«Todos los árboles son marrones cuando uno se ha muerto», dijo una vez González Cortés. «Arboles bajo el agua. Árboles que ya no son árboles, el mundo ya sin ser mundo, levantado y vivo para los demás, pero no para ti. Los muertos viéndolo todo desde lejos», comentó allí sentado a la puerta del bar de su padre una tarde de melancolía. Y yo, poco a poco, notaba que ante mí se iba abriendo un enorme y largo bosque oscuro, y que el mundo era un decorado que habían fabricado para los demás, un escenario a cuyo centro, yo, condenado a vivir en las fronteras, no alcanzaría a llegar nunca.
No importaba que la vida viniese entera y con fuerza, ni que en algunos momentos percibiera que todo tenía sentido. Veía aparecer a Antonio Meliveo con su mirada de pirata de corazón blanco y a Luisito Sanjuán con sus gatos, veía los ojos de mi madre fijos en la pantalla del televisor, emocionados por una de aquellas películas antiguas que no sé a qué sueño perdido la conducían, su mano de mujer pobre enrollando una y otra vez los flecos de un cojín mientras en la pantalla una joven en blanco y negro besaba al dueño de un castillo. Entonces sentía un golpe de brisa en mi piel y las ramas de los árboles eran frondosas, pero pronto volvía a ver mi destino como un bosque cuajado de esos árboles sin color de los que hablaba González Cortés.
A veces, quizá por la aparición en aquellos meses de Rubirosa con su muestrario de ropa interior, por el accidente aparatoso del representante del Cola Cao, esa proliferación de representantes, yo pensaba que aquél podría ser el destino más alto al que podría aspirar. Vendedor de lencería, de Cola Cao o de lo que fuese, un trabajo triste y gris que haría mi vida entera triste y gris, como aquel representante que llegaba al bar de González Cortés y al que le decíamos Pancho Villa. Ojeroso y con bigote, el aliento agrio como si se hubiera bebido todas las garrafas de coñac que llevaba en su furgón.
Un bosque de hojas muertas casi antes de brotar. El día que González Cortés recibió sus documentos del colegio mayor al que iría ese año yo me sentí en el corazón de ese bosque. No importaba que él estuviese allí delante, con su mandil húmedo y aquellos dedos arrugados por el agua jabonosa del fregadero, no importaba que Meliveo fuese de un lado a otro con aquella moto hecha con recortes y pedazos de otras motos destripadas. Para ellos, el mandil, el bar, el verano y la motocicleta desvencijada pertenecerían dentro de poco al terreno de la anécdota. La vida empezaba a situarnos a cada uno en un lado distinto de una frontera insalvable, no importaba que todavía, para algunos, esa frontera resultara invisible.
El paisaje del mundo empezaba a ser mi propio retrato, y yo me sentía más cerca del Babirusa, de Miguelito Dávila y sus amigos sin rumbo que de aquellos otros que hasta entonces habían formado mi propio mundo. Lo vi el día en que González Cortés miraba los documentos del colegio mayor, Madrid, la vida, su pasaporte para el futuro, y lo vi nítidamente uno de aquellos sábados en los que íbamos a la piscina de la Ciudad Deportiva. Estaba al otro lado del cristal de los vestuarios y a través del vidrio vi el trampolín con sus desconchones de cal celeste, las toallas diseminadas y las figuras que había sobre ellas como si todo perteneciera a una postal antigua. Bajé la vista y en el instante que tardé en volver a levantarla del suelo, habían pasado más de treinta o cuarenta años. González Cortés, el Carne y Milagritos Dulce se reían al otro lado del cristal, bañados de sol, pero yo no escuchaba ninguno de los ruidos que producían, ninguna voz ni ninguna de sus risas. Ellos realmente ya no estaban allí, hacía mucho tiempo que ese día había sucedido y lo que yo veía no era más que un recuerdo del pasado. Desde el seto del fondo, pensé que suspendido en el aire, irreal, llegaba Antonio Meliveo. El biquini rojo de María José la Pija se sumergía silenciosamente en el agua, el enano Martínez se paseaba por el trampolín más alto, hablaba con el Sandalias, que, picado de viruela y con los dientes disparejos, sonreía desde el agua, se lanzaba el enano al vacío, salpicaba el agua, y volvía a haber risas, muecas, gente que se llamaba de un lado a otro de la piscina, pero yo sólo oía el desagüe de las cañerías, un sonido de agua arrastrada que no nacía del interior de aquellas paredes húmedas que me rodeaban, sino de dentro de mi cabeza. Todo estaba tan lejos como los recuerdos, todo había ido a parar al otro lado del mundo.
Al salir de los vestuarios tuve la sensación de despertar a medias de un sueño. La luz me llegaba descompuesta, trozos de sol corrían por el césped como animales ligeros y veloces. El olor del cloro, las voces, también eran mariposas volando de un lado a otro, y sin embargo, en lo hondo de mí tenía la sensación de que seguía estando al otro lado de un cristal. Oía hablar a Meliveo de la conversación que había tenido con el grupo de Miguelito, pero más que a aquello que contaba, yo le prestaba atención al propio sonido de las palabras, a la expresión de Meliveo, su barba, todavía endeble, mal afeitada, el brillo de la saliva en sus dientes.
Paco Frontón le había contado que Avelino y él habían acompañado al Babirusa al aeropuerto. Decía que su abuelo y la Lana Turner también estaban allí, aunque el Babirusa no hablaba con el viejo ni con su tía, sólo lo hacía con Avelino y con Paco Frontón, y nada más que de tarde en tarde. Estaba concentrado en sus zapatos, nuevos y acharolados. Llevaba una maleta muy grande que le llegaba casi a la cintura y que apenas podía mover. De vez en cuando levantaba la vista del suelo y lo miraba todo igual que un condenado a muerte. «¿Y Miguelito?», preguntaba mirando al vacío. «En la droguería», «Hoy era día de inventario», se alternaban en contestarle una y otra vez Moratalla y Frontón, contaba Meliveo.
—¿Se va mucho tiempo? —pregunté, más por comprobar que seguía en conexión con el mundo, que podía ser visto y oído, que por interés en el viaje del Babirusa.
«Me parece que una semana», apenas se volvió a Meliveo para contestarme y eso me hizo sentir que todo transcurría con normalidad. Meliveo siguió contando lo que a él le acababan de contar, sin advertir nada raro en mí. La Lana Turner de El Sol Sale Para Todos era quien más nerviosa estaba. Iba de un lado a otro sin parar de fumar, miraba y volvía a mirar los billetes de Amadeo, le preguntaba al abuelo si le había dado al niño el papel con la dirección y el número de teléfono de su madre anotados, se quedaba completamente inmóvil, escuchando los altavoces hasta que decían un destino distinto al de su sobrino y ella reemprendía el movimiento, les sonreía a Paco Frontón y a Avelino, «Qué nerviosa me ponen los aeropuertos. Los aeropuertos y las estaciones de ferrocarril. Me parece que se va a ir todo el mundo para siempre», y encendía un nuevo cigarrillo. Y Avelino, recordando la época en la que la miraba desnudarse y viendo tan de cerca y durante tanto tiempo a nuestra Lana Turner, la piel ligeramente bronceada, oliendo la fragancia que dejaba atrás en sus paseos, sin poder apartar la vista de su blusa negra, del encaje del sujetador que vislumbraba cada vez que Fina se inclinaba a hablar con su padre, fue a masturbarse a los lavabos justo unos momentos antes de que llamaran por megafonía a los pasajeros del vuelo a Londres.
Se reían González Cortés, Milagritos Dulce y Meliveo, bajaba los ojos al césped negando con la cabeza el Carne y todos mirábamos a lo lejos a Avelino Moratalla, paseando cerca del seto del fondo, explicándole algo a Dávila y a Paco Frontón, que lo observaban con escaso interés. Avelino con su vientre peludo y su bañador grande de hombre mayor, un bañador de rayitas grises, de empleado de banca, que su padre había comprado en tres tallas diferentes, una para él mismo, otra para Avelino y otra para su hermano pequeño. Miguelito con la gorra azul de Carpintería Metálica Novales que el Babirusa le habría dejado en depósito y Paco Frontón con sus gafas negras y su brazo, todavía en cabestrillo, colgando de un pañuelo de seda.
Cuando Avelino, alarmado por la llamada de megafonía, salió de los lavabos sin acabar de masturbarse, dejando a la Lana Turner de su ensoñación abandonada sobre una cama forrada con piel de tigre, con un sombrerito de azafata y el sujetador recién soltado deslizándose por sus pechos camino del ombligo mientras lo llamaba en un susurro, «Avelino, ven, fóllame. Fóllame así, así, como tú sabes, Avelino», el Babirusa trataba de arrastrar su maleta y su tía miraba para todos lados, intentando disimular la emoción. «No se atreve a mirarme, sabe lo que yo estaba haciendo y le gusta», pensaba Moratalla sin apartar la vista de los ojos, del escote de Fina.
Sonó una nueva llamada. Había llegado la hora de despedirse. El Babirusa soltó la maleta sin saber qué hacer, miró a su tía, su sonrisa nerviosa, se acercó y le dio un beso fugaz, miró a su abuelo fijamente a los ojos, dudó el abuelo, el Babirusa también, se aproximaron, chocaron sus pechos y acercaron sus cabezas una a la otra, pero no se abrazaron ni se besaron, el Babirusa se volvió a Paco Frontón y a Avelino, levantó la barbilla a modo de despedida y entonces el abuelo, con la voz muy baja, le tocó el hombro y le dijo, «Toma». Le cogió una mano al Babirusa y disimuladamente le puso en ella unos billetes enrollados. «Libras. Es lo que allí se gasta.» La Lana Turner rió, hizo un gesto de aplaudir, emocionada, y le dio otra vez un beso a su sobrino, al abuelo, se dio la vuelta y se encontró delante de Avelino y éste, que la seguía viendo en la cama con piel de tigre, se le acercó todavía más y ella, en aquel remolino de emociones, al verlo tan cerca fue a besarle la mejilla, pero él volvió la cara, le buscó el carmín de los labios y aunque ella intentó esquivarlo, Avelino se los besó, casi con lengua. Se apartó sorprendida la Lana Turner, pero la voz de megafonía llamaba de nuevo y su sobrino ya estaba otra vez arrastrando la maleta, rumbo a su destino.
El abuelo lo miraba casi en posición de firmes y la Lana Turner de nuestros sueños, mientras se quitaba las lágrimas con un pañuelo, miraba de reojo a Avelino Moratalla, que no apartaba la vista de ella y tenía una mano dentro del bolsillo del pantalón. Le temblaban los párpados como los de un moribundo o los de un santo a punto de levitar.
—Y míralo, ahí, tan normal —se reía el Carne mirando a Avelino, que ahora se había sentado sobre sus piernas cruzadas, como un jefe indio, y seguía hablando.
—Dice Paco Frontón que tuvo que darle dos o tres codazos para que dejara de meneársela allí, en mitad del aeropuerto —Meliveo cortó unas briznas de césped, yo vi la tierra mojada bajo la hierba, oscura, misteriosa—. Pero eso no es todo.
Meliveo se calló. Dejó que los demás acabaran de reír y que su silencio les hiciera volver la vista hacia él.
—Hay más cosas —dijo Meliveo, señalando con la barbilla al grupo de Miguelito Dávila y también al enano Martínez, que se paseaba por el césped del fondo, cerca de aquellas pistas de tenis que tenían el suelo lleno de socavones. Miré al enano, y también habían pasado los años por encima de él. Lo vi a la vuelta de no sé cuánto tiempo, vencido y ya sin poder exhibirse en ninguna piscina. Vendiendo sus cupones de lotería por los bares en unas tardes tristes e interminables. Habitante de otro bosque muerto.
Oí a Meliveo decir que unos minutos antes el enano Martínez le había contado que la noche anterior Rubirosa y él se habían cruzado con Luli Gigante, y que Rubirosa había perdido la cabeza por ella. «Ya se puede ir despidiendo Miguelito de su niña. Le quitaron el riñón y ahora le van a quitar los huevos. No sabéis ustedes cómo es José Rubirosa», le había dicho el enano a Meliveo mientras, simulando caminar por la superficie del agua, se alejaba del borde de la piscina a hombros del Sandalias. Y también contó Antonio Meliveo que el enano le había aconsejado esa misma mañana a Miguelito que le preguntara a Luli por Rubirosa, que qué le había parecido. «¿No sabes que se han conocido, no te lo ha contado ella?», le preguntó el enano Martínez a Dávila. Se había reído el enano y Miguelito lo había mirado con una sonrisa muy suave, sin cambiar de expresión y sin contestarle nada.
Miré hacia donde antes se encontraba el enano Martínez, pero ya no lo vi. Tampoco estaban Paco Frontón ni Avelino Moratalla. Sólo vi a Miguelito Dávila, tumbado boca arriba en el césped y con la gorra de su amigo Babirusa cubriéndole la cara. De pronto, el trampolín, visto desde lejos, me pareció el altar de una iglesia o un monumento fúnebre. Y eso, sin saber por qué, me llenó de consuelo.