Amadeo Nunni el Babirusa se trajo de Londres un llavero de plástico en forma de calavera y una melancolía que probablemente ya nunca se le iba a quitar en el resto de la vida. No les habló ni a su tía ni a su abuelo en varios días. Desde que había salido por la puerta de pasajeros del aeropuerto arrastrando su maleta gigante ya le habían notado la mirada perdida. El abuelo ni siquiera se había atrevido a acercársele, y a las preguntas de su tía sólo respondía con monosílabos. Se encogía de hombros cuando le preguntaba cómo se lo había pasado, si había conocido gente en la boda de su madre. Asentía con la cabeza cuando su tía le preguntaba si su madre estaba bien, y negaba del mismo modo, con un pequeño ruido de la garganta, cuando la Lana Turner de los ultramarinos intentaba saber si su madre había estado cariñosa o si el marido de su madre era simpático.

Sólo por consideración al Corbata, o, mejor dicho, a su Sanglas 400 de dos cilindros, llegó el Babirusa a hilvanar algunas palabras cuando el periodista le preguntó si le había gustado Londres.

—Es muy grande, está muy mal hecho y nunca te enteras de nada.

Y si le había dado miedo volar.

—No. Es como ir en el tren de Córdoba, sólo que con gente más fina, pringaos de los que hablan en voz baja. Y que te dan el pienso.

—¿Qué?

—El papeo. En el avión te dan de papear.

—Ya.

Pero al oír la voz del Babirusa se expandía por el aire una sensación tan sombría que Fina le hacía al Corbata un leve gesto de negación para que no siguiera interrogándolo, y el Corbata, aliviado, dejaba de preguntarle al muchacho, sin ni siquiera atreverse a proponerle dar un paseo con él en su moto. Estaba seguro de que se habrían matado contra un camión en la primera curva.

Dejaban tranquilo al Babirusa. «Ya se le pasará. Será la impresión de ver a su madre después de tantas fechas, o por no entender lo que los ingleses hablaban. A mí en la guerra me pasaba lo mismo con los alemanes. Me daban órdenes y yo no sabía si echarme cuerpo a tierra o ponerme a desfilar, con lo marcial que yo era. El idioma impresiona mucho, pero ahueca el ala muy pronto», decía el abuelo queriendo convencerse a sí mismo de que el trastorno de su nieto pasaría pronto y él podría volver a dormir con los dos ojos cerrados.

Pero al Babirusa no se le iba «la nostalgia de los prados ingleses», que es como llamaba su abuelo a aquella inmersión en la que el Babirusa buceaba en sí mismo. Dejó de recoger botellas, y se pasaba las horas en el descampado que había detrás de su casa, dándose golpecitos con la calavera de plástico en la palma de la mano y mirando cómo en el cielo se deshilachaban o se hacían más densos los flecos de alguna nube. También pasaba ratos tirando su lanza de batusi una y otra vez, obsesivamente. Pero ya no la lanzaba al vacío, para ver hasta dónde se alejaba. Ahora tiraba la jabalina contra el tronco de la palmera que había en mitad del descampado y se quedaba muy serio viendo cómo aquel instrumento fabricado con recortes de hierros y con el mango de una fregona se quedaba vibrando al hincarse en el tronco, escuchando aquella especie de diapasón sordo que a él parecía traerle algún lejano mensaje y que rompía los nervios de su abuelo.

El viejo arrastraba su sillón lo más lejos posible de la palmera, indignado por los destrozos que su nieto le hacía al árbol. «Le va a sacar el corazón», decía para sí mismo, intentando concentrarse en la lectura de sus periódicos atrasados. Pero cada lanzamiento de su nieto era un sobresalto. «Siento que cada golpe es la hoja de una guillotina cortándole la cabeza a María Antonieta o a alguna de esas putas con rulos. Y si lo siento así es porque él tira el palo con esa intención, con la de un verdugo que le quiere amputar la testa al mundo entero», le decía el viejo a su amigo Antúnez.

Amadeo Nunni ordenaba al milímetro la perpendicularidad y el perfecto paralelismo de los muebles de su habitación y calibraba la altura de sus montañas de revistas, aunque ya no compraba ningún número nuevo. No iba al quiosco del Carne ni al Salón Recreativo Ulibarri. Estuvo más de cuatro o cinco días después de su llegada sin ver a ninguno de sus amigos hasta que una tarde, quizá ya cansado de golpearse la palma de la mano con su calavera y de lanzar su arma de batusi contra la palmera, Amadeo Nunni descendió lentamente la calle que lo llevaba hacia el Rey Pelé y allí se encontró con Avelino Moratalla y Paco Frontón, que quizá todavía llevase su brazo colgando de un vistoso pañuelo de seda.

Estuvo igual de callado el Babirusa. Repitió casi las mismas frases que días antes le había dirigido al Corbata, sólo que con sus amigos el tono de la voz era menos lúgubre y hasta llegó a esbozar una especie de sonrisa que le cerró todavía un poco más sus ojos de malayo cuando al hablar del poco miedo que dan los aviones, dirigiéndose a Paco Frontón, murmuró, «Y las azafatas no están tan buenas. Había una que era casi más gorda que la Gorda de la Cala. Y con menos tetas».

También les enseñó el llavero con la calavera de plástico, y mientras Avelino Moratalla no dejaba de asombrarse por la belleza de aquel utensilio, de la maravilla de aquellos ojos con venas rojas que parecían a punto de saltar del pequeño cráneo, el Babirusa se atrevió a decir, «Me costó tres libras. En Inglaterra están las libras y los peniques», pero lo dijo con mucho esfuerzo, como si diera una noticia terrible, y ya se quedó callado hasta que un rato después se reunió con ellos Miguelito Dávila y los ojos del Babirusa, al verlo, se abrieron un poco más.

—«Oh hermanos, que tras cien mil peligros a occidente habéis llegado» —le palmeó Miguelito el hombro.

—Sí —asintió el Babirusa, y se quedó mirando cómo Dávila iba a la barra a pedir algo y al regresar se sentaba en la silla que había frente a él, cansado.

—Estás muy blanco, Miguelito —alcanzó a decirle.

—El sol no entra en las droguerías —se restregó las dos manos por la cara Miguelito Dávila—. ¿Y tú? ¿Y Londres?

—Mira —le tendió Avelino Moratalla el llavero que todavía estaba sobando, a la par que Paco Frontón señalaba disimuladamente al Babirusa y le hacía a Dávila un gesto negativo con la cabeza.

—Todo bien entonces, ¿no? —preguntó Miguelito dando el asunto por concluido—. El otro día vi a la Gorda de la Cala. Me preguntó por ti.

«Las putas de las mujeres», se le pudo entender al Babirusa, y ya no habló más hasta que un rato después, cuando estaban sentados en los bancos que había al otro lado de la tapia del frontón, planeando vagamente si el sábado siguiente irían a la piscina o la playa, la voz de Amadeo Nunni se oyó de pronto, débil, mezclada con el susurro que sobre sus cabezas producían las hojas de los eucaliptos. «Mi madre se ha casado con un negro», dijo con la vista perdida en la tapia de enfrente. Nadie le contestó. Se miraron entre sí Miguelito, Avelino y Paco Frontón, sin estar seguros de lo que habían oído, hasta que el Babirusa volvió la cabeza para mirarlos y ya todos estuvieron seguros de que aquello que habían oído era cierto.

—¿Cómo con un negro? —el tono de Dávila pretendía restarle importancia al asunto.

—Nos dijiste que se iba a casar con uno que se llamaba Michael —dijo incrédulo Moratalla.

—En Inglaterra hay negros con nombres de blancos. No se llaman todos Bembo ni Ongunga como en las películas de Tarzán, y llevan traje y hasta corbatas —el Babirusa volvía a golpearse la palma de la mano con la calavera.

—Y qué más te da a ti que sea negro. Bruce Lee era chino —Miguelito Dávila probó con el humor—. ¿Por eso me veías pálido, porque no haces más que darle vueltas a lo del chocolate?

—En la boda me dijeron que era mi padrastro. Estefada, me decían, con las caras de cerdo hervido que tienen allí la mitad de los que no son negros. Estefada, estefada, y me lo señalaban, con la pajarita, toda la cara llena de dientes blancos.

—¿Estofado? —insistía en la risa Dávila, haciendo equilibrios de malabarista con el gesto, con la voz, para que el respeto envolviese sus palabras.

—Como se diga —miraba al suelo el Babirusa—. Te he dicho lo de pálido porque así estabas cuando te pusiste malo, la otra vez. Y Bruce Lee no era chino, era medio blanco. Era blanco, sólo que tenía los ojos así.

—Y tu madre qué te decía —le preguntó interesado Paco Frontón, muy serio.

Se encogió de hombros el Babirusa.

—Mi madre ya no es mi madre. Yo la veía allí y sentía que no era mi madre. Era una mujer —seguía mirando al suelo el Babirusa, doblaba un poco el cuello—, con un vestido de flores. Cantó en inglés como los demás. Me decía darling y me daba besos cada vez que pasaba por mi lado. Muy contenta, no sé por qué. Con ese olor nuevo que tiene, que se le huele desde lejos, como el ambientador de los cines, y que es para que no se sepa quién es.

Se quedó callado el Babirusa. Podía oírse el roce suave de las hojas de los eucaliptos. También oyeron el crujido de las maderas del banco al moverse Avelino Moratalla. Y a lo lejos también podía oírse el ruido de una moto y quizá el eco de algunas voces. Miguelito Dávila intentaba recordar la cara de la madre de Amadeo Nunni, la había visto una vez desde la ventana, en el patio del colegio, hacía muchos años. Miguelito observaba al Babirusa intentando ponerle cara a aquella mujer y dudaba si esa noche llegaría a oír el verdadero motivo de su tristeza. Su amigo habló de nuevo, con la voz un poco cansada.

—Se emborrachó. ¿Tú has visto borracha alguna vez a tu madre? —miró a Avelino, que no pudo reprimir una sonrisa al imaginar a su propia madre bebida, a Paco Frontón, que le mantuvo la mirada con la cara de piedra, y sólo de reojo pasó la vista por la figura de Miguelito Dávila—. Yo no sabía qué estaba haciendo yo allí, pero tampoco sabía en qué sitio podía estar. Me parecía que alguien había empezado a masticarme las piernas. Que estaban masticándome las piernas y ahogándome, asfixiándome para que no me diera cuenta de que me estaban masticando.

Se volvió a callar el Babirusa. Los demás también. Avelino Moratalla no estaba seguro de lo que el Babirusa había querido decir. Movió nervioso los pies, los arrastró por la grava para ver si el ruido rebajaba la tensión.

—¿Nos vamos? —llegó a preguntar.

Pero nadie le contestó. Su voz fue como el ruido de sus pies en el suelo o el de las hojas de los eucaliptos rozándose entre sí, un pequeño estorbo para que el silencio siguiera cuajándose.

—Me acordé de mi padre y de pronto supe por qué se había ido. Por qué se va la gente de los sitios y ya nunca más vuelve.

Todos imaginaron al padre del Babirusa subiendo a los cielos como un sapo. Pero el Babirusa no habló del cielo ni de ninguna lluvia de ranas.

—Ahora a lo mejor no me sale y no lo sé decir. Pero entonces me di cuenta. Lo que no sé es por qué no se fue antes. Es la primera vez que lo entendí, y también que no va a volver nunca más —se calló. Le costaba tragar saliva—, porque si vuelve es que es un maricón, más mierda que cuando se fue.

Todos seguían mirando a Amadeo Nunni tan fijamente como Amadeo miraba las punteras de sus polvorientos zapatos. Sin mover la cabeza, levantó los párpados, miró a sus amigos.

—Así que qué me va a importar a mí lo que mi madre y el negro ese me digan. Si me quieren, si me van a poner una habitación para mí en su casita o se van a ahorcar.

—Ya te acostumbrarás —le contestó Paco Frontón.

El Babirusa lo miró ofendido, bizqueando. Paco Frontón le mantuvo la mirada. Miguelito Dávila alzó la voz.

—Es mejor que nos vayamos. Las cosas serán como tengan que ser —miró al Babirusa—. Cuando estaba en el hospital había noches en las que me creía que no iba a amanecer, me lo creía de verdad, por la fiebre o lo que sea. Y ya ves. Suena el reloj y resulta que ya se ha hecho de día y te tienes que cagar en la madre del que lo inventó porque te tienes que ir a la droguería o a recoger botellas y ya no te acuerdas de cuando te ibas a morir. Si tenías un riñón o tres o si tu madre huele a ambientador o a champú.

Tardó en levantarse el Babirusa, como si además de su cuerpo tuviera que alzar el de alguien que iba dentro de él y que estaba muerto o, por lo menos, desmayado. Remontaron el camino de los Ingleses y antes de llegar a calle Soliva, Miguelito Dávila y el Babirusa se separaron de sus otros dos amigos.

—¿El padre de Paco está ahora en el Hotel? —preguntó el Babirusa.

—No. Está fuera.

Continuaron andando. Y unos pasos más allá el Babirusa volvió a hablar.

—Michael, con el que se ha casado mi madre, no es negro. Es mulato. Pero es peor.

Miguelito Dávila lo miró. El Babirusa seguía concentrado en sus pensamientos, con la vista al frente. Quizá buscando palabras, repasando la historia que desde cinco o seis días atrás pensaba contarle a Dávila.

—¿Peor?

—Sí. Peor.

Tragó un poco de saliva el Babirusa.

—¿Sabes?, un día me llevaron al centro de Londres. Ellos viven por arriba, en unas casas con los ladrillos por fuera. Yo ya casi me había acostumbrado a lo del Michael, que mi madre se casara con él. No es tan negro, sabe lucha grecorromana y no quiere hacerse el huevón conmigo ni adoptarme.

Y además mi madre, la noche antes, había entrado en mi cuarto y me había hablado de cuando se fue de aquí, de lo difíciles que habían sido las cosas. Y no me hablaba como antes de irse, como te hablan las madres, me hablaba de verdad. Preocupada por lo que yo pensara. Hasta se me pasó por la cabeza que yo podría vivir allí —se sonrió el Babirusa—, como un gilipollas.

Miguelito Dávila señaló con la barbilla los escalones de doña Úrsula y los dos se dirigieron hacia la escalinata que había en la puerta de la casa. Temió Dávila que el olor de los jazmines y la dama de noche le trajeran al Babirusa el recuerdo del perfume de su madre y le agriaran todavía más el recuerdo. Pero el Babirusa ya se había sentado y seguía hablando.

—Ya hasta me importaba menos el color de los pelos que se había puesto mi madre. Los lleva pelirrojos, de un color que parece naranja —miró a Miguelito para ver el impacto de esa confesión que a él le parecía vergonzante, pero Miguelito no se alteró, seguía esperando—. No se lo digas a ellos —señaló con la cabeza la dirección en la que se habían marchado Moratalla y Paco Frontón—, lo de los pelos.

Encogió los hombros levemente Miguelito.

—Fui al centro con una hermana del mulato, una que medio hablaba español. Yo quería ir a una tienda que me habían dicho, toda de cosas de Bruce Lee, y ella iba a comprar algo para la boda. Me dejó en una calle del barrio chino para que yo buscara la tienda y comprase lo que quisiera y me dijo que me iba a recoger allí mismo dos horas después. Te cagas si ves aquello, Miguelito. Todo carteles chinos y unos tejados como los que salen en las películas. Entonces es cuando iba pensando aquello, que yo me podía ir a vivir allí con mi madre y el Michael, no ahora, dentro de un año o dos, y me hacía gracia la gente que veía y pensé eso, que podía aprender a hablar inglés y trabajar llevando un volquete como un fulano que había en el barrio de mi madre, con un casco y una cazadora de parches amarillos, un tío que recogía hojas y cartones con una máquina y los echaba a una cubeta grande que luego se llevaba un camión. Yo qué sé, pensando. Vi el llavero este en un escaparate y me lo compré y pensé en las llaves que iba a poner aquí, a lo mejor una llave de una casa de Londres o la de una menda que iba a conocer cuando viviera allí, una rubia de esas con la que iba a estar follando todas las noches y luego a lo mejor hasta me casaba, con ésa o con otra, una amiga suya, y me compraba un coche, que te parecerá que me había vuelto majara, pero era como si estuviese en otro planeta y esto, mi casa de aquí, mi abuelo, se hubiera borrado. ¿Te crees que me había vuelto majara?

Miguelito miraba al frente, pensativo. Apenas volvió la cabeza para hablarle al Babirusa, quizá sentía envidia de él.

—A mí me pasó lo mismo, cuando estuve en el hospital. Parecido. Desde lejos lo ves todo muy fácil. Eso es lo que pasa.

—Yo me creía que estaba flotando, como si me hubiera metido en una película y de pronto pudiera llamarme Johnny o hacer lo que me diera la gana. Iba así por la calle, sin prisa por encontrar la tienda de Bruce Lee y de pronto una rubia, una puta, subida en unos tacones muy altos, me dice algo, no sé si llamándome o diciéndome que me fuera, porque yo me había quedado al lado de ella, mirando unos carteles de tías en pelotas, porque aquello, la puerta donde ella estaba, era un sitio de estriptis. Y como la rubia no me entendía y seguía hablándome le dije muy despacito que me comiera la polla, riéndome. Cómeme la polla, guarra. Había más sitios de esos, letreros con mujeres enseñando el pellejo, y yo me metí en un sex shop, todo lleno de nabos de plástico y de correas negras, Miguelito —casi se sonrió el Babirusa, movió la cabeza amargamente—. Cogí una baraja de cartas de mujeres con las tetas así, como balones, para traérsela al Moratalla y estaba allí, esperando para pagar, cuando levanté los ojos de la mano en la que tenía el dinero, las libras, y por la puerta vi en la acera de enfrente aquel punto naranja, como la candela de un mixto, y fue como si hubieran apagado la máquina de la película en la que me había metido y Londres y todo el extranjero se lo hubiera tragado la tierra y yo estuviera de pronto solo en el mundo, sin saber dónde estaba. Podía haber mirado para otro sitio, pero miré allí, parecía que alguien me lo hubiese dicho dentro de la oreja. Amadeo levanta los ojos y mira para allá.

Miguelito Dávila observaba ahora al Babirusa, y lo hacía con calma, sin sorpresa, escuchando sus palabras como el fluir inevitable de un río subterráneo.

—Solté la baraja y me salí de la tienda, nada más que mirando aquella manchita naranja que había en el escaparte de enfrente, en medio de unas fotos oscuras, y que todavía no se veía lo que era, aunque en el fondo yo sí lo sabía, me lo estaba diciendo una voz, Miguelito, me lo estaba diciendo, y yo le decía para dentro a la voz que se callara, cállate, puta, cállate, no me digas eso, y seguía andando y las fotos cada vez se veían mejor.

Volvió la cara el Babirusa. Miró a Miguelito.

—Era mi madre.

Se miraron fijamente el Babirusa y Dávila. El Babirusa esperaba alguna reacción y repitió, más indignado con Dávila que con su madre.

—Era mi madre, Miguelito.

—¿Cómo tu madre?

—En una foto.

Soplaba en aquellos días una brisa suave que allí, en la calle de doña Úrsula, arrastraba a esa hora de la noche un perfume dulce y cálido mezclado con el olor lejano del mar y con el sabor amargo que en los días de calor dejaba en el aire el humo de los coches.

—Mi madre, Miguelito, que estaba allí retratada —bajó la vista el Babirusa, la levantó de nuevo para seguir hablando, los ojos atravesados y una especie de sonrisa en la boca—, retratada sin ropa, con unas bragas brillantes de las que no tapan nada y el mulato, con el que se iba a casar al día siguiente, el Michael, detrás de ella, con otras bragas de cuero. Y al lado había una vitrina con otras fotos, más pequeñas. Mi madre folla delante de la gente, en eso es en lo que trabaja mi madre, Miguelito, en Londres. ¿Sabes cómo te digo?

—Sí.

—¿Sabes cómo te digo, Miguelito?

—Sí.

—Se la folian allí.

—Sí.