Derramado el verde luminoso de su vestido sobre el verde oscuro del césped igual que un nenúfar desmayado y sin vida. Una nube algodonosa y casi transparente. Así vieron desde arriba a la mujer que había tirada en el jardín de la casa de Paco Frontón y que, alumbrada por las primeras luces del día, verdaderamente, por la palidez de su cuerpo y el polen rubio de su pelo, parecía un nenúfar flotando en la laguna verde de la hierba, a orillas de la piscina.

Tenía un vestido de gasa verde limón que le dejaba al descubierto los hombros y media espalda. Era una de las queridas de don Alfredo, y al principio todo el mundo pensó que estaba muerta. El primero en verla fue uno de los albañiles que trabajaba en el edificio que estaban construyendo enfrente. Y después de que él gritara desde el andamio y de que el jefe de obras aporreara la puerta de la casa, a aquella mujer la vieron casi todos los habitantes del barrio, empezando por el propio Paco Frontón, al que se le cortó el bostezo al asomarse a la terraza de su dormitorio, y ya se quedó petrificado, temblando a pesar de la buena temperatura, agarrado en calzoncillos a la baranda y sin poder moverse hasta que la gente que había subido a la obra vecina y las personas que estaban asomadas a la puerta del garaje donde se había detenido la ambulancia lo miraban más a él que a la querida de su padre.

Dicen que a Paco Frontón se le puso cara de niño, que se le borraron esas huellas de vejez prematura que tenía asomadas a la cara, y que los ojos, con el celeste de siempre todavía más pálido, parecían que iban a licuársele de un momento a otro. A nosotros nos lo contó Antonio Meliveo, que, despertado por el alboroto, estuvo siguiendo todo lo que ocurría desde una de las terrazas de su casa, con los prismáticos que su padre usaba cuando iba a la ópera de Barcelona. «Parecerías una maricona», le dijo a Meliveo el Garganta, con la espalda apoyada en la barra del bar de González Cortés.

También, muchos años después, Paco Frontón me habló de aquel día, que, curiosamente, él recordaba de un modo más confuso que muchos de quienes ni siquiera alcanzamos a ver la ambulancia saliendo de la calle y sólo oímos el estrépito de su sirena rompiendo la mañana de verano, como me ocurrió a mí, o de quienes, como sucedió con González Cortés, sólo vieron la silueta de la mujer bajo la sábana de la camilla y un pie asomando por la parte inferior, los dedos completamente blancos y rematados por el rojo sangre de la pintura de las uñas. «Creo que nunca se me borrará de la cabeza ese pie. Me imagino lo que sintió Paco Frontón, porque yo, con sólo ver los dedos y la pintura de las uñas, noté que me dejaban vacío, y sentí a la vez mucho deseo, igual que si hubiera visto a la mujer entera desnuda, y también mucho miedo, como si fuese yo el que estaba a punto de morirse», nos dijo González Cortés. «Es lo que tienen los pies, su erótica es muy complicada», comentaba didáctico el Garganta.

Después de que González Cortés tuviese la visión del pie, él y yo nos mezclamos con el pequeño tumulto de vecinos y albañiles que se había formado en los alrededores de calle Soliva. íbamos escuchando las versiones más dispares de lo que había ocurrido en el interior de la casa, y de refilón, cuando se entornaba la puerta del garaje, vimos al padre de Paco Frontón, con un pijama de rayas azules y la cresta de los pelos despeinada, echando a la gente del umbral del garaje con mucha amabilidad para poder cerrar la puerta.

Contaban a nuestro lado que la mujer estaba muerta, que se había ahogado en la piscina o que sólo estaba borracha y tenía coma etílico. También decían que era diabética. Pero cuando unos instantes después llegó un coche patrulla y unos policías entraron en la casa, ya todo el mundo estuvo de acuerdo en que la habían asesinado. Unos afirmaban que con veneno y otros llegaban a asegurar que habían visto el orificio de bala que había partido en dos el corazón de la hermosa rubia.

Algo más tarde, cuando la mayoría de los corros se habían dispersado y don Alfredo salió de su casa escoltado por dos policías que lo introdujeron en el coche patrulla, hubo quien añadió al asesinato el delito de violación, aunque siempre la responsabilidad de los crímenes era achacada a las amistades del padre de Paco Frontón y no al propio don Alfredo, que ya repeinado y con un elegante traje azul marino, fue saludado cortésmente por el vecindario en el breve trayecto que recorrió desde la puerta de su casa al coche de la policía.

Sólo al final de la tarde, cuando Antonio Meliveo llegó al bar de González Cortés acompañado de María José la Pija, supimos parte de lo que verdaderamente había ocurrido. Meliveo había aprovechado la llegada de la madre de Paco Frontón para entrar en la casa de su vecino. «Antoñito, qué disgusto, cuánta desgracia», le había dicho la mujer, llorosa, apoyándose en su hombro para subir los peldaños que daban acceso a la puerta principal. Iba la madre de los Cebolla un tanto desarbolada, con sus diversas capas de ropa todas revueltas y mucho más abatida de lo que estaba cuando habitualmente su marido salía de la casa camino del Hotel. «Se le habrían revuelto las tripas al pensar que cualquier día le metían veneno a ella también o tendría horror vacui, miedo a lo desconocido», añadió el Garganta, que a lo largo de la narración de Meliveo fue complementando los sucesos con añadidos de comentarista radiofónico, de tal manera que era él, el Garganta y no Meliveo, quien parecía haber estado en casa de Paco Frontón.

Entre lo que unos y otros decían, aquella tarde fuimos sabiendo que don Alfredo había aprovechado que su mujer pasaba la noche en casa de una hermana enferma y en mitad de la madrugada había llevado a su casa a dos o tres de sus amigos habituales y a algunas de las mujeres con las que a menudo lo veíamos cruzar las calles de la ciudad en su destartalado automóvil. Nadie supo muy bien qué había ocurrido, pero según todos los indicios, después de ingerir no se sabe cuántas copas de champán, la mujer del vestido verde se sintió despreciada por don Alfredo. Al parecer estuvo encerrada en un cuarto de baño, y al rato salió de allí tambaleante y se dedicó a deambular sola por la casa, cogiendo de los armarios de los otros tres aseos todas las pastillas que iba encontrando a su paso. Pastillas para el asma, para los mareos, el insomnio, la alergia o la gripe.

Se las tomó con una última botella de champán al borde de la piscina mientras en el interior de la casa se oían las risas y las voces apagadas de las amistades de don Alfredo. Los amigos noctámbulos del padre de Paco Frontón y el resto de las mujeres, todas menos una llamada Adoración España, se fueron antes del amanecer, sin que nadie echara de menos a la joven que a esas horas, ya sin conocimiento, yacía sobre la hierba. Según decían, don Alfredo había ofendido no se sabe de qué modo a la rubia del vestido verde, y ella, al parecer enamorada de don Alfredo, le había respondido con una bofetada y unos insultos que no hicieron más que aumentar las carcajadas de sus ya de por sí divertidas compañeras de excursión nocturna.

Meliveo vio en la casa de Paco Frontón a la tal Adoración, la morena que se había quedado a pasar el resto de la noche con don Alfredo y a la que la noticia de la desgracia de su amiga le había llegado en la cama matrimonial de los padres de Paco Frontón. Pensaba que se encontraba en mitad de un sueño cuando vio a don Alfredo asomado al balcón, gritando, «Muerta, está muerta, la Fonseca se ha matado». Incluso llegó a reírse por la caída de don Alfredo contra la cómoda al ponerse apresuradamente los pantalones del pijama, y sólo cuando escuchó unas voces desconocidas en el jardín, hablando como hablan los médicos, tuvo conciencia de que ocurría algo grave.

Pero ya no pudo Adoración España salir de la casa, porque a pesar de que se dio toda la prisa del mundo en recoger su ropa, esparcida por toda la habitación y por la escalera, don Alfredo, camino de la concurrida puerta de la calle, le ordenó con la mirada que regresara al dormitorio. Vestida únicamente con su braga enana y llevando en un abrazo el resto de la ropa, se topó al final de la escalera con los ojos de Belita, la hermana de Paco Frontón. Se dieron los buenos días sin apenas mirarse. Adoración entró apresurada en el dormitorio y Belita se quedó clavada en la escalera, sin atreverse a ir a ningún lado.

La madre de Paco Frontón encontró a Adoración en el dormitorio, ya vestida, con la cama hecha y una llantina desconsolada que aumentó de ritmo y volumen al ver a la dueña de la casa. La matriarca de los Cebolla comprendió la situación sin necesidad de palabras, y así, sólo con los gestos, apenas volviendo a murmurar «Cuánta desgracia» un par de veces, tomó a Adoración del brazo y la bajó a la cocina, que es donde la vio Meliveo, sentada en un taburete y tomándose una taza de caldo recién calentado por la madre de Paco Frontón. Entre sorbo y sorbo lloriqueaba Adoración España y repetía insistentemente que todo le parecía un sueño, que abrió los ojos, oyó lo de la Fonseca, y todo le pareció un sueño, un sueño de risa, y mientras Adoración decía aquello, la dueña de la casa, entregada al preparativo de nuevos guisos, intentaba consolarla, «No llore, señorita España, no llore, que usted no tiene culpa de nada y Dios es misericordioso y lo arregla todo, hasta lo que no tiene arreglo».

«Y cuenta lo de la piscina, y lo de Paco Frontón. Cuenta lo que viste», animaba a Meliveo la Pija, que aquel día reveló su pasión por los hechos luctuosos y por una vez dejó a un lado su mirada altiva para, a dúo con el Garganta, hacer de coro y añadir con mucho énfasis muletillas a todo lo que Antonio Meliveo contaba. Así que, estimulado por la Pija, Meliveo fue contando que en medio del desorden que había en la casa, él se entretuvo en ir de un lado a otro, como el visitante de un museo que estuviera en pleno desalojo. Al lado de la piscina encontró una botella de champán y una copa rota con los bordes tintados de carmín o sangre, una caja de pastillas vacía y un trozo de papel en el que alguien había escrito sólo un nombre, Alfredo. También había visto al lado de la nota una mancha oscura de sangre empapando la hierba. Sacó Meliveo con mucho cuidado un papel doblado del bolsillo de su camisa. Ponía, efectivamente, Alfredo, y una de sus esquinas tenía una mancha parda que podía ser sangre.

Mientras nos íbamos pasando el papel con mucha lentitud, Meliveo fue contando que desde el jardín subió a la primera planta y allí, detrás de una puerta, oyó la voz de Paco Frontón. Hablaba conteniendo la ira, evitando alzar la voz. «Y tú vas a acabar así, como esa mujer, más joven que ella, envenenada.» Escuchó Meliveo los gemidos, también ahogados, de la hermana de Paco Frontón y luego unos golpes, cajones cerrándose violentamente, y unos pasos. Paco salió de la habitación en la que estaba, el dormitorio de Belita, y se quedó mirándolo. Ya se le había borrado la expresión de niño que Meliveo le había visto desde la terraza de su casa. Las arrugas, el viejo que había dentro de Paco Frontón, habían vuelto a adueñarse de su cara.

«He venido a ver cómo estabas», le dijo Meliveo, sosteniéndole la mirada. Y el otro todavía se quedó un momento delante de él, inmóvil y sin decir nada hasta que desde el interior de la habitación llegó el llanto, ahora claro, de su hermana y él se volvió, dio un manotazo en la puerta y, después de gritar «Cállate», siguió su camino, ya sin mirar a Meliveo. Según éste, el llanto de Belita era parecido al sonido que le ponen en las películas a los animales de la selva durante la noche, unos hipidos que parecían contraseñas de indígenas, amenaza de peligro.

«¿Por qué atormenta tanto a esa niña, si es un primor? Yo la veo casi todos los domingos en el Club de Botes y es tan dulce. Muy amiga de Seoane y de Constancita Aguilera, ¿qué os voy a decir a vosotros?», comentaba la Pija, que de pronto reconocía a las personas que hasta ese momento parecían haber quedado fuera del alcance de su vista y hasta nos tocaba las manos y nos apretaba el antebrazo para dar más énfasis a sus palabras. «Son todo complejos y celos de la infancia sin resolver», sentenciaba el Garganta, mirándola con ojos que él suponía penetrantes, aunque en esos momentos el Garganta, a la vez que intentaba transmitir sus encantos, planeaba el modo de rentabilizar lo que estaba conociendo por boca de Meliveo. Y es que, según supimos más tarde, esa misma noche, después de pasar por su casa y mecanografiar apresuradamente dos o tres folios, se colocó su traje negro y se presentó en la emisora de radio de la Alameda, ofreciéndose para retransmitir en el último informativo local una crónica sobre «El caso —suicidio o asesinato— de calle Soliva».

Pero, para desconsuelo del Garganta y de los radioyentes en general, los responsables de la radio no le permitieron leer su crónica con aquella voz susurrante, los ojos entornados y los labios pegados al micrófono, acariciándolo suavemente, tal como tenía ensayado un millón de veces en el bar de González Cortés con una botella de sifón. Tal vez no se lo permitieron por su voz demasiado engolada, por las ansias de comerse el futuro, el micrófono y la radio entera, por el traje negro que llevaba o por los cuellos de la camisa sacados altivamente por encima de la solapa, o, simplemente, porque la mujer del vestido verde, en contra de lo que todos a esas horas afirmaban en el barrio, no había muerto. «Ni suicidio ni asesinato. Lo único que te vale es lo de calle Soliva», se limitó a comunicarle al Garganta un locutor descamisado y con la voz aguardentosa de quien ha pasado en vela más madrugadas de las precisas.

Durante varios días corrieron rumores contradictorios por el barrio. Pero cuando ya quedó definitivamente confirmado que la mujer, la Fonseca, no había muerto, el interés por lo ocurrido se evaporó rápidamente. La Pija volvió a olvidar de inmediato no sólo nuestros nombres, sino nuestra existencia. El Garganta retornó a sus ensoñaciones y a contar películas interminables, y en el bar de González Cortés dejamos de repasar los detalles más escabrosos del suceso. Sólo ocho o nueve días después, una noche, distraídamente, Meliveo nos contó que según había relatado el Corbata en el Ajo Rojo, el motivo de la disputa de la Fonseca y don Alfredo había empezado porque él, bastante borracho y molesto con la rubia por cualquier detalle, se la había ofrecido a uno de sus amigos como regalo o pago de alguna deuda. Lo demás, el encierro en el cuarto de baño y el cóctel pastillas, se ajustaba a lo ya sabido.

Pero había algo que no se había conocido hasta ese instante^ era que la mujer estaba embarazada, y que la intoxicación o tal vez alguna caída ocurrida a lo largo de aquella noche o el propio lavado de estómago, le habían provocado un aborto. Hacía dos días que la mujer había salido del hospital, pero según todos los datos del Corbata, ya no había quien pudiera encontrarla. En el cajón de su mesilla de noche de la clínica quedó sin abrir el sobre con un cheque enviado por don Alfredo. Allí abandonados quedaron los ramos de flores y los dos paquetes, también sin abrir, quizá vestidos caros, que por orden de don Alfredo le habían llegado. La Fonseca, Natividad Fonseca Olmedo, también conocida como La Batidora, había dejado la ciudad, no se sabía si con destino a su Pontevedra natal o tal vez a algún tugurio remoto de Madrid o Barcelona.

Un destino que ya a nadie le importaba. Nada más que el padre de Paco Frontón estuvo interesado en conocerlo. Empezó a vérsele por el barrio poco tiempo después de que se lo llevara la policía. Quizá saliera de la cárcel el mismo día en que le dieron el alta a la Fonseca, pero pareció que don Alfredo hubiera sufrido treinta años de encierro o que le hubieran perdonado una cadena perpetua por enfermedad. Por el cuerpo y el ánimo de don Alfredo habían transcurrido quince o veinte años. Caminaba más despacio y con la barbilla un poco temblorosa metida en el pecho, y su cabeza, siempre altiva, de pronto fue una cabeza de algodón, de anciano, con una nube de pelo ya del todo blanco y etéreo queriendo ascender a los cielos, despegado de la gravedad terrena y de un cráneo al que ya nada parecía unirlo.

Flores que se marchitaron en mitad del verano. Ya nunca más volvimos a ver el Dodge de don Alfredo cargado de mujeres hermosas, ya nunca más aquellos vestidos sacados del sueño de Hollywood pasaron ante nosotros como la encarnación de lo imposible. Un escaparate ambulante de lo inalcanzable. Y en las contadas ocasiones en que volvimos a ver a don Alfredo al volante de su automóvil a todos nos pareció que se trataba de un coche fantasma, por más que al pronto nos provocara una oscura satisfacción verlo así, desposeído de su reino en la tierra, y no echásemos de menos aquellos desfiles cargados de colores y lujuria. La nostalgia estaba empezando a hacer sus excavaciones, aún tardaría mucho tiempo en abrirnos las puertas de su pequeño y saqueado museo.

Cuando años después hablé durante tantas horas con Paco Frontón sobre aquel tiempo, me dijo que no sólo la rubia del traje verde había estado enamorada de don Alfredo, sino que aquella mujer debió de ser el gran amor en la vida de su padre. Quizá don Alfredo no lo llegó a comprender hasta el mismo instante en que la perdió. Pero eso era una sospecha a la que había llegado Paco Frontón a través de las palabras sueltas que por entonces le había dicho su padre, cuando él, Paco, lo llevaba en el Dodge. Mientras iban allí, arrebujado don Alfredo en el asiento trasero y Paco Frontón conduciendo dócilmente, a la velocidad con que conducen los chóferes ancianos a sus viejos patronos, su padre le hizo algunas confidencias, le contó cosas de su juventud, de cómo empezó en el negocio, los tiempos difíciles. También le dio noticia de algunos sucesos últimos en los que a veces aparecía el nombre de la Fonseca, Natividad, la llamaba él entonces. También, antes de morir, le confesó don Alfredo a Paco Frontón que el hijo que la mujer había perdido aquella triste noche era suyo.

—Un hermano de Belita y tuyo, un hermanastro, me dijo.

Y se le cayeron dos lágrimas cara abajo, con aquella sensiblería que le entró antes de morirse, a él, con lo que había sido —se sonrió Paco Frontón, maduro y viudo, aflojándose el nudo de la corbata mientras daba un sorbo a su vaso de whisky. Y mientras se entretenía entrechocando los trozos de hielo, me miró con la sonrisa renovada—. Nunca se lo dije a Belita. Ni lo de aquella mujer, la pasión de mi padre, ni lo del hermano que nunca tuvimos. A pesar de sus negocios, mi hermana tenía una idea demasiado romántica, demasiado inocente de mi padre, y quizá le habría hecho un daño innecesario al contárselo. Quien no sé si llegó a saber lo del hijo fue mi madre. Seguro que ella lo habría recogido. Lo habría tratado todavía mejor que a Belita y a mí.

—¿Y por qué te llevabas tan mal con tu hermana en aquella época? ¿Por qué estabas amenazándola siempre con disparates? —le pregunté abiertamente a Paco Frontón.

Se quedó mirándome, al principio todavía pensando en aquello que acababa de decirme, con imágenes del pasado flotando en su retina, luego extrañado, sin entender mi pregunta.

—¿Mi hermana? ¿Que nos llevábamos mal?

—Discutíais mucho. Tú discutías, le gritabas. La tenías asustada.

Se sonrió Paco Frontón, dejó fijos los ojos en un punto, sólo parecía recordar cosas agradables.

—No sé. No me acuerdo. Serían cosas de niños, de adolescentes. ¿Sabes que ahora vive en Washington? Se casó con un astronauta —hizo un gesto afirmativo con la cabeza, la frente cuadrada y pálida, sin pelo—, John Berry. Nunca se subió a ningún cohete de verdad, pero lo entrenaron para eso y él sigue diciendo que es astronauta. Se casaron y ahora viven allí, en Georgetown, en Prospect Street, al lado de la casa donde rodaron El exorcista, la película que tanto le gustaba al Moratalla.

—Se haría pajas con la madre de la niña.

—O con la niña, mientras le daba vueltas la cabeza. El Moratalla.

Paco Frontón dio otro sorbo corto a su whisky y poco a poco la sonrisa se le fue diluyendo. Y así, alternando silencios y recuerdos, con aquella memoria precisa y nítida que sólo había dejado fuera de su alcance la tormentosa relación con su hermana, me fue hablando de aquellos días de agosto, cuando su padre regresó del Hotel. Iban menos amigos de don Alfredo por su casa, se suspendieron las partidas de cartas y don Alfredo empezó a resolver los negocios en su mayor parte por teléfono. Una tarde se sentó con Paco Frontón en la mecedora del jardín y le pidió que estudiara derecho y que procurase hacer nuevas amistades, que si quería podía conservar las que entonces tenía, pero que tratase con otro tipo de gente y luego decidiera. Pero no se lo dijo como otras veces, no intentó ordenarle nada. Le hablaba a su hijo como si lo hiciera a su propia conciencia.

Como un anticipo de lo que el otoño traería, todo cambió en aquella segunda mitad del verano en casa de Paco Frontón. La madre, quizá para lavar las culpas de su marido, se entregó con más denuedo a sus causas benéficas y sus misas diarias. Don Alfredo todavía tuvo que pasar en alguna ocasión por comisaría y quizá ingresara aún un par de veces más en prisión. Aunque quizá no le importaran demasiado aquellos encierros en los que veía a antiguos conocidos, porque los periodos de libertad los pasaba en su mayor parte sin salir de la casa, ya preso para siempre don Alfredo.

Hacía unas visitas frecuentes a la central de correos, abría el buzón de un apartado que siempre estaba vacío y desde allí enviaba telegramas que no llegaban a ninguna parte y que al cabo de un par de días retornaban, como cadáveres de palomas mensajeras, a su casa. La cara se le fue volviendo pálida, casi verde, como si el vestido de gasa de Natividad Fonseca La Batidora se interpusiera entre los rayos del sol y su piel. Y alguna tarde, mientras la luz se iba por detrás de los pinos y palmerales del Convento, cuando Paco Frontón subía de la piscina o de la calle hacia su habitación, por la puerta entreabierta de su despacho vio la figura de su padre sentada ante el escritorio, con la cabeza baja y manoseando su pistola automática.