Al enano Martínez le gustaba pasearse en el coche azul luminoso del representante Rubirosa. Le gustaba oír cómo José Rubirosa les hablaba a las mujeres de un modo equívoco sobre ropa interior, sin saber nunca si las estaba seduciendo o sólo hacía publicidad de su catálogo de lencería. También le gustaba oír cómo luego Rubirosa le hablaba a él de esas mujeres. «Sé lo que llevan debajo de la ropa, sé quiénes son», solía decirle Rubirosa, aplastándose la corbata sobre la camisa, siempre recién planchada.

Le gustaban al enano la voz de Rubirosa y las corbatas de Rubirosa, pero sobre todo, al enano Martínez le gustaba que lo vieran al lado de Rubirosa. «Se ríe conmigo, con las cosas que le cuento», comentaba el enano. «Y dice que soy el tío más grande que ha conocido.» Le gustaba entrar con él en el Café Cruz y pasar delante de aquellos hombres de negocios que vendían tierras o compraban camiones, o abrir las puertas del Ajo Rojo y avanzar por la moqueta mullida escoltando a Rubirosa ante la mirada de esas mujeres con trajes de chaqueta y anillos caros hasta llegar a la barra y encaramarse allí a uno de aquellos taburetes altos. Le pedía una copa al barman Camacho y comentaba con una rutina fingida cualquier asunto con el representante de bragas y sujetadores, aunque lo que en realidad hacía era mirar de reojo, comprobar en el espejo que Camacho tenía a su espalda si verdaderamente lo estaban mirando.

Quizá fuese maricón el enano Martínez. O quizá, simplemente, además del cuerpo, tuviese el alma de enano, y el hecho de andar con aquel tipo supuestamente atractivo, triunfador en la venta del corsé y en el manejo de la lengua, le dieran dos o tres centímetros más de altura. Desde la noche en que se habían conocido, cuando Rafi Ayala y él entraron en el Ajo Rojo buscando al Corbata para ajustarle las cuentas, Martínez siempre estaba al acecho de Rubirosa. Cada año, la llegada de la primavera traía al barrio el olor de las flores de doña Úrsula, una luz limpia y la figura del enano Martínez asomada al balcón de su casa. Nada más empezar a calentar el primer sol de marzo, ya estaba el enano en el balcón del segundo izquierda, subido a una silla, siempre con el torso desnudo y con los codos apoyados en la baranda de hierro mal repujado. Siempre había pasado allí algunos ratos, siseándole a las jóvenes que andaban por la calle y amenazando con escupirle a los amigos que cruzaban bajo su casa, pero desde que había conocido a Rubirosa pasaba asomado al balcón todo el tiempo que no estaba en la piscina o vendiendo lotería.

Nada más ver el coche azul aparecer por la esquina, desaparecía el enano del balcón. Y a los pocos segundos aparecía en el portal de su casa, abotonándose una camisa y mirando con sus ojos de ángel depravado a un lado y a otro de la calle. Si Rubirosa aparcaba cerca, él se le aproximaba con sus andares de saltimbanqui y lo saludaba fingiendo sorpresa. Si el coche pasaba de largo, el enano Martínez entraba en el portal y al poco rato volvía a aparecer en el balcón, de nuevo con el torso desnudo y sus brazos de enano musculoso apoyados en la baranda.

En el Salón Recreativo Ulibarri era frecuente verlo subido a una banqueta al lado del teléfono, fingiendo que hablaba con Rubirosa. Durante un largo rato le hablaba al vacío y se reía el enano, y a veces guardaba un silencio muy interesado. Pero en realidad no hablaba con nadie. Las contadas veces que de verdad llamaba por teléfono a Rubirosa, casi siempre en horas en las que sabía que el representante no estaba en su casa, buscaba a alguien que estuviera jugando al billar y, tendiéndole un papelito con el número del representante, le decía, «Voy a llamar a José. Márcame, que no llego», y se quedaba allí, mirando hacia arriba mientras le marcaban el número. «No te equivoques», y ya con el auricular en la mano le preguntaba a Rubirosa si esa tarde iba a ir al barrio, o, si el otro no descolgaba, se quedaba escuchando los pitidos del teléfono hasta que se hacían intermitentes fingiendo que bromeaba con su amigo José. Sí, quizá fuera maricón el enano Martínez.

La noche de la que el enano le había hablado a Meliveo, él volvía con Rubirosa de tomar unas copas por los bares de la playa. Iban en el coche y ya estaban llegando a casa del enano cuando el representante vio a Luli y a la Cuerpo caminando por la acera. «Esa niña es un tiro», dijo Rubirosa mirando por el retrovisor. Soplaba el viento del verano, en el cenicero del coche había peste de colillas y el enano tenía la boca amarga de alcohol. «¿La quieres conocer?», le preguntó a Rubirosa, que lo miró incrédulo. «Aparca», ordenó Martínez a la vez que palmeaba el muslo de Rubirosa, «Aparca, joder». «Me cago en tu madre. ¿La conoces, enano?» Y el enano, que ya estaba bajándose del coche, le sacó media lengua y le guiñó un ojo.

Se quedaron el enano Martínez y Rubirosa al lado del automóvil, esperando que las jóvenes llegaran hasta ellos. «Yo a la Cuerpo la conozco desde que tenía once años.» «Ya.» Rubirosa, mirando al frente, se alisaba la corbata. El enano hizo un movimiento brusco de cuello, de levantador de pesas o algo parecido, antes de despegarse del coche y avanzar hacia la Cuerpo y Luli Gigante. Se agacharon las dos para besarlo, le olieron el alcohol. Rubirosa oyó algunas palabras inconexas, «amigo», «noche» o quizá «coche», «cansada», «Rubirosa» y tal vez «mañana», antes de que el enano y las dos jóvenes se acercaran a él.

Le presentó el enano a la Cuerpo y a Luli, y por la mirada de Rubirosa muy pronto comprobó que era Luli y no la Cuerpo el tiro al que se había referido su amigo. Rubirosa les habló en plural, pero sólo miraba a Luli. La miraba a los ojos y bajaba la vista hasta sus labios, medio incrédulo, medio borracho. Les propuso tomar una copa.

—Ya le hemos dicho a Marti que es tarde. Otra noche —la Cuerpo miraba a Rubirosa con algo parecido a la curiosidad.

—Vamos en el coche. ¿Lo habéis visto? A donde queráis —el enano señalaba al automóvil, a Rubirosa—. ¿Verdad, José? Os llevamos a donde ustedes queráis.

Asintió Rubirosa, sosteniendo la mirada de Luli.

—¿Tú por qué llevas corbata, ahora con el calor? —a la Cuerpo le abultaba los labios una sonrisa contenida.

Se le contagió el atisbo de sonrisa a Luli, se abrazó aún más a los libros que llevaba apretados contra el pecho.

—¿No os gustan las corbatas? —la voz de Rubirosa se había hecho más delgada, jugaba.

—Es por su trabajo. ¿No sabéis el trabajo que tiene José? —el enano había vuelto a encoger y estirar el cuello como un pájaro enfermo—. Cuando queráis medias y bragas de lujo, nada más que tenéis que decirlo, ¿que no, José?

Pero nadie le hizo caso al enano.

—Si queréis me la quito. Si queréis me quito la corbata. Aunque me parece que lo que de verdad os gustaría es que me ahorcara con ella —Rubirosa las miraba ahora a las dos, sonriente—. Pero eso será otro día.

Luli le hizo un gesto a la Cuerpo con la barbilla.

—Sí —asintió la Cuerpo—. Es tarde, nos vamos.

—¿Cómo que os vais? —el enano fingía entusiasmo—. Si quedan nueve siglos de noche hasta que pongan el amanecer por encima de los tejados de las casas.

Le había oído decir algo parecido a Rubirosa una noche en el Ajo Rojo, cuando una mujer algo bebida intentaba despedirse de ellos y Rubirosa consiguió retenerla diciéndole cosas de amaneceres, siglos y tejados. Pero nadie reparaba en el enano.

—Seguro que tu amiga tiene una voz muy bonita y no quiere que se le gaste —le dijo Rubirosa a la Cuerpo.

Luli seguía mirando para otro lado.

—Entonces nos veremos otro día, otra noche —Rubirosa dio una palmada a modo de conclusión.

—Sí. Un día que lleves una corbata con más flores —se rió la Cuerpo.

Y Rubirosa cambió de tono, pareció hablarle en serio a una de sus clientas de las mercerías:

—Bueno, aparte de las corbatas y todo eso. Si queréis os acercamos en el coche a vuestra casa, a donde vayáis.

La Cuerpo miró a Luli, que negó entornando los párpados.

—No. Vamos dando un paseo.

—Claro —se apartó Rubirosa a un lado de la acera.

Y cuando ya las dos jóvenes habían pasado ante ellos y se encontraban a ocho o diez metros, se volvió a oír la voz templada de Rubirosa:

—Luli, ¿de verdad que te vas a ir sin darme tu número de teléfono?

Tiempo después me contó el enano Martínez que Luli Gigante detuvo aquella marcha lenta que siempre llevaba y que esa noche era especialmente cansina, ondulante. Me dijo que volvió medio cuerpo y que, todavía abrazada a aquellos libros que nunca en su vida había abierto, le dijo al representante Rubirosa:

—Tengo novio.

Y que Rubirosa le contestó, con una sonrisa rara que se le metía para dentro de la boca:

—Eso, viéndote, ya se lo imagina uno. Pero nos veremos, otro día, ¿verdad, Luli?

—Sí, cuando te ahorques.

Luli y la Cuerpo se fueron acera adelante, dejando a su derecha la veja del Saladero, con las ramas de las acacias saliendo entre los barrotes y sus voces dejando en el aire un eco roto, casi inventado por los oídos de Rubirosa y el enano Martínez. Dicen que eran risas lo que se oía y que la Cuerpo todavía volvió la cabeza un par de veces antes de desaparecer por la esquina.

Me contó el enano que Rubirosa se metió en el coche callado, y que a pesar de que ya estaban muy cerca de la casa de Martínez le insistió para que volviera a subir al coche con él. Rubirosa condujo muy despacio los cien metros que los separaban del portal del enano. Parecía que le había vuelto la borrachera que traía antes de ver a Luli y a la Cuerpo. Cuando detuvo el automóvil le dijo al enano que no se fuera, que iban a fumar.

Y aunque el enano no fumaba, se quedó allí sentado, viendo cómo Rubirosa miraba al frente, la tapia con desconchones y el contenedor de basura, como si estuviera oteando un horizonte misterioso de acantilados con bruma o algo así. Hasta que el representante de las marcas Mary Claire, Belcor y Beautilli Satén dijo de pronto, «¿Quién es el novio?». Y el enano Martínez que, con los sopores del alcohol y el silencio, casi se había quedado dormido, se despertó, «¿Qué? ¿El novio? Es uno que trabaja», empezó a decir. Pero Rubirosa lo interrumpió con un gesto de la mano. «Otro día, otro día me lo cuentas», dijo mientras hacía girar la llave de contacto y el coche se estremecía.