«Y yo, que no sabía por qué sitio, me volví alrededor y me estreché a las fieles espaldas, todo helado.» Miguelito Dávila escribía esos tres versos de la Divina Comedia en sus cuadernos escolares. Y al pie del dibujo de un búho también tenía escrito, «Sin saber, sabiendo, sin saber, sabiendo». Pasaba las horas en la droguería intentando recordar versos, y en los momentos en que la tienda se quedaba sin clientes, sacaba el libro que había heredado de Ventura Díaz en el hospital y se quedaba allí, leyendo entre las cajas de salfumán y de sosa, bajo estantes cargados de latas de pintura y botellas de lejía, con su bata de color gris verdoso y el asomo de una palidez que ni siquiera el fulgor del verano ni los sábados en la piscina de la Ciudad Deportiva o en la playa de la Misericordia acababan de borrar.
Lo seguía en su lectura la mirada atenta y compasiva de don Matías Sierra, el dueño de la droguería. «Yo, de joven, también leía. Alejandro Dumas y libros rusos, de los de antes del comunismo —Dudaba don Matías, antes de seguir—: Pero los leía para divertirme, no así.» «¿Así cómo?», preguntaba Miguelito, sin levantar la vista. «Así, gastando el libro, leyendo la mitad de las cosas en extranjero, sin saber idiomas.» «Esto no es un libro, es una religión», comentaba Miguelito Dávila, y seguía leyendo, intentando ver el mundo que había detrás de aquellas palabras, unas sombras que apenas alcanzaba a vislumbrar. Escarbaba el túnel de su huida. Un camino que quizá ya sabía cerrado.
«Beatriz, Beatriz, Beatriz. Yo. Contárselo a Luli», escribía en hojas en blanco que iba dejando dentro de sus libretas. «Hoy dos. Mañana todo.» «Levantarme por la noche mirar por la ventana y pensar que era la ventana del hospital y que el hospital entero estaba detrás de mí.» «azufre» «Polvo de azufre en la leche y el sol también dentro. El color del azufre en la leche entrando por mi boca.» «He visto a mi madre de espaldas bajar las escaleras con un jersey de hombre que a lo mejor era de mi padre y ella se lo pone para aprovecharlo con las mangas dobladas en los puños y el pelo blanco y he pensado que iba bajando las escaleras para la muerte y que yo no podía hacer nada más que mirarla sin saber hacer otra cosa como si yo fuera culpable y también he pensado si me gustaría que se muriese y el pensamiento me quería decir sí.» «456 pesetas por todo.» «Comprar bata nueva. Dejar la otra colgada. Para verla. Para pensar que me he ido.»
Luli Gigante se pintaba los labios de carmín rojo para besarle la cicatriz de la operación. Lo miraba con ojos de niña perversa, le azotaba suavemente la cara con su melena. A la caída de la tarde paseaban por las tapias de la Ciudad Deportiva y Luli pasaba las manos por las adelfas, «Son venenosas. Si un día me dejas, me envenenaré como Julieta», se reía, y andaba de espaldas delante de él. Fumaba por obligación y llevaba casi siempre unos libros bajo el brazo, Luli Gigante, con su cuerpo de adolescente y aquellos dos mapas de África, los omóplatos, enfrentados en mitad de la espalda, dos continentes sumergidos bajo la marea dorada de la piel. Bailaba en el Bucán, soñaba con los ojos abiertos y cuando la madre de Miguelito salía de su casa, se desnudaba despacio delante de él, y en cada prenda que caía al suelo se iba un trozo de aquella niña adolescente y afloraba una mujer misteriosa que después del amor hacía dibujos con el dedo por la pared. Dibujaba mapas y nombres de países remotos, impúdica, somnolienta, y a veces, en aquella habitación o en un banco de los que había frente a su casa, con la mirada triste o llena de luz, le preguntaba a Miguelito si iba a hacer una poesía para ella. «Deséame un arco iris, deséame una estrella», decía ella jugando con una vieja canción, y él siempre respondía, «Sí, un arco iris, una estrella».
Nadie sabía por qué Luli Gigante iba cargada casi siempre con libros de un lado para otro. Los llevaba forrados con papel de satén, rojo y turquesa, y a veces también llevaba una carpeta con fotos de actores pegadas. Y cuando Miguelito le preguntó que adónde iba por las mañanas, cuando él la veía ese invierno, cargada de libros, ella le respondió que a ninguna parte, pero que le gustaba pensar que era estudiante y que iba a la universidad, y que por eso se había comprado aquel impermeable color ciruela, porque le pareció de estudiante, y quería que todo el mundo la viera con sus libros. Daba una vuelta muy larga, siempre pareciendo que iba a subir a un autobús o que estaba a punto de recogerla una compañera en un coche. Sabía el nombre de la compañera imaginaria, Marta, y hasta el número de la matrícula del coche, un R-5 blanco que no era de Marta, sino de su padre. Y se quedaba por las calles hasta que el movimiento de la ciudad cambiaba, hasta que dejaban de verse estudiantes y ella volvía a su casa y se tumbaba en la cama. «Verás que en verano casi nunca llevo libros, sólo cuando pienso que voy a casa de una amiga a estudiar», arqueaba una ceja Luli Gigante y echaba una bocanada de humo, sacando los labios, levantando la barbilla para que el humo subiera al techo.
Luli Gigante no fue nunca a ninguna universidad, ni tampoco llegó a bailar en ningún ballet. Dejó el instituto poco antes de cumplir los quince años. Se dedicó a no hacer nada, sólo a pelearse con su padre, que tenía la voz ronca y una calva mal disimulada y que llevaba los pelos que le quedaban, como las cejas y el bigote, teñidos de un color demasiado oscuro. Siempre la miraba de reojo su padre. A ella y a su madre.
Y siempre había una palabra amarga cuando le hablaba a una o a otra. «Quisiera la mitad del cariño que les das a los pájaros», le decía a veces la madre de Luli, no al padre, sino al vacío. «Gánatelo», contestaba él, y seguía mirando la jaula con los dos jilgueros, las tres de los canarios o aquella otra donde tenía metida una perdiz que apenas podía moverse.
«Eso dice mi madre, pero yo nunca querría nada de él, y menos su cariño. Mi padre me da asco», le decía Luli Gigante a Miguelito, que siempre se imaginaba la casa entera de Luli igual que la entrada que había visto desde la escalera una noche que subió a acompañarla. Oscura, con un pasillo con papel pintado de ramas color tabaco y unos cuadros pequeños con marco de plástico dorado. «Si mi padre me diera un beso me moriría», sonreía Luli, besando a Miguelito. «Ha tenido más queridas que el padre de Paco Frontón, sólo que él no las ha llevado en ningún coche ni les ha comprado ninguno de esos vestidos tan caros, sobre todo desde que perdió un dinero, nadie sabe cómo, que había heredado de un hermano. Perdió el dinero y se murió, sólo que está esperando que lo entierren», se reía Luli. «Yo ya sé la ropa que me voy a poner para su entierro. Me la pruebo y me paseo por la casa, para que él me vea.»
«Siempre protesta por todo lo que me pongo. Siempre llevo las faldas cortas y los escotes grandes. Dice que me visto como una puta», dibujaba Luli el mismo círculo en la pared, una y otra vez. Quizá imaginase que cada círculo que dibujaba era de un color distinto. «Y una vez, cuando le dije que él de eso, de putas, entendía mucho, me pegó una bofetada que me tiró al suelo y me hizo esta cicatriz.» Se señalaba Luli Gigante en la frente la huella casi invisible de un antiguo corte. «Hasta que fui a verlo a casa de aquella tía, y ya nunca más me pegó ni volvió a gritarme. Sólo me mira y hace ruido con la garganta, gruñe.»
Una mañana de invierno, cuando todavía no se paseaba con los libros por las calles del barrio, Luli Gigante bajó lentamente la cuesta empinada de su casa, dejó atrás el rumor de los eucaliptos de la Ciudad Deportiva y entró en el portal número 16 de una calle estrecha de Carranque. Subió las escaleras hasta el segundo piso, letra D, y llamó a la puerta. Cuando le abrió aquella mujer, morena, un poco mayor que su madre, despeinada y atándose una bata bajo la que se veía que estaba desnuda, ella no contestó a su pregunta, «Qué quieres», hasta la tercera vez. Luli miraba callada hacia el interior de la casa, pequeña, llena de adornos. Se acordaba de una góndola de plástico, con bombillas de colores. «Que qué quieres.» «Vengo a ver a mi padre», respondió Luli. Y nada más pronunciar aquella frase, su padre salió de detrás del mueble donde estaba la góndola, abrochándose los pantalones, con los pelos de la calva mal colocados. Se quedaron mirándosela mujer vuelta hacia el padre de Luli, cerrándose ahora la bata con las dos manos. Los tres en silencio, hasta que Luli se dio la vuelta y empezó a bajar la escalera y, después de cerrarse la puerta, volvió a oír la voz de la mujer, haciendo preguntas.
Luli Gigante estuvo trabajando en una zapatería del mismo dueño que aquella en la que trabajaba su amiga la Cuerpo. La había conocido poco antes. Desde el principio la Cuerpo había tenido debilidad por Luli. La llamaba extravagante, paseaban solas. Luli nunca hablaba con los amigos de la Cuerpo, los veía desde lejos, sentados en los bancos que había frente a su casa, fumando porros y riéndose en voz alta. A veces estaba con ellos Rafi Ayala, iba a ver a su prima, la Cuerpo, y a contar sus habilidades de faquir genital. A alguna de aquella gente, Rafi le había dicho que iba a casarse con la Cuerpo, cuando cumplieran veinticinco años. Algunas noches Rafi se sentó con ellas dos en el Rey Pelé o en La Medusa y se estaba callado, moviendo los pies debajo de la mesa e intentando disimular su tic nervioso.
Luis aceptó el trabajo en la zapatería. El encargado la miraba mucho y un día la besó en la trastienda y la estuvo manoseando. Volvió a coger sus libros y se compró aquel impermeable color ciruela. Conoció a un estudiante de medicina, decía que era hijo de un médico muy importante. Luli le contaba a la Cuerpo cómo al estudiante le temblaban los dedos al tocarle los pechos. El asco y las ganas de reír que le dieron la primera vez que se llenó los dedos de semen. Cómo le acariciaba el pelo, igual que a los moribundos en las películas, después de acostarse con ella la primera vez, de robarle la virginidad. Se reían las dos sentadas en los bancos o en los escalones del portal cuando llovía. Dejó al estudiante porque se aburría mucho con él y sólo hablaba de su padre médico. «Casi me gustaron más los besos del encargado de la zapatería que los suyos, por lo menos el de la zapatería no temblaba y te apretaba como a una mujer.» Él estuvo un tiempo mandándole cartas y ella se las daba a la Cuerpo para que se riera. Le divertía la risa de la Cuerpo.
Y así transcurrió el tiempo, hasta que llegó aquel verano y Luli Gigante habló con Miguelito Dávila en los vestuarios de la Ciudad Deportiva. Así iban transcurriendo las semanas del verano, con los paseos y las manos pasando sobre las hojas venenosas de las adelfas, los besos en las esquinas y el amor furtivo en casa de Miguelito, con la promesas de los versos y los sueños imposibles. Aplazando siempre la conquista del mundo para mañana.
Y así o de un modo parecido transcurrió la historia entera de Luli Gigante, que nunca llegó a vivir en ninguno de aquellos países que dibujaba en el aire o en la pared. Los límites de su reino siempre fueron los de aquel barrio en el que se nos fue la adolescencia y la primera juventud. Al cabo, su vida se marchitó, como las rosas de doña Úrsula, en las fronteras de esas calles. Y los pétalos caídos de su juventud adornaron para siempre la alfombra de adoquines viejos y asfalto cuarteado de aquel barrio. Pero eso fue mucho tiempo después, cuando aquel verano de nuestras vidas quedó perdido para siempre y nosotros no fuimos más que un eco de nombres a los que era difícil ponerles cara.