A veces he pensado que si en verdad aquel verano fue un paisaje que finalmente habría de convertirse en nuestro retrato, en esos días empezaron a pintar seriamente las sombras del bosque. Daban unas pinceladas preparando en el lienzo lo umbrío con delicados matices que iban del siena tostado a los verdes y azules más oscuros. Pero a su lado, como en los bosques verdaderos, estaban la luz y el agua, y seguían brillando las hojas alumbradas por el sol. Y éramos, por encima de todos los temores y las precariedades, no sé si impulsados por la inocencia o la biología, los dueños del futuro.
Miguelito Dávila esperó a que fuese Luli quien hablara de José Rubirosa. No le comentó a Luli nada de lo que le había dicho el enano en la piscina, no cambió su tono de voz ni dejó de hablar cuando una tarde cruzaron un semáforo y pasaron rozando el morro azul brillante del coche de Rubirosa, ni tampoco quiso Miguelito pensar nada en relación con el representante de lencería cuando esa misma tarde, sentados en la terraza del Rey Pelé y sin motivo aparente, le sobrevino a Luli una tristeza profunda y después de protestar por la vida que les había tocado vivir mostró sus dudas sobre el futuro que les aguardaba. «La poesía es una cosa muy difícil, Miguelito», dijo con la mirada perdida mientras le daba vueltas en la mesa a un posavasos húmedo de cerveza. «Sí, pero no estoy solo ni soy el primero que pasa por este camino. Para que un poeta exista han sido necesarios muchos otros poetas. ¿Sabes una cosa? El mundo ha hecho un camino muy largo hasta llegar a mí», contestó Miguelito recordando las palabras que días atrás había oído en la boca color berenjena de la Señorita del Casco Cartaginés y que tantas veces había vuelto a repetir para sí mismo en su cabeza y en sus libretas. Pero en lo que de verdad pensaba en ese momento, sentado frente a Luli, era en el morro brillante del coche azul y en la sonrisa del enano Martínez al hablarle del representante José Rubirosa.
La noche caía en la mano y en las venas azules de Luli Gigante, en sus uñas comidas, que seguían acariciando el cartón mojado del posavasos. Caía allí la noche como antes, al principio de la tarde, ya había empezado a caer en el verde oscuro de sus ojos. Y cayó en la sonrisa triste que le dirigió a Miguelito cuando él repitió aquello sobre los poetas que le había dicho la Señorita del Casco Cartaginés.
—Yo le he oído decir a mi padre que a los artistas y a los poetas nada más que les hacen caso cuando llevan mucho tiempo muertos.
—¿Y desde cuándo haces caso tú de lo que dice tu padre? ¿Ya no te vistes con la ropa que vas a llevar en su entierro? —Miguelito consiguió mantener la sonrisa mientras le hacía las preguntas.
Y mientras ella se encogía de hombros y apartaba la mano del posavasos y de la mesa, Miguelito tuvo la tentación de preguntarle si ser representante de bragas era más provechoso que ser poeta, pero se contuvo y logró mantener la sonrisa, la mueca, a pesar de que se acordó de los ojos de Luli, o quizá los imaginó, al cruzar el semáforo, mirando de reojo hacia el coche azul.
—Me gustaría pasar la noche contigo. Escaparnos, lejos —Luli alargó la mano de nuevo sobre la mesa en dirección a la de Miguelito, lánguida al lado de su vaso.
—¿Estás segura?
—No quiero que me dejes sola. No quiero estar sola esta noche —la mano de Luli Gigante seguía sobre la mesa, esperando que Miguelito la cogiera con la suya.
Pero entonces, al oír las últimas palabras de Luli, sí se le borró la sonrisa, apartó su mano de la mesa y le pidió un coñac al camarero.
—No es bueno que bebas más. Yo te quiero, Miguelito. ¿Qué te pasa?
Pero Miguelito no le dijo nada. Y entonces sí creyó ver los ojos de Luli al cruzar el semáforo, fijos, no ya en el morro del coche azul, sino en la mirada de Rubirosa. Pero no dijo nada sobre el representante ni sobre el enano Martínez. Se quedó mirando su propia figura, borrosa, deformada, en la copa de coñac que el camarero acababa de dejar ante él y vio cómo la mano de Luli retrocedía lenta en mitad de la noche y se apartaba de él, y él pensaba que se apartaba para siempre y que aquella mano ya nunca volvería a enlazarse con la suya. Sería otra mano. Lo pensó y lo escribió esa noche después de quedarse todavía un rato más en la terraza del Rey Pelé, ya en silencio, después de beber aquel y otro coñac, Luli Gigante mirando hacia el suelo y él a un lado y a otro de la oscuridad, viendo pasar coches que no iban a ninguna parte, luces que no alumbraban otra cosa que un trozo de laberinto. Lo escribió después de acompañar a Luli a su casa y de que se despidieran con un beso frío, después de subir las escaleras de su casa, oler el aroma de los guisos de su madre y encerrarse en su habitación con aquellos muebles que eran ataúdes.
Pero volvió la mano de Luli a entrelazarse con la suya y al día siguiente su voz le llegó cristalina a través del teléfono de la droguería, como si nada hubiera ocurrido y no hubiesen cruzado ningún semáforo ni los ojos de Luli hubieran mirado al coche o a los ojos turbios del representante de lencería.
Luli le habló de Rubirosa unos días después, una noche en la que él fue a recogerla al Bucán después de las prácticas de baile. Miguelito la vio con su camiseta ajustada, color cereza, riéndose con el monitor de los dientes grandes, el que fingía ser cubano. Vio cómo ella se volvía y agarrando un ramo de flores, unas rosas que eran casi del mismo color que su camiseta, se inclinaba sobre la barra del bar y las dejaba allí, en algún estante interior. Unos pétalos sueltos cayeron a los pies de Luli. Sólo al incorporarse, al darse la vuelta, vio a Miguelito, y como otras veces, le hizo un gesto para que la esperara mientras iba a cambiarse de ropa. Los pétalos quedaron en el suelo como una huella delatora, unas gotas de sangre de no se sabía qué crimen.
Caminaban cogidos de la mano cuando ella le habló finalmente de Rubirosa. «Ese ramo de flores que me has visto guardar me lo ha mandado un loco que vi una noche con Marti, el enano», se sonreía Luli, los ojos no se le quedaban fijos en ninguna parte. «Lo dejo allí para que Mario se lo lleve a su madre o para que lo tire. A lo mejor lo has visto, al de las flores, es uno que viene al barrio porque es representante de ropa o de algo.»
Miguelito Dávila seguía caminando, intentaba que ni la ira ni los deseos de avanzar más deprisa, de dejar atrás a Luli, se le notaran en el contacto de su mano con la mano de ella. Sólo le preguntó si se había quedado mucho rato con el representante la noche que lo había conocido, y ella sonrió abiertamente. «Esa noche lo único que le dije es que se ahorcara, y después ni siquiera he vuelto a verlo, una vez, desde lejos, que me estuvo siguiendo muy despacio con el coche. Me manda las flores al Bucán, le habrá dicho Marti que voy allí, pero él ni aparece. Ya se cansará.»
La miró fijamente Miguelito. Ella sonrió, sorprendida. Se abrazó a él, le besó la mejilla, los labios. Miguelito aprovechó para soltarse la mano. Siguieron caminando. «Caiga de las estrellas juicio justo sobre tu sangre», repetía para sí mismo con el compás de cada paso, y la propia repetición de aquellas palabras, la visión de sí mismo leyendo en la droguería siempre el mismo libro, le aumentaban la ira y quizá por primera vez le viniese la tentación de destruir el libro, de llegar a su casa y arrancar todas sus hojas, romper sus cuadernos y tirarlo todo, su vida entera, a la basura.
Pero seguía repitiéndose a sí mismo aquella frase Miguelito Dávila. «Caiga de las estrellas juicio justo sobre tu sangre.» Aunque cuando movió la lengua y abrió la boca, las palabras que vinieron a sus labios fueron otras:
—Por qué no querías quedarte sola la otra noche, cuando me lo dijiste en el Rey Pelé.
Lo miró Luli sorprendida, el ceño de niña fruncido. Arrugas de niña, un amago de sonrisa que al pronto, viendo la expresión de Miguelito, se transformó en una mueca amarga.
—Qué tiene que ver. ¿Qué tiene que ver eso con lo que estamos hablando?
—Por qué no querías quedarte sola.
—Porque te quiero.
Hizo un gesto afirmativo Miguelito Dávila y pensó en su amigo Babirusa. «Yo no sabía qué estaba haciendo allí, pero tampoco sabía en qué sitio podía estar yo.» Se acordó de esa noche, del olor de las flores de doña Úrsula y de la mirada torcida del Babirusa.
—Ya no fui a la tienda de Bruce Lee. Pensé irme a los paracas, como Rafi. Todavía lo estoy pensando, Miguelito. Me quedé por allí, viendo los letreros en letra china y aquellas putas. Y no sabía si mi madre era como ellas, o peor, o mejor. Me dieron ganas de entrar a comprarme una katana y empezar a descuartizarlas, a las putas, ya las estaba viendo con la cabeza abierta y un brazo por el suelo, hasta me sentía la sangre patinando en las suelas de los zapatos. Y cuando ya había pensado irme, no sé adonde, coger un autobús y volverme aquí o a otro sitio, perderme como mi padre, apareció la hermana del mulato, me la encontré de frente en una calle que no era donde había quedado con ella, y empezó a hablarme como si nada, diciéndome que era tarde y que era mejor que cogiésemos el metro. Prisa, prisa, decía, y a mí me dieron ganas de preguntarle si sabía en qué trabajaba su hermano. Pero ella claro que lo sabía, todo el mundo lo sabe todo. Y entonces de lo que me entraron ganas fue de preguntarle si había ido a ver cómo su hermano se follaba a mi madre delante de la gente y si había aplaudido mucho con sus manos de negra.
La voz de Luli Gigante le llegaba de lejos. «No tienes derecho, los hombres, mi padre y todos los hombres, porque aunque tú quieras ser distinto no lo eres, soy yo quien se ha equivocado», oía de forma entrecortada Miguelito. «Me parecía que alguien estaba masticándome las piernas», volvía a hablarle el Babirusa. Miguelito también había anotado en su libreta que algunas veces, al pensar en el futuro, los dientes se le convertían en arena y que el mar le entraba por la boca, los pulmones eran la bodega de un barco viejo.
—¿Sabes ya por qué entendí a mi padre ese día, Miguelito, por qué ya sé que la gente un día desaparece sin mirar para atrás? El metro, que antes me había gustado, parecía que lo habían fabricado para hacerme sufrir, lo pensé, pensé, el que inventó el metro lo hizo para que un día yo me subiera aquí después de haber visto la foto de mi madre en pelotas y se me removieran las tripas con este ruido y este movimiento. Y los ojos de la mulata mirando para las ventanas que daban a la pared negra de los túneles como si viera un paisaje de esos que salen en las películas de Walt Disney, con bosques y charcas de colores. Y a la mamona lo único que se le ocurrió cuando se le pasó el pasmo aquel fue sacar de una bolsa una corbata que me había comprado, para la boda. Quiso que me la probara, allí en el metro. Una corbata de las que tienen elástico, de los niños. La miré a la cara y ya me dejó tranquilo, porque ella, aunque fuese negra y casi no supiera hablar español, se dio cuenta de que se iba a tener que tragar la puta corbata si me decía otra vez que me metiera el elástico por el pescuezo.
—¿Te compró una corbata con elástico?
—Sí.
—La hijaputa.
—¿Has visto?
—Sí. La hijaputa —repitió Miguelito moviendo la cabeza, sin dar crédito a lo que oía, como si aquella noticia fuese la más insólita de cuantas le había dado Amadeo Nunni de su visita a Inglaterra.
El Babirusa miró a su amigo con un atisbo de sonrisa y Miguelito supo que lo peor ya había pasado. Y cuando le contó la llegada a la casa de su madre y del mulato, la voz del Babirusa ya sonó menos amarga, no importaba lo que fuese diciendo, el asunto de la corbata y los comentarios despectivos de Miguelito sobre la hermana del tal Michael lo suavizaban todo. Se dedicó a observar a su madre, siempre aprovechando que ella miraba para otro sitio, al tenerla delante ya siempre la veía desnuda, como en las vitrinas, con las bragas de plástico. Miraba la boca del Michael riéndose, y los ojos de aquella gente que había en la casa, unos amigos o familiares del mulato, todos ellos habrían ido alguna noche a ver cómo se follaban a su madre en mitad de una tarima, con las luces azules que había visto en las fotos y una música que él se imaginaba de acordeón.
«Además de soportar a un pesado con sus flores tengo que aguantar esto, en vez de ayudarme, sois unos egoístas», oyó Miguelito decir en un murmullo a Luli Gigante. Y luego vino el silencio, el ruido de los pasos. Al recordar a su amigo Babirusa, la ira de Miguelito se iba atenuando. Quizá dudase Miguelito Dávila, el poeta, el héroe de los hospitales y las droguerías, y quizá llegara a pensar que se había equivocado en su actitud con Luli Gigante.
Amadeo Nunni se quedó mirándolo con sus ojos entornados, tan atravesados como cuando veía al enano Martínez. Pero en la boca tenía una sonrisa.
—De verdad que pensé irme a los paracas. Y, no te creas, todavía lo pienso —el Babirusa frunció un poco el ceño—. ¿A ti con lo del riñón te dejarían entrar?
—¿En los paracaidistas?
Lo miró expectante el Babirusa. Se sonrió triste Miguelito Dávila.
—Nos podíamos alistar los dos, ¿no, Miguelito? —la voz del Babirusa tenía un tono que no se sabía si era burla o súplica.
—Sí. Con el Rafi —Miguelito intentaba sonreír, la noche también era una bóveda y un abismo para él—. ¿Te imaginas que te toque estar al lado de Rafi dos años enteros, durmiendo a su lado? Allí no te iban a dejar poner los muebles como tú quisieras.
Se levantaron del escalón de doña Úrsula. Corría el aire de las noches templadas como un susurro, una voz que se enreda a todo tu cuerpo, te mide y te dice quién eres.
—No sé qué es peor, Rafi o el mulato, aquella gente. Ya no voy a ir más, nunca más. Los ingleses, siempre huele por las calles como si estuvieran hirviendo coliflor.
Miguelito Dávila ya no sabía dónde estaban las sombras, por qué lado del mundo caminaba. Recordaba cómo el Babirusa miró aquella noche arriba, al cielo. «Caiga de las estrellas juicio justo sobre tu sangre.» Miró el perfil de Luli y sintió deseos de abrazarse a ella, su cara de niña. Iban solos por el mundo, andando por la corteza de un planeta vacío. Las personas con las que se cruzaban estaban al otro lado del universo. Solos. Lo supo la noche en la que se perdió calle adelante con el Babirusa y volvió a comprobarlo esa otra noche, al lado de Luli, sólo que ella no parecía darse cuenta. Por eso bailaba soñándose arriba de un escenario, por eso olía el corazón de las rosas cuando llegaban al Bucán y por eso continuaba llevando de un lado para otro aquellos libros apretados contra el pecho, para engañar al mundo, pensando siempre en unas personas, en unas máscaras que ni siquiera la veían cuando se cruzaban con ella.
Aquella noche Luli entró en su portal agachando la cabeza y mirando al suelo a modo de despedida. Miguelito Dávila caminó hacia su casa. Estaba aprendiendo que los primeros círculos del infierno tienen su comienzo en este mundo y que, lejos de las monstruosidades que aparecían en su manoseado libro de versos, los tormentos del infierno se encuentran camuflados en la miseria de los días, en las sombras de unas escaleras gastadas por las que hacía muchos años que nadie subía con ilusión o en la respiración de una mujer, su madre, dormida en la penumbra de un cuarto donde nunca, desde que él tenía memoria, nadie se había reído. Esa noche Miguelito Dávila, pálido, se detuvo frente al espejo y se miró detenidamente la cicatriz en forma de media luna que le había dejado su operación. Si hubiese mirado los relojes de su casa habría sentido miedo de que todos ellos se pararan al mismo tiempo.