Cuando Remedios Gómez amaneció un día con la nariz rota y levantó la persiana metálica de su mercería con menos ruido del habitual, el asunto de la querida de don Alfredo todavía circulaba por el barrio. Ante una fractura nasal y un posible intento de suicidio o de asesinato, todo el mundo optó por el segundo caso, y sólo cuando se supo que la tal Fonseca ni había muerto ni había sido violada, en los corros de las tiendas y los bares empezó a prestársele un poco de atención al accidente de Remedios. Entre otras cosas porque con el paso de los días la herida de la dueña de la mercería parecía ir en aumento, y donde antes sólo había un vendaje aséptico y una leve inflamación, al cabo de una semana florecía una especie de campo de batalla, cada vez más lleno de trincheras y desastres.

Alrededor de la mirada tímida y del esparadrapo que le cubría la nariz, se le formaron a Remedios unas bolsas de tonos imitantes, una especie de arcoíris en el que cada día debutaba un nuevo color que poco a poco iba virando hacia gamas insospechadas. Pasaban los colores del amarillo huevo al naranja y luego al verde, del verde a unos variados tonos de azul, incluido el turquesa, y luego al morado oscuro y al negro. La voz le sonaba cada vez más quebrada y los dedos, al cortar dos metros de cinta o al envolver una docena de botones, le temblaban cada día más. Y así, con aquella especie de anuncio de neón en la cara y con el deterioro de su voz y de sus nervios, consiguió Remedios Gómez, muy a su pesar, que en el barrio se hablara más de su historia que la de la querida de don Alfredo.

A las clientas del primer día Remedios les dijo que había sufrido un accidente. Una estantería que se le había venido abajo y le había golpeado en mitad de la cara. Pero todo el mundo sabía que aquella explosión de colores que le iba apareciendo por las ojeras estaba relacionada con el representante Rubirosa y con Luli Gigante. Rubirosa ya no pasaba por las tardes a recogerla con su coche azul, ni se quedaba con ella dentro de la mercería con la persiana de la puerta a medio echar, dejando salir por la rendija inferior unos jadeos y gritos ahogados que, entre las risas de los hombres de la taberna de enfrente y las protestas de doña Úrsula, reunían en la puerta de la mercería a los niños y la mayor parte de los perros sueltos del barrio, atraídos por algún ultrasonido que los envites del representante de lencería fina hacían escapar de los pulmones de Remedios. Ahora, cuando Rubirosa aparecía por la tienda, siempre lo hacía en horas comerciales y siempre se quedaba al otro lado del mostrador, con su simpatía habitual y sus juegos con la corbata y las clientas. Pero en esas ocasiones Remedios apenas le mantenía la mirada y le dictaba los pedidos con la cabeza baja y con el temblor de los dedos congelado.

Además, el enano Martínez iba dando noticia a todo el que quisiera oírlo, y al que no también, de los avances de su amigo José Rubirosa «con la niña esa, la Luli Gigante, que no tiene ni la mitad de un polvo que la Cuerpo, pero que a él se le ha metido en la cabeza». Fue Marti, el enano, el encargado de realizar un espionaje completo de los movimientos habituales de Luli. Era él el responsable de llevar los ramos de rosas rojas al Bucán y de anotar en una libreta pequeña todos los datos que iba sabiendo sobre la humilde Beatriz de Miguelito Dávila.

Durante aquellas primeras jornadas de espionaje, el enano esperaba cada noche a Rubirosa en la barra del Ajo Rojo, y allí le iba dando cuenta de todo lo que sabía. Aunque muy pronto, cuando los encuentros del enano y el representante se redujeron a una repetición de datos y suposiciones por parte de Martínez, Rubirosa dejó de aparecer por el bar. Y mientras el enano se quedaba allí encaramado en su taburete, mirando con disimulo el reloj que el barman Camacho tenía a su espalda y bebiendo amargamente los cócteles a los que el representante lo había hecho adicto, Rubirosa circulaba con su coche azul por los alrededores de la casa de Luli Gigante y se paraba en las esquinas para verla pasar.

Me dijeron que en aquel primer tiempo sólo se acercó a Luli una vez, una tarde en la que ella iba con su enorme bolso rojo colgado del hombro camino del Bucán, todavía con su pelo mojado por la ducha, con un olor a lavanda flotando a su alrededor y aquellos movimientos cadenciosos de su cuerpo que parecían anunciar a cámara lenta el contoneo rítmico, acelerado, que pronto se apoderaría de aquel cuerpo en la pista de baile. Rubirosa la esperaba un poco alejado de la puerta del bar. Iba sin corbata, con una camisa blanca resplandeciente y el pelo sin aquel tupé rígido que lo hacía mayor.

Aunque Luli fingió no verlo y siguió su camino sin detenerse ni volver la cabeza ante las llamadas de él, cuando finalmente Rubirosa se paró unos pasos detrás de ella y con voz serena dijo, «Por favor. Sólo quiero hablar contigo un minuto. Nunca volveré a molestarte y si quieres nunca en tu vida volverás a verme. Nunca. Un minuto y desapareceré, Luli. Te pido un minuto de tu vida, sólo un minuto». Se detuvo Luli Gigante con su mano derecha agarrada con fuerza a las asas del bolso y mirando al frente, sin darse la vuelta. Fue Rubirosa quien poco a poco, andando lentamente, se colocó frente a ella.

—Luli, te he visto ir de un lado a otro con tus libros, sé que te gusta bailar y alguna vez me he asomado por esta ventana para ver cómo lo haces —empezó diciéndole Rubirosa a Luli Gigante—. Sé que te gustaría entrar en La Estrella Pontificia, aprender a bailar de verdad y quizá también ir a la universidad o acabar el bachillerato, no lo sé. —Luli alzó una ceja, miraba al suelo—. No te ofendas. Yo no pido nada, nada. Pero necesito que sepas que si tú quieres no tendrías ningún problema en ir a esa academia de baile, a la universidad, a donde quieras. Que tienes esa posibilidad. Sin hacer ni decir nada a cambio. Sencillamente. Tú un día llegarás al sitio que desees, abrirás una puerta, harás lo que quieras y ya está. Nada habrá cambiado. No verás dinero, nadie sabrá nada.

Iba a hablar Luli Gigante, pero sólo movió los labios, los párpados. Pasó la vista, aquel estanque de agua verde, por Rubirosa y luego la devolvió al suelo, a un lado de la calle. El representante José Rubirosa sonrió, habló con un tono un poco más cálido. Verdaderamente ese día, cuando pasó por delante del bar de González Cortés, parecía más joven.

—Si lo prefieres, yo solucionaré todo eso que te he dicho y desapareceré de tu vista. Preferiría que no fuera así, pero si es lo que tú deseas así será.

—Tengo novio —la voz y la mirada de Luli, su gesto, fueron desafiantes.

Rubirosa le contestó abriendo todavía más la sonrisa, como si ella le hubiera dado una respuesta afirmativa:

—Seguirás con tu novio, te casarás o lo dejarás. Harás lo que quieras —volvió a cambiar el tono de voz—. Yo creo que lo dejarás, pero.

—Ya ha pasado el minuto —Luli miraba hacia la entrada del Bucán.

—Me he enterado de que hace un par de días que no os veis. Tú sabes que nunca irás a ningún lado con el droguero, y que al final lo tendrás que dejar. Pero eso no tiene nada que ver con lo que te estoy diciendo. Es tu vida. Harás con ella lo que quieras. Precisamente sólo pido ayudarte para que puedas elegir. Y no te preguntes por qué lo hago. Aunque en el fondo lo sabes, eres una mujer. Pero lo que he tenido, lo que he perdido, todo lo que hecho en mi vida tendría un poco de sentido si ahora puedo ayudarte, créeme. Nada más, Luli, eso es lo que quería decirte.

Ella hizo un movimiento con el cuello, se ajustó el bolso en el hombro. Empezaba a andar hacia la puerta del Bucán.

—Sólo dime que lo pensarás —Rubirosa todavía estaba en el camino de Luli.

Ella, todavía mirando al suelo, hizo un gesto leve, quizá afirmativo. Levantó los ojos y miró a Rubirosa a la cara. Él se apartó y Luli siguió andando con aquella ondulación suave de sus caderas, caminando siempre como si fuese de noche y anduviera entre gente con el sueño ligero.

Cuando los labios rojos de Luli volvieron a posarse en la cicatriz de cincuenta y cuatro puntos que Miguelito Dávila tenía en el costado derecho de su espalda, cuando el carmín dejó su dibujo borroso, parecido a un pétalo, sobre aquella línea curva y rosada, Remedios Gómez, todavía con su nariz intacta, debía de estar en su mercería, mirando impaciente por encima de las cabezas de las últimas clientas si la figura de José Rubirosa aparecía por el fondo de la plaza. Por entonces Remedios ya tendría que haber escuchado rumores sobre la persecución a la que Rubirosa había sometido a Luli Gigante.

Esa tarde Rubirosa llegó un poco más tarde de lo habitual, cuando Remedios ya había entornado la persiana de la entrada y se había mirado varias veces en el espejo de la trastienda, el peinado, el perfil, los ojos. El representante la besó con desgana. Y cuando ella, insinuante, se lo llevó a la parte trasera de la tienda, allí donde semanas atrás habían derrumbado el orden de las telas y los hilos de las estanterías con la fuerza de su repentina pasión, José Rubirosa se quedó mirándola con desprecio. Con un gesto en el que ella quizá vislumbrase lo oscuro del deseo y que, lejos de intimidarla, la llevó a sacarse el vestido todavía con más parsimonia. De reojo se miró a sí misma en el espejo, y con orgullo vio cómo los encajes y las ballenas de aquella lencería verde esmeralda, marca Beautilli Satén, le realzaban la silueta de un modo casi tan rotundo como a la maniquí de la propaganda con la que tenía forrada la trastienda.

Remedios Gómez tenía las manos atrás, puestas en el broche del sujetador, cuando Rubirosa avanzó hacia ella y le partió la nariz de un puñetazo. La estantería que había a su espalda, efectivamente, se volcó, y las bobinas y las cajas de cremalleras y cintas que en su primer encuentro habían caído por la efusión del deseo, se derramaron ahora sobre el cuerpo derrumbado de Remedios Gómez con un repiqueteo triste y algo humillante. Aunque más que la humillación, en ese momento, a Remedios Gómez lo que seguramente más le preocupaba era intentar recobrar la lucidez, comprender qué le había ocurrido y contener aquel incipiente goteo de sangre que al llevarse las manos a la nariz se convirtió en un río algo caudaloso. Tiempo después confesaría que no sintió miedo ni apenas dolor. Sólo estaba confusa, todavía con el deseo recorriéndole el cuerpo y sintiendo un ruido de cañerías al respirar que parecía llenarle la cabeza entera y que ni siquiera le dejó oír el sonido de la persiana metálica al descorrerse. Cuando unos instantes después recuperó por completo la conciencia pensó que Rubirosa se había evaporado o que todo había sido una alucinación y el representante ni siquiera había entrado en la tienda.

Pero Rubirosa no se había evaporado. Se quedó allí de pie, alisándose la corbata y viendo cómo la sangre le caía a Remedios Gómez por los pechos y por el vientre, con el sujetador verde esmeralda desmayado a la altura del ombligo y unos espasmos sin ritmo contrayéndole el vientre. Quizá le habría gustado a Rubirosa haberse evaporado una hora antes, cuando, apostado en su coche, vio cómo Luli Gigante salía de su casa y, después de besar a Miguelito Dávila, se iba con él calle abajo cogida de la mano.

Siguió Rubirosa a la pareja recién reconciliada y desde una esquina próxima vio cómo Dávila volvía a besarla y se separaba de ella para entrar en el portal de su casa. Luli se quedó al lado de la puerta, hasta que un par de minutos después Miguelito Dávila se asomó por una de las ventanas del segundo piso y le hizo una señal, indicándole que no había nadie en la casa. Se movió ella con su calma habitual, igual que días antes se había movido ante Rubirosa después de oír su proposición en la puerta del Bucán. Se situó delante del portal y después de rebuscar algo en su bolso, se agachó un poco para ver su cara reflejada en el cristal de la puerta y se pasó por los labios la barra de carmín rojo, el mismo rojo de los pétalos de una rosa, el mismo rojo de la camiseta ceñida que Luli llevaba puesta y el mismo rojo que debió de estar pasando por la mirada de Rubirosa esa tarde, cuando llegó a la mercería de Remedios Gómez. El mimo rojo de la sangre que manaba por la nariz de Remedios y que seguiría persiguiendo a Rubirosa hasta el final de esa madrugada, cuando en uno de aquellos tugurios de la costa por los que a veces solía perderse, vencido por el alcohol, cayese desmayado en los brazos de una prostituta murmurando el nombre de Luli.