Rafi Ayala estuvo paseándose siete días por el barrio con su uniforme de paraca y su boina negra volcada sobre el ojo derecho. En el Salón Recreativo Ulibarri hacía prácticas castrenses con los tacos de billar. Ya no exhibía sus trabajos de faquir urológico. Ahora, delante de la clientela adolescente del Salón Ulibarri, desfilaba entre las mesas de ping-pong dando zapatazos o se quedaba en posición de firmes con la barbilla apuntando a los tubos fosforescentes del techo y presentando armas con el taco mientras los otros lo miraban igual de boquiabiertos y desconfiados que cuando desollaba gatos.

Hablaba mucho de tenientes, sargentos y mandos. Les ponía nombres como si todos en el barrio los conociéramos desde siempre. El teniente Martínez Vidal, que hablaba seis idiomas y en sus tiempos de mercenario había estado en Angola y en Beirut, el sargento Requena, que era un hijoputa y los había dejado seis días sin comer en las maniobras pero que tenía dos huevos porque había hecho ciento cincuenta y seis saltos nocturnos y tenía rotos catorce huesos del cuerpo. Yo lo vi intentando explicarle a doña Úrsula el funcionamiento de una granada después de marcar unos pasos por su acera con la escoba al hombro. Me pareció que verdaderamente tenía aspecto de soldado, con la nuca rapada y el tic aquel que dos veces por minuto le levantaba las cejas disimulado por la boina.

Cuando se encontraba con algún conocido lo saludaba con un movimiento de la barbilla y un taconazo mal disimulado. A los amigos, salvo al enano Martínez, con quien se daba la mano agarrando cada cual el pulgar del otro, les daba unos abrazos tensos y secos, golpeando con los puños cerrados los omóplatos del contrincante una o dos veces. Todo lo que contaba era desproporcionado. Al parecer, en los paracas —ya nunca nadie en el barrio volvió a pronunciar la palabra paracaidista— no gustaron mucho las habilidades de Rafi Ayala con su polla, ni el truco del destornillador ni el levantamiento a pulso sobre su desgraciado pene.

Un sargento, a lo mejor el Requena aquel de los saltos nocturnos, lo había sorprendido en el cuerpo de guardia mientras le demostraba a unos compañeros somnolientos hasta qué punto era capaz de retorcerse los genitales, y así, nada más verlo, le dio una bofetada en la oreja que medio le reventó el tímpano. Lo puso en posición de firmes, y mientras le estrujaba los huevos le gritaba en la boca del oído sangrante que aquel nabo y aquellos huevos eran del ejército español, material de guerra, y que el que estropeaba la propiedad del ejército era un mal español, un mal soldado y un traidor. «Y tú, además de traidor y de saboteador, eres gilipollas, muchacho.» Lo tuvo tres noches enteras de guardia en una letrina, escoltando un retrete que sus compañeros, por orden del sargento, habían estado usando a lo largo del día sin tirar de la cadena. También lo ponían a subir y bajar el cetme sobre su cabeza hasta que los brazos se le petrificaban, el fusil se le caía al suelo y el sargento Requena, o quien fuera, le partía el labio de un nuevo golpe. También lo ponían a cavar zanjas a las cuatro de la mañana. Al fin Rafi Ayala había alcanzado la felicidad.

«Rafi es feliz. La vida se porta con él como antes él lo hacía con sus gatos, con su polla y con el mundo entero», decía González Cortés viéndolo pasar delante del bar, siempre marcando el paso y con el estribillo de un himno susurrado en los labios. «Ahí tienes un personaje para hacerle una entrevista cuando trabajes en la radio», le decía al Garganta, que pasó la mayor parte de las tardes de aquel verano en el bar del padre de González Cortés, con sus camisas elegantes y su pelo siempre recién cortado, dispuesto para saltar al estrellato en cualquier momento. Mientras tanto, se entretenía radiándole a todo el mundo las películas que había visto la noche anterior en el cine de verano o en la tele, con tanto detalle que la narración siempre duraba más que la propia película.

La sombra de Rafi Ayala en aquellos días se llamó Amadeo Nunni. El Babirusa memorizaba todos los movimientos que el otro hacía con las escobas o los tacos de billar. Sabía el número de botones que llevaba el uniforme de paraca y el número de vueltas que tenían los cordones de las botas. Conocía mejor que el propio Rafi Ayala los apodos de todos los mandos de la compañía del desollador de gatos, así como el nombre de pila del teniente Martínez Vidal, Enrique, el segundo apellido del sargento Requena, Benítez, y el número de veces que habían saltado los otros dos sargentos, Veloso y Virtudes, y los cinco cabos y cabos primero.

Cuando Rafi se encontró por primera vez con Miguelito Dávila, el Babirusa estaba allí. Fue en el cruce de la gasolinera. Miguelito regresaba de la droguería y Paco Frontón y Avelino Moratalla iban con él.

—Miguelito. Hostia. Miguelito.

Miguelito se dejó abrazar y luego palmear los hombros con una sonrisa que no era una sonrisa.

—Muy bien, Rafi. Muy bien. Paraca —le pellizcó la mejilla, se la palmeó despacio, dos veces—. Muy bien.

Se quedaron los dos sonriendo, o haciendo algo parecido. El Babirusa mirándolos con sus ojos de chino muy juntos. Rafi le golpeó otra vez el brazo a Miguelito. Y Miguelito se pasó el dedo pulgar por la comisura de la boca, como si se la limpiara, con el cuello un poco torcido. Se oía el ruido de los coches al pasar, tres calles más abajo. Y entonces fue cuando se acercó Avelino Moratalla y Rafi volvió a recuperar algo de la euforia, le dio uno de sus abrazos, y mientras Avelino le preguntaba que cuándo lo hacían general, Rafi saludó desde lejos a Paco Frontón, que le respondió con una mueca, sin decir ninguna palabra ni acercarse.

—¿Has visto? —le preguntó el Babirusa a Miguelito Dávila, señalándole la cadena de banderas metálicas y las chapas que Rafi llevaba en el pecho.

—Y tú, qué, Miguelito.

—Bien, bien, Rafi —Dávila sí sonreía ahora, pero no era el comienzo de una sonrisa, sino el final—. Bien. Aquí.

—No será verdad lo que me han dicho —se le subieron las cejas a Rafi, miró a los demás, alegre—. Que te has puesto a hacer poesías. Eso no es verdad, Miguelito. Hostia. Eso no es verdad.

Dávila hizo un gesto de cansancio, parecía que iba a reanudar la marcha.

—No te estarás volviendo maricón, ¿no, Miguelito?

—No. No te preocupes. Tú nunca te preocupes por mí, Rafi.

—Miguelito, coño. Era broma —Rafi Ayala miró a los demás buscando su complicidad—. Broma, joder. Si sé lo de Luli. Eso es tener huevos. Luli Gigante.

Se vio que Rafi iba a palmear de nuevo el brazo o el hombro de Miguelito, pero que no se atrevió. Se le vio la duda.

—Nos tenemos que ver, tranquilos. Te voy a contar cosas de tías. Las que me he follado en Murcia. Eso son tías, Miguelito. Estoy deseando ver a mi prima —también se vio que tuvo intención de volver el cuello y mirar hacia donde estaba Paco Frontón—. Allí les he contado el cuerpo que tiene la Cuerpo y no se lo creían. Una noche la llamo y salimos los cuatro. Tú con Luli y yo con ella. Y luego, lo que sea.

—Claro.

—Te lo digo en serio, Miguelito. Te estoy hablando en serio.

—¿Qué te han enseñado, a hablar en serio en los paracas? Yo creía que allí enseñaban otras cosas.

Dávila empezó a andar de nuevo. A Rafi Ayala se le desencajó un poco la mandíbula.

—No me tendrás envidia, ¿no, Miguelito?

Miguelito Dávila se detuvo. Volvió sólo la cabeza. Ahora sí parecía sonreír de verdad.

—No. De verdad que no. Adiós, Rafi.

Reanudó la marcha Miguelito. Paco Frontón y Avelino Moratalla siguieron con él. Sólo Moratalla, al pasar por su lado, chocó la mano con Rafi Ayala. Y Rafi, sin hacerle caso, ni a él ni al Babirusa, que hablaba del riñón de Miguelito, del tiempo tan difícil que había pasado en el hospital, se ajustó la boina, se la volcó todavía un poco más sobre el ojo derecho y se quedó allí con su uniforme y su nuca repelada, cerca de los surtidores, con sus banderas de metal en el pecho, viendo cómo a lo lejos, bailados por el vaho que la gasolina esparcía por el aire, se perdían las figuras de Miguelito Dávila, Avelino Moratalla y Paco Frontón, mientras el ruido de los coches se le metía dentro de la cabeza.