Los primeros días de julio quizá fueron los más calurosos de ese verano. Recuerdo al maestro Antúnez en la penumbra del Salón Recreativo Ulibarri, con una camiseta blanca de tirantes y moviéndose con la lentitud de los insectos de los documentales. El esternón medio salido y los huesos desordenados que la camiseta permitía ver contribuían a darle aquel aspecto de animal con coraza, no importaba que la tuviera abollada por todos lados. Las monedas para el cambio que llevaba en aquella especie de mandil corto lleno de bolsillos apenas le tintineaban, se oía cómo unas monedas se deslizaban sobre otras mientras él, arrastrando los pies con sus babuchas de cuadros, explicaba que la velocidad era calor, la mayor fuente de calor del universo. Tenía muchos conocimientos de física y de química el maestro Antúnez. Por eso, en medio de aquellas tardes de terral, se tomaba cuatro o cinco cafés hirviendo. «Las calorías se convierten en frigorías. Cosas de la combustión», decía con las arrugas de la cara marcadas a fuego, moviendo a cámara lenta los labios, medio despellejados por el café hirviendo.
En la calle, doña Úrsula regaba a los niños del barrio con su manguera verde. «Como en Nueva York, en la escena de aquella película en la que él es un polizón que viene huyendo de Polonia y ella es Susan Hayward», empezaba a contar el Garganta con tono impostado de locutor y ojos de ensoñación.
También fue en aquellos días cuando Antonio Meliveo consiguió por fin darle un paseo en su moto a María José la Pija. La llevó al bar de González Cortés, quizá para certificar el inicio de la conquista. Pero la Pija se quedó casi en la puerta. Miró con atención los techos del local, las estanterías con las botellas de coñac barato y el delantal de González Cortés. Y cuando Meliveo le presentó a Milagritos Dulce se adelantó al beso que la otra iba a darle y le tendió la mano con mucha firmeza. Se fue del local ondeando aquella melena refulgente y aquel culo que también era, como sus pechos, perfectamente redondo, trazado con doble compás, mientras, caminando a su lado, Meliveo nos hacía con disimulo gestos triunfales.
—Ese culo no es de pija. Tiene cuerpo proletario —se rió González Cortés.
Cuando los vimos pasar por delante de la vidriera del bar, Meliveo acelerando aquella motocicleta destartalada, hecha con retazos de otras motos y quizá hasta de bicicletas, y la Pija fuertemente abrazada a su cintura con los ojos cerrados y el fulgor de la melena al viento, González Cortés nos dijo:
—Mira, ahora Meliveo ya no pregunta por qué. Sólo acelera.
Y el Garganta, con la voz sin impostar y la mirada un poco perdida, dirigiéndose a González Cortés, murmuró:
—Tú dirás lo que quieras, Rafa, pero hasta en los pelos se ve que tiene dinero. Qué melena, parece que está hecha de billetes.
—Eso es el acondicionador —le respondió Milagritos.
—Y los billetes —sentenció el Garganta.
Pero la moto que de verdad revolucionó el barrio ese verano fue la Sanglas aquella, la Sanglas 400 de dos cilindros en la que más de una vez vimos pasar a nuestra Lana Turner de los ultramarinos sentada de lado. Llevaba un pañuelo azul cubriéndole el pelo recién teñido de platino y unas gafas de sol tan antiguas que parecían modernas. El dueño de la moto era un periodista del diario Sur al que todo el mundo llamaba el Corbata porque siempre estaba moviendo el cuello como si le molestara una corbata que nunca llevaba.
El Corbata debía de ser famoso, porque una vez lo vimos en la televisión con el mago Rafael Pérez Estrada, que lo hizo desaparecer dentro de una caja, y salía mucho por la radio hablando de crímenes, aunque en la radio no le decían Corbata, sino Agustín Rivera. Algunas veces lo habíamos visto en el Salón Recreativo Ulibarri, jugando en la mesa del fondo, la que el maestro Antúnez tenía cubierta con la lona y a oscuras. Le quitaba la lona y se la iluminaba para él, con mucha ceremonia, y ni siquiera le ponía el contador en marcha. El otro, al acabar, le daba una palmada en el hombro a Antúnez, le preguntaba por su hijo, por el tiempo que haría el día siguiente, y le metía un billete en el bolsillo de la camisa.
«Yo he conocido a su padre. Fuimos compañeros en el Saladero^ ahora míralo a él», decía el maestro Antúnez, hablando como en las iglesias, no sólo por el calor, sino por el respeto que le despertaba aquel tipo con la cabeza casi tan redonda como las bolas de billar que golpeaba, con unos pelos de punta a medio cortar por una máquina averiada de césped que por un lado se había llevado más hierba que por otro y una mirada reconcentrada en la mesa que, nada más soltar el taco, se le cambiaba por otra viva y alegre. Iba siempre, incluso en aquellos días de tanto calor, con una chaqueta de espiguilla verde que a veces, como el día de la televisión o la primera tarde que lo vimos pasar con la tía del Babirusa en su moto, se cambiaba por otra también de espiguilla pero de tono más claro y con coderas de pana.
Contaron que el representante del Cola Cao, en uno de aquellos viajes eternos en los que andaba, se había despeñado por un barranco con su coche y que, creyéndose a las puertas de la muerte, lo primero que había hecho, lo último, pensaba él, fue escribir sobre una hoja de pedidos el nombre completo de la tía del Babirusa. Había dibujado el nombre con letras de molde, muy grandes, y luego, antes de desmayarse, había hecho un garabato raro que despertó la curiosidad de la Guardia Civil. El representante no murió, pero el Corbata, siempre al pie de la noticia, se pasó por El Sol Sale Para Todos para comprobar si había algo de interés en el suceso.
Al ver a nuestra Lana Turner particular, el Corbata hizo tres movimientos de cuello y concentró la mirada en la tendera como si estuviese estudiando las carambolas posibles en su mesa de billar. Fina Nunni se quedó mirando a aquel tipo extraño que, situado al fondo de la tienda, fue dejando que las cuatro o cinco mujeres que había por allí hicieran sus pedidos, sin hablar hasta que se quedaron a solas. Al conocer el gesto del representante del Cola Cao, Fina se rió divertida:
—Qué gracioso, ni descalabrado se olvida de mí.
—Ni descalabrado ni difunto. El pobre hombre pensaba que ya estaba a punto de entregar la cuchara —sonrió con tanta seriedad el Corbata, estudiando tan sesudamente la posible carambola, que a Fina se le vino abajo la risa y, repentinamente pudorosa, se cubrió con una mano el escote y se la dejó allí clavada en mitad del esternón, con los dedos abiertos, no importaba que el Corbata sólo la estuviera mirando a los ojos—. Y se entiende. Se entiende que ni muerto se olvidara de usted.
La tía del Babirusa se quedó gratamente sorprendida por el aplomo del periodista. «Nada más verlo sabía que no era usted representante», le dijo. Pero cuando ya de verdad se quedó impresionada fue al ver la soltura con que el Corbata giró con el dedo índice la manoseada biografía de Rockefeller y comentó, «El viejo Rocky. Sin duda fue el mejor de la saga. Mejor que su hermano William y mucho mejor que el desastre ese de Nelson Aldrich, que al final no fue más que un correveidile. No sé qué pensará usted, pero para mí es así». Fina se había quedado todo lo boquiabierta que puede quedarse una pupila de Lana Turner, con los ojos un milímetro más abiertos de lo conveniente y un cigarrillo sin encender detenido entre los dedos, casi sin reaccionar ante la llama del encendedor que el Corbata, como un hipnotizador, había puesto delante de sus ojos. Seguido por la nube de humo que brotó de los labios de Fina Nunni, con los dedos cruzados por la carambola, por el trazo de ballet que las bolas acababan de realizar sobre el paño verde, salió Agustín Rivera el Corbata de El Sol Sale Para Todos aquella tarde de principios de julio.
En los días siguientes no dejó de vérsele por el barrio, con sus pocos pelos de punta y sus chaquetas de espiguilla. «No es el viejo Rocky, pero tiene clase. Además, Rocky lleva muerto más de cuarenta años», le dijo Fina —que ya siempre, hasta que el Corbata desapareció rumbo a una corresponsalía en Japón, llamó a Rockefeller, El Viejo Rocky— a Milagritos Dulce, Milagritos al Carne y el Carne a todo el barrio. A todos menos a Rafi Ayala, que estaba recién llegado de su primer permiso y no escuchaba nada que no tuviera que ver con narraciones cuarteleras y exhibiciones de instrucción militar.
En verdad debió de creer Rafi Ayala que el uniforme lo hacía irresistible ante las mujeres, porque cuando el Babirusa le propuso que fueran a ver a la Gorda de la Cala, Rafi se quedó mirándolo con un aire de incredulidad y desprecio.
—¿La Gorda? ¿Qué gorda? ¿La Gorda de la Cala? —le preguntó lleno de sorpresa.
Se encogió de hombros el Babirusa.
—¿Lo dices en serio? ¿A un paraca? ¿Con esa tía, a machacarme a la Gorda? Tú no has visto las tías con las que me he estado moviendo yo en Murcia.
El Babirusa lo miró muy serio, esperando el tic de las cejas, que parecía retrasarse.
—Pagando —dijo después del tic el Babirusa.
—¿Y con la Cuerpo? ¿También pagando?
Se quedó mirándolo muy serio el Babirusa. Le repasó con sus ojos de chivo las banderas del pecho:
—¿Tú con la Cuerpo follas? ¿Te la has follado alguna vez, Rafi?
Suspiró profundamente Rafi Ayala, movió la boca como si masticara chicle:
—¿Sabes a quién voy a ver?
Esperó otro tic Amadeo:
—No.
—A la Lana Turner. A tu tía. Siempre le he tenido ganas. Me la voy a encalomar.
Y así fue como aquella tarde, Rafi Ayala, metido en aquel uniforme verde al que ya empezaban a notársele una sombra oscura en el cuello de la camisa y algunas manchas mal disimuladas en el pecho, se dirigió al ultramarinos de Fina Nunni con el fin de hacer una conquista que dejase boquiabierto al barrio entero. Pero Rafi Ayala no sabía nada de ningún Rockefeller, ni tenía aplomo ni palique, ni chaqueta de espiguilla con coderas. Ni siquiera parecía saber que la vida está llena de carambolas rebuscadas. Así que para la Lana Turner de nuestros sueños adolescentes su presencia fue peor que si le hubieran puesto delante a uno de aquellos representantes que torcían el cuello, no para aflojarse el nudo de una corbata imaginaria, sino para intentar verle un milímetro más de escote o de pierna.
Fina lo trató con demasiado sarcasmo. Le ofreció galletas de coco, le preguntó si ya no despellejaba gatos y que si no le daba calor el traje ese que llevaba, que si era de aprendiz de guardia. Abría la boca al expulsar el humo de sus cigarrillos y se quedaba mirando a Rafi con la barbilla levantada, midiendo en silencio su nerviosismo y su rabia. Y tal vez no habría ocurrido nada, tal vez aquel verano habría acabado siendo como tantos otros si Rafi Ayala no se hubiera quedado unos instantes en el umbral de la tienda, intentando contener el tic que le subía las cejas y la cara entera como un carricoche a la par que buscaba una palabra, una frase con la que demostrarle a Fina su hombría y su desprecio. Pero se quedó allí, dando tiempo a Agustín Rivera, el Corbata, para que cruzara el último semáforo del camino de los Ingleses, para que doblase un par de esquinas y acelerase calle adelante, para que se detuviera en la puerta de El Sol Sale Para Todos, entrase en la tienda y de una mirada calibrase lo que estaba sucediendo.
«Hombre, Bonaparte», le dijo a Rafi pasando por su lado, antes de preguntarle a Fina si estaba lista y le ayudaba a bajar la persiana metálica. Y como la otra le dijera que sí con una sonrisa, el Corbata, con mucha naturalidad, le preguntó si al soldadito de plomo lo dejaban dentro o fuera de la tienda. A Rafi Ayala se le atragantaron en mitad del pecho todos los castigos que llevaba recibidos en el ejército, todas las arengas y las instrucciones para el combate. Pero lo único que hizo con toda aquella bola de sensaciones fue clavar su dedo índice en la espalda del Corbata, que se volvió y se quedó mirándolo a los ojos, muy cerca el uno del otro. Le siguió con la mirada el Corbata el viaje de las cejas, y como si aquello hubiera sido una señal, se dirigió hacia la puerta tintineando las llaves y los candados. Rafi Ayala los vio irse en la moto sin haber pronunciado ninguna palabra ni haber hecho ningún otro gesto que aquel del dedo en la espalda del periodista. Nada más perderse la moto tras la esquina, las palabras, la ira y la violencia volvieron de golpe a la boca y a la mente de Rafi Ayala.
A veces, con el paso de los años, he pensado que aquel pequeño suceso que nada parecía tener que ver con nuestra historia quizá fuese el que después de muchas curvas, después de que las bolas trazaran unos complejos caminos y suavemente rebotasen en todas las bandas posibles, determinara que muchas cosas, al final de aquel verano, sucedieran del modo en que lo hicieron. Y, al cabo, pensándolo con un poco de detenimiento, la suerte de Miguelito Dávila, la de la Señorita del Casco Cartaginés e incluso la de Amadeo Nunni el Babirusa y todo lo que nos marcó el final de una época de nuestra vida, pudo deberse al volantazo descuidado, al sueño o a la torpeza que llevaron al representante del Cola Cao a despeñarse por un barranco polvoriento y escribir el nombre de Fina Nunni en una hoja de pedidos.
Pero nadie reparó entonces en ello, quizá porque el primer permiso de Rafi Ayala quedó marcado por sus charlas cuarteleras y por lo que sucedió en la playa la última noche de su permiso. Y nadie pareció darse cuenta de que si el tipo del Cola Cao no se hubiera estrellado con su coche, el Corbata no habría llegado aquella tarde a la tienda de nuestra Lana Turner y Rafi Ayala no habría conocido esa noche a José Rubirosa. Porque lo que sucedió aquella tarde fue que Rafi, decidido a vengar las ofensas que él y su uniforme habían recibido, nada más perder de vista al Corbata inició su persecución. Se dedicó a buscarlo por todos los bares, garitos de policías y restaurantes que, según le habían contado, solía frecuentar el periodista. Le preguntó por él al Carne, al Garganta, al enano Martínez y hasta a doña Úrsula.
Y así fue como aquella noche Rafi Ayala, con su uniforme más desmejorado de la cuenta por el sudor y con el tic de las cejas casi atascado en lo alto de la frente, acabó entrando en el Ajo Rojo acompañado por el enano Martínez. Ni siquiera la mirada perpleja de alguna de las mujeres que había por allí sentadas le subieron el ánimo. La moqueta reblandecía la marcialidad y la decisión de su paso, y cuando llegó a la barra parecía más un náufrago que un paraca.
Pidió ron con Pepsicola para el enano y para él, y luego de preguntarle al barman Camacho si conocía a uno que le decían el Corbata y si lo había visto esa noche y de que el otro le dijera que «Sí» y que «No», se volvió muy lento y provocativo hacia el hombre que había a su lado y que desde el momento de su llegada no había apartado la vista de él. Era Rubirosa, que lo saludó a él y al enano llevándose un dedo al lado derecho de su tupé en una especie de saludo militar. Rafi le sonrió con desgana, hablaron.
Vieron amanecer en las playas de la Misericordia, quizá después de haber ido a algún burdel o de haber cerrado el último tugurio del Barrio de las Latas. Rubirosa llevó a Rafi y al enano en su coche azul reluciente hasta la puerta de su casa y allí, después de que Rubirosa le escribiera por tercera vez en una tarjeta su número de teléfono, se despidieron con abrazos de borrachos y saludos militares. González Cortés los vio mientras colocaba las mesas de la calle. El enano con su bolsa del gimnasio a la espalda y Rafi con su uniforme. Rafi no salió de su casa hasta doce o trece horas después, cuando las primeras luces eléctricas teñían de amarillo el azul del asfalto.
Aquélla fue una de las noches más calurosas del verano. Rafi Ayala ya no buscó al Corbata, evaporado de su cabeza con los efluvios del alcohol, ni tampoco vio ese día a Rubirosa. Con el uniforme aseado y la camisa que finalmente su madre había conseguido lavar, vimos a Rafi Ayala bajar la calle. González Cortés y yo estábamos en el bar de su padre con Milagritos Dulce, el Carne y Luisito Sanjuán, que había recogido en el veterinario a uno de sus animales enfermos y desde primeras horas de la tarde lo llevaba de un lado a otro en una gatera, persiguiendo a alguna mujer madura con falda corta o escote largo mientras murmuraba, «Qué desastre, qué desastre». Las mariposas nocturnas revoloteaban alrededor de la farola que nos alumbraba las cervezas, y por las ventanas abiertas se oía el ruido de las casas mezclado con la música de los televisores. Poco después vimos pasar a Paco Frontón y a la Cuerpo en el Dodge de su padre.
Al día siguiente supimos que Rafi Ayala se había encontrado con el Babirusa cerca de su casa. Y que se habían ido en su Mobylette hasta la playa de la Misericordia, donde el Babirusa iba a reunirse con Dávila y Avelino Moratalla. Los encontraron alrededor de una hoguera, con Luli Gigante y unos amigos de la Cuerpo. Nos dijeron que tenían música y botellas de ginebra y vodka, que alguien tocaba unos bongos y una de las muchachas bailaba con las piernas desnudas una especie de danza árabe.
No trataron mal a Rafi. Miguelito, sin levantarse de la toalla en la que estaba sentado con Luli Gigante, le dio la mano y Rafi se arrodilló para besar a Luli en la mejilla. Palmeó fuerte la mano de Moratalla y le dieron un vaso de plástico para que bebiera. Miguelito no le preguntó al Babirusa por qué lo había llevado, sólo lo miró fijamente y el Babirusa sonrió, encogiéndose de hombros. Cuando Paco Frontón y la Cuerpo llegaron, casi todos estaban borrachos. Lo primero que alumbraron los faros del Dodge fue al Babirusa, corriendo por la orilla y con algo en la mano, una caña, que lanzó lejos y se perdió en la oscuridad. Llevaba puesta la boina de Rafi Ayala. Se volvieron algunas caras hacia los faros del Dodge. Antes de apagarlos, Paco Frontón entrevió la figura de Rafi, de pie, cerca de la hoguera y con los botones del uniforme abiertos. También vio a Miguelito, tumbado boca arriba en la toalla. Había alguien bañándose en la orilla. Al apagar los faros toda aquella gente, incluso sus voces y sus ruidos, se borró por un instante del mundo. En la puerta del bar de González Cortés nosotros bebíamos unas cervezas heladas, y entre las cornisas de los edificios y la copa de aquel árbol medio mustio que González Cortés siempre regaba con cubitos de hielo y agua sucia veíamos las mismas estrellas por las que en esos momentos se perdían los ojos de Miguelito Dávila.
Dijeron que la Cuerpo se bajó antes del coche y se quedó allí, pegada a su puerta, hasta que Paco Frontón salió y cerró la suya. Avanzaron hacia la hoguera cada uno por un lado del Dodge. Se detuvieron al lado de Miguelito, que seguía tumbado. Paco Frontón lo miró y nada más ver sus ojos abiertos supo que no había bebido, que esa vez había seguido los consejos de los médicos o quizá los que su propia razón le habían dictado cuando había visto llegar al Babirusa con Rafi Ayala. «Por ahí hay de todo», señaló unos bultos Miguelito, sin incorporarse.
Paco Frontón rebuscó entre unas bolsas de plástico. Rafi Ayala se había acuclillado primero y luego había acabado por sentarse en la arena. La Cuerpo encendió un cigarrillo, se le vieron los ojos con el pequeño resplandor de la llama. Luli Gigante salía del agua con su biquini negro, y a lo lejos parecía que le faltaban unas partes del cuerpo, que la tela del biquini no era tela, sino un trozo, tres trozos, de noche atravesando su cuerpo. Caminaba hacia la hoguera con la lentitud de sus pasos acentuada por la arena, con movimientos de niña que no sabe andar bien. Un tipo en bañador, con casi todo el cuerpo cubierto de arena húmeda, empezó a marcar el paso de Luli con los bongos y hubo unas risas, un grito alegre del Babirusa a lo lejos y la protesta de Avelino Moratalla, que estaba tumbado un poco más allá de la hoguera, dormido en la arena.
Hubo música, el paso de alguna estrella fugaz que Miguelito vio sin comentárselo a nadie, y más bebida. Se bañaron desnudos algunos amigos de la Cuerpo, salían del agua con el bañador en la cabeza y corrían desnudos por la orilla. Amadeo Nunni el Babirusa daba imaginarios golpes de karate al viento, calándose sobre el ojo derecho la boina de paraca de Rafi Ayala. Una a la que decían Levita y que era hija de la Leyva, una puta de El Pomelo, perdió el biquini en el agua y después de estar bailando desnuda justo donde rompían las olas cayó en la arena. Se quedó dormida al lado de Rafi Ayala, cerca de la hoguera. Alguien la cubrió con una toalla, con el gesto con que se cubren los cadáveres. Rafi metía unos troncos largos en el fuego, bebía poco. No hablaba. A veces se oían risas de la Cuerpo y de Luli por encima del oleaje. Paco Frontón miraba al sitio donde se suponía que estaba el horizonte y a veces intercambiaba algún monosílabo con Dávila.
Y dicen que fue después de que unos amigos de la Cuerpo se llevaran a la Levita aquella, justo después de que Paco Frontón y la Cuerpo acabaran de despedirse de Miguelito y de Luli y ya se dirigiesen hacia el Dodge, cuando Rafi Ayala se levantó con mucha calma y, arrastrando a su lado uno de los palos de la hoguera, avanzó hacia ellos, hacia sus espaldas, acelerando cada vez más el paso. Fue Miguelito el primero en darse cuenta de lo que iba a ocurrir. Gritó el nombre de Paco y a la vez, desde el suelo, dio un golpe con su mano en el talón de Rafi Ayala. Consiguió desequilibrarlo y dar tiempo a Paco Frontón para que girase la cabeza y viese la cara de loco de Rafi. Pero nadie pudo evitar el golpe, Rafi ya había alzado sobre su cabeza el tronco que había sacado de la hoguera. La suerte, el grito de Dávila o el desequilibrio que provocó en el pie del paraca hicieron que, en vez de la cabeza de Paco Frontón, Rafi golpeara su hombro. El golpe fue seco y hubo un revuelo de chispas azules, naranjas y amarillas crepitando alrededor de la cabeza de Paco Frontón.
La Cuerpo se lanzó hacia Rafi, sin importarle que ya tuviese el tronco de nuevo alzado, dispuesto para descargar otro golpe. Fue Avelino Moratalla quien lo evitó. Sin que nadie supiera de dónde había venido ni cuándo se había despertado, Avelino saltó sobre Rafi Ayala y rodó con él por la arena. El tronco se perdía entre ellos, volvía a aparecer, pero ya sólo desprendía unas chispas aisladas, algunos fragmentos de color naranja que parecían salir del cuerpo de ambos y no del trozo de leña. Pelearon. Miguelito Dávila agarró a Rafi, intentando inmovilizarlo. El Babirusa llegó corriendo desde la orilla, con su lanza de caña y la boina de paraca. Rafi y Dávila forcejearon, también Moratalla, se dieron algunas patadas, el Babirusa y un amigo de la Cuerpo agarraron a Miguelito, a Rafi, les pedían calma, se insultaron todos y acabaron por separarse. Moratalla cojeaba alrededor de la hoguera y Rafi se tocaba la nariz y el ojo derecho, se miraba los dedos en busca de sangre. Intentaba encontrar algún desperfecto en el uniforme, se miraba las mangas y otra vez los dedos. Miguelito, escupiendo, se quedaba quieto, jadeaba. La Cuerpo ayudaba a sentarse a Paco Frontón, que parecía mareado, con su tupé revuelto. Un resplandor de la hoguera iluminó la cara de Luli Gigante y Miguelito creyó ver una sonrisa en su boca. «Tú y yo ya nos veremos», dijo Rafi Ayala, no se sabe si a Paco Frontón, a la Cuerpo o a Miguelito. Arrebató de un manotazo la boina de la cabeza del Babirusa y empezó a andar hacia la carretera. «Cómeme la polla, Rafi», le gritó el Babirusa, andando detrás de él con la mirada atravesada. Y luego, parado, «Tenía que haber dejado que te matara. Mamón. Paraca de plástico.»
Pero Rafi ya se alejaba por las tapias de las fábricas abandonadas y el ruido del mar volvía a oírse. Era el verano. Corría el calor en mitad de la noche como el vaho de un lanzallamas y todos estábamos desnudos bajo la misma bóveda de estrellas. Espigas dobladas por el mismo viento. Antonio Meliveo quizá estuviese escondido con María José la Pija en uno de aquellos huecos que él conocía por las rocas del Paseo Marítimo, midiendo con la yema de sus dedos el diámetro perfecto de sus pechos, lo mismo que en otro tiempo había medido los de la Gorda de la Cala, que a esas horas quizá estuviese tumbada cerca de las tapias del cementerio de la Cala, dejando que en su cuerpo entraran adolescentes que descubrían el sexo o jóvenes mecánicos de los Autobuses Oliveros entregados a una noche de alcohol y vagabundeo.
Por encima de todos corría un aire tan salado que parecía emerger del propio sexo de la Gorda de la Cala o del sexo de todas las mujeres del mundo, era el viento reseco del terral que envolvía al enano Martínez, allá donde estuviese, el viento que, mezclado con olores de medicinas y desinfectantes, guardaba el duermevela del representante del Cola Cao en el hospital o que se filtraba por el revés de la mirada de Rubirosa, circulando ebrio en su coche azul o tal vez atando a los varales de su cama a Remedios Gómez mientras ella le pedía amor y él le explicaba las calidades del lazo de satén con el que estaba amarrando sus muñecas. Y allá, en lo alto de la Torre Vasconia, quizá aquella brisa caliente acariciase la piel pálida de la Señorita del Casco Cartaginés, asomada a su terraza, alumbrado su rostro por la brasa mínima de un cigarrillo. Con la vista perdida la Señorita del Casco Cartaginés, ya no en la oscuridad del mar ni en el recuerdo o la fábula de aquellos países remotos en los que quizá de verdad hubiera amado, sino en el temblor del horizonte, en el velo que los días estaban a punto de levantar para mostrarnos la primera corteza del futuro.
Y más alto aún, mucho más arriba de la terraza de la Señorita del Casco Cartaginés, a diez mil metros de altura, en el fondo oscuro de una saca de correos, albergada en la bodega de un avión y a una velocidad de ochocientos kilómetros por hora, se acercaba una carta con el nombre y las señas de Amadeo Nunni escritos en el sobre y con un beso de carmín a modo de firma escondido en su interior. Y nosotros, envueltos en aquella ola de calor, mientras la sombra de Rafi Ayala acababa de perderse entre los edificios con cristales rotos de la playa de la Misericordia, caminando con González Cortés calle abajo después de cerrar las persianas metálicas del bar de su padre, veíamos pasar la Sanglas 400 del Corbata con nuestra Lana Turner abrazada a su espalda. Y yo sentí que era la vida y no la combustión de la moto quien partía en dos el olor de los jazmines y las damas de noche de doña Úrsula. Era la vida la que nos dejaba aquel perfume agrio de humo blanco y gasolina quemada.