestra Lana Turner y los ojos de su sobrino, desentendido de volteretas y chapuzones, fijos en el seto trasquilado del fondo, viendo en aquel arbusto frondoso el escaparate del barrio chino de Londres, aquella llama naranja en la que ardía la cabeza de su madre, aquellas fotografías que aún lo tenían paralizado, como si él también fuese cómplice del verano y quisiera prolongar aquel tiempo de calma que sólo parecía inquietar a Avelino.
—Me gustaría que me pasara lo mismo que al Babirusa, su madre casándose con un negro en Londres, o lo que le ha pasado a Paco Frontón, con una mujer envenenada de pastillas en el jardín de su casa, la policía y toda la gente, su padre yendo a la cárcel. Yo nada más que he visto los policías de la gorra de plato o los que salen en las películas y ni siquiera sé cómo es un inspector, siempre me los imagino con los pies encima de la mesa —le estaba diciendo Avelino Moratalla a Miguelito Dávila en la penumbra del Salón Ulibarri uno de aquellos días.
Era la hora muerta en la que cerraban la droguería para comer y en la que el bar de González Cortés se quedaba vacío.
En aquella penumbra, doblemente refrescada por la humedad del local y por el giro lento de los ventiladores que colgaban del techo, Dávila y Avelino jugaban una partida de billar en la mesa contigua a la nuestra. La voz de Moratalla se alzaba por encima del rumor sordo de los ventiladores y de los resoplidos que el maestro Antúnez daba en mitad de sus sopores, dormido el maestro en su silla de equilibrista, dos patas en el aire, el respaldo apoyado contra la pared y el balanceo continuo de su cabeza desmayándose violentamente a un lado y a otro de su pecho hundido.
—Pero ya ves. Mi padre la única vez que ha sido infiel en su vida fue hace tres años, cuando un domingo se levantó con el cuerpo cambiado y en vez de ponernos a la hora del desayuno La Verbena de la Paloma enchufó en el tocadiscos el himno de la legión. Un regalo de un cliente, nos dijo. Se dejó el pijama abierto hasta la mitad del pecho y miraba a mi madre medio guiñándole, con la cara muy rara, que mi hermano, que entonces tenía seis o siete años, se puso a llorar. La única vez que ha llorado mi hermano. Y mi madre tampoco se va a casar con un negro ni se va a ir a Londres.
Fallaba casi todos los golpes Avelino, protestaba golpeando la goma de su taco contra el suelo y murmurando blasfemias cada vez que Miguelito conseguía una carambola.
—Que mi padre se llevara la caja del banco o tuviese dos queridas, una para mí, que me prestara una, ¿eh, Miguelito?, para que yo le repasara los bajos. Lo que me gustaría es que me pasara algo. Que me pasara algo y que luego todo volviera a ser como ahora, no que mi madre se quedase para siempre en Londres con un negro ni que mi padre estuviera siempre en la cárcel. Pero es que yo nada más que tengo mis pajas, que ya hasta meto alguna muerta en medio. De verdad, una muerta con las bragas negras que yo se las voy quitando muy despacio. Avelino Moratalla nos miraba de reojo a González Cortés y a mí y seguía hablando en voz alta, golpeando el suelo con su taco, «Coño, a tres bandas, no abuses, Miguelito. Me la va a mamar san Nicolás», cansado de su vida en orden y de aquella tranquilidad aparente que parecía haberse apoderado del pequeño mundo que lo rodeaba.
—Y el Babirusa, ¿lo has visto? Lo único que hace es estarse callado. Lo llevan a Londres, conoce gente rara, y se lo traga todo, como un pez. Así lo agradece. ¿Tú lo has visto, Miguelito?
Y Miguelito Dávila callaba, contestaba, Sí, pálido Dávila, estudiando las carambolas, dándole tiza al taco, sin decirle a Moratalla ni a Luli Gigante ni a nadie a qué se dedicaba la madre del Babirusa en Londres, sin decir que el negro Michael era sólo mulato y estaba retratado con unos calzoncillos de cuero en una vitrina del barrio chino. Sin ni siquiera mencionar que la madre del Babirusa tenía el pelo teñido de color naranja. «Sí», decía Miguelito Dávila, el droguero, con el remolino del infierno y la aspiración lejana de la gloria rondándole la cabeza, con el olor de Luli Gigante pegado a la piel y al paladar de la memoria y los movimientos de su cuerpo recorriendo su anatomía igual que un oleaje lento, abrazaba a Luli y se sentía dentro del mar, y luego, al separarse de ella, seguía notando el empuje de las olas contra su cuerpo.
Así lo sentía Dávila mientras acariciaba su taco con la vista perdida en la mesa y Avelino Moratalla, subido en un taburete, metía la punta de un sacacorchos en el reloj del billar y retrasaba las manecillas. Le siseaba Miguelito señalándole con la sien nuestro contador y Moratalla movía el taburete y también hacía retroceder nuestras manecillas, igual que el verano, igual que el tiempo real se replegaba sobre sí mismo. «Vale, Dávila», le decía González Cortés. Y Dávila respondía con una mueca leve, sin mirarnos, ya inclinado sobre una nueva carambola mientras Moratalla dejaba el taburete en su sitio y al pasar por delante del maestro Antúnez le hacía un gesto obsceno y daba un zapatazo en el suelo. «Cuidado, jefe, no se vaya a caer», le decía al sorprendido viejo, que con los ojos espantados miraba a un lado y a otro, los pelos de la coronilla levantados, la boca torcida, y que, después de toser, volvía a recostarse contra la pared y a entornar los párpados, hipnotizado por el giro trabajoso de los ventiladores y por el sonido de las bolas al rodar suavemente por el paño de felpa verde.
—De qué mierda se quejará el Babirusa, con la Lana Turner todo el día a su lado. Te imaginas, teniéndola en su casa, que es como tenerla para él solo. Yo tendría toda la casa hecha un colador, boquetes en el cuarto de baño, boquetes en el armario, y si no me pasaría la vida metido en la alacena. Me iba a quedar jorobado. ¿La viste el otro día en la piscina, las cachas que tiene? Para qué coño quiere a su madre y a su padre —Moratalla miraba cómo Miguelito golpeaba la bola blanca del punto, echaba los hombros hacia atrás, queriendo desviar con el movimiento de su cuerpo la trayectoria de la bola—. Mierda, mierda, mierda. Joder, ya era hora, la has cagado por medio pelo. Con esa tía en su casa para qué coño quiere a su madre y a su padre.
Miguelito daba tiza azul a la punta de su taco, y por primera vez levantó la vista de la mesa y la dejó clavada en los ojos de Moratalla.
—Para tener el lujo de querer que le pasen cosas. Para poder ser como los demás, como tú. No un animal acorralado.
—Joder, Miguelito, cómo te pones con las poesías. ¿Eso lo has leído en tu libro o te lo has inventado tú?
Miguelito se quedó mirándolo muy serio y Avelino Moratalla botó con fuerza el taco sobre la base de goma y se rió por la carambola que acababa de conseguir. Los dedos de González Cortés sobre el paño me recordaron aquellos árboles sin hojas de los que él había hablado días atrás. Nuestra silueta giraba deformada en las aspas de los ventiladores y el maestro Antúnez, despertado por la risa de Avelino, miraba fijamente, todavía dormido, los relojes del billar, el tiempo, sólo en apariencia, retrocediendo.