La carta llegó un lunes por la mañana. Y como siempre, fue Fina Nunni, la tía del Babirusa, quien primero la leyó. No importaba que estuviese dirigida a su sobrino o a su padre, ella siempre rompía el sobre, miraba de corrido aquella letra picuda en busca de algo con lo que poder insultar a su cuñada y volvía a meter la cuartilla en el sobre destripado. Al acabar de leer aquella carta, nuestra Lana Turner la dejó sobre el brazo del sofá. Se fue al cuarto de baño y se miró de frente y de perfil en el espejo. Se retocó el rizo platino que le caía sobre la frente. Después, encendió un cigarrillo y volvió a leer la carta. Cuando ya llegaba de nuevo a los besos de despedida y a la mancha de carmín destinada a Amadeo, «Kiss you, baby», entró en el salón el abuelo del Babirusa. «Carta de Inglaterra», dijo alegremente la Lana Turner de los ultramarinos, y lanzó una bocanada lenta y espesa de humo sobre el papel, «Niebla de Londres», antes de volver a abandonarlo sobre el sofá.

—¿Algo nuevo? —el viejo acarreaba unos paneles de cartón, algún nuevo negocio, y los colocaba al lado del televisor.

Fina Nunni no contestó. Se había metido en su cuarto y allí, frente a la cortina desde donde tantas veces la habían espiado años atrás, después de dejar encima de la cama su bata con cuello de borlas y flecos, se ajustaba tranquilamente el sujetador, se ponía una blusa blanca y mientras se la abotonaba salió al pasillo y dijo en voz alta, hablándole a las paredes o al mueble que había al fondo:

—No, nada —echó la cabeza hacia atrás, se sacudió la corta melena—: Tu nuera, que se casa con uno que se llama Michael.

Hubo un ruido de cartones derrumbándose. Pasos. Y luego la cara descompuesta del abuelo del Babirusa asomando por el pasillo:

—Pobre niño —fue lo primero que dijo.

—¿Qué niño? —lo miró sorprendida Fina—. Será un hombre.

—Amadeo. Pobre Amadeo y pobres de nosotros. Cuando se entere —miraba a un lado y a otro el viejo—. Cuando se entere nos matará.

La tía del Babirusa soltó una carcajada y luego, viendo la cara de su padre, la ola de gestos que corría por el rostro del viejo sacándole muecas de inocencia, de preocupación, de súplica, quizá buscando coartadas, preparando excusas, le preguntó, sin abandonar del todo su sonrisa:

—¿Tú crees? ¿Crees que se lo va a tomar a mal? ¿Muy mal?

—Cuando se entere nos mata a todos.

—Papá —gritó Fina—. No me pongas nerviosa.

—A ti no te ha pegado nunca. Esos golpes de karate que sabe dar. Está loco y ahora se va a poner más loco todavía. Ya lo estoy viendo.

—Exagerado —volvió a recuperar la sonrisa, Fina Nunni, pero era una sonrisa turbia, como las que sacaba la verdadera Lana Turner cuando hablaba con los hampones que la apuntaban con un revólver o después de planear con su amante el mejor modo de matar a su marido.

—Se lo dirás tú. Y si no, tu amigo el de la moto. Alguien que él respete. Yo no —decidió el abuelo del Babirusa, que ya abandonaba el pasillo y empezaba a entregarse concienzudamente a cualquier clase de preparativo que pudiera atenuar el impacto de la noticia, a limar cualquier detalle que pudiera aumentar la ira de su nieto.

Sacó el viejo todos los cartones que había metido en la casa. Se llevó calle abajo todos los que había descargado del motocarro de Chacón en la puerta. «Otro negocio arruinado. Por culpa de esa puta. Casarse.» Se fue hacia la Mobylette, colocada sobre su caballete en el recibidor de la casa, con sus papeles de estraza recortados por el Babirusa en rectángulos de treinta centímetros por veinte puestos bajo el motor para recoger las gotas perdidas de aceite. Le sacó la bujía y le unió los polos para evitar que el ciclomotor pudiera ser arrancado. «Nos gasea, nos va a gasear», murmuraba el abuelo mientras tosía, asfixiado sólo con la idea de ver la casa sometida a un nuevo ataque de monóxido de carbono. «Este niño es peor que los alemanes. Y mis pulmones ya no aguantan.» Repasó el orden milimétrico de las revistas de artes marciales. Lleno de alarma advirtió que las patas de la cama no pisaban la misma línea de las baldosas. Empujó la cama, ahogado, tembloroso. Le dieron ganas de arrodillarse y rezarle un Padrenuestro al Bruce Lee de los carteles.

Ante la mirada inquieta de su hija, que sin parar de fumar y sin enterarse de lo que leía, pasaba las páginas de una revista, fingiendo que no ocurría nada, estuvo el viejo yendo de un lado a otro de la casa. Se detuvo. «La lanza.» Miró a Fina. «Se la tendríamos que esconder», se dijo a sí mismo. Cambió la dirección de sus pasos. «Pero no. No. Será peor si ve que se la hemos escondido. Peor. Todo es peor con este niño», y seguía moviendo la boca, ya sin hablar.

Esa noche apenas cenó nada el abuelo de Amadeo. Se le había cerrado el esófago y le había aumentado el temblor de la mano. Miraba de reojo. Al otro lado de la mesa su hija fingía una indiferencia teatral, y Amadeo los miraba con curiosidad, sonriente. «La calma y el canto suave de los pájaros antes del huracán» le confesó el abuelo del Babirusa a su amigo, el maestro Antúnez del Salón Ulibarri, al día siguiente. «Yo esperaba un huracán como los americanos, esos que se llevan los tejados de las casas y las vacas volando. Y eso es lo que vi en los ojos del niño cuando su tía le dijo que había llegado carta de Londres y que era mejor que la leyera él, porque era una carta especial. Especial de qué, dijo el niño, y a mí me dieron ganas de tirar la silla y arrodillarme como un cautivo.»

Pero cuando el Babirusa acabó de leer la carta no hubo ningún huracán ni ningún trueno. Ni siquiera unas gotas de lluvia. Levantó Amadeo muy despacio los ojos de las letras, de los labios de carmín que había allí dibujados, y se quedó mirando muy triste al frente. No a su tía ni a su abuelo, que lo observaban expectantes y con las palabras de consuelo ya preparadas en los labios, sino al horizonte del mueble bar, a los vasitos de porcelana y a las falsas figuras chinas. «Y mi padre», preguntó apenas en un susurro. «Y mi padre», volvió a decir en voz baja mientras plegaba cuidadosamente el papel y lo metía en el sobre. «Así es como si lo mataran de verdad», dijo mientras se levantaba y con andares de muerto viviente se dirigía a su habitación.

Se quedaron en el salón su tía y su abuelo esperando el inicio del huracán. Pero Amadeo no fue en busca de su lanza ni intentó arrancar la Mobylette. Sólo hubo silencio. «Una cosa muy desagradable», le diría el abuelo a su amigo. Y cuando una hora después, andando de puntillas, el viejo se dirigió al dormitorio que compartía con el Babirusa, comprobó dificultosamente a través de la penumbra que su nieto estaba allí tumbado en la cama, despierto y con la carta suavemente sostenida sobre su pecho. Amadeo volvió despacio la cabeza en la almohada, observó a su abuelo unos instantes y miró de nuevo hacia las sombras del techo, con sus ojos de chino llenos de calma.

El viejo estuvo tentado de acercarse y susurrarle, «Amadeo, no te preocupes ni llores ni pienses, porque siempre nos tendrás a nosotros, a tu tía y a mí, y también a tu madre, no importa que esté casada con un hombre que se llama Michael. Ella, a su modo también te quiere», pero no quiso tentar la fortuna el viejo, entre otras cosas porque estaba convencido de que su voz sonaría falsa y que cuando Amadeo volviese a preguntar por la muerte de su padre él no sabría qué responderle.

Tampoco tendría valor para decirle que su padre ya nunca volvería, que tendría que borrar de su cabeza aquella idea de niño de que se lo habían llevado las nubes y que un día regresaría de un país muy lejano a bordo de un barco, o llovido por una tormenta que les devolvería la vida tal como era antes de la desaparición de su padre. «Los hombres desaparecemos como ráfagas de viento y nos evaporamos como gotas de lluvia, pero ni el viento ni la lluvia vuelven a traer a aquellos que se llevaron. Los hombres nos vamos para siempre», podría haberle dicho el viejo, y también que la vida, aunque lo parezca, nunca es igual un día que el siguiente, siempre cambia. «La vida es mutante», le habría susurrado. Pero no tuvo ánimo para decir nada de eso ni tampoco para quedarse callado junto a su nieto, enervándolo con el ruido que hacían sus bronquios.

No importaba que Amadeo pareciese absolutamente en calma. Esa noche, antes de salir del cuarto de baño, su abuelo se puso dos imperdibles en la bragueta de los calzoncillos y estuvo toda la noche en vela, venciendo el sueño con pellizcos y pensamientos de catástrofes nucleares, para evitar unos ronquidos que, según él, podían costarle la vida.

Los días siguientes el Babirusa recogió muy pocas botellas. Todos lo vimos vagar cabizbajo de un lado para otro. En el descampado que había detrás de su casa se quedaba de pie apoyado en su lanza de batusi, sin arrojarla a ninguna parte, sin darle ninguna capa nueva de barniz. Iba de un lugar a otro caminando, con la Mobylette abandonada, y a media mañana llegaba a la droguería de don Matías Sierra y se quedaba allí, viendo cómo Miguelito despachaba las botellas de lejía y el salfumán o volviendo a escuchar a su amigo decirle que nada iba a cambiar en su vida por mucho que su madre se casara, que si su padre tenía que volver volvería y que además, para ir a la boda de su madre, iba a conocer Londres y a montarse en un avión. Y que el Michael ese a lo mejor era un tipo estupendo que podía saber karate o tener un coche de carreras.

«Y ahora cuál va a ser mi nombre», preguntaba siempre el Babirusa. «Te seguirás llamando Nunni hasta que te mueras», le decía Paco Frontón, con su brazo colgado a causa del golpe de Rafi Ayala de un vistoso pañuelo de seda negra estampada de flores moradas. «Te llamarás Nunni y te dirán el Babirusa hasta que la palmes», se reía Avelino Moratalla. «Si mi padre no está muerto, cómo puede casarse mi madre, cómo la han dejado», era otra de las preguntas que después de un largo silencio le hacía a Miguelito en la droguería. «Será cosa de los ingleses. Allí son más modernos», le contestaba don Matías Sierra. Y él lo miraba medio bizco, desafiante, antes de volver a hacerle a Miguelito la misma pregunta. Y entonces Miguelito levantaba la vista de su manoseado libro para responderle, «Lo que dice don Matías, los ingleses».

Siempre iban juntos. El Babirusa apenas se despegaba de Miguelito Dávila. Por la noche lo veíamos con Miguelito y Luli Gigante, caminando los tres en aquellos paseos largos que daban al caer la noche, Miguelito y Luli hablando y Amadeo en silencio, un poco más atrás. A veces González Cortés lo veía en uno de los bancos que había frente al bar, sentado entre las parejas que formaban Miguelito y Luli y Paco Frontón y la Cuerpo. «¿Cómo es volar en un avión, Paco?», preguntaba. Y después de que Paco Frontón le volviese a explicar la velocidad del avión al despegar, la comida que te daban y cómo se veía la tierra desde el cielo, preguntaba, «¿Y no da miedo, Paco?». «No.» «A mí nunca me daría miedo volar, ir lejos», decía Luli Gigante. «Yo una vez me monté en avión. Fui a Canarias, pero no me acuerdo, era muy pequeña, iba con una tía mía, me parece», decía la Cuerpo. Pero el Babirusa no las escuchaba. «¿Las azafatas están buenas, Paco?», y se encogía de hombros Paco Frontón, cansado de responder a las mismas preguntas.

«Me han dicho que Londres es muy grande», parecía ilusionarse a veces el Babirusa. «Si quieres ver lanzas, allí hay un museo entero de lanzas», le comentaba Avelino. Y ante su mirada incrédula, Avelino Moratalla añadía, «De lanzas y de calaveras, y también de momias». «La Lana Turner de verdad es de Inglaterra, ¿no?» «Sí, y Marilyn Monroe», le contestaba Paco Frontón. «A lo mejor me la encuentro por la calle, a Lana Turner, me hago una foto con ella aunque esté vieja y luego se la enseño a mi tía.» «Claro», iban diciendo por turno sus amigos.

La noche que se encontraron a la Señorita del Casco Cartaginés, acababan de dejar en la entrada de calle Soliva a Paco Frontón, hastiado por las preguntas del Babirusa. La Señorita estaba sentada en la terraza del Rey Pelé y los miraba fijamente, con su cigarrillo en la mano y un humo de avería saliéndole manso por la nariz. Fue con un movimiento lento de párpados, pintura berenjena, como ordenó a Avelino Moratalla que se acercase con sus dos amigos, Amadeo Nunni y Miguelito Dávila. «A mí esa tía me da susto», se quedó unos pasos retirado el Babirusa, medio camuflado en la penumbra que formaban dos palmeras.

—Hola, señorita —Avelino se quedó de pie delante de la mesa, rozando con su entrepierna el borde de metal frío. Miguelito detrás de él.

—Fuera de la academia no tienes que llamarme señorita —sonreía la Señorita del Casco Cartaginés, miraba fijamente a Avelino, disfrutando con el nerviosismo que le provocaba, haciendo que lenta, disimuladamente, Moratalla dejase de rozar su cuerpo contra la mesa.

Se encogió de hombros Avelino, miró de reojo las piernas cruzadas de su profesora, la falda subida por encima de las rodillas. Volvió a mirarle la cara, el maquillaje espeso de los ojos y los labios, sin saber qué decir. Ya iba a despedirse cuando la Señorita del Casco Cartaginés volvió a hablar.

—¿No me presentas a tus amigos?

—Amadeo y Miguelito. Amadeo es aquél.

—Encantada —miró al Babirusa, el bulto en las sombras, otra vez a Avelino.

La carne de Miguelito parecía invisible para la Señorita del Casco Cartaginés, que volvía a disfrutar manteniendo la mirada en los ojos de Moratalla, controlando si bajaban sobre sus muslos o conseguían mantenerse fijos en la botella de Coca Cola que había sobre la mesa mientras ella aspiraba una nueva bocanada de humo que esta vez era devuelta al exterior de su cuerpo por la boca, más rápidamente de lo acostumbrado.

—¿No queréis tomar nada?

—Avelino —se oyó desde atrás la voz del Babirusa—. Vámonos.

—No. Ya nos vamos —Avelino lanzó una rápida mirada sobre los muslos de la Señorita.

—¿Venís de dejar a vuestras novias?

La Señorita del Casco Cartaginés hizo la pregunta muy seria, como si fuese una pregunta de las que hacía en la Academia Almi. Y Avelino, que iba a responderle encogiendo los hombros, con una sonrisa, al advertir la mirada de la profesora, contestó, «No», a la vez que Miguelito decía, no se sabe si a él o a ella, «Nos vamos», y se daba la vuelta.

—Me han dicho que escribes poemas —la Señorita del Casco Cartaginés aplastaba el cigarrillo en el cenicero y miraba a Miguelito. Su voz y su tono eran nuevos, hablaba de un modo diferente del que hasta ahora había empleado, de una forma distinta también a la que empleaba en la Almi.

Miguelito se detuvo, también Moratalla. La mujer que había dentro de la Señorita del Casco Cartaginés, detrás de aquel maquillaje, detrás de aquel peinado y aquella ropa antigua, era quien hablaba, recitando:

—«El nombre de la flor que siempre invoco mañana y noche, me empujó del todo a la contemplación del mayor fuego.»

Avelino Moratalla miró sorprendido a la Señorita, a Miguelito, de nuevo a ella. Ahora era él, Avelino, quien no parecía existir. Comprendió que desde que la Señorita del Casco Cartaginés los había visto esa noche él no había existido en ningún instante.

—Miguelito —el Babirusa volvía a llamar, impaciente.

—Sabes que hay otros libros, que hay otros poetas además de Dante, ¿verdad? Sabes que para que él existiese fue necesario que existieran Virgilio y Cavalcanti, y que luego hubo más poetas, ¿verdad que lo sabes? —la voz de la mujer que había dentro de la Señorita del Casco Cartaginés era un susurro melodioso—. El mundo ha hecho un largo camino hasta llegar a ti.

Miguelito la miraba fijamente, sus manos agarrando el respaldo de la silla que había delante de él. Moratalla no podría haber dicho nunca si Miguelito se encontraba a punto de levantar la silla y estrellarla contra la mesa o de inclinar la cabeza hacia un lado, como le vio hacer en la cocina de su casa, sentado bajo el mueble de formica en el funeral de su padre, y llorar en silencio.

—Pero qué importa si hubo más poetas ni qué libros escribieron. Lo que tú sabes, y eso es lo que de verdad importa, es que hay otros mundos. La Señorita del Casco Cartaginés movió con sus dedos largos, con su pálida mano, el paquete de tabaco por la superficie metálica de la mesa, bajó los párpados para ver la media luna que ella misma trazaba con su mano y volvió a mirar a los ojos de Miguelito:

—Me ha encantado conocerte, Miguel —mantuvieron los dos un instante más la mirada, y al tiempo que ella la bajaba para contemplar cómo sus dedos extraían un nuevo cigarrillo del paquete, Miguelito se daba la vuelta y, seguido de Avelino Moratalla, se dirigía hacia la sombra donde los esperaba el Babirusa.